El Chancellor (ilustrado)
Capítulo XXXII
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XXXII
Del 8 al 17 de diciembre: Llegada la noche, nos hemos acurrucado bajo las velas. Muy cansado por las largas horas pasadas en la arboladura, he podido dormir durante algunas horas. La balsa, al estar relativamente poco cargada, se eleva con bastante facilidad. Gamo la mar no está desencadenada, no nos vemos alcanzados por las olas. Desgraciadamente, si la mar se calma es porque el viento amaina, y por la mañana me veo obligado a anotar en mi diario: tiempo apacible.
Cuando se levanta el día, no tengo nada nuevo que hacer notar. Los señores Letourneur han dormido igualmente durante una parte de la noche. Nos hemos vuelto a estrechar las manos. La señorita Herbey también ha podido descansar; sus facciones, menos cansadas, han recuperado su calma habitual.
Nos encontramos por debajo del paralelo once. El calor durante el día es extremadamente fuerte, y el sol brilla con un vivo resplandor. Una especie de vapor ardiente se mezcla a la atmósfera. Como la brisa sólo llega a bocanadas, la vela cuelga del mástil durante las calmas momentáneas, que se prolongan durante demasiado tiempo. Pero Robert Kurtis y el bosseman, por ciertos indicios que sólo los marinos pueden reconocer, creen que una corriente de dos o tres nudos nos arrastra hacia el oeste. Sería una circunstancia favorable que podría acortar considerablemente nuestra travesía. ¡Ojalá que el capitán y el bosseman no se hayan equivocado, puesto que estos primeros días, y con una temperatura tan elevada, la ración de agua apenas basta para calmar nuestra sed!
Y, sin embargo, desde que hemos abandonado el Chancellor, o más bien las cofas del navío, para embarcamos en esta balsa, la situación ha mejorado notablemente. El Chancellor podía irse a pique a cada minuto, y esta plataforma que ocupamos es al menos relativamente sólida. Sí, lo repito, la situación se ha relajado notablemente, y, en comparación, todos nos encontramos mejor. Estamos casi cómodos, podemos ir y venir. Durante el día nos reunimos, charlamos, discutimos, miramos a la mar. Por la noche dormimos al abrigo de las velas. La observación del horizonte, la vigilancia de los sedales que se han puesto a la traína, todo nos interesa.
—Señor Kazallon —me dice André Letourneur unos cuantos días después de nuestra instalación a bordo de este nuevo aparato—, ¡me parece que volvemos a encontrar aquí los días de tranquilidad que han marcado nuestra estancia en el islote de Ham-Rock!
—En efecto, querido André —le he respondido.
—Pero debo añadir que la balsa posee una ventaja considerable sobre el islote: ¡que navega!
—Mientras el viento le sea favorable, André, la ventaja es evidentemente de la balsa, pero si el viento cambia…
—¡Bueno, señor Kazallon! —responde el joven—. ¡No nos dejemos abatir y tengamos confianza!
¡Pues bien, todos poseemos esta confianza! ¡Sí! ¡Nos parece que hemos pasado tan terribles pruebas que ya no volveremos a pasar por ellas! Las circunstancias se han vuelto más favorables. ¡No hay ni uno solo de nosotros que no se sienta casi seguro!
No sé lo que ocurre en el ánimo de Robert Kurtis, y no puedo decir si comparte nuestras actuales opiniones. Normalmente, se mantiene aparte. ¡Es que su responsabilidad es tremenda! ¡Es el jefe, y no sólo tiene que salvar su vida, sino las nuestras! Sé que es así como él entiende su deber. Por eso con frecuencia se encuentra absorto en sus pensamientos, y todos evitamos distraerlo.
Durante estas largas horas, la mayor parte de los marinos duermen a proa de la balsa. Por orden del capitán la popa está reservada para los pasajeros, y se ha podido instalar con unos largueros una tienda que nos procura un poco de sombra. En suma, nos encontramos en un estado de salud satisfactoria. Sólo el teniente Walter no consigue recuperar sus fuerzas. Los cuidados que le prodigamos no sirven para nada, y cada día se debilita más.
