Duo

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I

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La sensatez, la previsión de su cuerpo la aterraron; midió con la mirada la distancia del diván a la puerta que se abría con dificultad, la distancia del diván a la ventana, y perdió la paciencia:

«¿Qué? ¿Aún no la ha leído? ¿Qué espera? No nos vamos a pasar todo el día así…».

—Ambrogio… —repetía Michel—. ¿De qué fecha es esta carta?

—De noviembre del 32 —dijo ella brevemente.

—¿De noviembre del 32? Pero ¿no estaba yo en Saint-Raphael en noviembre del año pasado?

Alice se encogió de hombros, furiosa porque su marido abriera tanto los ojos y buscase sus redondos lentes:

—¡En el clasificador! —dijo con la misma voz seca de antes.

—¿Qué?

—¡Te estoy diciendo que los lentes están en el clasificador!

Alice se exasperaba progresivamente, renacía al placer de criticar y combatir:

«¡Señor, qué expresión más estúpida! ¡Si sabe de sobra que no puede leer la letra de Ambrogio sin lentes! ¿Es que será preciso que le lea la carta en voz alta?».

Tan torpe como si estuviera desnudo, Michel tardó en colocar detrás de sus orejas las patillas curvadas de sus lentes de astigmático. Alice le sentía humillado, presto a dejarse arrebatar por el furor para recobrar el aplomo, y ella se abstuvo de toda manifestación. Por otra parte, en cuanto Michel lanzó un vistazo a la carta, que Alice leía en su memoria al mismo tiempo, su expresión cambió:

Agradecerle semejante velada, semejante noche, no me atrevo ni siquiera a hacerlo, Alice. Apenas si oso recordar el don que me hizo usted, y mendigar una vez más. Es demasiado bello, demasiado dulce… La estrecho toda entera mis brazos.

Alice esperaba que Michel alzase los ojos, hacia ella, y pensaba a rachas, indiferente:

«Pero cuánto tiempo toma Y ese otro imbécil que escribe mi nombre en su primera carta. Una carta de una vulgaridad… Es cierto que las siguientes fueron mejores. Tenía que haber dicho a Michel cualquier cosa. Era la infancia del arte. El infarto del ansia. Pero ya es mala suerte; en el preciso momento en que me disponía a romperla… Esto me enseñará. Juro que si todo se soluciona sin catástrofe alguna me iré a acostar, y dormiré de un tirón hasta mañana por la mañana…».

Cuando acabó de leer, Michel dobló los lentes y miró a su esposa. Al punto Alice experimentó un gran alivio al ver que volvía a ser guapo, y que de él había desaparecido todo embarazo.

—¿Y qué más…? —dijo Michel en tono cortante.

—¿Qué más…? —repitió ella, ofendida.

—Bien… espero que te expliques.

Alice tardó en aceptar el tono de interrogación.

Por diplomacia se dejó llevar por la irritación. Su pequeña nariz asiática se alargó, frunció las cejas y su tupido flequillo de cabellos bajó hasta rozar las pestañas.

—¿Es que eso necesita una explicación? —dijo con voz tranquila.

Michel imitó inconscientemente el movimiento de los rasgos de su mujer. Bajando las cejas, devolvió a Alice su leve sonrisa de cólera y descubrió sus cortos dientes.

—Tan sólo un suplemento de información. Veo que tienes el buen gusto de no negar… ¡Oh!, por favor, no pongas tu expresión de boy anamita que ha hecho traición, eso ya no me impresiona. Decíamos, pues, que Ambrogio, mientras yo me deslomaba en el Casino de Saint-Raphael y le tenía confiado el cine de la Avenue… Ese asunto no es demasiado viejo. Me parece que está fresco aún, ¿eh?

—No —replicó Alice con acento desdeñoso—. Te he dicho que ya no hay nada. Puedo añadir que ha durado tan poco…

Michel adquirió una expresión sagaz:

—¡Eso es lo que tú dices, lo que tú dices!

Ella no contestó. Reflexionaba sobre el pésimo giro que había tomado la conversación. Esperaba un rápido torrente de lágrimas, de reproches, dos manos crueles en torno a sus muñecas, la rotura de un florero. Prestaba atención a los pasos de María, pensaba en la campanilla negra…

«Cuando suene la segunda campanada, ¿qué sucederá? ¡Ah!, si no hubiera impedido a Michel que me besara cuando regresó, sé muy bien dónde estaríamos ahora… ¡Qué idiota soy…!».

