El Chancellor (ilustrado)
Capítulo XXXVIII
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XXXVIII
Del 1 al 5 de enero: Hace más de tres meses que zarpamos de Charleston a bordo del Chancellor, ¡y ya hace veinte días que nos vemos arrastrados en esta balsa a merced de los vientos y de las corrientes! ¿Hemos derivado hacia el oeste, hacia la costa americana, o bien la tempestad nos ha arrastrado lejos de cualquier tierra? Ni siquiera nos es posible comprobarlo. Durante el último huracán, que tan funesto nos ha sido, los instrumentos del capitán han sido destrozados pese a todas las precauciones tomadas. Robert Kurtis ya no posee ni compás para determinar la dirección seguida, ni sextante para tomar la altura. ¿Nos encontramos en las proximidades o a varios centenares de millas de una costa? No podemos saberlo, pero es muy de temer que, teniendo como hemos tenido todas las circunstancias en contra nuestra, nos hayamos alejado mucho.
En este desconocimiento total de nuestra situación hay algo de desesperante sin duda; pero como la esperanza nunca abandona el corazón humano, muchas veces estamos dispuestos a creer, contra toda lógica, que la costa está cerca. Así cada cual observa el horizonte y trata de encontrar sobre esta línea tan nítida una apariencia de tierra. A este respecto, nuestros ojos, los de los pasajeros, nos engañan sin cesar y hacen que nuestra ilusión sea más dolorosa todavía. Creemos ver… ¡y no hay nada! Es una nube, una niebla, una ondulación del oleaje. Allí no hay tierra alguna, ningún navío corta su perímetro grisáceo en el que se confunden la mar y el cielo. La balsa se encuentra siempre en el centro de esta circunferencia desierta.
El 1 de enero hemos comido nuestro último bizcocho, o, por mejor decir, nuestras últimas migajas de bizcocho. ¡El 1 de enero! ¡Cuántos recuerdos nos trae este día, y cuán lamentable nos parece en comparación! El nuevo año, los deseos que este «comienzo del año» provoca, los afectuosos desahogos familiares que conlleva, las esperanzas con que llena nuestros corazones, ¡nada de eso está hecho para nosotros! Las palabras, «feliz Año Nuevo», que se dicen sonriendo, ¿quién osaría pronunciarlas? ¿Quién de entre todos nosotros se atrevería a esperar un solo día para sí mismo?
Y, sin embargo, el bosseman se me ha acercado, y, mirándome de una forma extraña:
—Señor Kazallon —me ha dicho—, le deseo un feliz…
—¿Año Nuevo?
—¡No! ¡El día que comienza, y ya es demasiada osadía por mi parte, puesto que no queda nada para comer en la balsa!
Nada, lo sabemos, y sin embargo al día siguiente, cuando llega la hora de la distribución cotidiana, esta realidad nos golpea como si se tratase de un hecho nuevo. ¡No se puede creer en esta carencia ten total!
Al atardecer siento en el estómago dolores extremadamente violentos. Me han provocado dolorosos bostezos; después se han calmado en parte, unas dos horas más tarde.
Al día siguiente, el 3, me sorprendo mucho al no sufrir más aún. Siento dentro de mí un inmenso vacío, pero esta sensación es al menos tanto moral como física. Mi cabeza, pesada y mal equilibrada, me da la impresión de tambalearse sobre mis hombros, y siento esos vértigos que se noten cuando uno se asoma al borde de un abismo.
Pero estos síntomas no son comunes a todos nosotros. Algunos de mis compañeros ya sufren terriblemente. Entre ellos, el carpintero y el bosseman, que son por naturaleza grandes comilones. Las torturas que sufren les arrancan gritos involuntarios, y se ven obligados a atarse con una soga. ¡Y sólo estamos en el segundo día!
¡Ah! ¡Esa media libra de bizcocho, esa débil ración que antes nos parecía ten insuficiente, cómo nuestro deseo la aumenta ahora, qué enorme nos parece ahora, cuando no tenemos nada! ¡Ese trozo de bizcocho, si todavía nos lo distribuyeran, si nos diesen la mitad, incluso la cuarta parte, supondría nuestra subsistencia de varios días! ¡Lo comeríamos migaja a migaja!
En una ciudad que se encuentra asediada, reducida a la más total carencia, todavía se puede encontrar entre los escombros, en las cunetas, por los rincones, algún hueso descamado, alguna raíz de desecho que mate el hambre por unos instantes. Pero en estas planchas que las aguas han barrido tantas veces, cuyos intersticios ya han sido registrados, cuyos ángulos han sido escarbados por si el viento hubiera escondido algunos restos, ¿qué se podría buscar todavía?
