Duo

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I

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I

Abrió la puerta bruscamente, y permaneció un momento de pie en el umbral. Luego suspiró: «¡Oh, qué fastidio!», se echó a tientas en el diván y se abandonó al baño de la fresca sombra. Pero prefirió las recriminaciones al descanso, y se incorporó con rápido movimiento.

—¡No me ha ahorrado nada! Chevestre me ha llevado por todas partes, contempla mis zapatos… y el establo que se está derrumbando sobre los bueyes, y los mimbrerales inundados, y el ribereño de enfrente, que pesca con dinamita… He tenido que, óyeme bien, he tenido que…

Se interrumpió.

—Estás muy bonita aquí. Esto merece que se tome en consideración, evidentemente…

Su mujer había colocado el escritorio, viejo y sin belleza, en el profundo vano de la ventana, bajo la luz de mediodía brillante de polvo. Ante ella, un ramito de orquídeas púrpura en un florero de grueso cristal, lleno de agua, testimoniaba que Alice había ascendido desde los prados más húmedos, alfombrados de raíces de alisos y mimbres. Bajo su mano, una carpeta de cuero repetía el color de las flores, y su reflejo, al alcanzar el rostro de Alice, turbaba el gris verdoso de sus pupilas, que Michel comparaba a la hoja de los sauces.

Ella escuchaba a su marido con complacencia, pero sólo le contestaba con una sonrisa soñolienta. Él experimentaba un inagotable placer al constatar que los ojos de Alice y su boca, dilatados por la sonrisa, se tornaban casi iguales y de forma muy semejante.

—Aquí tienes los cabellos llenos de hilos rojos —dijo Michel—. En París son negros.

—Y blancos —repuso Alice—. Diez, veinte cabellos blancos, aquí encima…

Ofrecía su frente a la luz, y mentía con coquetería, orgullosa de sus treinta y seis años, juveniles, despreocupados, y de su carne ligera.

Observó que Michel se levantaba con intención de acercársele.

—¡No, Michel! ¡Tus zapatos! ¡Ten compasión del entarimado, encerado esta mañana! ¡Ese barro rojo!

El sonido de su voz contenía siempre a Michel. Incluso dormida y un poco quejumbrosa, sabía protestar suavemente, en el mismo tono, ante lo peor y lo mejor. Michel separó las piernas formando una V y tan sólo apoyó los tacones, con el mayor cuidado, sobre el entarimado de largas tablas gastadas.

—Este barro rojo, querida, es de las orillas del río. El héroe que te está hablando salió de aquí a buen paso a eso las nueve, no se ha sentado desde entonces, excepto para tomar un sorbo de vino blanco, ¡y qué vino! Un vino blanco verdoso y asesino, un producto para quitar el cardenillo al cobre, para afilar cuchillos…

Se levantó con cierto esfuerzo y apoyó una mano en la cadera:

—Querida, es el precio de nuestras vacaciones… ¿Seremos todavía en 1933 los señores de aquí? Este Chevestre… tiene cara de comprador… Mientras que yo… ¿Durante cuánto tiempo tendré aún cara de propietario?

Caminaba de un lado a otro, dejando marcada con arcilla seca la huella de sus pasos, pero Alice ya no pensaba en el entarimado.

—¡Tú estás bien cómo eres! —dijo Alice cuando su marido pasó ante el escritorio.

Alice no le tenía acostumbrado a tales vivacidades, y él se detuvo para sonreírle.

—¿Tan mal están las cosas, Michel?

Ante todo, Michel percibió en la voz suplicante de Alice la necesidad que sentía de ser tranquilizada, y la tranquilizó:

—Tan mal, no, hija mía. No están peor que en otras partes. Pero ¿qué quieres? Los tejados ya cumplieron con su deber, la granja funciona con medios de hace cincuenta años… Chevestre roba normalmente, creo… Habrá que elegir, consagrar nuestro dinero, todo lo que proporciona la sala del Petit-Casino, a rejuvenecer, a consolidar Cransac. Cuando pienso que no hace más que tres años una película duraba cinco meses, y que montábamos un espectáculo arrevistado todos los inviernos en provincias con los restos del vestuario de Jeanne Rasimi. Cuando pienso…

Alice le detuvo de nuevo tendiendo su mano con los dedos juntos:

—No, no pienses más. Precisamente es en eso en lo que no hay que pensar. Los mimbrerales…

—Resquebrajados. No se sacará de ellos ni tres mil francos.

—Pero ¿por qué se han resquebrajado?

