El Chancellor (ilustrado)

El Chancellor (ilustrado)


Capítulo XLIII

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XLIII

Del 11 al 14 de enero: Owen ha muerto durante la noche en medio de sacudidas tetánicas que han alcanzado un grado de violencia muy elevado.

¡Entonces es cierto! La barrica envenenada ha contenido anteriormente caparrosa. Es un hecho evidente. Pero ¿por qué fatalidad esta barrica se ha convertido en depósito de agua, y por qué fatalidad más deplorable todavía ha sido cogida para embarcarla en la balsa…? Poco importa. Lo cierto es que ya no tenemos agua.

Hemos tenido que lanzar a la mar el cuerpo de Owen, pues ha empezado a descomponerse inmediatamente. Incluso el bosseman no habría podido cebar sus sedales con las carnes que ya no poseían consistencia alguna. ¡La muerte de este miserable ni siquiera habrá podido sernos útil!

Todos conocemos la situación tal y como es actualmente, y nos quedamos silenciosos. ¿Qué podríamos decir? Además el sonido de nuestras voces nos resulta excesivamente penoso de escuchar. Nos hemos vuelto irritables y más vale que no volvamos a hablar, ya que la menor palabra, una mirada, un gesto, pueden bastar para provocar tales iras que serían imposibles de dominar. ¡No comprendo cómo no nos hemos vuelto locos ya!

El 12 de enero no hemos recibido ninguna ración de agua, ya que la última gota se agotó la víspera. No hay ni una sola nube en el cielo que pueda proporcionarnos algo de lluvia, y un termómetro marcaría 104 grados[55] a la sombra, si hubiese sombra en la balsa.

El 13 la situación es la misma. El agua de la mar comienza a roerme los pies hasta dejármelos en carne viva, pero apenas presto atención. En cuanto al estado de los que estaban afligidos por este mal, no ha empeorado.

¡Ah! ¡Estas aguas que nos rodean, cuando pienso que evaporándolas o solidificándolas las convertiríamos en agua potable! Reducida a vapor o a hielo, no contiene una sola molécula de sal, ¡y se podría beber! Pero nos faltan los aparatos necesarios, y no podemos fabricarlos.

Hoy, arriesgándose a ser devorados por los tiburones, el bosseman y dos marineros se han bañado. El baño les ha proporcionado algún alivio y los ha refrescado en cierta medida. Tres de nuestros compañeros y yo —que apenas sabemos nadar— nos hemos descolgado al extremo de una cuerda, y hemos permanecido cerca de media hora en la mar. Durante este tiempo, Robert Kurtis vigilaba las aguas. Afortunadamente no se ha acercado ningún tiburón. Pese a nuestra insistencia y a pesar de sus sufrimientos, la señorita Herbey no ha querido imitar nuestro ejemplo.

El 14, hacia las once de la mañana, el capitán se me acerca y me dice en voz baja junto a la oreja.

—No haga ningún movimiento que pueda traicionarle, señor Kazallon. Puedo equivocarme, y no quiero causar a nuestros compañeros una nueva desilusión.

Miro a Robert Kurtis.

—Esta vez —me dice—, ¡realmente acabo de avistar un barco!

El capitán ha hecho bien en ponerme en guardia, pues no habría podido controlar mi primera reacción.

—Vea —añade—. ¡Vea por babor, a popa!

Me levanto, afectando una indiferencia que está lejos de mí, y recorro el arco del horizonte indicado por Robert Kurtis.

Mis ojos no son los ojos de un marino, pero en una silueta apenas neta reconozco un barco velero.

Casi inmediatamente, el bosseman, cuya mirada estaba dirigida hacia ese mismo lado desde hacía unos instantes, grita:

—¡Un barco!

La presencia del navío avistado no produce inmediatamente el efecto que había debido esperarse. No provoca ninguna reacción, ya sea porque no se quiere creer, ya porque las fuerzas estén agotadas. Así es que nadie se levanta. Pero después de que el bosseman repitiese en varias ocasiones: ¡Un barco! ¡Un barco!, todas las miradas se posan finalmente sobre el horizonte.

Esta vez el hecho es innegable. ¡Estamos viendo a ese navío inesperado! ¿Nos verá él a nosotros?

Mientras tanto, los marineros tratan de reconocer la forma y la dirección del navío, sobre todo su dirección.

Robert Kurtis, después de haberlo observado con más atención, dice:

—Es un brick que navega ciñendo con las amuras a estribor. Si se mantiene durante dos horas en esta dirección, necesariamente cortará nuestra ruta.

¡Dos horas! ¡Dos siglos! Pero la dirección del navío puede variar en cualquier momento, tanto más si tenemos en cuenta que, navegando en ceñida, es posible que no navegue en bordadas más que para aprovechar mejor el viento. Y, si así ocurre, una vez acabada esta bordada tomará sus amuras por babor y se alejará. ¡Ah, si navegase viento en popa, o incluso con viento largo en las velas, podríamos tener esperanza!

