El Chancellor (ilustrado)

El Chancellor (ilustrado)


Capítulo XXIX

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XXIX

7 de diciembre: El navío continúa hundiéndose. Actualmente la mar llega a las jaretas de las arraigadas de la cofa del trinquete. La toldilla, el castillo de proa se encuentran totalmente sumergidos, y la punta que sobresalía del bauprés ha desaparecido. Ya no quedan más que los tres mástiles bajos, que emergen del océano.

Pero la balsa está dispuesta y cargada con todo lo que se ha podido salvar. Una carlinga, acondicionada a proa, está destinada a recibir un mástil que sostendrán los obenques amojelados sobre los costados de la plataforma. La vela del gran mastelerillo será arbolada y nos empujará tal vez hacia la costa.

¿Quién sabe si lo que no ha podido hacer el Chancellor lo hará este débil conjunto de tablas, menos fácil de sumergirse? ¡La esperanza está tan fuertemente arraigada en el corazón humano, que todavía espero!

Son las siete de la mañana. Estamos a punto de embarcarnos cuando, de pronto, el navío se hunde tan precipitadamente, que el carpintero y sus hombres, atareados sobre la balsa, se ven forzados a cortar las amarras, a fin de no ser arrastrados por el remolino.

Sentimos entonces una ansiedad angustiosa, ¡pues precisamente en el instante en que el navío se hunde en el abismo, nuestra única tabla de salvación se aleja a la deriva!

Dos marineros y un grumete pierden la cabeza y se lanzan a la mar, pero en vano tratan de luchar contra la marejada. Muy pronto se hace evidente que no podrán alcanzar la balsa ni regresar al navío, ya que tienen en contra las aguas y el viento. Robert Kurtis ata una soga a su cintura y se precipita en su ayuda. ¡Abnegación inútil! ¡Antes de que haya podido alcanzarlos, esos tres desgraciados, a los que veo luchar desesperadamente, desaparecen después de haber tendido en vano sus brazos hacia nosotros!

Se saca a Robert Kurtis totalmente contusionado por esa especie de resaca que bate la punta de los mástiles.

Mientras tanto, Daoulas y sus marineros tratan de volver hacia el navío valiéndose de bordones, de los que se sirven como si se tratase de remos. Sólo tras una hora de esfuerzos —una hora que nos parece un siglo, una hora a lo largo de la cual la mar ha subido hasta el nivel de las cofas—, la balsa, que no se había alejado más de dos cables, ha podido abordar al Chancellor. El bosseman lanza una amarra a Daoulas, y la balsa queda de nuevo amarrada a la encapilladura del palo mayor.

No hay un solo instante que perder, ya que un violento remolino se forma hacia el casco sumergido del navío, y enormes burbujas de aire suben en gran número hacia la superficie de las aguas.

—¡A bordo! ¡A bordo! —grita Robert Kurtis.

Nos precipitamos sobre la balsa. André Letourneur, después de haberse ocupado de la instalación de la señorita Herbey, alcanza felizmente la plataforma. Su padre pronto se encuentra junto a él. Un instante más tarde todos estamos a bordo —todos salvo el capitán Kurtis y el viejo marino O’Ready.

Robert Kurtis, de pie sobre la gran cofa, no quiere abandonar su barco hasta que su barco desaparezca en el abismo. Es su deber y su derecho. ¡Puede sentirse cuánta emoción le parte el corazón en el momento de abandonarlo este Chancellor que tanto ama, que todavía manda!

El irlandés ha quedado sólo en la cofa del trinquete.

—¡Embarca, viejo! —le grita el capitán.

—¿Se hunde el barco? —pregunta el muy cabezota con la mayor sangre fría del mundo.

—Se va a pique.

—Entonces embarco —responde O’Ready, cuando el agua ya le llega hasta la cintura.

Y, sacudiendo la cabeza, se lanza a la balsa.

Robert Kurtis permanece todavía un instante sobre la cofa, lanza una mirada a su alrededor; después, abandona el último su navío.

Es el momento justo. La amarra ha sido cortada y la balsa se aleja lentamente.

Todos miramos hacia el lugar donde se hunde el barco. La extremidad del palo de trinquete desaparece primero, después la punta del palo mayor, y pronto no queda nada de ese bello navío que fue el Chancellor.

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