El Chancellor (ilustrado)
Capítulo XLI
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XLI
8 de enero: He permanecido toda la noche junto al cuerpo del infortunado, y en varias ocasiones la señorita Herbey se ha acercado a rezar junto al muerto.
Al amanecer, el cadáver estaba totalmente frío. Sentía prisa… ¡sí! Prisa por lanzarlo a la mar. He pedido a Robert Kurtis que me eche una mano en esta triste operación. Cuando el cuerpo esté arropado por sus miserables vestimentas, lo lanzaremos a las aguas, y gracias a su extrema delgadez espero que no flote.
Desde el alba, Robert Kurtis y yo, al tiempo que tomábamos ciertas precauciones para no ser vistos, hemos sacado de los bolsillos del teniente algunos objetos, que le serán entregados a su madre, si alguno de nosotros sobrevive.
En el momento de echar sobre el cadáver las vestiduras que le han de servir de mortaja, no he podido contener un grito de horror.
¡Le falta el pie derecho, la pierna no es más que un muñón sangrante!
¿Quién ha sido el autor de esta profanación? Así pues, he sucumbido a la fatiga durante esta noche, ¡y han aprovechado mi sueño para mutilar el cuerpo! Pero ¿quién lo ha hecho?
Robert Kurtis mira a su alrededor, y su mirada es terrible. Pero a bordo todo está como de costumbre, y el silencio sólo se ve interrumpido por algunos gemidos. ¡Tal vez nos están espiando! ¡Nos apresuramos a lanzar los restos a la mar, para evitar escenas aún más horribles!
Así pues, después de haber rezado algunas oraciones, lanzamos el cadáver a las aguas, y se hunde inmediatamente.
—¡Rayos y truenos! ¡Alimentamos bien a los tiburones!
¿Quién ha hablado así? Me vuelvo. Es Jynxtrop, el negro. El bosseman se encuentra cerca de mí en este momento.
—Ese pie —le digo—, ¿cree usted que esos desgraciados…?
—¿El pie…? ¡Ah! ¡Sí! —me responde el bosseman, con un tono muy curioso—. Bueno, ¡estaban en su derecho!
—¿En su derecho? —he exclamado.
—Mire —me dice el bosseman—, ¡más vale comerse a un muerto que a un vivo!
Ante esta respuesta, dicha con toda frialdad, no sé qué responder, y voy a tumbarme a popa de la balsa.
Hacia las once se ha producido un incidente afortunado. El bosseman, que había puesto por la mañana sus sedales a la traína, ha acertado esta vez. En efecto, acaba de coger tres peces. Se trata de tres gádidos de gran tamaño, de ochenta centímetros de largo, que pertenecen a esa especie que, seca, se conoce con el nombre de stockfisch[54].
Apenas el bosseman ha subido a bordo sus tres peces, los marineros se lanzan sobre ellos. El capitán Kurtis, Falsten y yo nos abalanzamos para retenerlos, y pronto se restablece el orden. Tres gádidos es poco para catorce personas, pero finalmente cada cual recibe su parte. Unos devoran los peces crudos, casi se podría decir que vivos, y son los más numerosos. Robert Kurtis, André Letourneur y la señorita Herbey tienen fuerza de voluntad para esperar. Prenden fuego en un rincón de la balsa a algunos trozos de madera y asan su porción. Por mi parte, no he tenido tanto coraje, ¡y he comido la carne sangrante!
El señor Letourneur no ha tenido más paciencia que yo y que tantos otros. Se ha lanzado como lobo hambriento sobre su parte de pescado. ¿Cómo es posible que viva todavía este desdichado, que no ha comido desde hace tanto tiempo? No puedo comprenderlo.
He dicho que la alegría del bosseman ha sido muy grande cuando ha retirado sus sedales, y esta alegría ha llegado incluso hasta el delirio. Está seguro de que, si la pesca vuelve a tener éxito, puede salvamos de una muerte horrible.
Acabo de hablar con el bosseman y le he animado a volver a intentarlo de nuevo.
—¡Sí! —me ha dicho—, sí…, sin duda…, volveré a intentarlo… ¡Volveré!
—¿Por qué no lanza usted sus sedales a la traína? —le he preguntado.
—¡Ahora, no! —me responde evasivamente—. La noche es mucho más favorable que el día para la pesca de los grandes peces, y hay que tener mucho cuidado con el cebo. ¡Somos tan estúpidos, que ni siquiera hemos conservado unos cuantos pedazos para cebar nuestros sedales!
Es cierto, y tal vez sea un hecho irremediable.
—Sin embargo —le digo—, puesto que ha acertado en una ocasión sin cebo…
—Lo tenía.
—¿Bueno?
—¡Excelente, señor, puesto que los peces han «picado»!
Miro al bosseman, quien me mira a su vez.
—¿Le queda todavía con qué cebar sus sedales? —le pregunto.
—Sí —responde el bosseman en voz baja, y se separa de mí sin añadir una palabra.
Entretanto, este pobre alimento nos ha dado algunas fuerzas, y con ellas algo de esperanza. Hablamos de la pesca realizada por el bosseman, y nos parece imposible que no acierte de nuevo. ¿Dejará por fin la suerte de ponernos a prueba?
Prueba incontestable de que se ha producido un respiro en nuestro ánimo es que volvemos a hablar del pasado. Nuestra mente ya no está únicamente fija en este presente doloroso y en el espantoso futuro que nos amenaza. Los señores Letourneur, Falsten, el capitán y yo recordamos los hechos que han acaecido desde el naufragio. Volvemos a recordar a nuestros compañeros desaparecidos, los detalles del incendio, el encallamiento del navío, el arrecife de Ham-Rock, la vía de agua, aquella espantosa navegación sobre las cofas, la balsa, la tempestad, todos los incidentes que nos parecen ahora tan lejanos. ¡Sí! ¡Nos ha ocurrido todo eso y todavía seguimos vivos!
¡Estamos vivos! Pero ¿acaso a esto se le puede llamar vivir? De veintiocho, no quedamos más que catorce, ¡y tal vez muy pronto no seamos más que trece!
—¡Mal número —dice el joven Letourneur—, pero nos las veríamos y nos las desearíamos para encontrar un decimocuarto!
Durante la noche del 8 al 9 el bosseman ha lanzado de nuevo sus sedales, a popa de la balsa, y él mismo se ha quedado vigilándolos, sin querer confiar ese cuidado a nadie.
Por la mañana me acerco a él. El día apenas se levanta, y con sus ojos ardientes trata de traspasar la oscuridad de las aguas. No me ha visto, y ni siquiera me ha oído llegar.
Le toco ligeramente el hombro. Se vuelve hacia mí.
—¿Qué tal, bosseman?
—¿Qué tal? ¡Esos malditos tiburones han devorado mis cebos! —responde con voz sorda.
—¿Ya no le queda?
—¡No! Y, ¿sabe usted lo que eso prueba? —añade, apretándome el brazo—. Eso prueba que no hay que dejar las cosas a medio hacer…
¡Le pongo una mano sobre la boca! ¡He comprendido…! ¡Pobre Walter!