Volvió la cabeza hacia la puerta del fondo, flanqueada por las dos estanterías gigantes, hacia el dormitorio con dos camas gemelas bajo un dosel de flecos retorcidos, y se apostrofó aún más vigorosamente: «¡Esta pereza en quitarme, en levantarme la ropa! ¡Esa precaución para que María no sepa que hemos arrugado el

chintz[3] de la cama, y vuelto a ensuciar el cuarto de baño! Ahora…».

Esperaba que Michel, de pie ante la puerta ventana que el sol iba abandonando poco a poco, se volviera. Él se volvió al fin, mostró a Alice un rostro que ella reconoció, su agradable rostro de todos los días, fatigado, todavía seductor, y que tan mal sabía expresar la tristeza:

—¿Qué nos has hecho?

Pillada por sorpresa, Alice tuvo que luchar contra la ascensión de las lágrimas, contra la tos de los sollozos, contra la saliva salada con sabor a sangre, contra el deseo femenino de humillarse, de suplicar. Sólo pudo balbucear:

—Michel… te aseguro… Michel…

En aquel preciso instante la campana negra, suspendida sobre la ventana, sacudió sus ligaduras de glicinas y del rosal de mayo e impuso su vocecita cascada y frenética. Alice se levantó precipitadamente, se estiró el vestido y se alisó los cabellos. Michel blasfemó a media voz, consultó su reloj de pulsera…

—Es la segunda campanada —dijo Alice.

—Y con retraso y todo… —aseveró Michel.

Hizo un gesto de desaliento, y Alice adivinó que pensaba en María, en el marido de María, en Chevestre, en la aldea vecina, en todos sus espías familiares y astutos…

—¿Qué hacemos? —preguntó Alice en tono bajo. Pero le consultaba, sobre todo, con la mirada, le cubría con una bella mirada de cómplice humilde. Michel se encogió de hombros, hundió las manos en sus bolsillos:

—Naturalmente, vamos a la mesa…

Se apartó para dejarla pasar, la detuvo, la observó de cerca.

—Ponte polvos… Tienes algo negro, ahí, debajo del ojo. No, con el dedo no; lo extiendes más… ¡Ten cuidado, por Dios!

Michel le tendió su pañuelo.

Alice había supuesto que el almuerzo constituiría un suplicio complicado, un simulacro de comida, paralizado por la tortura y una falsa indiferencia. Pero con gran estupor vio que Michel sólo se ocupaba de regañar a María. Al entrar en el comedor, siempre un poco enmohecido y que olía a sótano, exclamó:

—¡Oh! ¡Oh! ¿Pero, qué es lo que estoy viendo? ¿Ya hay rábanos? ¿Son rábanos de invernadero?

Alice, ya sentada, le miró como si hubiera dicho una inconveniencia, pero María se dignó sonreír y Michel continuó buscando, por los mismos medios, el mismo éxito. Interrogó a la fuerte criada sobre el huerto, se interesó, con apasionado interés, por un enjambre de abejas que construía sus panales bajo las viejas tejas del tejado, y cuando María contó la muerte de un perro pastor que él había visto un par de veces, suspiró teatralmente: «¡Mi pobre muchacho…!». Entretanto, servía a su mujer la sidra espumante, le pasaba el pan, exclamaba: «¡Oh, perdón!», en un tono de comedia mundana.

«La verdad es que exagera —pensaba Alice escandalizada—. ¡Todo esto por María! Va a ponerla en guardia. Además, ya lo está. Ella lo huele todo». Como si leyera, los ojos de María iban de Michel charlatán a Alice muda, la cual comía ávidamente y economizaba sus fuerzas. Un pañuelito arrugado, húmedo, colocado junto al plato de Alice, atraía la mirada de María como si fuera una moneda de oro.

—¿La señora quiere el café aquí? La señora está cansada. ¿La señora estaría quizá mejor en la biblioteca?

María utilizaba la tercera persona para hablar a Alice, pero trataba de «usted» a Michel, con una exagerada familiaridad y rusticidad.

—Eso es —aprobó Michel—. Excelente idea. El café en la biblioteca.

—¿Quiere usted aguardiente, señor?

—¿Cómo…? ¿Que si quiero aguardiente? ¡Vaya pregunta, Alice! ¡Me pregunta si quiero aguardiente! Pasa, ya sujeto yo la puerta,

María, sancta María, gratia plena, ¿es que no te vas a decidir nunca a mandar que arreglen la puerta?

