El Chancellor (ilustrado)
Capítulo XLIV
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XLIV
15 de enero: Después de este último golpe, sólo nos queda esperar la muerte. Será más o menos lenta, pero llegará.
Hoy se han levantado algunas nubes por el oeste y nos han traído algunas bocanadas de viento. También la temperatura es un poco más soportable, y pese a nuestro estado de postración experimentamos su influencia. Mi garganta aspira un aire menos seco, pero desde la pesca del bosseman, es decir, desde hace siete días, no hemos comido nada. No queda nada en la balsa. Ayer he entregado a André Letourneur el último trozo que conservó su padre y que me entregó llorando.
Desde ayer, Jynxtrop, el negro, ha conseguido librarse de sus ataduras, y Robert Kurtis no ha ordenado que volvieran a atarlo. Además, ¿para qué? Ese miserable y sus cómplices están debilitados por un prolongado ayuno. ¿Qué podrían intentar ahora?
Hoy han aparecido varios tiburones de gran tamaño, y vemos sus aletas negras cortar las aguas con gran rapidez. No puedo dejar de considerarlos como ataúdes vivientes que muy pronto se tragarán nuestros miserables restos. Ya no me asustan, y más bien me atraen. Se acercan hasta rozar los bordes de la balsa, y el brazo de Flaypol, que colgaba fuera, ha estado a punto de ser atrapado de un bocado por uno de estos monstruos.
El bosseman, con los ojos fijos y desmesuradamente abiertos y los dientes cerrados que asoman bajo sus labios entreabiertos, considera a los tiburones desde un punto de vista totalmente diferente al mío. Quiere devorarlos, y no ser devorado por ellos. Si pudiese atrapar uno, no haría ascos a su carne coriácea. Nosotros, tampoco.
El bosseman va a tratar de intentarlo. Y puesto que no posee un gancho al que poder sujetar una soga, sabrá fabricarse uno. Robert Kurtis y Daoulas así lo han comprendido, y se reúnen en consejo al tiempo que lanzan trozos de bordones y de jarcias, a fin de que los escualos continúen alrededor de la balsa.
Daoulas ha ido a buscar su azuela de carpintero, con la que cuenta poder hacer un gancho. Ya sea por su parte afilada, ya por la punta opuesta, es posible que esta herramienta pueda afianzarse entre las mandíbulas de un tiburón si se la traga. En cuanto al mango de la azuela, que es de madera, está sujeto por un fuerte calabrote, amojelado a uno de los largueros de la balsa.
Nuestros deseos se excitan con todos estos preparativos. Nos encontramos anhelantes de impaciencia. Por todos los medios posibles llamamos la atención de los tiburones, que ya no huirán.
El gancho está listo, pero no hay nada con qué cebarlo. El bosseman, que va de un lado a otro de la balsa hablándose a sí mismo, escudriña por todos los rincones, ¡y tiene todo el aire de estar buscando un cadáver entre nosotros!
Por tanto hay que recurrir al sistema que ya ha empleado, y el hierro de la azuela es recubierto por un trozo de lana roja, que proporciona una vez más el chal de la señorita Herbey.
Pero el bosseman no quiere actuar sin que se hayan tomado todas las precauciones posibles. ¿Está el gancho sólidamente amarrado? ¿La atadura que fija el cabo a la balsa será capaz de resistir todas las sacudidas? ¿Es el calabrote lo suficientemente sólido como para resistir? El bosseman verifica estos detalles tan importantes. Una vez hecho esto, deja deslizarse su artilugio bajo las aguas.
La mar es transparente, y se distinguiría con toda comodidad cualquier objeto a cien pies de profundidad. Veo descender lentamente el gancho recubierto con este trozo de tela roja, cuyo color resalta con toda claridad sobre la masa azul de las aguas.
Pasajeros y marineros, todos nos inclinamos por encima de la empavesada, guardando un profundo silencio. Pero parece que los tiburones, después de habérseles ofrecido este cebo a su voracidad, han ido desapareciendo poco a poco. Sin embargo, no pueden encontrarse lejos, y cualquier presa, sea cual fuere, que caiga en este lugar, ¡sería devorada en un instante!
