El Chancellor (ilustrado)

El Chancellor (ilustrado)


Capítulo XXXIV

Página 39 de 67

XXXIV

21 de diciembre: Este incidente todavía no ha tenido ninguna consecuencia, al menos hoy.

Durante algunas horas, los espáridos se muestran de nuevo cerca de la balsa, y podemos coger todavía una gran cantidad de ellos. Se apilan en el interior de una barrica vacía, y este aumento de provisiones nos hace esperar que al menos no pasaremos hambre.

Ha caído la tarde sin traernos su frescor acostumbrado. Generalmente las noches son frescas en el trópico, pero ésta amenaza ser asfixiante. Masas de vapor se deslizan pesadamente sobre las olas. A la una y media de la madrugada habrá luna nueva. Así es que la oscuridad es profunda, hasta el momento en que relámpagos de calor, de una gran intensidad, iluminan el horizonte. Se trata de vastas descargas eléctricas, sin forma determinada, que abarcan un amplio espacio. Pero no se oyen truenos, e incluso se puede decir que la tranquilidad de la atmósfera es pavorosa, de tan absoluta como es.

Durante dos horas, mientras buscamos en el aire alguna bocanada menos ardiente, la señorita Herbey, André Letourneur y yo contemplamos estos preliminares del huracán, que son como un primer intento de la naturaleza, y nos olvidamos de la situación actual para admirar el sublime espectáculo de un combate de nubes eléctricas. Parecen fortalezas almenadas cuya crestería se corona de fuegos. Las almas más feroces son sensibles a estas terribles escenas, y veo a los marineros cómo miran con toda atención la incesante deflagración de las nubes. Sin duda observan con mirada inquieta estos «extraviados» —así llamados vulgarmente porque no se fijan en ningún punto del espacio— que anuncian una próxima lucha de los elementos. En efecto, ¿qué sería de la balsa en medio de los furores del cielo y de la mar?

Nos quedamos sentados a popa hasta la media noche. Estos efluvios luminosos, cuya blancura multiplica la noche, vierten sobre nosotros un tinte lívido, semejante a ese color espectral que toman los objetos cuando se los ilumina con una llama de alcohol impregnado de sal.

—¿Tiene miedo de la tormenta, señorita Herbey? —pregunta André Letourneur a la joven.

—No, señor —responde la señorita Herbey—, el sentimiento que experimento es más bien de respeto. ¿Acaso no es uno de los más bellos fenómenos que podamos admirar?

—Nada más cierto, señorita Herbey —prosigue André Letourneur—, sobre todo cuando se escucha el sonido del trueno. ¿Podrá nuestro oído escuchar un ruido más majestuoso? ¿Qué son, comparándolas con él, las descargas de artillería, esos estruendos secos y sin fragor? El trueno colma el alma de gozo y es más un sonido que un ruido, un sonido que se infla y decrece como la nota sostenida de un cantor. Y, para decirlo todo, señorita Herbey, nunca la voz de un artista me ha emocionado tanto como esta grande e incomparable voz de la naturaleza.

—Un bajo profundo —digo yo, riendo.

—En efecto —responde André—, ¡y ojalá que podamos escucharlo dentro de poco, pues esos relámpagos sin ruido son monótonos!

—¿Eso cree usted, mi querido André? —le respondí—. Sufra la tormenta, si es que nos alcanza, pero no la desee usted.

—¡Bah! ¡La tormenta no es más que viento!

—Y agua, sin duda —añade la señorita Herbey—, ¡el agua que tanto necesitamos!

Habría mucho que replicar a los dos jóvenes, pero no quiero mezclar mi triste prosa con su poesía. Contemplan la tormenta desde un punto de vista especial, y durante una hora los oigo poetizar llamándola ardientemente.

Mientras tanto, el firmamento se ha ocultado poco a poco tras el espesor de las nubes. En el cénit los astros se apagan uno a uno, algo después de que las constelaciones zodiacales hayan desaparecido tras la bruma del horizonte. Los vapores negros y espesos se acumulan por encima de nuestras cabezas y ocultan las últimas estrellas del cielo. A cada momento esta masa desprende grandes resplandores blanquecinos sobre los que se recortan nubecitas grisáceas.

Todo este depósito de electricidad, establecido en las altas regiones de la atmósfera, se ha vaciado sin ruido hasta ahora. Pero, como el aire está muy seco y por lo mismo es mal conductor, el fluido tan sólo podrá escapar por medio de terribles choques, y me parece imposible que no estalle enseguida la tormenta con extrema violencia.

Esa es también la opinión de Robert Kurtis y del bosseman. Éste no posee otra guía que su instinto de marino, que es infalible. En cuanto al capitán, a este instinto de weather-wise[48], une los conocimientos de un sabio. Me muestra por encima de nosotros una densidad de nubes que los meteorólogos llaman cloud-ring[49], y que se forma casi únicamente en las regiones de la zona tórrida, y que están saturadas de todo el vapor que los vientos alisios aportan desde diferentes puntos del océano.

—Sí, señor Kazallon —me dice Robert Kurtis—, nos encontramos en la región de las tormentas, pues el viento ha empujado a nuestra balsa hasta este lugar, en el que un observador dotado de órganos muy sensibles podría escuchar continuamente el fragor del trueno. Esta observación ya ha sido realizada hace mucho tiempo, y la creo acertada.

—Me parece oír esos continuos fragores de que usted habla —le respondo, prestando atención.

—En efecto —dice Robert Kurtis—, son los primeros estruendos de la tormenta, que se desencadenará con toda su violencia antes de dos horas. Pues bien, estaremos dispuestos a recibirla.

Ninguno de nosotros piensa en dormir, aunque tampoco podría hacerlo, porque el aire es agobiante. Los relámpagos se extienden, se desarrollan por el horizonte sobre una extensión de cien a ciento cincuenta grados, y abarcan sucesivamente toda la periferia del cielo, mientras una especie de claridad fosforescente se desprende de la atmósfera.

Finalmente los fragores del trueno se acentúan y se hacen más penetrantes; pero todavía no son más que ruidos redondos, por decirlo de alguna manera, sin ángulos de descarga, fragores que eco no alimenta todavía. Se diría que la bóveda celeste encuentra acolchada por las nubes, cuya elasticidad ahoga la sonoridad de las descargas eléctricas.

Hasta ahora la mar ha estado en calma, torpe, incluso estancada. Sin embargo, por las largas ondulaciones que empiezan a agitarla, los marinos no se equivocan. Para ellos la mar «se está haciendo» y se ha producido una tempestad a lo lejos, cuyo contragolpe está resistiendo. El terrible viento no está lejos, y por medida de prudencia un navío se encontraría ya a la capa, pero la balsa no puede maniobrar, y tiene que limitarse a huir del temporal.

A la una de la mañana un vivo relámpago, seguido por una descarga después de un intervalo de varios segundos, indica que la tormenta se encuentra casi sobre nosotros. El horizonte desaparece de pronto en medio de una bruma húmeda, y se diría que se precipita totalmente sobre la balsa.

Inmediatamente se escucha la voz de uno de los marineros:

—¡La ráfaga! ¡La ráfaga!

Ir a la siguiente página

Report Page