Michel la miró desde lo alto, como le gustaba hacer cuando ella estaba sentada y él de pie, con competente conmiseración.

—¿Por qué? ¡Hija mía! ¿No sabes nada?

—No. ¿Y tú?

Michel rió entre dientes.

—Yo tampoco. No sé nada de todas sus artimañas. Chevestre dice que es debido al calor. Pero Maure, el aparcero, afirma que si Chevestre hubiera podado a fondo hace dos años… Aparte de que el terreno es demasiado compacto para el mimbre… Imagínate, yo metido en todo eso… Levantó la mano, el dedo meñique en el aire como en un juego infantil. Luego dejó de reír, de hablar, se colocó frente a la puerta ventana. Un alud primaveral de hojas nuevas, de serpollos sin cortar, de largos retoños de rosales enrojecidos por la apoplejía de la savia, aproximaba a la casa los macizos descuidados. Bajo los álamos, el oro, el cobre de las hojas nuevas usurpaban aún el lugar del verde. Un manzano silvestre, de pétalos blancos forrados de vivo carmín, había triunfado del árbol de Judea un tanto enclenque, y las jeringuillas, para escapar de la sombra mortal de las aucubas[1] barnizadas, tendían a través de las largas hojas exigentes, manchadas como serpientes, sus frágiles ramos, sus estrellas de un blanco de mantequilla.

Michel midió con la mirada la alameda empequeñecida, el avance de los macizos que ya no se cortaban, la mezcla de los aromas.

—Se pelean —dijo a media voz—. Si se les mira demasiado, esto deja de ser alegre…

—¿El qué?

Alice, medio vuelta en su asiento, comparaba a Michel con el Michel del año anterior. «Ni mejor ni peor…». En pie, ambos eran de una misma estatura pero ella parecía ser muy alta y él, un poco bajo. Él, más que ella hacía uso de una seducción totalmente física, de una juventud en los gestos que provenía de dos o tres oficios que había ejercido y donde es preciso gustar a mujeres y a hombres. Al hablar enseñaba sus cuidados dientes, sus ojos de color de tabaco. Para ocultar la parte inferior, algo distendida, de su mentón, lucía desde hacía poco un pequeño barboquejo de barba a la española, fina y rizada, muy corta y como pintada sobre su piel, y que le llegaba a las orejas, mediante el cual se parecía —baja frente de redondos rizos, nariz poco prominente y la boca bien dibujada— a muchas hermosas cabezas antiguas.

Alice garabateaba sobre la mesa y miraba a hurtadillas a su marido. Temía, sobre todo, que él le confiara de una sola vez demasiados motivos de preocupación. El buen tiempo, una hormigueante y dulce fatiga corporal la hacían sentirse sin energías, ávida tan sólo de ignorar que, a cada tormenta, el tejado perdía algunas tejas, doradas por el liquen, que en el establo se tapaban con paja los agujeros de las paredes en lugar de ir a buscar al albañil. En París, al menos, no pensaba…

—¿Y luego? —preguntó sin querer.

Michel se estremeció, masculló como un hombre al que se despierta o desea tomarse tiempo:

—¿Cómo? ¿Y luego? Pues nada. Ya sabes que Chevestre sólo me habla de cosas fastidiosas. Tres horas de estupideces a la llegada; tres horas de estupideces la víspera de la partida; una o dos complicaciones durante nuestra estancia, éste es el precio al que yo pago nuestras vacaciones de Pascua. ¿Es caro, o no?

Pasó detrás de su mujer, se apoyó en el marco carcomido de la ventana, y aspiró el aroma de su país natal. La tierra violácea y blanda, la hierba ya alta, la catalpa en flor por encima del espino rojo, la lluvia de

eglantinas[2] sobre el dintel de la puerta ventana, las jeringuillas que el calor apresuraba, los citisos como largos pendientes amarillos… No hubiera querido perder nada de esos bienes llenos de lozanía, abandonados y viejos. Pero lo único que le importaba más allá de toda razón era Alice. A lo lejos, el río invisible y desbordado, todavía frío, humeaba bajo el sol como un rastrojo que se quema.

«Chevestre pagaría un buen precio. El cerdo se muere de ganas. Ha llevado bien su campaña. Ya me previno mi vecino Capdenac: “Cuando tu administrador calce botas, échalo a la calle, o bien será él quien te eche a ti…”».

Una delgada mano se posó sobre su manga.

—En absoluto —dijo Alice.

