Doce años de esclavitud
Capítulo XII
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XII
ASPECTO FÍSICO DE EPPS – EPPS, SOBRIO Y BORRACHO – UN VISTAZO A SU PASADO – CULTIVO DE ALGODÓN – LA MANERA DE ROTURAR Y PREPARAR EL SUELO – ACERCA DE LA SIEMBRA – ACERCA DE LA ESCARDA, LA COSECHA Y EL TRATO A LOS BRACEROS NOVATOS – LA DIFERENCIA ENTRE LOS RECOLECTORES DE ALGODÓN – PATSEY, UNA NOTABLE RECOLECTORA – ASIGNADA TAREA CONFORME A LA HABILIDAD – BELLEZA DEL ALGODONAL – LAS TAREAS DE LOS ESCLAVOS – MIEDO AL ACERCARSE A LA DESMOTADORA – PESAJE – «FAENAS» – VIDA EN LA CABAÑA – EL MOLINO DE MAÍZ – USOS DE LA CALABAZA – MIEDO A QUEDARSE DORMIDO – MIEDO A TODAS HORAS – MANERA DE CULTIVAR EL MAÍZ – BATATAS – FERACIDAD DE LA TIERRA – CEBANDO CERDOS – CURANDO BEICON – CRIANDO AL GANADO – CONCURSOS DE TIRO AL BLANCO – PRODUCTOS DE LA HUERTA – FLORES Y VEGETACIÓN
Edwin Epps, del que se dirá mucho a lo largo del resto de esta historia, es un hombre grande, fornido y corpulento de cabello rubio, pómulos prominentes y nariz aguileña de excepcionales dimensiones. Tiene ojos azules, piel clara, y, debería decir, que mide ni más ni menos seis pies. Muestra el aire avispado e inquisitivo de un trilero. Sus modales resultan detestables y groseros y su manera de hablar delata enseguida de manera inequívoca que jamás ha disfrutado de las ventajas de la educación. Tiene la habilidad de decir las cosas más desafiantes, en ese aspecto superaba incluso al buen Peter Tanner. En la época en la que me adquirió, Edwin Epps le tenía mucha afición a la botella, por lo que sus «farras» se alargaban a veces durante dos semanas enteras. Sin embargo, en los últimos tiempos había corregido sus hábitos y, cuando lo dejé, era el ejemplo más estricto de sobriedad que se puede encontrar en Bayou Boeuf. Cuando tenía una de sus «castañas», el amo Epps era un perdonavidas y un fanfarrón, cuyo mayor deleite consistía en bailar con sus «morenos» o azotarlos por el patio con su largo látigo, solo por el placer de oírlos gritar y chillar mientras les plantaba grandes verdugones en la espalda. Cuando estaba sobrio, era silencioso, reservado y taimado, no nos golpeaba indiscriminadamente, como en sus momentos de borrachera, sino que despachaba la punta de su cuero a algún lugar de un esclavo rezagado, con una maña ladina característica de él.
Había sido mayoral y capataz en su juventud, pero, en aquella época, disfrutaba de una plantación en Bayou Huff Power, a dos millas y media de Holmesville, a dieciocho de Marksville y a doce de Cheneyville. Pertenecía a Joseph B. Roberts, el tío de su esposa, que se la había arrendado a Epps. Su negocio principal era cosechar algodón y, dado que quizá algunos lean este libro sin haber visto nunca un campo de algodón, puede que no esté fuera de lugar describir la forma de cultivarlo.
La tierra se prepara levantando camellones o caballones con el arado: contrasurcar, lo llaman. Se utilizan bueyes o mulas en la arada, estas últimas casi de manera exclusiva. Las mujeres realizan esta tarea con tanta frecuencia como los hombres, y alimentan, almohazan o cuidan de sus yuntas, y, en todos los aspectos, hacen el trabajo de campo y de establo con la eficacia de los labradores del norte.
