El Chancellor (ilustrado)
Capítulo LIII
Página 58 de 67
LIII
26 de enero: Se ha hecho la propuesta. Todos la han oído y todos la han comprendido. Desde hace unos días se había convertido en una idea fija que nadie osaba formular.
Vamos a echar a suertes.
Cada cual tendrá su parte de aquel al que la suerte designe.
Pues bien, ¡sea! Si la suerte me designa, no me quejaré.
Me parece que alguien ha propuesto hacer una excepción a favor de la señorita Herbey y que es André Letourneur quien lo ha hecho. Pero un murmullo colérico se levanta entre los marineros. Somos once a bordo, por tanto cada uno de nosotros tiene diez posibilidades a favor y una en contra, y la excepción propuesta cambiaría la proporción. La señorita Herbey sufrirá la suerte común.
Son entonces las diez y media de la mañana. El bosseman, al que la propuesta de Daoulas ha reanimado, insiste para que el sorteo se lleve a cabo inmediatamente. Tiene razón. Además ninguno de nosotros se aferra a la vida. Aquel al que la suerte designe sólo precederá unos días, tal vez unas horas, a sus compañeros en la muerte. Es bien sabido, y no existe temor a la muerte. Pero lo que queremos es no sufrir esta hambre durante uno o dos días, no sentir esta sed, y eso es lo que ocurrirá.
No podría decir cómo nuestros nombres se encuentran de pronto en el fondo de un sombrero. Sólo Falsten puede haberlos escrito en una hoja de su cuaderno de notas.
Los once nombres están ahí. Se acuerda, sin discusión, que el último en salir será el de la víctima.
¿Quién sacará las papeletas? Hay una especie de vacilación.
—¡Yo! —responde uno de nosotros.
Me vuelvo y reconozco al señor Letourneur.
Está ahí, de pie, pálido, con las manos extendidas, sus blancos cabellos cayendo sobre sus flacas mejillas, tremendo en su calma.
¡Ah! ¡Desdichado padre! ¡Ya te comprendo! ¡Sé por qué quieres ser tú quien saque los nombres! ¡Tu abnegación paterna llegará hasta ese extremo!
—¡Cuando quieran! —dice el bosseman.
El señor Letourneur mete la mano en el sombrero. Coge un papel, lo abre, y pronuncia en voz alta el nombre escrito en el papel, que se lo pasa al que dicho nombre designa.
El primer nombre en salir es el de Burke, que lanza un grito de alegría.
El segundo, el de Flaypol.
El tercero, el del bosseman.
El cuarto, el de Falsten.
El quinto, el de Robert Kurtis.
El sexto, el de Sandon.
Han salido la mitad de los nombres más uno.
El mío no ha salido. Trato de calcular las posibilidades que me quedan: cuatro buenas, una mala.
Desde que Burke ha lanzado ese grito, no se ha vuelto a pronunciar una palabra.
El séptimo nombre es el de la señorita Herbey, pero la joven ni siquiera se ha estremecido.
El octavo nombre es el mío. ¡Sí! ¡El mío!
El noveno:
—¡Letourneur!
—¿Cuál? —pregunta el bosseman.
—André —responde el señor Letourneur.
Se oye un grito, y André cae sin conocimiento.
—¡Pero siga! —exclama rugiendo Daoulas, el carpintero, cuyo nombre es el único que queda en el sombrero junto al del señor Letourneur.
Daoulas mira a su rival como a una víctima a la que quiere devorar. El señor Letourneur, por su parte, está casi sonriente. Mete su mano en el sombrero y saca el penúltimo papel, lo abre lentamente, y sin que su voz se debilite, con una firmeza que nunca hubiese esperado de este hombre, pronuncia un nombre: «¡Daoulas!».
El carpintero está salvado. Un alarido se escapa de su pecho. Después el señor Letourneur coge el último de los papeles y, sin abrirlo, lo rompe.
Pero un trozo de papel roto ha volado hacia un rincón de la balsa. Nadie presta atención. Me arrastro hacia ese lado, recojo el papel y en una esquina leo: And…
El señor Letourneur se lanza sobre mí, me arranca violentamente el trozo de papel de las manos, lo arruga entre sus dedos y, después, mirándome con aire grave, lo lanza a la mar.