Alice entró en la biblioteca sin despegar los labios. Temblaba de indignación, se hablaba con crudeza: «Es indigno, indigno… Esta comedia con una… criada… ¡Tiene miedo de que se entere de que lleva cuernos! Yo que temía… qué sé yo… Pues bien, puedo tranquilizarme. ¡Oh!, me horroriza… todo me horroriza…». Levantó la cafetera torpemente, y estuvo a punto de echarse a llorar porque el chorro de café mojó el azúcar…

—¡Hija mía, estás temblando! Vamos, si no te voy a matar…

Michel seguía con los ojos la larga mano tan poco segura, y Alice se sometió a la caricia de la voz bondadosa, alzó hacia su marido su rostro agraciado. «El también, ¡qué cansado está…! Esta fatiga es moral. Me duermo de pie, he aquí lo que me sucede…».

Michel movió la cabeza inteligentemente.

—Esta gratitud no te cuadra… ¿Qué imaginabas, pues, que iba a hacer? ¿Romperlo todo, echarte de casa? ¿Amotinar al país?

Alice entornó a medias los ojos, adquirió de nuevo su expresión miope y lejana:

—¡Oh!, eso no…

Michel captó la ambigüedad de la respuesta, adelantó la barbilla y hundió en los bolsillos sus puños crispados:

—Quizás hubiera hecho bien… Pero no hay que suponer que no volveremos a hablar del asunto…

Sopló «Fuuu…» con aire de importancia y, congestionado, se dirigió a largas zancadas hacia la ventana que el sol iba abandonando. Los pájaros seguían a los rayos de luz y las abejas habían desertado del profundo vano. Encima de la mesa escritorio yacía, apagada, la carpeta de tafilete violeta.

«Casi es de noche…». Alice se estremeció de fatiga y se echó a medias en el diván cubriéndose las piernas con la manta a cuadros que pasaba todo el año en Cransac, agujereada por las polillas, quemada por los cigarrillos de la siesta.

«Si le pido un cigarrillo, ¿lo tomará por una bravata, o por una prueba de culpable inconsciencia?». No apartaba la vista de la espalda y los hombros de Michel, que obstruía la puerta ventana. «Hace el toro. Agita las fosas nasales y se hincha todo. Quizás esté furioso. Quizás en el fondo está helado. Con estos semimeridionales nunca se sabe a qué atenerse. ¿Es posible que todo haya sido echado a rodar, y por mi culpa?».

«Hace apenas una hora que ha cambiado todo, y ya no puedo más. Si estuviera segura de que no siente dolor, lo mandaría todo a paseo, colocaría una botella de agua caliente en la cama y me iría a acostar… Pero si siente pena, es inaceptable, es injusto, es imbécil… Michel, mí buen Michel…».

Michel se volvió en el instante justo en que ella le llamaba mentalmente, y por este pequeño milagro la joven estuvo a punto de tenderle los brazos.

—No —dijo Michel, continuando con su amenaza interrumpida—, no hay que suponer que se ha acabado. En realidad, no ha hecho más que empezar.

Alice cerró sus pálidos ojos, apoyó la cabeza en un almohadón de seda desteñida y levantó la mano:

—Escucha, Michel… Ésa…, esa tontería que cometí…

—¡Esa ignominia! —replicó Michel violentamente, sin levantar la voz.

—Bien, esa ignominia, si quieres llamarlo así, esa ignominia que atravesó brevemente mi existencia mientras tú no estabas a mi lado, comenzó y acabó en menos de cuatro semanas… ¿Qué? ¡No, no y no! ¡No me interrumpáis constantemente! —gritó Alice de súbito, abriendo sus ojos, casi azules en la sombra—. ¡Me dejarás decir lo que tengo que decir…!

Dando un salto silencioso, Michel se dirigió a la puerta entreabierta y la cerró con cuidado, sin ruido.

—¿Estás loca? Están almorzando ahí, en la cocina… La verdad, se diría…, se diría… ¡Palabra! ¿Y el cartero, que debe estar subiendo la cuesta?

Tartamudeaba, gritaba en tono bajo, ahogaba su cólera contenida. Tendía un brazo vehemente hacia la puerta ventana, y Alice observó que abría la boca formando un cuadro, como las máscaras de la tragedia antigua.

Pero ella se encogió vigorosamente de hombros y prosiguió:

—¿Y no te olvidas del zagal del vaquero? ¿Y de Chevestre, que seguramente estará acechando por algún sitio? ¿Y la señorita de correos, que quizá se ha puesto su sombrero de los domingos para venir a pedirte que recomiendes su ascenso? ¡Eh!, ¿temes a todos ésos, piensas en ellos?