Los camellones, o caballones, tienen seis pies de ancho, es decir, de acequia a acequia. Se pasa, pues, un arado tirado por una mula a lo largo de la parte de arriba del caballón o el centro del camellón, mientras se hace la zanja en la que una chica suele echar la simiente, que lleva en una bolsa colgada del cuello. Tras ella viene una mula con una grada que cubre la semilla, así que se emplean dos mulas, tres esclavos, un arado y una grada para plantar una hilera de algodón. Esta labor se lleva a cabo en los meses de marzo y abril. El maíz se planta en febrero. Cuando no llueve y hace frío, el algodón suele aparecer en una semana. Al cabo de ocho o diez días comienza la escarda. Esta se realiza en parte también con ayuda del arado y una mula. El arado pasa tan cerca como es posible del algodón por ambos lados, abriendo el surco. Los esclavos lo siguen con sus azadones, cortando la hierba y el algodón, y dejan montículos de dos pies y medio a un lado. A esto se lo llama carpir algodón. Dos semanas más tarde empieza la segunda escarda. Esta vez se echa el surco hacia el algodón. Solo se deja un tallo, el más grande, en cada camellón. Una quincena después, se escarda por tercera vez, abriendo el surco hacia el algodón de la misma manera que antes, y matando toda la hierba entre las hileras. A primeros de julio, cuando tiene un pie de alto más o menos, se escarda por cuarta y última vez. Entonces se ara todo el espacio entre las hileras y se deja una profunda acequia en medio. Durante todas estas escardas, el capataz o el mayoral sigue a los esclavos a lomos de su caballo con un látigo, tal como se ha descrito. La azada más rápida va por la hilera principal. Suele ir cinco yardas por delante de sus compañeros. Si uno de ellos lo adelanta, lo azotan. Si uno se rezaga o se para un momento, lo azotan. De hecho, el látigo se pasa el día por los aires de la mañana a la noche. La temporada de escarda prosigue así desde abril hasta julio, pues en cuanto se ha terminado con un campo, se comienza de nuevo.
A últimos de agosto comienza la temporada de cosecha del algodón. En esa época, a cada esclavo se le da un saco. Lleva sujeta una correa que le pasa por la nuca, lo que mantiene la abertura del saco a la altura del pecho, mientras que el fondo roza el suelo. A cada uno se le da una gran cesta en la que cabrán cerca de dos barriles. Esto sirve para meter el algodón dentro cuando el saco está lleno. Las cestas se llevan hasta el campo y se colocan al comienzo de las hileras.
Cuando se envía a un bracero nuevo, que no tiene ninguna experiencia, por primera vez al campo, se le azota con sensatez y ese día se le obliga a cosechar tan rápido como le sea posible. Por la noche, se pesa lo que recoge para conocer su pericia en la cosecha de algodón. Debe llevar el mismo peso cada noche siguiente. Quedarse corto se considera una prueba de que ha estado holgazaneando, y conlleva un mayor o menor número de latigazos de castigo.
Un día normal de trabajo equivale a doscientas libras. A un esclavo acostumbrado a cosechar se le castiga si consigue una cantidad menor. Hay una gran diferencia entre ellos en relación a esta clase de trabajo. Algunos de los esclavos parecen tener un talento o una destreza naturales que les permite cosechar a gran velocidad y con ambas manos, mientras que otros, cualquiera que sea su práctica o aplicación, son completamente incapaces de alcanzar el nivel normal. A tales braceros se los aparta del algodonal y se los emplea en otra labor. A Patsey, de quien hablaré más adelante, se la conocía como la cosechadora de algodón más notable de Bayou Boeuf. Cosechaba con ambas manos y con una rapidez tan sorprendente que para ella no era infrecuente recolectar quinientas libras en un día.
Por tanto, a cada uno se le asigna una tarea conforme a su habilidad para cosechar; sin embargo, a ninguno para no llegar a las doscientas libras de peso. Yo, como siempre he sido torpe para esa tarea, hubiera contentado a mi amo si hubiera conseguido dicha cantidad, mientras que, por el contrario, seguramente hubiesen dado una paliza a Patsey si hubiese logrado dos veces más.
El algodón crece de cinco a siete pies de alto y cada tallo tiene muchísimas ramas, que brotan en todas direcciones y que se comban unas a otras hacia la acequia.
Hay pocas cosas más agradables de ver que un vasto algodonal cuando está florecido. Ofrece un aspecto de pureza semejante a una extensión cubierta de nieve liviana y recién caída.
