El Chancellor (ilustrado)

El Chancellor (ilustrado)


Capítulo XLII

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XLII

Del 9 al 10 de enero: Hoy vuelve la calma. El sol es ardiente, la brisa ha amainado totalmente, y ni un solo rizo marca las largas ondulaciones de la mar, que se eleva insensiblemente. De no existir ninguna corriente cuya dirección nos sea imposible de comprobar, la balsa debe de encontrarse totalmente estacionaria.

He dicho que hoy el calor es intolerable. Por tanto, nuestra sed es más intolerable todavía. Por vez primera la insuficiencia del agua nos hace sufrir cruelmente. Puedo prever que nos causará torturas más insoportables que las del hambre. La mayor parte de nosotros tenemos ya la boca, la garganta y la faringe contraídas por la sequedad, y nuestras mucosas se resecan con este aire tan caliente que la respiración les aporta.

A petición mía, el capitán ha modificado por esta vez el régimen habitual. Ha concedido doble ración de agua, y mal que bien hemos podido saciar nuestra sed cuatro veces a lo largo de la jornada. He dicho «mal que bien», puesto que esta agua, conservada en el fondo de la barrica, pese a que haya sido cubierta por una tela, está realmente tibia.

En definitiva, la jornada es mala, y bajo la influencia del hambre los marineros se abandonan de nuevo a la desesperación.

La brisa no se ha levantado con la luna, que es casi completamente llena. Sin embargo, como las noches de los trópicos son frescas, sentimos algún alivio; pero durante el día la temperatura es insostenible. En presencia de una elevación tan constante, debemos admitir que la balsa ha sido considerablemente arrastrada hacia el sur.

En cuanto a la tierra, ni siquiera tratamos de percibirla. Parece como si el globo terrestre no fuese más que una esfera líquida. ¡Siempre y por todas partes el océano infinito!

El 10, la misma calma, la misma temperatura. Una lluvia de fuego nos cae del cielo, respiramos aire abrasado. Nuestras ganas de beber son irresistibles, y llegamos a olvidar los tormentos del hambre, a esperar con furioso deseo el momento en que Robert Kurtis distribuye las pocas gotas de agua de nuestra ración. ¡Ah! ¡Beber hasta la saciedad una sola vez, aunque tengamos que agotar nuestras reservas y morir después!

En este momento —es mediodía—, uno de nuestros compañeros ha empezado a sentir dolores tan agudos, que le arrancan alaridos. Es el miserable Owen, quien, tumbado a proa, se retuerce en medio de espantosas convulsiones.

Me arrastro cerca de Owen. Cualquiera que haya sido su conducta, por humanidad hay que tratar de ver si es posible procurarle algún alivio.

Pero de pronto el marinero Flaypol lanza un grito. Me vuelvo.

Flaypol está de pie, subido a la punta del mástil, y su mano se dirige hacia el este, hacia un punto del horizonte.

—¡Un barco! —grita.

Todos nos ponemos en pie. Un silencio absoluto reina sobre la balsa. Owen, conteniendo sus alaridos, se levanta como los demás.

En efecto, en la dirección indicada por Flaypol aparece un punto blanco. Pero ¿se desplaza ese punto? ¿Se trata de una vela? ¿Qué opinan los marinos, cuya vista es tan aguda?

Observo a Robert Kurtis, quien con los brazos cruzados examina el punto blanco. Sus mejillas resaltan, todas las partes de su rostro destacan a causa de la contracción del orbicular, frunce el ceño, sus ojos están medio cerrados, y pone en su mirada toda la potencia de visión de que es capaz. Si el punto blanco es una vela, él no se equivocará.

Pero sacude la cabeza, y sus brazos vuelven a caer.

Dirijo mi mirada. El punto blanco ya no está allí. No es un navío, se trata de cualquier reflejo, de la cresta de una ola que ha roto, y, si se trata de un barco, ¡el barco ha desaparecido!

¡Qué abatimiento sigue a este momento de esperanza! Todos hemos vuelto a ocupar nuestros sitios habituales. Robert Kurtis ha quedado inmóvil, pero ya no observa el horizonte.

Entonces los gritos de Owen vuelven a empezar con más violencia que nunca. Todo su cuerpo está retorcido a causa del terrible dolor, y su aspecto es realmente aterrador. Su garganta está encogida por una contracción espasmódica, su lengua seca, su abdomen abombado, su pulso es débil, frecuente, irregular. El desdichado sufre violentos movimientos convulsivos e incluso sacudidas tetánicas. Ante estos síntomas, no puede cabemos la menor duda: Owen se ha envenenado con óxido de cobre.

No poseemos los medicamentos necesarios para neutralizar el efecto de este veneno. Sin embargo, se pueden provocar vómitos para evacuar las materias contenidas en el estómago de Owen. Con agua tibia podremos conseguir este resultado. Pido a Robert Kurtis un poco de agua. El capitán me la concede. El líquido de la primera barrica ya está agotado, así es que voy a buscarla a la segunda barrica, que todavía se encuentra intacta, cuando Owen se levanta sobre las rodillas y, con una voz que ya no es humana, grita:

—¡No! ¡No! ¡No!

¿Por qué ése no? Regreso junto a Owen y le explico lo que pretendo hacer. Más enérgicamente todavía me responde que no quiere beber esa agua.

Trato entonces de provocar los vómitos del desdichado haciéndole cosquillas en la campanilla, y muy pronto expulsa materias azuladas. ¡No cabe duda alguna de que Owen se ha envenenado con sulfato de cobre, con caparrosa, y que, hágase lo que se haga, Owen está perdido!

Pero ¿cómo se ha envenenado? Los vómitos le han proporcionado cierto alivio. Por fin puede hablar. El capitán y yo lo interrogamos…

¡No trataré de describir la impresión que nos produce la respuesta de este desdichado!

¡Owen, impulsado por una sed irresistible, ha robado unas pintes de agua de la barrica intacta…! ¡El agua de la barrica está envenenada!

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