Se dejó caer en el diván y se tapó los ojos con el brazo doblado. Michel la oyó respirar como si sollozara y se inclinó sobre ella:

—¡Santo Dios!, domínate un poco… Vamos, Alice. ¿Qué es lo que te he dicho? Es que no te das cuenta…

Alice descubrió su rostro enrojecido y seco, e, incorporándose, se lanzó furiosa hacia él:

—¡No sé lo que me has dicho! ¡Me importa un bledo lo que me hayas dicho! Pero lo que sé perfectamente es que sí, porque me he acostado, una vez en mi vida, con otro hombre distinto que tú, has de envenenar en lo sucesivo la existencia de los dos, prefiero irme ahora mismo. ¡Oh!

¡Oh! ¡Oh…! ¡Oh, basta, basta…!

Golpeó con el puño el almohadón de polvorienta seda, y su aguda voz enronqueció:

—¡Soy desgraciada, Michel; compréndelo; tú no me has acostumbrado a ser desgraciada!

Michel, inmóvil e inclinado, esperaba que ella se callara, pero no parecía oírla.

—¿Una vez, has dicho? ¿Qué te has acostado una vez…? ¿Una sola vez?

Impulsada por la ansiedad que envejecía a Michel, también impulsada por la pueril esperanza que nacía, como una sonrisa disimulada, en los ojos que amaba, Alice estuvo a punto de mentir, pero recordó a tiempo que había hablado de tres semanas… «Él también se acordaba… Le conozco…». Se sentó, obligando a Michel a enderezarse, y se secó la frente, con lo que alborotó su negro flequillo.

—No, Michel. No es cuestión de un azar, de una sorpresa. No poseo unos sentidos tan caprichosos… ni tan exigentes.

Michel hizo una mueca y con la mano le suplicó que guardara silencio. Se apartó tristemente de Alice febril, afeada y con los cabellos desordenados, porque sin duda se parecía a aquella Alice que otro hombre había vencido. Ella le vio encorvado, despojado de sus falsas cóleras y de sus seductores atractivos, y rápidamente imaginó un medio de curarle.

—Escucha —propuso bajando la voz—, escucha… ¿Qué es lo que quieres? Quieres, naturalmente, la verdad. Quieres, estúpidamente, la verdad. Si no te lo cuento todo, como suele decirse, nos atormentarás, mucho peor nos fastidiarás sin descanso con ese asunto…

—¡Mide tus palabras, Alice!

Ella se puso en pie, estiró su espalda y miró a su marido:

—¿Y por quién? Esto forma parte del principio de la verdad. Así, pues, ¿nos amargarás la vida hasta que obtengas lo que deseas? ¡Oh, no será largo! Lo tendrás. No mucho más tarde que esta noche, cuando nos dejen solos, cuando ya no oiga a nadie en la casa…

Terminó lanzando una mirada hacia la puerta, y se dirigió al dormitorio.

—¿A dónde vas? —preguntó Michel, siguiendo la costumbre de siempre.

Alice se volvió, mostró sus facciones descompuestas, sus largos y descoloridos ojos, su pequeña nariz aplastada, que brillaba, y su boca pálida.

—Supongo que no creerás que voy a mostrarles esta cara.

—No. Quería decir ¿qué harás después?

Alice señaló con la barbilla la ventana, el cielo puro, el valle visible entre las estrechas hojas y los afilados retoños…

—Quería ir por allá… Traer margaritas amarillas… Ver si hay muguete en el Bois Froid… Pero ahora…

Sus párpados se hincharon y Michel apartó la vista; su mujer poseía una forma tan juvenil de derramar las lágrimas que le trastornaba por completo…

—No querrás…, no te gustaría que te acompañase, ¿verdad?

Alice le puso las manos en los hombros con un ademán tan vivo que hizo saltar dos gruesas lágrimas sobre su corpiño azul.

—¡Michel! ¡Claro que sí! ¡Ven, Michou! Anda, ven. Haremos lo que podamos. Cruzaremos el río e iremos hasta Saint-Meix a buscar huevos.

¿Me esperas?

Michel contestó con un ademán, avergonzado de su mansedumbre, y se derrumbó en una butaca para esperarla. Cuando ella regresó, empolvada, un poco de sombra en sus enrojecidos párpados, su mata de cabellos estirada encima de la frente como una venda de seda, Michel dormía, vencido por un sueño brutal y clemente, y ni siquiera la oyó entrar.

