El Chancellor (ilustrado)

El Chancellor (ilustrado)


Capítulo XLV

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XLV

16 de enero: Todos estamos tumbados sobre las velas. La tripulación de un barco que se cruzase con nosotros pensaría que estaba contemplando un pecio cubierto de cadáveres.

Sufro terriblemente. En el estado en que se encuentran mis labios, mi lengua, mi gaznate, ¿sería capaz de comer algo? No lo creo, y, sin embargo, mis compañeros y yo nos lanzamos unos a otros miradas salvajes.

Hoy el calor es tanto más fuerte cuanto que el cielo es tormentoso. Se elevan grandes vapores, pero realmente parece que puede llegar a llover por todas partes salvo en la balsa.

Sin embargo, todos contemplamos cómo ascienden las nubes con una mirada llena de avidez. Nuestros labios avanzan hacia ellas. ¡El señor Letourneur eleva sus manos implorantes hacia este cielo despiadado!

Presto atención para ver si algún fragor lejano anuncia una tormenta. Son las once de la mañana. Los vapores han cubierto los rayos solares, pero ya no poseen una apariencia tensa. Resulta evidente que la tormenta no se desencadenará, puesto que la masa de nubes ha tomado un tinte uniforme, y sus contornos, tan claros al amanecer, se ven difuminados en medio de un conjunto grisáceo. Ya no es más que niebla.

Pero ¿acaso no puede caer algo de lluvia de esta niebla, por muy poca que sea, aunque sólo sean unas cuantas gotas?

—¡Llueve! —grita de pronto Daoulas.

En efecto, a media milla de la balsa el cielo se ve cruzado por trazos paralelos. Está lloviendo, y puedo ver cómo las gotas rebotan sobre la superficie del océano. El viento, que ha refrescado, sopla en nuestra dirección. ¡Con tal que la nube no se agote antes de haber pasado sobre nuestras cabezas!

Finalmente Dios se ha apiadado de nosotros. Caen grandes gotas de agua, como las de las grandes nubes tormentosas. Pero esta lluvia no durará, y habrá que recoger toda la que se pueda, puesto que una intensa estela de luz ya empieza a inflamar las nubes por su parte inferior encima del horizonte.

Robert Kurtis ha mandado enderezar la barrica rota, de tal forma que pueda contener la mayor cantidad de agua posible, y se despliegan las velas para recibir la lluvia sobre una mayor superficie.

Estamos tumbados sobre nuestras espaldas con la boca abierta. El agua riega mi rostro, mis labios, ¡y siento que se desliza hasta mi garganta! ¡Ah! ¡Goce inexplicable! ¡Es la vida la que corre dentro de mí! Las mucosas de mi gaznate se lubrifican con este contacto. ¡Respiro tanto como bebo esta agua vivificante que penetra hasta lo más profundo de mi ser!

La lluvia ha durado unos veinte minutos; después la nube, medio agotada, se ha fundido en el espacio.

Nos hemos levantado mejores. ¡Sí!, «mejores». ¡Nos estrechamos las manos, hablamos! ¡Parece como si nos hubiéramos salvado! ¡Dios, en su misericordia, nos enviará otras nubes que nos traerán de nuevo el agua de que tanto tiempo hemos carecido!

Además el agua que ha caído en la balsa no se perderá. La barrica y las velas la han recogido, pero será necesario conservarla preciosamente y distribuirla gota a gota.

En efecto, la barrica ha retenido unas dos o tres pintas de agua, y, exprimiendo la que empapa las velas, podremos aumentar nuestras reservas en cierta medida.

Los marineros van a proceder a esta operación cuando, con un gesto, Robert Kurtis los detiene.

—¡Un momento! —dice—. ¿Es potable esa agua?

Lo miro. ¿Por qué razón esta agua, que no es más que agua de lluvia, no iba a ser potable?

Robert Kurtis exprime sobre la taza de hierro blanco un poco del agua contenida en los pliegues de una vela; después la prueba, y, ante mi gran sorpresa, la tira inmediatamente.

La pruebo a mi vez. ¡Esa agua es más que salobre! ¡Parece agua de mar!

Y es que las velas, expuestas desde hace tanto tiempo a la acción de las olas, han comunicado al agua en ellas recogida una salinidad extrema. ¡Es una desgracia irreparable! ¡Pero no importa! Tenemos confianza. ¡Además nos quedan algunas pintas en la barrica! ¡Y ha llovido! ¡Volverá a llover!

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