Las noches se hacen muy largas, ¡más largas que los días! ¡En vano pedimos al sueño un sosiego momentáneo! El sueño, si consigue cerramos los ojos, no es más que un torpor febril, lleno de pesadillas.
Esta noche, sin embargo, he podido descansar durante algunas horas tras haber sucumbido a la fatiga en un momento en que mi hambre también se apaciguaba.
Al día siguiente, a las seis, me despiertan las vociferaciones que estallan a bordo de la balsa. Me levanto de pronto, y, a proa, veo al negro Jynxtrop y a los marineros Owen, Flaypol, Wilson, Burke y Sandon, agrupados en una actitud ofensiva. Estos miserables se han apropiado de las herramientas del carpintero, hacha, azuelas, formones, y amenazan al capitán, al bosseman y a Daoulas. Corro inmediatamente a unirme a Robert Kurtis y a los suyos. Falsten me sigue. No tenemos más armas que nuestros cuchillos, pero no estamos menos decididos a defendernos.
Owen y su grupo avanzan hacia nosotros. Los desgraciados están borrachos. Durante la noche han desfondado el barril del aguardiente y han bebido en el mismo.
¿Qué pretenden?
Owen y el negro, los menos borrachos del grupo, los incitan a exterminarnos, y los otros obedecen a una especie de furor alcohólico.
—¡Abajo Kurtis! —exclaman—. ¡Al agua con el capitán! ¡Owen comandante! ¡Owen comandante!
El cabecilla es Owen, al que el negro sirve de segundo. El odio de estos dos hombres contra sus oficiales se manifiesta en este momento por una acción violenta que, aunque tuviese éxito, no variaría el estado de las cosas. Pero sus partidarios, incapaces de razonar, y armados cuando nosotros no lo estamos, los hacen temibles.
Viéndolos avanzar, Robert Kurtis va hacia ellos, y con una voz potente:
—¡Deponed las armas! —grita.
—¡Muerte al capitán! —aúlla Owen.
El miserable excita a sus cómplices con sus gestos, pero Robert Kurtis, apartando al grupo borracho, se dirige hacia él.
—¿Qué pretendes? —le pregunta.
—¡Que nadie mande a bordo de la balsa! —responde Owen—. ¡Aquí todos somos iguales!
¡Estúpida bestia! ¡Como si no fuésemos todos iguales frente a la miseria!
—Owen —dice por segunda vez el capitán—, ¡depon las armas!
—¡Adelante, vosotros! —grita Owen.
Se inicia la lucha. Owen y Wilson se precipitan sobre Robert Kurtis, que para los golpes con un trozo de verga, mientras Burke y Flaypol se lanzan sobre Falsten y sobre el bosseman. Yo tengo frente a mí al negro Jynxtrop, quien, blandiendo una azuela, trata de golpearme. Intento envolverlo con mis brazos, a fin de paralizar sus movimientos, pero la fuerza muscular de este bribón es superior a la mía. Después de haber luchado durante unos instantes, siento que voy a sucumbir, cuando Jynxtrop rueda sobre la plataforma arrastrándome en la caída. Ha sido André Letourneur, que lo ha cogido por una pierna y lo ha tirado al suelo.
Esta intervención me ha salvado. El negro, al caer, ha perdido su arma, de la que me apropio, y voy a romperle la cabeza… La mano de André me detiene a su vez.
En efecto, los amotinados están siendo rechazados hacia la proa de la balsa. Robert Kurtis, después de haber esquivado los golpes de Owen, acaba de agarrar un hacha y, levantando la mano, golpea.
Pero Owen se lanza a un lado, y el hacha alcanza a Wilson en todo el pecho. El miserable cae de espaldas fuera de la balsa, y desaparece.
—¡Sálvenlo! ¡Sálvenlo! —grita el bosseman.
—¡Está muerto! —responde Daoulas.
—¡Eh! ¡Pues por eso…! —exclama el bosseman sin acabar su frase.
Pero la muerte de Wilson ha puesto fin a la lucha. Flaypol y Burke, en el último grado de embriaguez, están caídos, inmóviles, y nosotros nos precipitamos sobre Jynxtrop, que es sólidamente amarrado a la base del mástil.
En cuanto a Owen, ha sido dominado por el carpintero y el bosseman. Entonces, se le acerca Robert Kurtis, que le dice:
—¡Reza al Señor, pues vas a morir!
—¡Tiene usted muchas ganas de comerme, eh! —responde Owen con una insolencia sin igual.
Esta terrible respuesta le salva la vida. Robert Kurtis tira el hacha que ya había levantado sobre Owen, y totalmente pálido va a sentarse a popa de la balsa.