Edith

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En caso de haber sabido los pensamientos que ocupaban a Edith, Jeremy, que galopaba de vuelta su casa, la habría contradicho. Cargaba un peso menos en su espalda, pero había aparecido un inconveniente con el que no contaba.

La tarde avanzaba inexorable cuando un sirviente, con un evidente estado de ansiedad y falto de aliento, les había encontrado a él y a Jonathan. Cuando le dio la noticia, lo único que alcanzó a pensar fue que quizá había visto con vida a su abuela por última vez aquella mañana en el desayuno. Solo cuando comprobó, con alivio, que la duquesa seguía con vida y el médico le aseguró que todo había pasado, pudo respirar con normalidad.

Incluso ahora, si lo rememoraba, sus ojos se anegaban en lágrimas. Ella era la única que le quedaba. Tenía parientes cercanos como una tía y una prima, sí; no obstante, la relación que tenía con ellas palidecía si se comparaba con la que mantenía con su abuela. Ella era más que eso: era casi su madre.

Pensar en perderla lo ponía frenético. Hasta ese momento, incluso a su avanzada edad, nunca había imaginado que el fin podía estar cerca. Le quedaban muchos años para seguir dando guerra.

Fue Jonathan el que le explicó quién había mantenido a su abuela entre los vivos. Leonor y el resto de sirvientes que hablaron con él lo confirmaron. Decir que se sintió sorprendido fue poco en comparación con su reacción. Incluso ahora se lamentaba, ¿por qué ella?

Sí, era un pensamiento mezquino y egoísta teniendo en cuenta que la señorita Bell había sido la salvadora de la persona que más quería en el mundo, pero incluso así, se le había pasado por la cabeza la capacidad tan desagradable que tenía esa mujer de introducirse en su vida. Sí, definitivamente, mujer.

Reconocía que había actuado movido por un impulso. Las emociones todavía se hallaban a flor de piel cuando se dejó llevar por el infortunado impulso de abrazarla. Era ahora cuando se permitía recordar el blando y tibio cuerpo amoldado al de él. Su aroma fresco incluso a esa hora intempestiva del día. También cómo se sentía al tener sus pechos aprisionados, rozándole.

La imagen evocada le desconcentró hasta el punto de casi chocar contra una rama baja. El caballo protestó cuando tiró con brusquedad de las riendas.

—Lo siento —masculló.

El pobre caballo no tenía la culpa de nada, pero por Dios, ¿por qué había pensado en los pechos de la señorita Bell siquiera? Era fea, aunque ese no fuera su peor pecado. Esa mujer tenía una forma de ofenderle que rayaba en lo absurdo. Hubiera debido aprovechar la ocasión y preguntarle el porqué de su antagonismo, ya que con Jonathan no lo había percibido.

¿Sería él la causa? Sonrió solo de pensarlo. ¡Qué ridiculez! Por supuesto que no.

Dejó el animal en las cuadras y se dirigió con rapidez hacia la casa. Una vez en ella, le sorprendió notar el silencio reinante. Un escalofrío le recorrió y se dirigió con premura a la habitación de su abuela entrando sin llamar.

La duquesa viuda estaba incorporada en la cama con la ayuda de un sinfín de almohadones. Había sido interrumpida en uno de esos incesantes interrogatorios de los que tanto le gustaba alardear, mientras su dama de compañía estaba sentada de forma elegante en una silla a su lado derecho, escuchándola. Su amigo Jonathan se hallaba a los pies de la cama. Su sonrisa era extraña cuando lo miró.

—Buenas noches. —Paseó la mirada por los tres integrantes de la habitación. Sentía alivio por que todo estuviera bien, pero la forma en que lo miraban lo ponía algo nervioso. Demasiada excitación—. Por un momento pensé que había ocurrido algo. —Se acercó a su abuela para besarla en la mejilla y se sentó a su lado, en la cama—. La casa parece… —se detuvo.

—Un velatorio, ¿verdad? —terminó Margaret por él—. El personal todavía está algo asustado por lo de hoy. —Ella, en cambio, parecía como si no hubiera pasado por semejante trance—. Van de puntillas para evitar molestarme. Son adorables.