Dormía con el cuello torcido, la barbilla aplastando la corbata, con expresión contrahecha y resignada. Sus manos vacías, las palmas al aire, se estremecían débilmente. A pesar de la nariz corta, de la barbilla romana, que daban firmeza a su rostro, parecía un niño envejecido bajo sus cabellos con pinceladas de blanco, aunque vigorosos, que se rizaban cuando no les daba fijador.

Alice, inclinada sobre él, contenía el aliento y temía los crujidos del viejo entarimado que se curvaba bajo el peso de las pisadas. No se atrevía ni a despertarle ni favorecer el sueño. «Ayer hubiera echado encima de sus rodillas la vieja manta… O hubiese gritado: “¡Michel, hace un tiempo magnífico, ven fuera…! ¡Michel, estás engordando!”. Pero hoy…». Intentó encontrar un poco de ligereza y se confesó: «No sé bien lo que suele hacerse en mi caso…».

Se volvió con una vaga repugnancia hacia el rostro cerrado que su postura deformaba, suspiró y murmuró para sí, como si esta confesión fuera una conclusión y una explicación supremas: «En el fondo, nunca me ha gustado esa barbita a la española».

Se aproximó a la puerta ventana con paso ligero.

Se aburría y no guardaba rencor a Michel por aquella tregua involuntaria que suspendía su angustia y le concedía tiempo de reflexionar.

«¿Reflexionar sobre qué? No se reflexiona antes de cometer una tontería; lo peor es que se reflexiona después de cometerlas».

Creyó sentir correr por su espalda, en el surco de su espalda, una gota de agua tibia, y se volvió estremeciéndose violentamente: despierto, inmóvil, Michel la contemplaba. Se parecía tan poco al pobre hombre dormido de antes, que Alice tuvo miedo y se encaró con él.

—¿Qué hay? —dijo con voz sorda—. ¿Por qué me miras así?

Al sonido de la voz de su esposa, Michel volvió a adquirir vida e inquietud y se levantó contra su deseo.

—Dormía —dijo, pasándose las manos por la cara—. Imagínate, me había olvidado…

Aquel tono de disculpa desagradó a Alice, que le cortó la palabra:

—Yo no. Esperaba. Teníamos que salir.

—Sí… ¿Salir…?

—Ya lo sabes, a Saint-Meix.

Michel se irguió, amenazó con la vista a invisibles vigilantes, más allá de las jeringuillas y las lilas purpúreas:

—¿Saint-Meix…? Perfectamente. Ahora vuelvo.

Dos horas más tarde remontaron, fatigados, la pendiente que coronaba Cransac. El paseo les había quitado todo deseo de cambiar la más mínima palabra, y comprendían que lo mejor de sus fuerzas quedaba allá abajo, en la aldea, y un poco más lejos, en el caserío llamado Saint-Meix. Alice recordaba que a la altura del puentecillo que unía la alameda de Cransac con el camino vecinal, Michel la había cogido del brazo para ofrecer a la curiosidad de la aldea una pareja unida. Pero ¿no disponían acaso los habitantes de Cransac cuando se trataba del «castillo», de un olfato feroz y de una vista de aves rapaces?

«Han observado que no me he cambiado los zapatos llenos de barro seco —pensaba Michel—, y la boticaria le había ofrecido a Alice agua de aciano para bañarse los párpados. Son terribles…». Alice recordaba, con un estremecimiento de rebeldía, que, en casa de Espagnat, Michel la había cogido por la cintura y apretado el brazo…

Luego siguieron el camino radiante de Saint-Meix, abrazado a los recovecos del río alto, ribeteado de verónicas azules y primaveras, iluminado por espinos blancos que cambiaban, de uno a otro oquedal, martines pescadores y pardillos rosados. Más allá del río, una tierra rojiza y feraz mostraba los primeros viñedos de la región, pero el vino sólo adquiría sabor más arriba, en los collados pedregosos. Las viñas de Cransac, podadas a ras, los cuidados surcos que daban asilo, entre las cepas, a las cebollas y las tupidas habas, inspiraban cada año a Michel ideas vulgares de abundancia y amplios ademanes que abarcaban el horizonte.

«Este año no dice nada», se dijo Alice con una malignidad que se reprobó al instante.

—¡Fíjate, ya hay hojas en las viñas! —exclamó para excitar el entusiasmo anual de su marido.

