El Chancellor (ilustrado)
Capítulo XXXIII
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XXXIII
Del 18 al 20 de diciembre: Hoy el tiempo ha cambiado y el viento ha refrescado. No nos quejamos, puesto que nos es favorable. Tan sólo tomamos la precaución de asegurar el mástil por medio de un obenque de lugre, a fin de que la tensión de la vela no llegue a causar su rotura. Hecho esto, la pesada máquina se desplaza con una velocidad un poco mayor, y deja finalmente una especie de larga estela tras ella.
Por la tarde algunas nubes han cubierto el cielo, y el calor ha sido algo menos riguroso. La marejada ha balanceado con más fuerza la balsa, y dos o tres olas la han cubierto. Afortunadamente el carpintero ha podido construir unas empavesadas de dos pies de alto empleando para ello algunas tablazones, con lo que nos protegemos mejor de la mar.
Por medio de dobles sogas se sujetan fuertemente también los barriles que contienen las provisiones y las barricas de agua. Si un golpe de mar se las llevase, nos dejaría reducidos a la peor de las miserias. ¡No se puede pensar en una eventualidad semejante sin temblar!
El 18 los marineros han recogido algunas de esas plantas marinas conocidas por el nombre de sargazos, poco más o menos semejantes a las que nos encontramos entre las Bermudas y Ham-Rock. Se trata de laminarias sacarinas que contienen un elemento azucarado. Insto a mis compañeros a mascar sus tallos. Lo hacen, y esta masticación les refresca la garganta y los labios.
Durante esta jornada no ocurre nada nuevo. Sólo noto que algunos marineros, especialmente Owen, Burke, Flaypol, Wilson y el negro Jynxtrop han tenido frecuentes conciliábulos, cuyo motivo se me escapa. También observo que se callan cuando uno de los oficiales o de los pasajeros se acerca a ellos. Robert Kurtis ha hecho antes que yo la misma observación. Esos conciliábulos secretos no le agradan. Se promete vigilar atentamente a estos hombres. El negro Jynxtrop y el marinero Owen son evidentemente dos bribones de los que hay que desconfiar, puesto que pueden arrastrar a sus camaradas.
El 19 el calor ha sido excesivo. No hay ni una sola nube en el cielo. La brisa no puede inflar la vela, y la balsa queda al pairo. Algunos marineros se han lanzado al agua, y este baño les ha proporcionado un auténtico alivio, disminuyendo su sed en cierta proporción. Pero es muy peligroso aventurarse en medio de estas aguas infestadas de tiburones, y ninguno de nosotros ha seguido el ejemplo de esos despreocupados. ¿Quién sabe, sin embargo, si más adelante no querremos imitarlos? Al ver la balsa inmóvil, las largas ondulaciones del océano sin un solo rizo, la vela inerte sobre el mástil, ¿no será de temer que esta situación se prolongue?
La salud del teniente Walter no deja de inquietarnos en sumo grado. Este joven se encuentra minado por una fiebre lenta que lo ataca por accesos irregulares. Tal vez el sulfato de quinina podría acabar con ella. Pero, lo repito, la inundación de la toldilla fue tan rápida, que el botiquín de a bordo desapareció bajo las aguas. Además este pobre muchacho está sin duda alguna tísico, y desde hace algún tiempo la incurable enfermedad ha progresado enormemente en su organismo. Los síntomas exteriores no pueden engañarnos. Walter tiene una tosecita seca, su respiración es corta, y suda abundantemente, sobre todo por las mañanas; enflaquece, su nariz se afila, sus pómulos salientes destacan por su coloración sobre la palidez general de su rostro, sus mejillas están hundidas, sus labios retraídos, sus conjuntivas brillantes y ligeramente azuladas. Pero, aunque se encontrase en mejores condiciones, la medicina sería impotente frente a este mal que no perdona.
El 20, el mismo estado de temperatura, la misma inmovilidad de la balsa. Los ardientes rayos solares atraviesan la tela de nuestra tienda, y, agobiados por el calor, a veces nos encontramos jadeantes. ¡Con qué impaciencia esperamos el momento en que el bosseman lleva a cabo la pobre distribución de agua! ¡Con qué avidez nos precipitamos sobre esas pocas gotas de líquido caliente! Quien no haya padecido sed no sabría comprenderme.
El teniente Walter se encuentra muy mal y sufre más que ninguno de nosotros a causa de esta escasez de agua. He visto a la señorita Herbey reservarle casi toda la ración que le corresponde a ella. Compasiva y caritativa, esta joven hace todo lo que puede, si no para apaciguar, al menos para atenuar los sufrimientos de nuestro infortunado compañero.
Hoy la señorita Herbey me ha dicho:
—Este desdichado se debilita día a día, señor Kazallon.
—Sí —le he respondido—, ¡y no podemos hacer nada por él!
—Tengamos cuidado —dice la señorita Herbey—, ¡podría oírnos!
Después va a sentarse al extremo de la balsa, y con la cabeza apoyada sobre sus manos se queda pensativa.
Hoy se ha producido un hecho lamentable que debo señalar. Durante cosa de una hora los marineros Owen, Flaypol, Burke y el negro Jynxtrop mantienen una conversación muy animada. Discuten en voz baja, y sus gestos indican una gran excitación. Después de esta conversación, Owen se levanta y se dirige deliberadamente hacia popa, hacia la parte de la balsa reservada a los pasajeros.
—¿Adónde vas, Owen? —le pregunta el bosseman.
—Eso es cosa mía —responde, insolente, el marinero.
Ante esta respuesta tan grosera, el bosseman abandona su puesto, pero, antes que él, Robert Kurtis hace frente a Owen.
El marinero sostiene la mirada del capitán y, con un tono desvergonzado:
—Capitán —dice—, tengo que hablarle en nombre de mis compañeros.
—Habla —responde fríamente Robert Kurtis.
—Se trata del aguardiente —prosigue Owen—. Ya sabe usted, ese barrilito… ¿Es para la tripulación o para los oficiales para quien se guarda?
—¿Qué más? —dice Robert Kurtis.
—Queremos que cada mañana se nos distribuya, como de costumbre, nuestra ración[47].
—No —responde el capitán.
—¿Cómo dice? —exclama Owen.
—Digo que no.
El marinero mira fijamente a Robert Kurtis y una sonrisa maliciosa asoma a sus labios. Duda un instante, preguntándose si debe continuar insistiendo, pero se contiene y, sin añadir palabra, regresa junto a sus compañeros, que hablan en voz baja.
¿Ha obrado bien Robert Kurtis al negarse tan categóricamente? El futuro nos lo dirá. Cuando le hablo de este incidente:
—¡Aguardiente a estos hombres! —me responde—. ¡Preferiría lanzar el barril a la mar!