Si lo creía así… A él ese silencio le parecía claustrofóbico.

—¿De qué hablabais? —preguntó en general para distraerse. No es que tuviera demasiada curiosidad.

—Oh —la respuesta vino de Jonathan—. No te lo vas a creer. —La extraña sonrisa volvió a asomarse de nuevo.

Leonor permaneció impasible y por eso miró a su abuela en busca de información.

—Claro, querido, no lo sabes. —Esta le dio unas palmaditas en la mano—. Tu amigo Jonathan ha decidido casarse.

Por un segundo el mundo pareció detenerse.

Sorprendido por semejante anuncio, Jeremy abrió la boca y volvió a cerrarla. ¿Casarse? ¿Jonathan? No lo dijo en voz alta, pero su incredulidad era patente en cada una de las partes de su cuerpo.

—Pues es una sorpresa que no haya oído ninguna noticia sobre ello antes.

—No te enfades, Jeremy. Estamos muy contentas de que haya elegido a alguien a quien queremos tanto. No vengas a fastidiárnoslo con tu pésimo humor.

Si momentos antes se sentía sorprendido, ahora tenía escalofríos de terror. Y no se consideraba preparado para entender por qué.

—¿La conoces? —preguntó. Su abuela decidió no contestar y un increíble presentimiento se cernió sobre él—. La conoce, ¿verdad? —Ahora se lo preguntaba a Jonathan directamente. Nadie dijo nada, todos se quedaron como a la espera—. ¡Respondedme! Quiero oír su nombre.

Fue Leonor quien, al final, pronunció el nombre que Jeremy temía.

—Edith.

* * *

Minutos antes de la llegada del duque, en esa misma habitación.

Jonathan, en ausencia de su amigo y aburrido por tener que soportar las quejas del señor Pickens, decidió que lo más acertado sería ver si podía visitar a la duquesa.

Cuando un enérgico «entre» traspasó la puerta de acceso del dormitorio en el que la duquesa descansaba, no temió ni por un momento en su salud mental. Lástima que no recordara todos los buenos consejos que su amigo le había referido sobre ella. Sí, ya la conocía bastante bien. Además, ¿qué podía hacer una mujer mayor como ella, que encima acababa de rozar las puertas celestiales?

—Su Gracia. —La saludó con todas las ceremonias aun sabiendo que a ella no le gustaba que lo hiciera. Después inclinó la cabeza en dirección a su joven acompañante y le guiñó un ojo.

—Jonathan, muchacho, ¿qué te trae por aquí? El aburrimiento, sin duda.

—Eso, y el deseo de saber de su estado.

—Bah, ya ha pasado todo. Al parecer he asustado a más de uno, ¿verdad, Leonor?

—Así es, señora. —Solo ella podía dirigirse a la duquesa con ese calificativo tan poco adecuado a su cargo—. Le encanta ser el centro de atención.

Esa respuesta algo irrespetuosa no ofendió a la duquesa viuda, sino todo lo contrario. Jonathan sabía que esta esperaba total sinceridad por parte de los más cercanos a ella y, como ya había comprobado con anterioridad, la señorita Price estaba entre ellos. Era una relación curiosa, la de ellas dos.

—Por supuesto que sí. Así no la olvidan a una —se jactó como si el atragantamiento hubiera sido deliberado—. Pero, siéntate. Ahora que estás aquí y, en ausencia de mi nieto, me siento en disposición de hablar con total libertad. —No pareció importarle la presencia de Leonor, que estaba sentada a su lado.

Este la observó detenidamente tratando de averiguar qué se traía entre manos. No conocía a la duquesa viuda tan en profundidad como Jeremy, pero algo estaba tramando y picó su curiosidad. ¿Qué sería de la vida sin secretos y misterios? Un completo tedio.

—La escucho.

Jonathan miró también a la señorita Price. Era muy cercana a la duquesa, por lo que seguro estaría al tanto de lo que pretendía decirle. No obstante, ella permanecía inmutable. Esa mujer era un misterio que en un momento u otro pretendía resolver.

