El Chancellor (ilustrado)
Capítulo L
Página 55 de 67
L
22 y 23 de enero: Ya no quedamos más que once a bordo, y ahora me parece imposible que cada día no cuente con una nueva víctima. El final de este drama, sea cual sea, se acerca. Si antes de ocho días no hemos alcanzado tierra ni un navío lleva a cabo el salvamento de los náufragos, el último superviviente del Chancellor habrá dejado de existir.
El 23 ha cambiado el aspecto del cielo. La brisa ha refrescado notablemente. Durante la noche, el viento ha halado del nordeste. La vela de la balsa se ha hinchado, y una estela bastante pronunciada indica que se desplaza sensiblemente. El capitán evalúa este desplazamiento en tres nudos.
Robert Kurtis y el ingeniero Falsten son sin duda los más sanos de todos nosotros. Pese a que su delgadez sea extrema, soportan las privaciones de forma sorprendente. No sabría describir a qué extremo ha quedado reducido la pobre señorita Herbey. No es más que un alma perdida, pero un alma todavía valiente, y toda su vida parece haberse concentrado en sus ojos, que brillan extraordinariamente. ¡Ella vive en el cielo, no en la tierra!
Un hombre de tanta energía como el bosseman se encuentra ahora, sin embargo, totalmente abatido. Está irreconocible. Tiene la cabeza inclinada sobre el pecho, sus largas manos huesudas posadas sobre sus rodillas, cuyas agudas rótulas sobresalen bajo el raído pantalón; está siempre sentado en un ángulo de la balsa, sin levantar nunca la vista. Contrariamente a la señorita Herbey, no vive más que para su cuerpo, y su inmovilidad es tal, que a veces imagino que ha dejado de existir.
Ya no se oyen palabras en la balsa, ni siquiera gemidos. Hay un silencio absoluto. No se intercambian ni diez palabras cada día. Además las pocas palabras que nuestras lenguas, nuestros labios tumefactos y endurecidos podrían pronunciar serían absolutamente ininteligibles. ¡La balsa no transporta más que espectros macilentos, exangües, que ya no tienen nada de humanos!