El Chancellor (ilustrado)
Capítulo XXXV
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XXXV
Noche del 21 al 22 de diciembre: El bosseman se precipita hacia la driza que sostiene la vela, y arría inmediatamente la verga. Lo hace con el tiempo justo, pues la ráfaga pasa como un torbellino. Sin el grito del marinero, que nos ha prevenido, habríamos sido volteados y tal vez precipitados a la mar. La tienda de popa se la ha llevado el viento.
Pero si la balsa no tiene nada que temer directamente del viento, si es demasiado baja como para poder ofrecerle resistencia, tiene que temerlo todo de esas monstruosas olas provocadas por el huracán. Durante unos cuantos minutos las olas han estado aplanadas y como aplastadas por la presión de las capas de aire; después se han elevado furiosamente, y su altura aumenta incluso en razón de la compresión que acaban de sufrir.
Inmediatamente la balsa sigue los movimientos desordenados del oleaje, y, si no se desplaza con mayor rapidez que éste, un vaivén incesante la hace al menos oscilar de una banda a la otra y de proa a popa.
—¡Amárrense ustedes! —nos grita el bosseman, lanzándonos unas sogas.
Robert Kurtis ha acudido en nuestra ayuda. Muy pronto los señores Letourneur, Falsten y yo nos encontramos sólidamente atados al armazón. No nos veremos arrastrados más que si el armazón se rompe. La señorita Herbey se ha atado por la cintura a uno de los largueros que soportaban la tienda, y, bajo el resplandor de los relámpagos, veo su rostro siempre sereno.
Ahora los rayos se manifiestan sin discontinuidad, tanto por su luminosidad como por su ruido. Nuestros oídos y nuestros ojos están saturados. Un trueno no espera al siguiente, y todavía no se ha extinguido un relámpago, cuando otro relámpago le sucede. En medio de estos fulgores resplandecientes, la bóveda de vapores parece encenderse toda ella. Se diría asimismo que el océano está ardiendo como el cielo, y veo varios relámpagos ascendentes que, subiendo desde las crestas de las olas, acaban cruzando las de las nubes. Un fuerte olor sulfuroso se extiende por la atmósfera, pero hasta este momento los rayos nos han respetado y sólo han caído sobre las aguas.
A las dos de la mañana la tormenta se encuentra en todo su apogeo. El viento ha pasado al estado de huracán, y las olas, que son terribles, amenazan con destrozar la balsa. Daoulas, el carpintero, Robert Kurtis, el bosseman y algunos marineros intentan consolidarla con sogas. Enormes golpes de mar caen a plomo, y estas penosas duchas nos calan hasta los huesos con un agua casi tibia. El señor Letourneur se ha lanzado al encuentro de las olas desatadas, como para proteger a su hijo de un golpe demasiado violento. La señorita Herbey está inmóvil. Se diría que es una estatua de la resignación.
En este momento, al rápido resplandor de los relámpagos, veo grandes nubes, muy extendidas y probablemente muy profundas, que han tomado un color rosáceo, y un chisporroteo, parecido a las descargas de mosquetería, restalla en el aire. Se trata de una crepitación especial, producida por una serie de descargas eléctricas a las que los granizos sirven de intermediarios entre las nubes opuestas. Y, en efecto, como consecuencia del encuentro entre una nube tormentosa y una corriente de aire frío, se ha formado granizo y cae con una violencia extrema. Nos vemos ametrallados por los granizos, gruesos como nueces, que baten la plataforma con una sonoridad metálica.
El fenómeno continúa así durante media hora, y hace caer el viento; pero éste, después de haber saltado a todos los puntos del compás, vuelve a soplar inmediatamente con una violencia incomparable. El mástil de la balsa, cuyos obenques se han roto, está caído de través, y nos apresuramos a liberarlo de su carlinga, a fin de que no se rompía por la base. El timón ha sido desmontado por un golpe de mar, y la espadilla se va a la deriva sin que nos sea posible retenerla. Al mismo tiempo, las empavesadas de babor son arrancadas, y las olas se precipitan por esta brecha.
El carpintero y los marineros intentan reparar la avería, pero las sacudidas de la balsa se lo impiden, y caen rodando los unos sobre los otros, cuando la balsa, levantada por unas olas monstruosas, se inclina con un ángulo de más de 45º. ¿Cómo es posible que esos hombres no se hayan visto arrastrados? ¿Cómo las cuerdas que nos sujetan no se han roto? ¿Cómo no hemos sido todos nosotros lanzados a la mar? Es inexplicable. Por mi parte me parece imposible que, en uno de esos movimientos desordenados, la balsa no sea volteada, y entonces, atados a estas planchas, ¡pereceremos en medio de las convulsiones de la asfixia!
En efecto, hacia las tres de la mañana, en el momento en que el huracán se desencadena con más violencia que nunca, la balsa, levantada sobre el lomo de una ola, se ha, por así decirlo, cambiado de elemento. ¡Se oyen gritos de terror! ¡Vamos a zozobrar…! No… La balsa se ha sostenido sobre la cresta de la ola, a una altura inconcebible, y al intenso resplandor de los relámpagos que se cruzan en todas las direcciones, estupefactos, aterrorizados, hemos podido abarcar con la mirada esta mar que espumea como si rompiese contra los escollos.
Después la balsa recupera casi inmediatamente su posición horizontal, pero durante este desplazamiento oblicuo las ataduras de las barricas se han roto. He visto a una pasar por encima de la borda, y a la otra desfondarse dejando escapar el agua que contiene.
Unos marineros se precipitan para retener el segundo barril que contiene la carne seca en conserva. Pero el pie de uno de ellos se mete entre las planchas dislocadas de la plataforma, que, volviéndose a juntar, hacen lanzar al desdichado alaridos de dolor.
Quiero correr hacia él, consigo desatar las cuerdas que me sujetan… Es demasiado tarde, y a la luz de un relámpago cegador veo al infortunado, cuyo pie se ha soltado, cómo es arrastrado por un golpe de mar que nos cubre totalmente. Su compañero ha desaparecido con él, sin que haya sido posible socorrerlos.
En cuanto a mí, el golpe de mar me ha tumbado sobre la plataforma, y, al chocar mi cabeza contra el ángulo de un bordón, he perdido el conocimiento.