El Chancellor (ilustrado)
Capítulo XXVI
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XXVI
5 de diciembre: La jornada es calurosa. Diciembre, al sur del paralelo dieciséis, no es un mes de otoño, sino un auténtico mes de verano. Deberemos prepararnos a soportar crueles calores si la brisa no acude a moderar los ardores del sol.
No obstante, la mar sigue estando bastante agitada. El casco del navío, sumergido en sus tres cuartas partes, es batido como un escollo. La espuma de las olas salta hasta la altura de las cofas, y las salpicaduras atraviesan nuestras ropas como una lluvia fina.
Esto es todo lo que queda del Chancellor, es decir, lo que está por encima de la superficie de la mar los tres palos bajos, rematados por sus masteleros, el bauprés —del que se ha suspendido la ballenera, a fin de que no sea destrozada por las olas—, y la toldilla y el castillo de proa, unidos tan sólo por el estrecho marco del empalletado. En cuanto a la cubierta, está totalmente sumergida.
La comunicación entre las cofas es difícil. Los marineros, izándose por los estays, son los únicos que pueden trasladarse de una a otra. Abajo, entre los mástiles, desde el coronamiento hasta el castillo de proa, la mar se estrella como contra un rompiente y desencaja poco a poco los tabiques del navío, cuyas tablas nos ocupamos de recoger. ¡Es realmente un espectáculo aterrador para los pasajeros, quienes, refugiados en estrechas plataformas, ven y escuchan rugir al océano bajo sus pies! Estos mástiles, que sobresalen de las aguas, tiemblan a cada golpe de mar, y da la impresión de que van a ser arrastrados por las aguas.
¡Verdaderamente más vale no mirar, no reflexionar, puesto que el abismo atrae, y uno se siente tentado a lanzarse a él!
Mientras tanto la tripulación trabaja sin descanso construyendo la segunda balsa. Para ello se emplean los mastelerillos, los masteleros y las vergas, y, bajo la dirección de Robert Kurtis, la obra se lleva a cabo con todo cuidado. El Chancellor no da la impresión de encontrarse a punto de hundirse; como ha dicho el capitán, es posible que permanezca así, en equilibrio entre dos aguas, durante algún tiempo. Por tanto, Robert Kurtis pretende que la balsa se construya lo más sólidamente posible. La travesía será larga, puesto que la costa más cercana, la de la Guayana, se encuentra todavía a varios centenares de millas. Por eso, más vale pasar uno o dos días sobre las cofas, y tomarse así el tiempo necesario para construir un aparato flotante con el que se pueda contar. Todos estamos de acuerdo en este punto.
Los marineros han recobrado cierta seguridad en sí mismos, y ahora el trabajo se lleva a cabo con orden.
Sólo un viejo marino, de unos sesenta años de edad, cuya barba y cabellos han encanecido bajo las ráfagas, no está de acuerdo con abandonar el Chancellor. Es un irlandés, llamado O’Ready.
En el momento en que me encontraba sobre la toldilla, se me ha acercado.
—Señor —me dice, mascando tabaco con una indiferencia suprema—, los compañeros opinan que hay que abandonar el navío. Yo, no. He naufragado nueve veces, cuatro veces en alta mar, y cinco veces a la vista de tierra. Mi auténtica profesión es la de náufrago. Me conozco. Pues bien, ¡que Dios me castigue si no he visto siempre perecer miserablemente a los picaros que huían en las balsas o a bordo de las chalupas! Mientras un navío flote, hay que quedarse en él. ¡Téngalo usted por dicho!
Después de pronunciar estas palabras con un tono afirmativo, el viejo irlandés, que sin lugar a dudas trataba de dar su opinión para descargo de su conciencia, cae en el mutismo más absoluto.
Hoy, hacia las tres de la tarde, veo al señor Kear y al ex capitán Silas Huntly charlando animadamente sobre la cofa de trinquete. El negociante de petróleo parece acuciar intensamente a su interlocutor, y me da la impresión de que éste hace ciertas observaciones a una propuesta del tal señor Kear. En varias ocasiones Silas Huntly mira largamente hacia la mar y el cielo, meneando la cabeza. Finalmente, después de una hora de conversación, desciende por el estay del trinquete hasta el extremo del castillo de proa, se mezcla con el grupo de marineros, y le pierdo de vista.