—Permíteme que dada mi edad sea franca y directa —comenzó diciendo.

—Por supuesto —le concedió con una sonrisa velada.

—Buen, muchacho. —Asintió complacida—. Es bien sabido el desafortunado gusto de mi nieto para elegir a su prometida.

Jonathan pensó que aquello era quedarse corto. Fuera la mujer que fuera, Jeremy siempre acababa como un gato escaldado.

—Entiendo.

—No creo que lo hagas, querido, pero no importa. He estado pensando largo y tendido sobre este complicado asunto y al final, las circunstancias me obligan a interceder.

—Usted tiene la candidata perfecta —adivinó. El rostro de sorpresa de la anciana le indicó que estaba en lo cierto y no pudo más que sonreír sin reservas. Aquello se ponía de lo más interesante.

A pesar de ser muy joven, seis años atrás su amigo llegó al altar para desposarse con Amery, aunque ella terminó abandonándolo en aquel mismo instante. Trató de consolarse con Camile, pero ella terminó prefiriendo a otro. Tanto Francesca como Gertrude resultaron ser un estrepitoso fracaso, por lo que sabía que en algunos círculos de Londres hacían mofa de su mala suerte. Incluso se había representado una obra teatral inspirada en sus infortunios, pero Jonathan no podía más que compartir su pena. Era por eso que Jeremy llevaba más de tres años apartado de los bailes, recepciones o de las veladas musicales, pero, sobre todo, se había apartado de las mujeres.

Era extraña su mala suerte. Jeremy, que desde su juventud había tenido una idea romántica del matrimonio, no era capaz de llegar a él.

—Eres un chiquillo listo —comentó la duquesa con admiración—. Resulta que he encontrado una muchacha perfecta para él: encantadora, servil, de gran corazón y a la que quiero como a una hija.

—¿Y cuál es el problema? —Porque debía haber uno. De otro modo no habría recurrido a él.

—No lo sé. —Un deje de frustración se escurrió entre sus palabras—. Ella es maravillosa…

—Margaret… —la reprendió entonces su dama de compañía.

Jonathan estaba llegando a sentir admiración por esa mujer que conseguía regañar a una de las damas con más poder del país sin siquiera pestañear. Y con su nombre de pila, además.

—Está bien, está bien. La muchacha no es bonita, ¿y qué? Tampoco lo era Camile y él quiso casarse con ella.

Él no conocía en persona a la famosa Camile Fullerton, pero por lo que sabía, había sido la más fea de las cuatro candidatas que optaban al corazón de Jeremy.

—¿Es más o menos bonita que Camile?

La condesa se quedó callada.

—Menos. —Leonor terminó respondiendo por ella.

—Ya —murmuró por lo bajo. Entonces y solo entonces recordó a la joven que le fue presentada a regañadientes y por el que su amigo sentía un auténtico rechazo.

—¿Estamos hablando de la señorita que la salvó de ahogarse? A… no recuerdo su apellido.

Leonor, siempre pendiente, respondió de nuevo.

—Bell. La señorita Edith Bell.

Quizás la muchacha fuera de lo más especial, no lo ponía en duda, pero si a su amigo no le resultaba atractiva, no iba a fijarse en ella, ya que en los últimos tiempos le había comunicado que abandonaba la idea del matrimonio.

Debería tratarse de una candidata endiabladamente excepcional para hacerlo cambiar de opinión. Pero si encima ya la aborrecía, de allí solo podía surgir un desastre.

—Están hechos el uno para el otro, lo sé —intercedió la duquesa tratando de convencerle.

Jonathan tragó saliva, meditando sus palabras. Lo último que quería era desilusionar a la duquesa. También había que decidir si debía o no advertir a su amigo.

—No puede inmiscuirse en la vida de los demás. —Le hizo ver con todo el tacto posible.

—¿Ni siquiera en la de mi nieto? —le replicó—. Sé lo que me hago. Además —volvió a dirigirse a él—, una adivina me lo confirmó.

—¿Cómo?