Pero Michel se limitó a soltar el brazo de Alice y a componer su rostro, en el que la dignidad del marido ofendido se teñía de mansedumbre previsora. «Farsante, farsante como todos los hombres», murmuraba Alice mientras ascendía, con el cuerpo inclinado hacia delante, la colina en cuya cumbre Cransac, casa solariega maciza y achaparrada, con sus techos de tejas, y anchas y bajas torres, parecía, según la irreverente Alice, un hombre gordo que se ha encasquetado demasiado el sombrero.

Ambos, jadeantes, se detuvieron al mismo tiempo. Alice, por lo general, mostraba más resistencia, también más abandono que su marido, y subía plácidamente en cuanto la pendiente se hacía empinada, en tanto que él, por vanidad, trepaba como si fuera al asalto, ligero y casi corriendo, pero pálido y con el corazón agitado, por el simple placer de lanzar a Alice un victorioso y tradicional «¿eh?», cuando ella le daba alcance. Hoy, la misma preocupación les agotaba por un igual, y bajo los cimientos de Cransac, rocas violetas y resquebrajadas de las que brotaba en raras lágrimas el agua subterránea, recobraron aliento e hicieron un esfuerzo uno hacia el otro.

—¿No estás demasiado cansada? —preguntó Michel.

Alice contestó con un ademán cogiendo en las fallas de la roca cayados de helechos nuevos, apenas desarrollados, pervincas de sombra, malvas como una leche descremada y las florecillas rosadas, malolientes y gráciles de la herbe-a-Robert[4].

—A esta hora es muy bonito —dijo Alice señalando Cransac, que se alzaba sobre ellos:

—Sí —repuso Michel sin entusiasmo.

Echaron a andar al mismo paso. «¿Qué me espera allá arriba?», pensaba Alice, andando detrás de Michel, que iba destocado. Sufrían por no haberse tomado ningún descanso ni tenido ningún cuidado de sí mismos desde la mañana, y por sentirse sudorosos dentro de sus ropas de lana.

En lo alto de la pendiente, en la sombra alargada de las lilas, Alice reanudó, ya delante de la casa, su paso rápido, que fue detenido en el umbral por un: «¿A dónde vas tan deprisa?» que quebró su impulso. Se volvió apenas, la barbilla sobre el hombro.

—A beber. ¡Oh, beber! Me moría de sed en esa aldea que parece una jofaina.

—Podías haber bebido abajo.

—Limonada con moscas, o sidra áspera, no, muchas gracias. ¿Ordeno que te lleven agua, o sidra, a la terraza? Es todo lo que tengo, aparte de vino caliente,

cassis[5] y una botella de oporto. Mañana…

Calló bruscamente, contempló delante de sí una meta visible, pero Michel hizo caso omiso de la interrupción.

—Entonces, si quieres sidra… ¿Vendrás a la terraza?

—Sí…, no… No en seguida. Este vestido se me pega a la espalda, la lana me raspa la nuca, no puedo soportarlo…

Terminó su frase con un ademán de intolerancia y desapareció bajo la puerta abovedada. Mientras pudo seguirla con la mirada, Michel la disputó ávidamente a las sombras del corredor abovedado que conducía a la cocina, luego se sentó, la espalda contra la pared, en el banco de piedra, y allí asistió a la llegada de la noche sin brisa, verde y dulce como un crepúsculo provenzal: «Cómo se nota que estamos cerca del Midi…».

Un ruiseñor, el más cercano de todos los que, día y noche, se consumían en melodías en torno a sus nidos atestados, cubrió las demás voces, y Michel se dedicó a seguir el dibujo del arabesco cantado, a acechar la reaparición de las largas notas idénticas, que se sucedían una tras otra. Notó los «

tz, tz, tz», que comparó con el deslizar de las anillas por una varilla de cobre, los coti-cotí, repetidos hasta veinte veces sin hacer alto ni respirar. No le procuraba ningún placer, pero al medir su aliento con la duración de un canto inagotable, le producía una especie de sofoco que le impedía pensar, y no experimentaba nada más que su necesidad de beber.

—La sidra —anunció María—. ¿La señora también tomará?

La criada arrastró, hasta el bello banco de piedra de patas talladas, un velador de hierro.

—No lo sé —repuso Michel—. La señora se está cambiando. ¡Ten cuidado, bribona, que dejas escapar toda la sidra!

—Pues es verdad —dijo María asintiendo—, ¡es muy típico de mí!

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