Por lo demás, no doy mayor importancia a este incidente, y vuelvo a subir a la gran cofa, en la que los señores Letourneur, la señorita Herbey, Falsten y yo, permanecemos charlando durante unas horas. El sol calienta mucho, y sin la vela que sirve de tienda la posición sería insostenible.
A las cinco tomamos juntos una comida que se compone de bizcocho, carne seca y medio vaso de agua por persona. La señora Kear, totalmente abatida por la fiebre, no come. La señorita Herbey sólo puede procurarle cierto alivio humedeciéndole los labios ardientes de vez en cuando. La desdichada mujer sufre mucho. Tengo mis dudas de que pueda soportar durante mucho tiempo tales miserias.
Su marido no ha preguntado por ella ni una sola vez. No obstante, hacia las seis menos cuarto, me pregunto si finalmente un buen gesto no ha ablandado el corazón de ese egoísta. En efecto, el señor Kear da una voz a unos marineros que están en el castillo de proa, y les ruega que le ayuden a bajar de la cofa de trinquete. ¿Querrá reunirse con su mujer en la gran cofa?
Al principio los marineros no responden a la llamada del señor Kear. Este insiste enérgicamente, y promete pagar bien a los que le hagan ese favor.
Inmediatamente dos marineros, Burke y Sandon, se suben a los empalletados, ganan los obenques del trinquete y alcanzan la cofa.
Llegados junto al señor Kear, discuten largamente con él las condiciones del acuerdo. Resulta evidente que piden demasiado y que el señor Kear no quiere dar más que una minucia. Veo el momento en que los marineros van a dejar al pasajero en la cofa. Finalmente las partes se ponen de acuerdo, y, sacando de su cinturón un fajo de billetes de dólares, el señor Kear se lo entrega a uno de los marineros. Este cuenta la suma con toda atención, y me parece que no debe de tener en sus manos menos de cien dólares.
Se trata entonces de arriar al señor Kear hasta el castillo de proa por los estays del trinquete. Burke y Sandon le atan una jarcia alrededor del cuerpo y lo enrollan después al estay; luego lo dejan deslizar como un fardo, y no sin imprimirle fuertes sacudidas que provocan las chirigotas de sus camaradas.
Pero me he equivocado. El señor Kear no tenía en absoluto la intención de reunirse con su mujer en la gran cofa. Se queda en el castillo de proa, junto a Silas Huntly, que lo esperaba en dicho lugar. Muy pronto la oscuridad me hace perderlos a los dos de vista.
Llega la noche, el viento se ha calmado, pero la mar sigue estando encrespada. La luna, que ha salido a las cuatro de la tarde, no aparece más que en contadas ocasiones entre estrechas bandas de nubes. Algunos de estos vapores, dispuestos en largos estratos en el horizonte, se colorean de un tinte rojizo que anuncia para mañana una fuerte brisa. ¡Quiera el Cielo que la brisa continúe viniendo del nordeste y nos empuje hacia tierra firme! ¡Cualquier cambio en su dirección sería funesto una vez que nos encontremos a bordo de la balsa, que no puede navegar más que viento en popa!
Robert Kurtis ha subido a la gran cofa hacia las ocho de la tarde. Creo que le preocupa el estado del cielo y que pretende tratar de adivinar lo que ocurrirá mañana. Se queda allí un cuarto de hora en observación; después, antes de volver a descender, me estrecha la mano sin pronunciar palabra y va a ocupar de nuevo su sitio a popa de la toldilla.
Trato de dormir en el estrecho espacio que me ha sido reservado en la cofa, pero no lo logro. Me asaltan presentimientos desagradables. Me inquieta la tranquilidad actual de la atmósfera, la encuentro «demasiado calma». Apenas si de cuando en cuando pasa un soplo entre la arboladura y hace vibrar los cabos metálicos. Además, la mar «siente» algo. Se encuentra agitada por una fuerte marejada, y evidentemente experimenta el rechazo de alguna tormenta lejana.
Hacia las once de la noche, al separarse dos nubes, la luna brilla luminosamente, y las olas resplandecen como si estuviesen iluminadas por un resplandor submarino.
Me levanto y miro. Cosa rara, me parece ver durante unos instantes un punto negro que sube y baja en medio del intenso blancor de las aguas. No puede ser una roca, puesto que sigue los movimientos de las aguas. ¿Qué será?
Después la luna se oculta de nuevo, la oscuridad se hace otra vez profunda, y me acuesto cerca de los obenques de babor.