El Chancellor (ilustrado)
Capítulo LII
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LII
24 de enero: La noche del 24 al 25 ha sido brumosa y a causa de no sé qué fenómeno una de las más calientes que se pueda imaginar. La bruma es agobiante. Es como para pensar que una chispa bastaría para incendiarla como a una sustancia explosiva. La balsa no sólo se encuentra en estado estacionario, sino que no experimenta movimiento alguno. En ocasiones me pregunto si todavía flota.
Durante esta noche intento calcular cuántos somos a bordo. Me parece que todavía somos once, pero apenas puedo concentrar las ideas necesarias como para establecer el cálculo. Tan pronto cuento diez como doce. Debemos de ser once desde que Jynxtrop ha fallecido. Mañana ya no serán más que diez, yo habré muerto.
Y, en efecto, soy perfectamente consciente de que estoy llegando al término de mis sufrimientos, pues toda mi vida pasa a través de mis recuerdos. ¡Mi país, mis amigos, mi familia, puedo volver a verlos por última vez en sueños!
Por la mañana me he despertado, si es que puede llamarse sueño a esa especie de torpor malsano en el que he estado sumergido. ¡Qué Dios me perdone, pero pienso seriamente en acabar! La idea se me incrusta en el cerebro. Experimento una especie de hechizo diciéndome que mis miserias se acabarán cuando yo quiera.
He hecho saber mi resolución a Robert Kurtis, y le hablo con una curiosa tranquilidad de espíritu. El capitán se limita a hacer un signo afirmativo.
—Yo —dice inmediatamente— no me mataré. Sería abandonar mi puesto. Si la muerte no me llega antes que a mis compañeros, ¡seré el último que quede en la balsa!
La bruma continúa. Flotamos en medio de una atmósfera grisácea. Ya ni siquiera alcanzamos a ver la superficie del agua. La bruma se levanta del océano como una nube espesa, pero se puede notar que por encima de ella brilla un sol ardiente que pronto habrá absorbido todos los vapores.
Hacia las siete creo escuchar gritos de pájaros por encima de mi cabeza. Robert Kurtis, siempre de pie, escucha los gritos con ansiedad. Se repiten en tres ocasiones.
A la tercera, me acerco y oigo al capitán, que murmura con voz sorda:
—¡Pájaros…! Pero entonces… ¡la tierra estará cerca…!
¿Todavía cree Robert Kurtis en la tierra? ¡Por lo que a mí respecta, yo no lo creo! No existen continentes ni islas. ¡El globo no es más que un esferoide líquido, como lo fue en el segundo período de su formación!
Sin embargo, espero la disipación de las brumas con cierta impaciencia; no es que cuente con avistar tierra, pero ese absurdo pensamiento de una esperanza irrealizable me obsesiona, y tengo prisa por desembarazarme de él.
Hacia las once la niebla empieza a disiparse. Mientras sus espesas volutas ruedan sobre la superficie de las aguas, entreveo el azul del cielo por las aberturas superiores. Brillantes rayos atraviesan las brumas y nos pican como saetas de metal candente. Pero esta condensación de vapores sólo se lleva a cabo en las capas superiores, y todavía no puedo observar el horizonte.
Durante media hora los torbellinos nos cubren, y no se disipan sin dificultades, puesto que nos falta absolutamente el viento.
Robert Kurtis, apoyado en la borda de la plataforma, trata de perforar esta opaca cortina de brumas.
Por fin el sol con todo su ardor limpia la superficie del océano; la niebla se aleja, se hace la claridad en un radio más amplio, aparece el horizonte…
El horizonte es lo que ha sido siempre desde hace seis semanas, ¡una línea continua y circular, en la que se confunden el cielo y el agua!
Robert Kurtis, después de haber mirado a su alrededor, no pronuncia una sola palabra. ¡Ah! Lo compadezco de todo corazón, pues, de todos nosotros, él es el único que no puede acabar cuando quiera. En cuanto a mí, moriré mañana, y, si la muerte no me hiere, iré a su encuentro. En cuanto a mis compañeros, ignoro si están vivos aún, pero me parece que han transcurrido muchos días desde que no los he visto.
Ha llegado la noche. No he podido dormir un solo instante. Hacia las dos me ha causado la sed tales dolores, que no he podido contener mis gritos. ¡Cómo! ¿Acaso no tendré, antes de morir, la suprema voluptuosidad de apagar este fuego que me consume el pecho?
¡Sí! ¡A falta de la sangre de los demás, beberé mi propia sangre! No me servirá de nada, lo sé, pero, al menos, ¡mataré mi dolor!
Apenas esta idea ha cruzado por mi mente, cuando la pongo en práctica. Logro abrir mi cuchillo. Mi brazo está descubierto. De un tajo corto una vena. La sangre sólo sale gota a gota, ¡y heme aquí saciando mi sed con la fuente de mi vida! Esta sangre vuelve a mí mismo, aplaca durante unos instantes mis torturas atroces; después, se para, ¡ya no tiene fuerzas para correr!
¡Cuánto tarda en llegar mañana!
Con el día ha vuelto a concentrarse una espesa niebla en el horizonte y ha reducido el círculo cuyo centro está formado por la balsa. La niebla es ardiente como las humaredas que se escapan de una caldera.
Hoy es mi último día.
Antes de morir me gustaría estrechar la mano de un amigo. Robert Kurtis está ahí, cerca de mí. Me arrastro hasta él y le cojo la mano. ¡Me comprende, sabe que se trata de un adiós, y me parece como si, a causa de una última esperanza, quisiera retenerme! Es inútil.
Me hubiese gustado también volver a ver a los señores Letourneur, a la señorita Herbey… ¡No me atrevo! ¡La joven sería capaz de leer mi resolución en mis ojos! ¡Me hablaría de Dios, de la otra vida que hay que esperar! Esperar, ya no tengo valor para hacerlo… ¡Qué Dios me perdone!
Vuelvo hacia la popa de la balsa, y, después de grandes esfuerzos, consigo ponerme en pie, cerca del mástil[57]. ¡Por última vez recorro con la mirada esta mar despiadada, este horizonte que no se desplaza! Aunque avistase tierra, aunque un navío se elevase por encima de las olas, me creería víctima de una ilusión… ¡Pero la mar está desierta!
Son las diez de la mañana. Es el momento de acabar. Los últimos retortijones del hambre, los aguijones de la sed me desgarran con renovada violencia. El instinto de conservación se extingue en mí. ¡En unos cuantos instantes habré acabado de vivir…! ¡Qué Dios tenga piedad de mí!
En este momento se eleva una voz. Reconozco la voz de Daoulas.
El carpintero está cerca de Robert Kurtis.
—Capitán —dice—, vamos a echar a suertes.
En el momento de lanzarme a la mar me detengo. ¿Por qué? No sabría decirlo, pero regreso a popa de la balsa.