El Chancellor (ilustrado)
Capítulo XXXVII
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XXXVII
Del 23 al 30 de diciembre: Después de la tempestad el viento ha soplado del nordeste, y se mantiene en estado de brisa fresca. Hay que aprovecharla, puesto que tiende a aproximarnos a tierra. El mástil, colocado de nuevo gracias a los cuidados de Daoulas, se encuentra sólidamente sujeto, la vela ha vuelto a ser izada hasta su punta, y la balsa navega viento en popa a razón de dos nudos o dos nudos y medio.
También nos ocupamos de reajustar una espadilla, que ha sido hecha con un bordón y una larga plancha. Funciona más o menos bien; pero con la velocidad que el viento imprime a la balsa no hay necesidad de realizar un gran esfuerzo para mantenerla.
La plataforma también ha sido reparada con trozos de madera y cuerdas, que vuelven a unir las planchas dislocadas. Las empavesadas de estribor[52], arrancadas por las olas, son reemplazadas y nos protegen de los ataques de la mar. En una palabra, se ha hecho todo lo que era posible realizar para consolidar este conjunto de mástiles y vergas, pero el peor peligro no está ahí.
Con el cielo limpio ha vuelto otra vez este calor tropical que tanto nos ha hecho sufrir los días precedentes. Afortunadamente hoy está algo amortiguado por la acción de la brisa. Habiendo sido reinstalada una tienda a popa de la balsa, vamos a refugiarnos en ella por tumos.
Mientras tanto, la escasez de alimentos empieza a sentirse seriamente. Visiblemente pasamos hambre. Las mejillas están hundidas, los rostros afilados. La mayor parte de nosotros tiene el sistema nervioso central directamente afectado, y la constricción del estómago nos produce una sensación dolorosa. ¡Si para engañar el hambre, si para adormecerlo tuviésemos cualquier narcótico, opio o tabaco, quizá sería más tolerable! ¡Pero, no! ¡No tenemos nada…!
Sólo uno de nosotros escapa a esta necesidad imperiosa. Es el teniente Walter, que se encuentra presa de una fiebre muy intensa, y al que su fiebre lo «alimenta»; pero una sed ardiente lo tortura. La señorita Herbey, si bien sigue guardando para el enfermo una parte de su ración, ha conseguido que el capitán le conceda una ración suplementaria de agua; cada cuarto de hora ella refresca los labios del teniente. Walter apenas puede pronunciar palabra, y con la mirada se lo agradece a la caritativa joven. ¡Pobre muchacho! Está condenado, y los cuidados más perseverantes no podrán salvarlo. ¡Él, al menos, no sufrirá mucho tiempo!
Por lo demás, parece que hoy se siente consciente de cuál es su estado, pues me llama haciéndome una seña. Me siento cerca de él. Realiza un esfuerzo y con palabras entrecortadas me dice:
—Señor Kazallon, ¿me queda para mucho?
Por poco que haya vacilado en responderle, Walter lo nota.
—¡La verdad! —prosigue—. ¡Dígame toda la verdad!
—No soy médico, y no sabría…
—¡No importa! ¡Respóndame, se lo ruego…!
Miro largamente al enfermo, y después apoyo mi oído sobre su pecho. Desde hace algunos días la tisis ha progresado terriblemente en su organismo. Es indudable que uno de sus pulmones no funciona, y que el otro apenas es suficiente para cubrir las necesidades de la respiración. Walter se encuentra presa de una fiebre que en la afección tuberculosa debe de ser el signo de un fin próximo.
¿Qué puedo responder a la pregunta del teniente?
¡Su mirada es tan interrogadora que no sé qué hacer, y busco una respuesta evasiva!
—Amigo mío —le digo—, en la situación en que nos encontramos, ¡ninguno de nosotros puede contar con que le quede mucho tiempo de vida! ¿Quién sabe si, antes de ocho días, todos los que estamos en la balsa…?
—¡Antes de ocho días! —murmura el teniente, cuya ardiente mirada se posa sobre mí.
Después vuelve la cabeza y parece adormecerse.
El 24, el 25 y el 26 de diciembre no se ha producido cambio alguno en nuestra situación. Por imposible que parezca, nos acostumbramos a no morir de hambre. Los relatos de náufragos con frecuencia han dado a conocer hechos que concuerdan con los que yo observo ahora. Al leerlos, los encontraba exagerados. Pero no era así, y ahora comprendo que la falta de alimentación puede ser soportada durante más tiempo del que yo pensaba. Además, el capitán ha creído deber añadir unas cuantas gotas de aguardiente a nuestra media libra de bizcocho, y este régimen mantiene nuestras fuerzas mucho más de lo que se puede imaginar. ¡Si tuviésemos garantizada una ración como ésta para dos meses, para un mes! Pero nuestras reservas se agotan, y cada cual ya puede prever el momento en que esta escasa alimentación nos faltará totalmente.
Por tanto, es necesario sacar a toda costa de la mar un alimento suplementario, lo que, ahora, resulta muy difícil. Sin embargo, el bosseman y el carpintero fabrican nuevos sedales con beta retorcida, y los arman con clavos arrancados de las planchas de la plataforma.
Cuando estos artilugios son acabados, el bosseman parece estar bastante satisfecho de su obra.
—Estos clavos no son unos anzuelos excelentes —me dice—, pero acabarán ensartando los peces tan bien como cualquier otro, ¡si no les falta cebo! Pero no tenemos más que bizcocho, y eso no puede servirnos. Cuando cojamos el primer pescado, no dudaré en cebarlos con su carne cruda. Así que ése es el problema: ¡coger el primer pez!
El bosseman tiene razón, y es muy probable que la pesca resulte infructuosa. Finalmente intenta la aventura, y los sedales son puestos a la traína, pero, como era de prever, no «pica» ningún pez. Resulta evidente, además, que en estas aguas no hay mucha abundancia de peces.
Durante las jornadas del 28 y del 29 nuestras tentativas prosiguen en vano. Los trozos de bizcocho con los que se ceban los sedales se disuelven en el agua, y tenemos que renunciar. Además, consumimos inútilmente esta sustancia, que es nuestro único alimento, y ya estamos casi contando sus migajas.
Entonces, en última instancia, el bosseman trata de cebar los clavos de los sedales con un trozo de estopa. La señorita Herbey le da un trozo del chal rojo con que se cubre. Tal vez el trapo, al brillar bajo las aguas, atraiga a cualquier pez voraz.
Este nuevo intento se lleva a cabo en la jornada del 30. Durante varias horas los sedales son lanzados al agua, pero, cuando se cobran, él trapo rojo continúa intacto.
El bosseman está totalmente desanimado. Una nueva posibilidad que se le frustra. ¡Qué no daríamos por ese primer pez que tal vez nos permitiría pescar otros!
—Todavía nos queda un medio para cebar nuestros sedales —me dice el bosseman en voz baja.
—¿Cuál? —le pregunto.
—¡Ya lo verá usted! —responde el bosseman, mirándome de una forma muy curiosa.
¿Qué significan estas palabras pronunciadas por un hombre que siempre me ha parecido muy reservado? He estado pensando en ellas durante toda la noche.