Sin levantarse, ella había vuelto a medias su sillón hacia la ventana, hacia la irrupción de luz, de los zumbidos, de los cacareos de gallinas y cantos de ruiseñores. El techo bajo, de oscuras vigas, los sombríos colores de los muebles y del papel floreado sobre un fondo marrón, absorbían la luz y sólo devolvían unas breves reverberaciones sobre la panza de un jarrón, de una jarra de cobre, sobre el bisel de un espejo italiano. Alice vivía en aquel salón biblioteca, pero atrincherada entre la puerta ventana y la chimenea, huyendo de las regiones tenebrosas del fondo de la estancia, y las dos enormes estanterías de libros, sin cristales, que tocaban el techo…

—Eres encantadora —dijo Michel brevemente, acariciando la lisa cabeza de su mujer.

Se sentía vulnerable, próximo al enternecimiento, y trataba de ocultarlo.

«¡Estoy apagado! ¡La fatiga y este país! ¡Oh! ¡Este país! ¡Apuesto a que aquí hace más calor que en Niza!».

Como había dirigido temporadas de casinos, tenía la costumbre de compararlo todo con Niza, con Montecarlo o con Cannes. Pero ya no se atrevía a decirlo en voz alta, por lo menos delante de Alice, que fruncía las cejas y arrugaba su nariz de gato, riñéndole en tono lastimero:

«¡Michel, no hagas de corredor de comercio!».

La cabeza redonda se prestaba a su mano hábil.

Michel sabía acariciarla en el buen sentido, siguiendo el peinado inmutable de Alice, que cortaba sus cabellos en espeso flequillo, paralelo a sus cejas horizontales, y no los rizaba. Llevaba vestidos atrevidos, pero una extraña timidez le impedía modificar el arreglo de sus cabellos.

—Basta, Michel, me fatigas.

Michel se inclinó hacia el seductor rostro echado hacia atrás, muy poco maquillado, rebelde a la vejez, hacia los ojos que se cerraban rápidamente tanto bajo la impresión de aburrimiento como del exceso de felicidad.

«Una vez vendido Cransac, me lucirá un poco el pelo. Incluso sin reparaciones, Cransac resulta un peso terrible. Una vez vendido Cransac, me sentiré ligero, me ocuparé del bienestar de Alice… Me deslomaré por ella… por nosotros dos».

En sus monólogos interiores empleaba deliberadamente palabras de una jerga romántica, de igual forma que balanceaba inútilmente los hombros, en prueba de lucha por la vida.

—Esta mañana te muestras muy delicada. Anoche, lo fuiste menos…

Alice no protestó, pero de su mirada ya no entregó más que una fina línea de un blanco azulado entre las pestañas ennegrecidas, y la sonrisa de su boca. Michel la acarició con unas palabras brutales, que ella recibió con un estremecimiento de sus pestañas, como si le hubiera salpicado con un ramillete húmedo de agua. Uno y otro se prestaban a aquellos renacimientos de la pasión, regalos del azar, del viaje, de una estación bruscamente despertada. Llegados la víspera, bajo una tempestad primaveral, encontraron en Cransac la lluvia, el sol poniente, un arco iris encima del río, las pesadas lilas, la luna que se alzaba en un cielo verde, unos pequeños y brillantes sapos bajo los escalones de la escalinata, y durante la noche oyeron caer, de lo alto del oquedal, los chaparrones retardados y los cantos de los ruiseñores en anchas gotas…

En el momento en que su marido estrechaba contra él la cabeza y el cálido hombro de Alice, y le acariciaba la barbilla con una mano que se olvidaba de ser suave, ella lo apartó, a la vez que le advertía en voz baja:

—¡María está al llegar! ¡Son las doce y media!

—¿Y qué? ¡Que venga! Nos ha sorprendido más de una vez.

—Sí. Pero nunca me ha gustado eso. A ella tampoco. Estírate el jersey. Arréglate los cabellos…

—Bien —concluyó Michel—, adoptemos un aire natural. ¡Atiza, aquí tenemos a la poli!

Alice jamás reía cuando su marido bromeaba de cierta forma grosera, empleando palabras previstas. Pero no demostraba la menor impaciencia, habiendo esperado todo cuanto él poseía de vulgaridad, deliberadamente acentuada, de su delicadeza secreta.

«No me gusta que seas fino» —le decía—; «sólo eres fino cuando te sientes desgraciado».

A lo lejos, el entarimado, alabeado en grandes ondas, crujía bajo los pasos de María, que entró empujando la puerta y no mostró más que la mitad de su cuerpo.

