El Chancellor (ilustrado)
Capítulo XXIII
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XXIII
Del 2 al 3 de diciembre: Durante veinticuatro horas todavía luchamos con energía e impedimos que el nivel del agua aumente en el interior del navío; pero es evidente que pronto llegará un momento en el que las bombas no bastarán para achicar una cantidad de agua igual a la que penetre por la fractura del casco.
Durante esta jornada el capitán Kurtis, que no se toma un instante de reposo, realiza por sí mismo un nuevo reconocimiento en la bodega, y lo acompaño junto con el carpintero y el bosseman. Desplazamos algunas balas de algodón y comprobamos, al prestar atención, que se escucha una especie de ruido, de «glú-glú», para emplear un término más exacto. ¿Es la vía de agua, que se ha vuelto a abrir, o se trata de una dislocación general de todo el casco? Es imposible comprobarlo con exactitud. En todo caso, Robert Kurtis va a tratar de hacer que el casco sea más impermeable por la popa, envolviéndolo exteriormente con velas alquitranadas. Tal vez así consiga interceptar toda comunicación, al menos provisionalmente, entre el interior y el exterior. Si se detiene momentáneamente la entrada de agua, se podrá bombear más eficazmente y sin duda elevar el navío.
La operación es mucho más difícil de lo que se imagina. En primer lugar, hay que reducir la velocidad del navío, y, después de haber colocado sobre la quilla fuertes velas, sostenidas por andariveles, hay que deslizarías hasta el lugar en que se abría la antigua vía de agua, de forma que esta parte del casco del Chancellor quede completamente envuelta.
Una vez hecho esto, las bombas consiguen tomar la delantera, y nos ponemos a la obra con energía. Sin duda el agua penetra todavía, pero en menor cantidad, y al final de la jornada comprobamos que el nivel ha bajado unas pulgadas. ¡Sólo unas pulgadas! ¡No importa! Ahora las bombas expulsan más agua por los imbornales que la que entra en la bodega, y no se las deja descansar ni un solo instante.
El viento refresca mucho durante la noche, que es oscura. Sin embargo, el capitán ha querido conservar el mayor trapo posible. Sabe perfectamente que el casco del Chancellor no ofrece garantía alguna, y ansia llegar a la vista de tierra firme. Si algún navío se cruzase al largo, no dudaría en hacerle señales de socorro, en desembarcar a los pasajeros, e incluso a la tripulación, aunque tuviese que permanecer solo a bordo hasta el momento en que el Chancellor se hundiese bajo sus pies.
Pero todas estas medidas no tendrán éxito.
En efecto, durante la noche la envoltura de lona ha cedido a la presión exterior, y al día siguiente, 3 de diciembre, el bosseman, después de haber sondeado, no ha podido contener estas palabras, acompañadas de juramentos:
—¡Sigue habiendo seis pies de agua en la bodega!
¡El hecho es bien cierto! El navío vuelve a llenarse de nuevo, se hunde visiblemente, y ya la línea de flotación se encuentra sensiblemente sumergida.
Mientras tanto, manejamos las bombas con más ardor que nunca, y empleamos en ello nuestras últimas fuerzas. Nuestros brazos están rotos, nuestros dedos sangran, pero, pese a todos los esfuerzos, el agua puede con nosotros. Robert Kurtis manda entonces establecer una cadena de hombres en la entrada de la gran escotilla, y los cubos pasan rápidamente de mano en mano.
¡Todo es inútil! A las ocho y media de la mañana se comprueba un nuevo aumento de agua en la bodega. La desesperación hace presa en algunos marineros. Robert Kurtis les ordena continuar trabajando. Se niegan.
De entre estos hombres, uno de ellos es un espíritu inclinado a la revuelta, un cabecilla, del que ya he hablado, el marinero Owen. Tiene unos cuarenta años de edad. Su rostro se termina en punta con una barba rojiza casi nula o rasa sobre los carrillos, sus labios se repliegan hacia adentro, y sus ojos leonados están marcados por un punto rojo en la confluencia de las pupilas. Tiene la nariz recta, las orejas muy separadas, la frente profundamente barrida por arrugas.
Es el primero en abandonar su puesto.
Cinco o seis de sus camaradas lo imitan, y entre ellos puedo ver al maestro cocinero, Jynxtrop, un mal hombre, también.
A las órdenes de Robert Kurtis, que les recomienda volver a las bombas, Owen responde con un no formal.
El capitán reitera sus órdenes.
Owen reitera su negativa.
Robert Kurtis se aproxima al marinero amotinado.
—¡Le aconsejo que no me toque! —dice fríamente Owen, subiendo al castillo de proa.
Robert Kurtis se dirige entonces a la toldilla, entra en su camarote, y sale con un revólver amartillado.
Owen mira un instante a Robert Kurtis, pero Jynxtrop le hace una seña y todos vuelven a su trabajo.