Nunca he apreciado tanto a André Letourneur como en las actuales circunstancias. Este joven afable es el alma de nuestro pequeño mundo. Posee un espíritu original, y las ideas generales, las consideraciones inesperadas abundan en su manera de enfocar las cosas. Su conversación nos distrae, con frecuencia nos instruye. Cuando André habla, su fisonomía un poco enfermiza se anima. Su padre parece beber sus palabras. En ocasiones le coge una mano y la sostiene durante horas enteras.
La señorita Herbey participa a veces de nuestra conversación, pero mostrándose siempre muy reservada. Cada uno de nosotros, con sus atenciones, se esfuerza por hacerle olvidar que ha perdido a los que deberían haber sido sus protectores naturales. Esta joven ha encontrado en el señor Letourneur a un amigo seguro, como lo hubiese sido un padre, y ella le habla con una especie de abandono que la edad del señor Letourneur puede permitirle. Ante sus instancias, ella le relata su vida, esa vida de valor y abnegación que es la dote de las huérfanas pobres. Llevaba dos años al servicio de la señora Kear, y ahora se ha quedado sin recursos para el presente, sin fortuna para el futuro, pero confiada, puesto que está dispuesta a sufrir todas las adversidades. La señorita Herbey, por su carácter, su energía moral, impone respeto, y ni una palabra, ni un gesto que hayan podido escapárseles a estos hombres groseros de a bordo la han chocado hasta el momento.
Los días 12, 13 y 14 de diciembre no han traído ningún cambio de la situación. El viento sigue soplando del este en brisas irregulares. Ningún incidente de navegación. Ninguna maniobra que ejecutar a bordo de la balsa. El timón o, por mejor decir, la espadilla ni siquiera necesita ser modificada. El aparato corre, viento en popa, y no es lo suficientemente cambiante como para dar un bandazo sobre una u otra banda. Algunos marineros de guardia, siempre situados a proa, tienen la orden de vigilar la mar con la atención más escrupulosa.
Han pasado siete días desde que hemos abandonado el Chancellor. Noto que vamos acostumbrándonos al racionamiento que nos ha sido impuesto, al menos en lo concerniente a la comida. Es cierto que nuestras fuerzas no son puestas a prueba por el cansancio físico. No «gastamos» —expresión vulgar que indica bien mi idea—, y en tales condiciones el hombre necesita muy poca cosa para mantenerse. Nuestra mayor privación es la que se refiere al agua, puesto que con estos calores tan fuertes la cantidad que se nos ha adjudicado es notoriamente insuficiente.
El 15, una bandada de peces de la especie de los espáridos[46] ha venido a pulular alrededor de la balsa. Aunque nuestros útiles de pesca no se componen más que de largas cuerdas armadas de un clavo retorcido, al que le sirven de cebo pequeños trozos de carne, son tan voraces estos espáridos, que hemos pescado una buena cantidad.
Es realmente una pesca milagrosa, y este día se diría que hay fiesta a bordo. De estos peces, unos han sido asados, otros hervidos en agua de mar sobre un fuego encendido a proa de la balsa. ¡Qué festín! Otro tanto que economizamos de nuestras reservas. Estos espáridos son tan abundantes, que en dos días cogemos casi doscientas libras. Que llueva ahora y todo irá a pedir de boca.
Por desgracia esta bandada de peces no se ha quedado mucho tiempo en nuestras aguas. El 17, algunos grandes tiburones —pertenecientes a esa monstruosa especie de los tigres-lija, que tienen una longitud de cuatro a cinco metros— han aparecido en la superficie de las aguas. Tienen las aletas y el lomo negros, con manchas y bandas transversales de color blanco. La presencia de estos terribles escualos es siempre inquietante. A causa de la escasa elevación de la balsa, nos encontramos casi al mismo nivel que ellos, y en varias ocasiones sus colas han batido nuestros bordones con terrible violencia. Sin embargo, los marineros han conseguido alejarlos a golpes de espeque. No me extrañaría nada que nos siguieran obstinadamente, como a una presa que les estuviese reservada. No me gustan estos «monstruos con intuición».