El Chancellor (ilustrado)
Capítulo XXIV
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XXIV
4 de diciembre: El primer conato de revuelta ha sido sofocado gracias a la actitud enérgica del capitán. ¿Tendrá la misma suerte Robert Kurtis en el futuro? Hay que esperarlo, puesto que la indisciplina de la tripulación haría terrible una situación de por sí tan grave.
Durante la noche, las bombas ya no pueden con el agua. Los movimientos del navío son pesados y, como le resulta muy difícil elevarse con las olas, recibe golpes de mar que lo destrozan y penetran por las escotillas. Más agua que añadir al agua de la bodega.
La situación va a ser muy pronto tan amenazadora como lo era durante las últimas horas del incendio. Los pasajeros, la tripulación, todos sienten que este navío va cediendo poco a poco bajo sus pies. Ven subir lenta, pero incesantemente, esas aguas que en este momento les parecen tan terribles como lo han sido las llamas.
No obstante, la tripulación continúa trabajando bajo las amenazas de Robert Kurtis, y de buena o mala gana los marineros luchan con energía, pero se encuentran en el límite de sus fuerzas. Además no pueden achicar un agua que se renueva sin cesar y cuyo nivel aumenta de hora en hora. Los que maniobran con los cubos se ven muy pronto obligados a abandonar la bodega, donde, sumergidos hasta la cintura, se arriesgan a ahogarse, y suben a cubierta.
Ya sólo queda una posibilidad, y al día siguiente, el 4, después de un consejo mantenido entre el teniente, el bosseman y el capitán Kurtis, se adopta la resolución de abandonar el navío. Puesto que la ballenera, la única embarcación que queda, no puede embarcarnos a todos, se construirá una balsa. La tripulación continuará maniobrando las bombas hasta el momento en que se dé la orden de embarque.
Se previene a Daoulas, el carpintero, y se acuerda que la balsa se construirá sin retraso, con las vergas de recambio y la madera de la arboladura, previamente serrada con la longitud conveniente. La mar, relativamente calma en este momento, facilitará esta operación siempre difícil, incluso’ en las circunstancias más favorables.
Por tanto, sin pérdida de tiempo, Robert Kurtis, el ingeniero Falsten, el carpintero y diez marineros provistos de sierras y de hachas, preparan y cortan las vergas antes de lanzarlas a la mar. De esta forma no tendrán más que atarlas sólidamente y disponer de un fuerte armazón sobre el que reposará la plataforma de la balsa, que medirá unos cuarenta pies de largo por veinte o veinticinco de ancho.
Nosotros, los pasajeros, y el resto de la tripulación, seguimos siempre en las bombas. Cerca de mí se encuentra André Letourneur, a quien su padre no deja de mirar con profunda emoción. ¿Qué será de su hijo si hay que luchar contra las olas, en unas circunstancias en las que un hombre bien constituido no se salvaría sin esfuerzos? En todo caso, seremos dos los que no lo abandonaremos.
Se ha ocultado la inminencia del peligro a la señora Kear, a la que un largo sopor mantiene casi sin conocimiento.
En varias ocasiones la señorita Herbey se ha presentado sobre cubierta, sólo durante unos instantes. El cansancio la ha hecho palidecer, pero sigue siendo fuerte. Le recomiendo que se encuentre dispuesta a hacer frente a cualquier eventualidad.
—Estoy siempre dispuesta, señor —me responde la valerosa joven, que regresa inmediatamente junto a la señora Kear.
André Letourneur sigue a la joven con la mirada, y un sentimiento de tristeza se dibuja en su rostro.
Hacia las ocho de la tarde el armazón de la balsa se encuentra casi acabado. Se bajan barriles vados y herméticamente taponados, que están destinados a asegurar la flotación del aparato, y que se sujetan con toda solidez a la madera de la arboladura.
Dos horas después se oyen grandes gritos en la toldilla. El señor Kear aparece, gritando:
—¡Nos hundimos! ¡Nos hundimos!
Inmediatamente veo a la señorita Herbey y a Falsten, que transportan a la señora Kear, exánime.
Robert Kurtis corre a su camarote. Regresa inmediatamente con una carta marina, un sextante y una brújula.
Resuenan gritos pidiendo socorro, a bordo reina la confusión. La tripulación se precipita hacia la balsa, cuyo armazón, al que todavía falta la plataforma, no puede recibirlos…
¡Imposible describir todos los pensamientos que pasan por mi mente en estos instantes, ni dibujar la rápida visión que se hace en mi espíritu de la totalidad de mi vida pasada! ¡Me parece que toda mi existencia se concentra en este minuto supremo que va a acabar con ella! Siento las tablas de la cubierta conmoverse bajo mis pies. ¡Veo subir el agua alrededor del navío, como si el océano se abriese bajo él!
Algunos marineros se refugian en los obenques, lanzando gritos de terror. Voy a seguirlos…
Una mano me detiene. El señor Letourneur me señala a su hijo, mientras gruesas lágrimas surgen de sus ojos.
—Sí —le digo, apretándole convulsivamente el brazo—. ¡Lo salvaremos entre los dos!
Pero, antes que yo, Robert Kurtis se ha acercado a André, y ya lo lleva a los obenques del palo mayor cuando el Chancellor, al que el viento empuja rápidamente, se detiene de pronto. Se produce una violenta sacudida.
¡El navío se hunde! El agua me llega a las piernas. Instintivamente me agarro a unas jarcias… Pero, de pronto, el hundimiento se detiene, y, cuando la cubierta está ya a dos pies bajo el nivel de la mar, el Chancellor se queda inmóvil.