¡Por tanto hay que hacerse avistar por este navío! ¡Es necesario a toda costa que nos vea! Robert Kurtis ordena emplear todas las señales posibles, puesto que el brick todavía se encuentra a una docena de millas al este, y nuestros gritos no podrían ser oídos. No tenemos ningún arma de fuego cuyas detonaciones podrían llamar su atención. Izemos, pues, cualquier pabellón en la punta del mástil. El chal de la señorita Herbey es rojo, y es el color que mejor destaca sobre los horizontes de la mar y el cielo.

El chal de la señorita Herbey es izado, y una ligera brisa que riza en este momento la superficie de las olas hace ondear sus pliegues. De vez en cuando flota, y nuestros corazones se llenan de esperanza. Cuando un hombre se ahoga, se sabe con qué energía se agarra al menor objeto que le presta un punto de apoyo. ¡Para nosotros ese objeto es el pabellón!

Durante una hora hemos pasado por mil alternativas diferentes. Evidentemente el brick se ha aproximado a la balsa, pero en ocasiones parece detenerse, y nos preguntamos si no va a virar de bordo.

¡Qué despacio navega ese barco! Sin embargo, despliega todo su trapo, sus juanetes, las velas de los estays, y su casco es visible por encima del horizonte. Pero el viento es flojo, ¡y si llega a aflojar más todavía…! ¡Daríamos años de nuestra existencia por ser una hora más viejos!

Hacia las doce y media el capitán y el bosseman estiman que el brick se encuentra todavía a unas nueve millas de la balsa. Por tanto, tan sólo ha avanzado tres millas en el espacio de hora y media. Apenas si puede llegar hasta él la brisa que sopla sobre nuestras cabezas. Ahora me parece que sus velas ya no se hinchan, que penden a lo largo de sus mástiles. Miro hacia el viento, tratando de ver si se eleva alguna brisa, pero las olas se encuentran como adormecidas, y el soplo que tantas esperanzas nos ha dado expira a lo lejos.

Me he situado a popa, cerca de los señores Letourneur y de la señorita Herbey, y nuestras miradas van incesantemente del barco al capitán. Robert Kurtis está inmóvil a proa, apoyado sobre el mástil, y el bosseman está cerca de él. Sus ojos no se separan ni un solo instante del brick. En sus rostros, que no pueden permanecer impasibles, leemos todas las emociones que sienten. No se ha pronunciado ni una sola palabra hasta el momento en que Daoulas, el carpintero, exclama con un acento imposible de describir.

—¡Está virando!

¡Toda nuestra existencia está en este momento concentrada en nuestros ojos! Nos hemos erguido, unos de rodillas, otros de pie. Un horrible juramento se escapa de los labios del bosseman. El barco se encuentra todavía a nueve millas de nosotros, ¡y a esa distancia no puede ver nuestras señales! En cuanto a la balsa, no es más que un punto en el espacio, perdido en medio de la intensa irradiación de los rayos solares. ¡No pueden verla! ¡No la han visto! El capitán de ese barco, sea quien sea, ¿habría sido tan inhumano como para huir sin acudir en nuestra ayuda si nos hubiese visto? ¡No! ¡Es imposible! ¡No nos ha visto!

—¡Fuego! ¡Humo! —exclama entonces Robert Kurtis—. ¡Quememos las planchas de la balsa! ¡Amigos míos! ¡Amigos míos! ¡Es nuestra última oportunidad de ser vistos!

Llevamos algunas planchas a proa, de manera que formen una pira. Se encienden, y no sin dificultades puesto que están húmedas, pero la humedad hará que el humo sea más espeso, y por tanto más visible. Muy pronto una columna negruzca sube hacia el cielo. Si fuese de noche, si llegase la oscuridad antes de que el brick haya desaparecido, ¡la llama sería visible incluso a la distancia que nos separa de él!

¡Pero las horas pasan y el fuego se apaga…!

En tales circunstancias, para resignarse, para someterse a los designios divinos, ¡hay que tener un dominio de sí mismo que yo no poseo! ¡No! No puedo tener confianza en este Dios que hace que nuestros sufrimientos sean más terribles todavía al mezclarnos alternativas de esperanza. ¡Blasfemo, como ha blasfemado el bosseman…! ¡Una débil mano se apoya sobre mí, y la señorita Herbey me muestra el cielo!

¡Ya basta! No quiero ver nada, me deslizo bajo las velas, me oculto, y unos sollozos escapan de mi pecho…

Durante este tiempo, el barco ha tomado otras amuras; después se aleja lentamente hacia el este, y tres horas más tarde los ojos más penetrantes serían incapaces de descubrir sus velas altas sobre el horizonte.

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