Parecía ser que su dama de compañía no estaba enterada de ese pequeño detalle. Por un instante pudo ver reflejado en sus ojos un atisbo de sorpresa que le fue imposible esconder, pero al instante volvió a su habitual postura serena y sosegada.

Jonathan no pudo disimular su escepticismo. Una mujer de su categoría no podía creer en esas bobadas. Le daba igual que hubiera leído el destino en sus manos, en una bola de cristal, en las cartas o hablado con el más allá.

—¿Qué le dijo con exactitud? —preguntó dispuesto a refutar su teoría.

—Me aseguró que Jeremy acabaría casándose con una muchacha cercana a él, que ya conocía y a la que yo quería muchísimo.

—¡Esa podría ser cualquiera! —exclamó sin poder evitarlo—. En cualquier caso, si usted cree que están predestinados, ¿por qué inmiscuirse?

Pareció dejarla sin argumentos y por un instante reinó entre ellos un sepulcral silencio. Aunque la conversación le producía cierto divertimento, le incomodaba hablar de ello con la abuela de Jeremy.

—No lo hago —se defendió—. Solo trato de acelerar las cosas con, digamos, un empujoncito. Bueno, ¿vas a ayudarme o no?

—¿No le preocupa el antagonismo que hay entre ambos? ¿O que no consigue que ninguna mujer se quede a su lado?

—Bien, como decía, tengo ciertos problemas para unir a mi nieto con Edith y por eso me iría bien un poco de colaboración por tu parte. Solo quiero que conozcas a la muchacha y hables bien de ella ante Jeremy, porque es muy terco y se niega a ver lo bueno que hay en su interior. Piensa que es una deslenguada y que sus modales dejan mucho que desear.

—¿Y eso es cierto? —Pensó en su breve encuentro y consideró que, en lo que respectaba a su trato con Jeremy, había muchísimas cosas por pulir. En cambio, el trato que recibió él mismo fue distinto.

Arrugó la frente. Quizás había que preguntarse el por qué.

—Para nada. Ella es un ángel. O lo es con todos menos con él. Tiene que haber algo oculto que los mueve a comportarse así.

—Puede ser. —Ese era un buen punto, si bien podían existir más detalles, como por ejemplo, que se dejara influenciar por las apariencias o por cualquier cosa absurda que a Jeremy se le ocurriera.

Estaba en un serio aprieto ya que, con su ayuda o sin ella, esa mujer estaba decidida a casar a ese par.

Jonathan tuvo que hacerse diversas preguntas en un intento por poner orden a aquella disparatada idea. ¿Era descabellado tratar de unir a dos personas tan desiguales que ni siquiera se soportaban a simple vista? ¿Era correcto inmiscuirse en sus vidas? ¿Terminaría eso con la amistad que tenía con Jeremy?

A pesar de sus recelos del principio, tuvo que admitir que empezaba a pasárselo en grande. Y así, de repente, se le ocurrió la idea más brillante de toda su vida. Una idea que enloquecería a la duquesa por lo rebuscada, traviesa... e inteligente que era.

Sí, era un genio de las intrigas. Un genio total.

* * *

—Estáis locos; por completo. —La abrupta afirmación salió de los labios de Jeremy en cuanto le explicaron los hechos.

Unos hechos modificados, por supuesto.

Leonor, haciendo gala de una absoluta discreción, había desaparecido en cuanto le dijo el nombre de la elegida por Jonathan. Ahora se encontraba con él y su abuela tratando de discernir si le estaban gastando una broma absurda o si, por el contrario, eran dignos pacientes de Bedlam.

Todavía le costaba digerir la idea de que su amigo Jonathan quisiera casarse. Lo de Isobel era todavía muy reciente, pero incluso si llegara a decidir hacer borrón y cuenta nueva, la escogida era…

¡Edith era demasiado impetuosa, tozuda, problemática y, bueno, todo! No era mujer para él. Además, era fea, aunque eso no tenía que significar un problema real. No se imaginaba a esos dos yaciendo en la cama. Pensándolo bien, no se los imaginaba haciendo nada. Ya le dolían los ojos solo de intentar visualizarlo.