Algunas veces el esclavo cosecha un lado de una hilera y se vuelve hacia la otra, pero, con más frecuencia, hay otro al otro lado recogiendo todo lo que ha florecido y dejando las cápsulas sin abrir para una cosecha posterior. Cuando se llena el saco, se vacía en la cesta y se prensa con el pie. Es necesario ser extremadamente cuidadoso la primera vez que se cruza el algodonal, con el fin de no romper las ramas de los tallos. El algodón no florece en una rama rota. Epps nunca se olvidaba de infligir el escarmiento más severo al desdichado siervo que, por descuido o por accidente inevitable, fuera mínimamente responsable al respecto.
A los braceros se les exige estar en el algodonal con el primer rayo de luz de la mañana, y, a excepción de diez o quince minutos que se les concede a mediodía para tragarse su ración de beicon frío a toda prisa, no se les permite estar ociosos ni un momento hasta que está demasiado oscuro para ver, y cuando hay luna llena, a menudo trabajan hasta bien entrada la noche. No se atreven a parar ni siquiera a cenar, ni regresar a las cabañas, por muy tarde que sea, hasta que el mayoral da la orden de detenerse.
Una vez terminada la jornada en el algodonal, «se arrean» las cestas o, en otras palabras, se transportan a la desmotadora, donde se pesa el algodón. Por muy fatigado y exhausto que pueda estar, por mucho que desee dormir y descansar, un esclavo nunca se acerca a la desmotadora con la cesta de algodón sino asustado. Si se queda corto de peso, si no ha realizado toda la tarea que se le asigna, sabe que debe angustiarse. Y si ha rebasado el peso en diez o veinte libras, con toda probabilidad su amo evaluará la tarea del día siguiente en consecuencia. Así que, ya sea por tener demasiado o por tener demasiado poco algodón, se acerca a la desmotadora siempre con miedo y temblando. Con mucha frecuencia tienen demasiado poco y, por tanto, no están ansiosos por abandonar el algodonal. Después de pesar, vienen los latigazos; y luego se llevan las cestas al almacén de algodón, y su contenido se acumula como el heno, pues se envía a todos los braceros a pisarlo. Si el algodón no está seco, en lugar de llevárselo de la desmotadora enseguida, se coloca encima de tarimas de dos pies de alto y alrededor de seis de ancho, cubiertas de tablas o planchas, con estrechos pasillos entre ellas.
Hecho esto, las labores del día no terminan ahí, de ningún modo. Cada uno debe ocuparse de sus respectivas faenas. Uno da de comer a las mulas, otro al cerdo, otro corta la madera, y así sucesivamente; además, el embalaje se completa a la luz de las velas. Por último, avanzada la noche, los esclavos llegan a las cabañas, somnolientos y derrotados por un largo día de quehaceres. Entonces hay que encender un fuego en la cabaña, triturar el maíz con el molinillo de mano y preparar la cena y la comida para el día siguiente en el algodonal. Lo único que se les concede es maíz y beicon, que se les reparte en el granero y en el ahumadero los domingos por la mañana. Cada uno recibe, como ración semanal, tres libras y media de beicon, y suficiente maíz como para hacer un montón de comida. Eso es todo: nada de té, café, azúcar, y, salvo una pizca escasa de vez en cuando, nada de sal. Puedo decir, tras diez años de estancia con el amo Epps, que es poco probable que ninguno de sus esclavos padezca de gota por excederse con la buena vida. A los puercos del amo Epps se los alimentaba con maíz sin cáscara, eso les soltaba a sus negros al oído. Los primeros, pensaba él, engordarían más rápido si se le quitaba la cáscara y se remojaba en agua; los últimos, si se les trataba de la misma manera, tal vez se pusieran demasiado gordos para faenar. El amo Epps era un fino contable y sabía cómo administrar a sus animales, sobrio o borracho.
El molino del maíz se encontraba en el patio bajo un tejadillo. Es semejante a un molino de café corriente, aunque la tolva tiene capacidad para seis cuartos de galón más o menos. El amo Epps concedía un privilegio sin restricciones a todos los esclavos que tenía. Podían triturar su maíz de noche, en cantidades tan pequeñas como sus necesidades diarias requiriesen, o podían triturar la ración de toda la semana de una vez los domingos, como ellos prefirieran. ¡Qué hombre más generoso era el amo Epps!
Yo guardaba mi maíz en una cajita de madera; la comida, en una calabaza seca; y, por cierto, la calabaza es uno de los utensilios más convenientes y necesarios en una plantación. Además de sustituir cualquier pieza de la vajilla en la cabaña del esclavo, se utiliza para llevar agua a los campos de labranza, o incluso la comida. Con ella se prescinde de la necesidad de cubos, cazos o tazas, y de todas las trivialidades de hojalata y madera semejantes.
