El Chancellor (ilustrado)

El Chancellor (ilustrado)


Capítulo XXV

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XXV

Noche del 4 al 5 de diciembre: Robert Kurtis ha levantado al joven Letourneur, y, corriendo por la cubierta inundada, lo ha puesto sobre los obenques de estribor. Su padre y yo nos subimos cerca de él.

Después miro a mi alrededor. La noche es lo suficientemente clara para que pueda ver lo que ocurre. Robert Kurtis ha vuelto a su puesto, y está de pie en la toldilla. Todo a popa, cerca del coronamiento, todavía no sumergido, veo la sombra del señor Kear, su mujer, la señorita Herbey y el señor Falsten; en el extremo del castillo de proa al teniente y al bosseman; en las cofas y sobre los obenques, al resto de la tripulación.

André Letourneur se ha subido a la gran cofa gracias a la ayuda de su padre, que ha ido poniéndole el pie en cada escalón, y, pese a los balanceos, ha llegado finalmente sin sufrir accidente alguno. Pero ha sido imposible hacer entrar en razón a la señora Kear, que se ha quedado en la toldilla, con riesgo de ser arrastrada por las olas si el viento refresca. También la señorita Herbey se ha quedado junto a ella, sin querer abandonarla.

La primera medida tomada por Robert Kurtis en cuanto se ha detenido el hundimiento ha sido la de arriar inmediatamente todo el trapo, después de descender las vergas y los masteleros, para no comprometer la estabilidad del navío. Espera que, una vez tomadas estas precauciones, el Chancellor no zozobrará. Pero ¿acaso no puede hundirse en cualquier momento? Me aproximo a Robert Kurtis y se lo pregunto.

—No puedo saberlo —me responde con un tono de voz muy tranquilo—. Depende sobre todo del estado de la mar. Lo cierto es que en las condiciones actuales el navío se encuentra en equilibrio, ¡pero estas condiciones pueden cambiar en cualquier momento!

—¿Puede navegar ahora el Chancellor con dos pies de agua sobre su cubierta?

—No, señor Kazallon, pero puede derivar bajo la acción de las corrientes y del viento, y, si se mantiene así durante unos días, alcanzar cualquier punto de la costa. Además en última instancia tenemos la balsa, que será acabada dentro de unas horas, y en la que será posible embarcarse al amanecer.

—Entonces ¿no ha perdido usted la esperanza? —pregunto, bastante sorprendido por la calma de Robert Kurtis.

—La esperanza nunca puede perderse totalmente, señor Kazallon, incluso en las circunstancias más adversas. Todo lo que puedo decirle es que, de cien posibilidades, tenemos noventa y nueve contra nosotros, pero al menos la cien está a nuestro favor. Además, si mi memoria no me engaña, el Chancellor, medio sumergido, se encuentra en las mismas condiciones que el tres palos la Junon en 1795. Durante más de veinte días aquel navío permaneció así, suspendido entre dos aguas. Los pasajeros y los marineros se refugiaron en las cofas y, habiendo avistado tierra, todos los que habían sobrevivido al cansancio y al hambre fueron salvados. Es un hecho demasiado conocido en los anales de la marina, para que no me venga ahora a la memoria. Pues bien, no existe razón alguna para que los supervivientes del Chancellor no tengan la misma suerte que los de la Junon.

Tal vez habría muchas cosas que responder a Robert Kurtis, pero la conclusión que se saca de esta conversación es que nuestro capitán no ha perdido la esperanza.

Mientras tanto, y puesto que las condiciones de equilibrio pueden romperse a cada instante, más pronto o más tarde habrá que abandonar el Chancellor. Por tanto se decide que mañana, en cuanto el carpintero haya acabado la balsa, nos embarcaremos en ella.

¡Pero júzguese la tremenda desesperación que hace presa en la tripulación cuando, hacia la medianoche, Daoulas advierte que el maderamen de la balsa ha desaparecido! ¡Las amarras, pese a que eran sólidas, se han roto a causa del desplazamiento vertical del navío, y el armazón se ha ido a la deriva sin duda hace más de una hora!

Cuando los marineros se enteran de esta nueva desgracia, lanzan gritos de socorro.

—¡Al agua! ¡Al agua! ¡A los palos! —repiten estos desdichados, enloquecidos.

Y quieren cortar el aparejo para derribar los masteleros y construir inmediatamente una nueva balsa.

Pero Robert Kurtis interviene:

—¡A vuestros puestos, muchachos! —exclama—. ¡Que no se corte ni un solo hilo sin mi permiso! ¡El Chancellor se encuentra en equilibrio! ¡El Chancellor no se hundirá todavía!

Ante la voz tan enérgica de su capitán, la tripulación recupera su sangre fría, y, pese a la mala voluntad de algunos marineros, cada cual vuelve al puesto que le ha sido asignado.

Cuando se hace de día, Robert Kurtis sube hasta la cruceta, y su mirada recorre con todo detenimiento la superficie de la mar en un amplio radio alrededor del navío. ¡Búsqueda inútil! ¡La balsa está fuera de nuestra vista! ¿Habrá que armar la ballenera y emprender una búsqueda que puede ser larga y peligrosa? Es imposible, puesto que la marejada es demasiado gruesa para que una frágil embarcación pueda desafiarla. Por tanto, hay que emprender la construcción de una nueva balsa, y se ponen a ello inmediatamente.

Desde que las olas se han hecho más fuertes la señora Kear se ha decidido finalmente a abandonar el sitio que ocupaba a popa de la toldilla, y ha podido llegar hasta la gran cofa, sobre la que se ha tendido en un estado de total postración. El señor Kear, por su parte, se ha instalado junto a Silas Huntly, en la cofa de trinquete. Cerca de la señora Kear y de la señorita Herbey se encuentran los señores Letourneur, demasiado apretados, como puede imaginarse, sobre esta plataforma que mide doce pies en su diámetro mayor. Pero se han tendido cables de un obenque a otro, lo que nos permite aguantar los fuertes balanceos. Además Robert Kurtis ha ordenado colocar encima de la cofa una vela para que abrigue a las dos mujeres.

Algunos toneles que flotaban entre los mástiles del navío después de la inmersión, y que han sido recogidos a tiempo, han sido izados a las cofas y amarrados sólidamente a los estays. Son cajas de conservas y de bizcochos, así como barriles de agua potable, los cuales constituyen ahora todas nuestras reservas.

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