«Es divertida», había afirmado el muy insensato cuando le había preguntado qué diantres le había llevado a pensar en ella como futura esposa después de un solo encuentro.

Si ese era el único motivo por el cual quería unirse a ella de por vida era que su amigo se dejaba llevar por el aburrimiento hasta límites insospechados.

Quería casarse con Edith. ¡Dios, qué locura! Y lo peor de todo era que su abuela le apoyaba; en todo.

Ah, pero lo más aberrante era cómo pretendían conseguir que ella aceptase. No solo era insulto en toda regla, sino que una mujer que se preciara no accedería por nada del mundo.

Era el plan más macabro que había escuchado en su vida.

—¿Ni tan siquiera lo pensarás? —El mohín de su abuela no le enterneció ni lo más mínimo.

—Sois unos completos mentecatos. ¿Acaso no veis cómo me ofende?

Jonathan no se había movido del poste de la cama. Todavía mantenía esa estúpida sonrisa, que por cierto, le encantaría borrar de un plumazo.

¡Maldita sonrisa!

—Eso será porque no te permites pensar con claridad. Si te detienes a reflexionar…

—¿Reflexionar, dices? —lo cortó iracundo.

Esas dos personas representaban lo que más quería en el mundo y ambas trataban este tema como algo sin importancia, cuando, en lo más hondo, lo hería.

Según aquel par, el plan expuesto era la mar de sencillo. Como su historial con las mujeres solo servía para alejarlas de su lado y emparejarlas con otros, eso aseguraba el éxito de Jonathan. Así pues, Jeremy debía cortejar a la señorita Bell a la par que su amigo. Tanto él como su abuela estaban convencidos de que aquella sería la solución para que Edith se lanzase en brazos del, como habían dicho, «hombre adecuado».

Al parecer no se habían dado cuenta de que Jonathan no era el hombre adecuado para Edith y que su petición lo humillaba. Y así mismo se lo había hecho saber.

—¿Cómo sabes tú qué hombre es el adecuado para ella? —le había respondido de forma perspicaz su abuela.

Jonathan seguía esbozando esa estúpida e hiriente sonrisa.

—Solo queremos que lo medites —propuso este, con voz anormalmente seria.

Los miró a los dos y sintió que no podía aguantar más. Sería un buen palo para ellos si fuera corriendo a contárselo a Edith. Seguro que les echaría una buena reprimenda y su indignación daría al traste con sus planes. Una pena que no se atreviese a hacerlo.

—Lo pensaré —dijo al fin, sin un ápice de convencimiento—. Ahora, creo que, con vuestro permiso, necesito descansar de tantas sorpresas.

Y abandonó la habitación.

—Es una verdadera pena hacerle esa jugarreta —apuntó Jonathan, en un deje de culpabilidad.

—Lo hacemos por su bien.

—Pero se muestra tan dolido… Yo sentiría lo mismo.

—Era necesario, muchacho. Tú mismo lo has dicho. Por cierto que ha sido brillante hacerle creer que ese fingido cortejo acercará a Edith a tus brazos.

—¿No lo cree usted así? Piense en todas las oportunidades perdidas.

—Bah. —Desechó con una mano semejante comentario—. Eso solo sucedió porque no eran las elegidas. Esta sí lo es. Cuando empiece a conocerla, no podrá evitar enamorarse de ella.

—¿Y si lo hago yo de ese dechado de virtudes?

—Espero que no hagas algo tan tonto como eso —lo amonestó con el dedo.

—Yo también lo espero —aseguró—. Recemos para que ella vea en Jeremy al hombre ideal.

—No te preocupes. —Sonrió con extrema satisfacción—. Lo verá.

* * *

Tres días más tarde y ajena a todos los planes que la incluían, Edith se despidió de su tío, pues tía Cecile estaba en una reunión de mujeres del pueblo dispuestas a planear los eventos de caridad de los próximos meses.