—¿Quiere la señora que se dé la primera llamada?

—¿Y yo? ¿Es que no cuento para nada, vieja hormiga? —exclamó en tono de chanza su amo.

La criada se parecía más bien a un caballo, pero al estilo de los saltamontes que tienen cabeza de caballo. Rió, dio las gracias a Michel con un parpadeo de sus resplandecientes ojillos, y cerró la indócil puerta. Alice, puesta de pie, ordenaba sus lápices.

—Cómo procuras halagar a María…

—¿Celosa? —exclamó Michel con su tono más chabacano.

Su esposa no se dignó contestarle. Con la palma de la mano aseguraba el orden de su peinado liso y excéntrico. Sabía que María, la guardiana, no aceptaba otra autoridad, otra seducción que la de Michel. Seca y delgada, a sus cincuenta años María representaba a las mil maravillas el papel de la «nodriza del señor» y sabía juntar las manos suspirando: «¡El que no lo ha visto de mozo, no ha visto nada!». A decir verdad, hacía tan sólo diez años que le servía, y si a veces miraba a Alice como a una igual, era debido a que ambas habían entrado en Cransac el mismo año. Pero Alice hacía justicia a María, que guardaba Cransac manteniendo una honrada e incansable vigilancia, ayudada únicamente por su marido, un hombre que servía para todo, grueso y sin vigor, a quien las doce hectáreas de parque desalentaban.

—¿Nos lavamos las manos? —preguntó Michel.

—Sí, pero en la cocina. Todo está limpio en el cuarto de baño, y te prohíbo entrar en él. Hasta he sacado brillo a los metales.

Michel rió, tratando a su mujer de temible maniática.

—¿Y tú crees que a María le gustará que nos lavemos en «su» fregadera?

Alice volvió perezosamente hacia él su cabeza negra, sus hermosos ojos grises, verdecidos por la deslumbrante ventana.

—No. Pero María sabe que a veces debe tragarse lo que le molesta. ¿A dónde vas con esas flores?

Michel llevaba hábilmente el pequeño cazo de grueso cristal, desbordante de orquídeas silvestres.

—A la mesa. Era tan bonito el reflejo violeta en tus ojos y en tus mejillas… Así… Pero también necesitaremos el otro cacharro, el del mismo color, ya sabes cuál quiero decir…

—¿Qué cacharro? Cuidado, Michel, estás derramando el agua de las flores… ¿Vienes?

—¡Jamás en mi vida he tirado un jarrón con flores! Una especie de carpeta, ahí, en tu escritorio… Ya no está. ¿La has guardado? ¿Qué estabas haciendo? ¿Escribías?

—No, dibujaba, simplemente, unos vestidos…

—¿Para…?

Alice le miró como si le viera de lejos, con una tenue sonrisa de disculpa en sus labios.

—¡Oh! Ya sabes… es mi manía… Me digo que si la próxima temporada se montase Daffodyl, mis trajes no saldrían más caros, sino más baratos, que si se aprovecha el viejo vestuario de Mogador, y sin querer alabarme…

Tendió su larga mano con los dedos juntos y concluyó su frase apoyándola con un movimiento de cabeza.

—¡Enséñamelo! —Ordenó Michel impetuosamente, colocando el pequeño florero en el escritorio—. ¿Dónde están los dibujos? ¿En la carpeta violeta?

Alice chasqueó los dedos con un gesto de impaciencia.

—¡Vamos! ¿Qué cuento es ése? ¡No existe ninguna carpeta violeta! ¡Almorcemos de una vez, Michel!

Éste miró a su mujer con aire ofendido:

—¡Habrase visto! ¡No existe carpeta violeta! ¡Hablarme como a un crío!

Alzó el brazo y señaló en la mejilla de Alice el lugar del reflejo desvanecido.

—Ahí… y ahí —dijo a media voz—. Un color para pintar… Estabas iluminada como por unas candilejas al rojo en la que se ha dejado un tercio de bombillas azules… Rojo… violáceo… magnífico…

Alice se encogió de hombros e hizo una mueca de incomprensión.

—Yo me voy a almorzar, Michel. El quiche se enfriará.

—¡Espera!

Más que la orden, la retuvo el timbre de la voz. Michel había gritado de un modo singular, en dos notas de temor. Conocía las causas de semejante cambio de timbre. Al volverse, encontró a Michel un poco lívido, y observó que respiraba de prisa. Se concedió tiempo y el lujo de pensar: «Se parece a Mathó el pequeño…». Luego irrumpió pausadamente en lo desconocido.