Cuando se tritura el maíz y se hace fuego, el beicon se baja del clavo del que cuelga, se corta una tajada y se echa en los carbones para asarla. La mayoría de los esclavos no tiene un cuchillo, ni mucho menos un tenedor. Cortan el beicon con el hacha en el montón de leña. La harina de maíz se mezcla con un poco de agua, se pone en el fuego y se cuece. Cuando «se dora», se raspan las cenizas, y, tras ponerlo encima de un trozo de madera, que hace las veces de mesa, el inquilino de la cabaña de esclavos está listo para sentarse en el suelo a cenar. Para entonces, suele ser medianoche. El mismo miedo al castigo con el que se acerca a la desmotadora se adueña de ellos otra vez al tumbarse para descansar un rato. Es el miedo a quedarse dormido por la mañana. Tal crimen llevaría aparejado, sin duda, no menos de veinte latigazos. Con una oración en la que se pide estar en pie y bien despierto al primer toque de corneta, se sume en su letargo cada noche.
No se encontrarán los divanes más mullidos del mundo en la mansión de troncos del esclavo. Aquel en el que me recliné año tras año era un tablón de doce pulgadas de ancho y diez pies de largo. Mi almohada era un trozo de madera. La ropa de cama era una manta áspera sin un mal jirón ni trapo. Se podría utilizar musgo si no fuera porque enseguida hierve de pulgas.
La cabaña está construida con leños, sin suelo ni ventana. Esta última es totalmente innecesaria, las rendijas entre los leños dejan pasar suficiente luz. Cuando hay tormenta, la lluvia penetra a través de los leños, volviéndola incómoda y extremadamente desagradable. La puerta, tosca, cuelga de unos goznes de madera. En un rincón hay una chimenea torpemente construida.
Una hora antes de que salga el sol se toca la corneta. Entonces se levantan los esclavos, se preparan el desayuno, llenan una calabaza con agua, en otra meten la comida, beicon frío y torta de maíz, y se apresuran al campo de labranza de nuevo. Es un crimen, que se paga con latigazos, que le encuentren a uno en las cabañas después del amanecer. Entonces comienzan los miedos y los trabajos de otro día, y hasta que termina no hay respiro. El esclavo tiene miedo de que lo cojan rezagado a lo largo del día; tiene miedo de acercarse a la desmotadora con su cesta cargada de algodón por la noche; tiene miedo, cuando se acuesta, de quedarse dormido por la mañana. Esa es la descripción fiel, fidedigna y sin exageraciones de la vida diaria de un esclavo durante la época de cosecha del algodón a orillas de Bayou Boeuf.
En el mes de enero, casi siempre, se remata la cuarta y última cosecha. Entonces empieza la temporada del maíz. Este se considera un cultivo secundario, y recibe mucha menos dedicación que el algodón. Se planta, como ya se ha mencionado, en febrero. El maíz se siembra en aquella región con el fin de engordar a los cerdos y alimentar a los esclavos; se destina muy poco, si acaso se hace, a la venta. Es de la variedad blanca, el de mazorca de gran tamaño, y el tallo alcanza una altura de ocho y, a menudo, diez pies. En agosto, se arrancan las hojas, se secan al sol, se lían en pequeños manojos y se almacenan como forraje para las mulas y los bueyes. Después, los esclavos revisan el campo y comban las mazorcas con el fin de impedir que las lluvias penetren hasta el grano. Se dejan en ese estado hasta después de haber cosechado el algodón, ya sea más tarde o más temprano. Entonces se separan las mazorcas de los tallos y se guardan en el granero con la cáscara, pues, de lo contrario, desprovisto de la cáscara, el gorgojo las echaría a perder. Los tallos se quedan en pie en el campo.
La Carolina, o la batata, crece también en aquella región en cierta medida. Sin embargo, no se da de comer a los cerdos ni al ganado, y se considera de una importancia menor. Se conservan poniéndolas en el suelo y cubriéndolas ligeramente con tierra o tallos de maíz. No hay ni un sótano en Bayou Boeuf. El suelo es tan bajo que se llenaría de agua. Las batatas valen de veinticinco a treinta y pico centavos, o chelines, el tonel; el maíz, salvo cuando hay una insólita carestía, se puede adquirir al mismo precio.