Cogió su bonete y se ató el lazo púrpura del abrigo dispuesta a caminar el recorrido que la separaba de Stanbury Manor, tal como era habitual en ella.

Esa misma mañana había recibido una carta de la duquesa viuda que la invitaba a merendar en el jardín. Sorprendida, se había apresurado a garabatear con rapidez una respuesta afirmativa para que el mismo mozo que la había traído la llevase de vuelta.

A esas alturas de su vida se podría decir que había merendado con ella y Leonor en multitud de ocasiones, pero todas las veces habían surgido de forma espontánea mientras estaba en la casa de visita. Jamás se le había hecho llegar una invitación formal y se preguntó, no por primera vez, el motivo que la había ocasionado.

«¿Su gesto tendrá que ver con la idea de que le he salvado la vida?», pensó mientras se desviaba del camino principal. Aquella mujer no hacía nada por puro azar.

Al llegar, el lacayo que abrió la puerta la hizo cruzar toda la casa hasta la parte posterior.

—Están en el Jardín del Cisne —le comunicó en cuanto preguntó a dónde se dirigían.

Dicho jardín estaba situado en la parte más oriental de la propiedad, un poco alejada de la mansión, pero lo suficientemente cerca como para no perderla de vista. Edith había estado ahí mucho tiempo atrás, cuando solo era una niña. Apenas contaba con ocho años, pero todavía recordaba el pequeño lago, donde unos blancos y elegantes cisnes de piedra, los cuales daban nombre al lugar, se mantenían en el centro de las aguas y parecían nadar con una etérea majestuosidad. Los arbustos que lo rodeaban casi por completo le conferían una intimidad invitadora.

Era la primera vez que se organizaba una fiesta en la mansión tras la muerte del anterior duque, el padre de Jeremy. Era como si su abuela, Margaret, hubiera permanecido en un profundo luto por un periodo de diez años.

—Su Gracia la espera. —El lacayo se inclinó ligeramente y se marchó de nuevo a la mansión.

A orillas del lago había una gran manta dispuesta. En ella, Leonor y la duquesa disfrutaban de una amena charla. Ambas sonrieron cuando la vieron acerarse; la primera con más reserva de la habitual.

—¡Cuánto nos alegra verte!

Edith se mostró aliviada de que tuviera tan buen aspecto. Una jamás pensaría el atragantamiento que había padecido. Le besó la mejilla en un gesto de afecto que esta le permitía desde hacía tiempo.

—Celebro verla tan bien. —Se sentó entre las dos mujeres—. ¿Qué celebramos? —se atrevió a preguntar. Las viandas y dulces que reposaban a un lado parecían deliciosas.

—La vida, mi querida niña, la vida. He descubierto a las duras que esta es más valiosa que todo el dinero del mundo. Eso, y los seres queridos, en los que te incluyo.

Se sintió conmovida por sus palabras. No todos los días una duquesa proclamaba su afecto por ella.

—Para mí también es un honor tenerlas entre mis seres queridos. —Apretó la mano de Leonor, gesto que ella respondió—. No hay nada mejor que pasar la tarde merendando las tres juntas.

—Esto, ejem… —carraspeó la duquesa—. No te importará que mi nieto y Jonathan se nos unan, ¿verdad? —A Edith no le dio tiempo a responder—. ¡Mira!, por ahí llegan.

Ambos hombres se acercaban caminando. Tenían, al hacerlo, la gracia que proviene de la seguridad económica de las clases pudientes, aunque no sabía a ciencia cierta qué rango ostentaba el amigo. Trató de no fijarse en Jeremy, pero le era imposible apartar la mirada. Como siempre que estaba cerca de ella, mostraba un rictus serio en el semblante, al contrario que su compañero, que sonreía abiertamente.

«¿Qué será eso que lleva en el hombro?».

Prestó toda su atención al extraño y colorido, ahora lo veía, animal de plumas.

—Buenas tardes, bellas damiselas.

Jonathan hizo una exagerada reverencia con la intención de resultar divertido, cosa que consiguió.

—¡BELLAS DAMISELAS! —El pajarraco lanzó esas palabras en un grito estremecedor que consiguió que Edith se quedara boquiabierta.