—¿Qué te pasa ahora, Michel?

Éste sacudió su frente rizada, como para rechazar todo cuanto ella le iba a decir.

—No compliques las cosas. Hay algo… Pronto, Alice. Me has dicho que aquí no existe carpeta… ningún cacharro violáceo… Repítelo, no me he vuelto loco… ¿No hay nada?

Alice contempló desolada el rostro extraviado de su marido, las oscuras ojeras en un instante marcadas en torno a sus ojos. Buscó rápidamente a su alrededor, en las paredes, entre las vigas del techo, algún reflejo errante, alguna centella empurpurada de espejo, un prisma entre dos cristales tallados. No encontró nada y posó su expectante mirada en Michel.

—No —repuso tristemente.

Alice le observaba con tanta inquietud, que él se engañó. Exhaló todo su aliento y se dejó caer en la butaca de su esposa.

—¡Santo Dios, qué cansado estoy! ¿Qué me ha pasado? ¿Qué sucede…?

Alzó la cabeza hacia su mujer como un niño, y ella estuvo a punto de abandonarse, de cogerle entre sus brazos, de llorar un poco, de temblar en el refugio. Sólo se concedió lo que la prudencia exigía de ella. Dibujó una dulce sonrisa de sorpresa, hizo un esfuerzo para abrir sus largos ojos y fijarlos a la mirada mendigante de Michel.

—¡Qué miedo me has dado, Michel! —dijo plañideramente.

Michel la contemplaba con el ansioso y severo amor que muchos hombres ligeros dedican, en secreto, a una compañera, y ya suspiraba tranquilo al verla tan igual a sí misma, la boca apenas enrojecida, el labio inferior ancho y a menudo henchido, el labio superior breve y estirado por la nariz, aquella pequeña nariz un poco chata, un poco aplastada, fea, de indígena de Camboya inimitable y, sobre todo, aquellos ojos alargados como las hojas, entreverados de verde y gris, claros por la noche bajo la luz de las lámparas, más oscuros por la mañana…

Alice no se movía ni apartaba la mirada. Pero Michel vio que, bajo el tupido fleco de cabellos, una de las cejas de Alice se estremecía imperceptiblemente, obedeciendo al capricho de una ligera convulsión nerviosa. A su olfato llegó al mismo tiempo el olor que revelaba la emoción, el sudor cruelmente arrancado a los poros por el miedo, la angustia, el olor que caricaturiza el perfume del sándalo, del boj recalentado, el perfume reservado a las horas del amor y a los largos días de la canícula. Michel desanudó los dos brazos misericordiosos, se volvió a medias y abrió el cajón del escritorio.

Bajo el rayo de sol que le acarició, la carpeta de tafilete resplandeció, y el primer movimiento de Michel fue el de una pueril victoria:

—¿Eh? ¿Lo ves?

Como sonreía sin cesar de repetir «¿Eh…? ¿Eh?», Alice decidió sonreír también. Casi no pensaba en nada y permanecía inmóvil. «Si no me muevo, él tampoco se moverá…». Pero en cuanto ella sonrió, él cambió de expresión, y Alice comprendió que la sonrisa de su marido era un accidente sin el menor significado. Y, melancólicamente, utilizó lo que tenía a su alcance y dijo:

—Ha sonado la primera campanada.

Michel se volvió maquinalmente hacia la puerta ventana, encogiendo el cuello, como si quisiera contemplar la campanilla negra que el rosal de mayo y el jazminero amarillo amordazan a medias, y ella esperó a que se fuera serenando, se levantara, preocupado por María, tan astuta, y por el almuerzo retrasado; que dejara para más tarde lo que tenía que decir, lo que tenía que hacer… «Más tarde —se dijo Alice— lo habré arreglado todo. O estaremos muertos».

Se arriesgó a dar media vuelta hacia la puerta, pero Michel le sujetaba la muñeca.

—¡Espera! —dijo—. Esto no se ha terminado todavía.

Alice fue desleal en aquel momento, y gimió bastante fuerte, se esforzó en llorar:

—¡Me haces daño! ¡Suéltame!