En cuanto se obtienen las cosechas de algodón y maíz, se arrancan los tallos, se tiran en montones y se queman. Al mismo tiempo, se ponen en marcha los arados y se levantan los caballones de nuevo antes de una nueva siembra. La tierra, en las parroquias de Rapides y Avoyelles, y a lo largo y ancho de toda la región, hasta donde llegué a observar, es de una prodigiosa riqueza y feracidad. Es una especie de marga de un tono marrón o rojizo. No requiere de los abonos fertilizantes necesarios en tierras más yermas, y, en el mismo campo de labranza, crece la misma cosecha durante muchos años sucesivos.
En arar, sembrar, cosechar algodón, recolectar el maíz y arrancar y quemar los tallos se van las cuatro estaciones del año. Conseguir y cortar leña, prensar el algodón, engordar a los cerdos no son sino tareas secundarias.
En el mes de septiembre o en octubre, los perros sacan a los cerdos de las ciénagas y los confinan en corrales. La matanza se realiza una mañana de frío, por lo general, cerca de año nuevo. Cada animal abierto en canal se trocea en seis partes y se amontonan una sobre otra en sal, sobre mesas grandes, en el ahumadero. En esas condiciones permanece una quincena, y después se cuelga y se prepara un fuego, y así continúa más de la mitad de lo que queda de año. Este cuidadoso ahumado es necesario para evitar que el tocino se infeste de gusanos. En un clima tan cálido es difícil conservarlo y muchas veces mis compañeros y yo recibimos nuestra ración diaria de tres libras y media llena de esos repugnantes bichos.
Aunque las ciénagas estén repletas de reses, nunca se aprovechan como fuente de ingresos en un grado importante. El dueño de la plantación hace una incisión en la oreja, o marca sus iniciales en el costado, y las devuelve a las ciénagas, para que vaguen libremente dentro de sus confines casi ilimitados. Son de raza española, pequeñas y de cuernos picudos. Supe de algunas manadas que robaban de Bayou Boeuf, pero ocurría raras veces. Las mejores vacas valen alrededor de cinco dólares cada una. Dos cuartos de galón en un ordeño se consideraría una cantidad excepcionalmente elevada. Proporcionan poca manteca y esta es pastosa y de una calidad inferior. A pesar del gran número de vacas que atestan las ciénagas, los dueños de las plantaciones están agradecidos al norte por su queso y su mantequilla, que adquieren en el mercado de Nueva Orleans. El tasajo de vaca no es algo que se coma ni en la casa grande ni en la cabaña.
El amo Epps tenía la costumbre de acudir a los concursos de tiro al blanco con el fin de procurarse la carne fresca de vaca que necesitaba. Las competiciones tenían lugar en el cercano pueblo de Holmesville. Llevaban hasta allí reses gruesas y les disparaban tras haber reclamado un precio fijado por el privilegio de hacerlo. El tirador afortunado dividía la carne entre sus compañeros y, de esta manera, se abastecían los dueños de plantación que asistían.
Sin duda, el gran número de reses domesticadas o sin domesticar que abundan en los bosques y las ciénagas de Bayou Boeuf sugirió dicho nombre a los franceses, puesto que el término, traducido, significa el riachuelo o el río del buey mesteño.
Los productos de la huerta, como los repollos, los nabos y cosas por el estilo, se cultivan para disfrute del amo y su familia. Tienen verduras y hortalizas en todo momento y en todas las estaciones del año. «Sécase la hierba, cáese la flor»[4] ante los arrasadores vientos de otoño en las heladas latitudes norteñas, pero la vegetación perpetua cubre las cálidas tierras bajas y las flores se abren en pleno invierno en la región de Bayou Boeuf.
No hay prados destinados a cultivar pasto. Las hojas del maíz proporcionan suficiente alimento al ganado de labor, mientras que el resto se surte a sí mismo todo el año en la pradera invariablemente verde.
Hay otras muchas particularidades del clima, los usos, las costumbres y la manera de vivir y trabajar en el sur, pero lo anterior, espero, dará al lector una idea general y una nueva perspectiva de la vida en una plantación de algodón en Luisiana. La forma de cultivar la caña y el proceso de la elaboración del azúcar se expondrá en otro lugar.