El Chancellor (ilustrado)

El Chancellor (ilustrado)


Capítulo XXX

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XXX

Continuación del 7 de diciembre: Un nuevo aparato flotante nos transporta. No puede hundirse, pues las piezas de madera que lo componen flotarán siempre, pase lo que pase. Pero ¿no lo desmembrará la mar? ¿No romperá las sogas que lo atan? ¿No acabará por aniquilar a los náufragos amontonados sobre su superficie?

De veintiocho personas que contaba el Chancellor al zarpar de Charleston, diez han perecido ya.

Así pues, quedamos todavía dieciocho, dieciocho en esta balsa que forma una especie de cuadrilátero irregular, y que mide alrededor de cuarenta pies de largo por veinte de ancho.

He aquí los nombres de los supervivientes del Chancellor: los señores Letourneur, el ingeniero Falsten, la señorita Herbey y yo, pasajeros; el capitán Robert Kurtis, el teniente Walter, el bosseman, el maestresala Hobbart, el cocinero negro Jynxtrop, el carpintero Daoulas, y los siete marineros Austin, Owen, Wilson, O’Ready, Burke, Sandon y Flaypol.

¿No nos ha puesto el cielo lo suficientemente a prueba después de setenta y dos días que hace que zarpamos de la costa americana, y no ha pesado su mano bastante sobre nosotros? Los más confiados no se atreverían a tener esperanza.

Pero, dejemos el futuro, no pensemos más que en el presente, y continuemos registrando los incidentes de este drama a medida que se vayan presentando.

Conocemos a los pasajeros de la balsa. Veamos ahora cuáles son los recursos.

Robert Kurtis no ha podido embarcar más que lo que nos quedaba de las provisiones retiradas de la despensa, la mayor parte de las cuales fue destruida en el momento en que se sumergió la cubierta del Chancellor. Estas provisiones son poco abundantes, sobre todo si se tiene en cuenta que somos dieciocho bocas que alimentar y que aún pueden pasar muchos días antes de que se aviste tierra o un navío. Un barril de bizcochos, un barril de carne seca, un pequeño tonel de aguardiente, dos barricas de agua, esto es todo lo que ha podido salvarse. Por tanto, es importante que nos racionemos desde el primer día.

No poseemos absolutamente ninguna ropa de recambio. Algunas velas nos servirán al mismo tiempo de mantas y de refugio. Las herramientas, pertenecientes al carpintero Daoulas, el sextante y la brújula, una carta marina, nuestros cuchillos de bolsillo, una cacerola de metal, una taza de hierro blanco que nunca ha abandonado al viejo O’Ready, éstos son todos los instrumentos y utensilios que nos quedan. Todas las cajas depositadas sobre cubierta y destinadas a la primera balsa se perdieron en el momento del hundimiento parcial del navío, y desde ese momento no nos ha sido posible penetrar en la bodega.

He aquí, pues, la situación. Es grave, pero no desesperada. Desgraciadamente, hay que temerse que tanto la energía moral como la energía física falten a más de uno. Además, ¡hay entre nosotros algunos cuyos malos instintos serán muy difíciles de contener!

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