Sacudió su puño dentro de la mano, la cual se abrió al instante, y perdió la esperanza de ser maltratada, pues Michel conservaba su sangre fría de una manera absurda, como los náufragos que se repiten, ya cubiertos de agua salada: «¡Qué lástima! ¡Estos gemelos sólo me los he puesto dos veces!». Mostraba un rostro atento, despierto, pues, en realidad, sólo se hallaba despierto y atento, todavía alentado por la esperanza tanto como ella lo estaba; luchaba por ella y no contra ella… Por un momento él se hizo, como ella decía, «simpático», la cabeza ladeada, una leve sonrisa un tanto turbada en sus ojos de color de tabaco. Alice se sintió envejecer en pocos instantes: «No podré salvarle de lo que teme», pensó, y, descorazonada, comenzó a detestarlo. Se suavizó, se apoyó en una sola pierna, dándose cuenta de que su movimiento instituía una especie de rendición.

De todos modos, él no abría aún la carpeta morada, y Alice tiempo de leer en Michel un deseo cobarde, muy parecido a su propio deseo, de cerrar el cajón, correr y atrapar un instante que huía y los dejaba congelados, olvidados, inmóviles, el instante en que Michel había hablado del reflejo purpúreo en la mejilla de Alice.

«Voy a gritarle: ¡es un juego!, cogeré la carpeta, huiré, él correrá detrás de mí y…».

Michel, la cabeza muy cerca del tibio seno de Alice, señalando la carpeta que seguía cerrada, preguntó temerosamente:

—¿Qué hay aquí dentro?

Alice se encogió débilmente de hombros y se inclinó hacia él como para decirle adiós.

—Nada. Ya no hay nada.

Michel se arrojó con rabia sobre las últimas palabras:

—¿De modo que tuviste tiempo de hacer limpieza?

Ella se enderezó, aspiró el aire con energía, hinchando las ventanas de su nariz de indígena de Camboya, se lamió su ancho labio hendido, y su rostro se rejuveneció. Por fin era necesario discutir, defenderse, confesar diplomáticamente, herir a Michel para mantenerlo ocupado, para que no se hiciera daño a sí mismo…

«Reparar lo que he hecho… ¿Por qué se me ha ocurrido decirle que no había tal carpeta púrpura? Mi pobre Michel, mi pobre Michel…».

Contuvo unas lágrimas, que dieron un brillo inusitado a sus ojos, y la sangre ascendió a sus mejillas. Luego apretó púdicamente los codos contra su cuerpo, debido a la mancha húmeda que se extendía bajo sus brazos y ennegrecía su vestido azul.

—Escúchame, Michel… Lo comprenderás…

Michel rió forzadamente, levantada una mano:

—¡Oh! ¡Oh, no…! Me sorprendería…

Alice había contemplado a menudo en él aquella falsa desenvoltura, aquella risa forzada cuando lo creía todo perdido en los negocios.

—Michel, harás bien en no abrir esa carpeta. Ahí dentro ya no hay nada, ni para ti ni para mí. Si la abres, la… el papel que encontrarás, has de decirte que no es nada, que ya no es nada. Un… unas cenizas, lo que queda de algo destruido, acabado… En fin, nada, ¿me oyes?, nada…

Michel escuchaba sorprendido, enarcando las cejas y estirando entre dos dedos su pequeño barboquejo de barba nueva, con expresión incrédula. Sin embargo, oyó todo lo esencial:

—¿Acabado, dices? ¡Ah! Bien… Bien…

Cogió la carpeta de brillante tafilete, que recibió el sol como un espejo. Una mancha purpúrea saltó al techo, tropezó con las oscuras vigas.

Cuando Michel abrió la carpeta, un papelito ligero descendió planeando oblicuamente hasta el suelo, entre las patas de la mesa escritorio. Alice apoyó la mano en la manga de Michel.

—¿De veras no quieres dejarlo ahí? Lo tiraré, lo quemaré… y… Michel, piensa en nosotros…

Michel se agachó con un ligero esfuerzo, y al incorporarse le dirigió una mirada furiosa. Estaba irritado con ella por haberle obligado, al demostrar demasiada confusión, a recoger aquella hoja ligera, metálica y susurrante entre sus dedos como un billete de banco nuevo, que palpaba maquinalmente:

«Es

foreign paper, el papel de la gente que escribe diez, quince páginas…».

Sin embargo, la hoja sólo contenía unas cuantas líneas con una letra muy fina.

—¡Si es la letra de Ambrogio!

Alice adivinó toda la esperanza que contenía aquel grito tan ingenuo, y sintió aproximarse el momento más difícil y duro. Se dirigió al diván y se sentó, no como de costumbre, con sus largas piernas dobladas, sino erguida, presta a ponerse en pie y a echar a correr.

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