—Espero que no les importe. Me ha parecido que Georgette preferiría pasar la tarde al aire libre en lugar de estar encerrada en sus cómodos aposentos.

¿Georgette? ¿Aposentos? ¿De verdad el hombre hablaba del animal como si de una persona se tratase? No parecía que nadie se inmutara por ello, pero le era imposible disimular la sorpresa de su rostro.

—Jonathan, estás asustando a la señorita Bell. —Jeremy, para su sorpresa, intervino.

—Oh, no, no. Solo estoy… sorprendida, eso es todo.

El duque, mientras tanto, se acercó a su abuela y la besó del mismo modo en que lo había hecho ella. Saludó con un gesto de cabeza a Leonor y, para su completo asombro, pasmo, estupor y estupefacción, cogió su mano enguantada y se la besó por primera vez.

Fue algo rápido, pero el mundo pareció detenerse para Edith. Exceptuando el intenso abrazo —y por el que ya había encontrado como excusa su comprensible estado de alteración—, jamás la había tocado, ni tan solo como gesto de cortesía. Lo contrario hubiera sido grabado a fuego en su mente, lo mismo que ahora. Se miró el dorso de la mano temiendo que este se hubiera incendiado, pues el calor que sentía le estaba subiendo por el brazo. Pero no, el guante lucía el mismo tono verde que cuando se lo había puesto.

No se atrevió a mirarle por temor a mostrar algo que no deseaba revelar, pero había tanto silencio que alzó el rostro para mirar al resto de los presentes, que parecían petrificados. O al menos eso le pareció.

—¿A alguien le apetece un dulce? —La providencial voz de Leonor rompió el encanto y todos se pusieron en movimiento.

—¿Me permite? —Jonathan pedía permiso para sentarse a su lado derecho, justo donde estaba Leonor. La otra joven se apartó facilitando el acceso.

Edith solo pudo esbozar una sonrisa que le pareció forzada incluso a ella. Todavía estaba tratando de analizar el gesto de cortesía de Jeremy, pero las sorpresas no habían acabado ahí. El objeto de sus pensamientos intentaba acomodarse a su lado izquierdo, haciendo desplazarse a su abuela. Y allí estaba ella, en una merienda campestre, flanqueada por dos apuestos hombres que, de repente, parecían tener la imperiosa necesidad de sentarse a su lado.

¿Estaría enloqueciendo?

—Espero que Georgette no le moleste. —Jonathan la miró y le guiñó un ojo.

—Mientras no muerda… —replicó.

—Es el guacamayo más dócil de la tierra.

—No mientas —aseveró Jeremy mientras saboreaba una tartaleta con un aspecto deliciosa—. Ese animal solo te soporta a ti.

—No crea todo lo que oiga de sus labios, Edith. Si quiere, puede acariciarlo.

—¿De verdad? —Ahora se sentía más fascinada que otra cosa.

Este le aseguró que no corría peligro alguno, por lo que dispuso al animal en su dedo índice. Ella alargó la mano para acariciar la cabeza, pero este la movió de forma veloz mientras lanzaba un picotazo al aire.

—¡MENTIRAS! —bramó iracundo el pájaro.

Edith retiró con rapidez el dedo.

—Creo que no me apetece tanto tocarlo.

—Pues no lo hagas, querida —intervino la duquesa—. Mi nieto tiene razón; al menos esta vez —acotó.

Como si se enfureciera por sus palabras, el guacamayo azul desplegó sus alas y las batió. Era un espectáculo precioso, pero Edith se alarmó y se echó hacia atrás de golpe. Hubiera caído de espaldas de no ser por una mano que detuvo el movimiento. Jeremy había estado tan pendiente que consiguió que no hiciera el ridículo.

«¿Otra vez?», se preguntó. El calor que dejó en su espalda, cual marca hecha a fuego, le produjo escalofríos, pero de placer. No solo le amaba, sino que un simple e inocente contacto la hacía estremecer.

Deseaba más, mucho más.

No había solución para ella. Estaba perdida.

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