De pronto el bosseman hace una señal con la mano. Muestra una masa enorme que se desliza hacia la balsa rozando la superficie de la mar. Es un tiburón de doce pies de largo, que ha abandonado las aguas profundas y nada hacia nosotros en línea recta.
Cuando el animal está a cuatro brazas de la balsa, el bosseman va cobrando el cabo lentamente, de tal forma que el gancho le corte el paso, e imprime al trapo rojo un ligero movimiento que le da la apariencia de un objeto viviente.
Siento cómo mi corazón late con extrema violencia, ¡como si mi vida fuera a jugarse a una sola carta!
Mientras tanto el tiburón se acerca; sus ojos inyectados brillan en la superficie de las aguas, y sus mandíbulas, desmesuradamente abiertas, muestran, cuando se vuelve a medias, su paladar cubierto de agudos dientes.
¡Se oye un grito…! El tiburón se detiene y desaparece en la profundidad de las aguas.
¿Quién de nosotros ha lanzado ese grito, involuntario sin duda?
En ese momento el bosseman se yergue, pálido de ira.
—¡Al primero que hable —dice— lo mato!
Y vuelve a poner manos a la obra.
¡Después de todo, el bosseman tiene razón!
El gancho ha vuelto a sumergirse; pero durante media hora no hace acto de presencia ningún tiburón, y ha sido necesario sumergir el artilugio hasta veinte brazas de profundidad. Sin embargo, me da la impresión de que a esa profundidad las aguas se encuentran agitadas, y que dicha agitación indica la presencia de los escualos.
En efecto, el cabo sufre de pronto una violenta sacudida, y la soga se suelta de las manos del bosseman; pero, sólidamente sostenida por los largueros de la balsa, no se nos va de las manos.
Un tiburón ha mordido, y ha quedado enganchado.
—¡Ayudadme, muchachos, ayudadme! —exclama el bosseman. Inmediatamente, tanto pasajeros como marinos, todos nosotros echamos mano del cabo. Nuestras fuerzas se ven multiplicadas por la esperanza, pero apenas son suficientes, pues el monstruo lucha violentamente. Halamos al unísono. Poco a poco, las capas superiores de la mar se van agitando bajo las enérgicas sacudidas de la cola y de los pectorales del tiburón. Inclinándome, veo el enorme cuerpo que se convulsiona en medio de las aguas ensangrentadas.
—¡Ánimo! ¡Ánimo! —grita el bosseman.
Finalmente emerge la cabeza del animal. El gancho ha penetrado hasta el fondo de su garganta a través de sus mandíbulas entreabiertas, y se ha agarrado allí, sin que ninguna sacudida sea capaz ahora de soltarlo. Daoulas coge un hacha para rematarlo en cuanto se encuentre al mismo nivel que la plataforma.
En este instante, se escucha un ruido seco. El tiburón ha cerrado violentamente las mandíbulas, que cortan con toda limpieza el mango de la azuela, y desaparece bajo las aguas.
¡Un alarido de desesperación se ha escapado de nuestras gargantas!
El bosseman, Robert Kurtis y Daoulas todavía han intentado capturar uno de esos tiburones, pese a que no tienen otro gancho ni herramientas para fabricarlo. Lanzan sogas con nudos corredizos, pero los lazos se deslizan sobre la piel resbaladiza de los escualos. El bosseman intenta incluso atraerlos permitiendo que su pierna cuelgue fuera de la balsa, a riesgo de verla amputada de una dentellada…
Finalmente cesan todas estas tentativas infructuosas, y cada cual vuelve a ocupar su sitio y a esperar una muerte que ya nada puede conjurar.
Pero no me he alejado tan rápidamente como para no haber escuchado cómo el bosseman decía a Robert Kurtis:
—Capitán, ¿qué día lo echamos a suertes?
Robert Kurtis no ha respondido, pero la pregunta está hecha.