Doce años de esclavitud
Capítulo XVII
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XVII
WILEY NO HACE CASO DE LOS CONSEJOS DE LA TÍA PHEBE Y EL TÍO ABRAM, Y ES APRESADO POR LOS PATRULLEROS – LA ORGANIZACIÓN DE LOS PATRULLEROS Y SUS OBLIGACIONES – WILEY SE ESCAPA – LAS ESPECULACIONES SOBRE ÉL – SU INESPERADO REGRESO – SU CAPTURA EN EL RÍO ROJO Y SU CONFINAMIENTO EN LA PRISIÓN DE ALEXANDRÍA – DESCUBIERTO POR JOSEPH B. ROBERTS – EL SOMETIMIENTO DE LOS PERROS ANTES DE MI ESCAPADA – LOS FUGITIVOS EN GREAT PINE WOODS – CAPTURADOS POR ADAM TAYDEM Y LOS INDIOS – LOS PERROS MATAN A AUGUSTUS – NELLY, LA ESCLAVA DE ELDRET – LA HISTORIA DE CELESTE – EL MOVIMIENTO CONCERTADO – LEW CHEENEY, EL TRAIDOR – LA IDEA DE LA INSURRECCIÓN
El año 1850, que voy a describir tras omitir muchos detalles que no son de interés para el lector, fue un año muy desafortunado para mi compañero Wiley, el marido de Phebe, cuyo carácter taciturno e introvertido ha hecho que permaneciera en el trasfondo de mi narración. A pesar de que apenas abría la boca, y de estar inmerso en aquella oscura y poco pretenciosa atmósfera sin protestar jamás, en el interior de aquel negro silencioso y callado ardían grandes deseos de socializar. Llevado por la euforia de la independencia y haciendo caso omiso de la filosofía del tío Abram y de los consejos de la tía Phebe, tuvo la osadía de hacer una visita nocturna a una cabaña vecina sin un pase.
La compañía que encontró era tan fascinante que no se dio cuenta de lo rápido que pasaba el tiempo hasta que no vio el sol asomarse por el este. Corrió todo lo aprisa que pudo, esperando llegar a la plantación antes de sonar la sirena, pero, por desgracia, fue sorprendido por una brigada de patrulleros.
No sé si eso existe en otros lugares donde hay esclavitud, pero en Bayou Boeuf hay una organización de patrulleros que, como dice su nombre, tienen la función de apresar y castigar a cualquier esclavo que vean deambulando fuera de la plantación. Van montados a caballo, normalmente dirigidos por un capitán, armados y acompañados por perros. Tienen derecho, ya sea por ley o por el consentimiento general, a castigar de la forma que mejor consideren a cualquier hombre negro que haya cruzado los límites de las propiedades de su amo sin un pase, e incluso a dispararle si intenta escapar. Cada brigada de patrulleros se ocupa de recorrer una parte del brazo del río. El salario se lo pagan los dueños de las plantaciones, que contribuyen según el número de esclavos que tienen. El sonido de los cascos de sus caballos se oye durante toda la noche, y se les ve con frecuencia conduciendo a un esclavo delante de ellos, o arrastrándole con una soga alrededor del cuello hasta la plantación de su amo.
Wiley corría delante de uno de aquellos grupos de patrulleros, creyendo que podía llegar a la cabaña antes de que lo alcanzaran, pero uno de los perros, uno grande y muy fiero, lo agarró por la pierna y lo apresó con todas sus fuerzas. Los patrulleros lo azotaron con severidad y lo trajeron hecho prisionero hasta la plantación de Epps. Este volvió a azotarlo con tal saña que, entre las llagas que le hizo el látigo y los mordiscos que le había dado el perro, quedó tan maltrecho y molido que apenas podía moverse. En semejante estado era incapaz de mantener el ritmo de la cuadrilla, por lo que no transcurría ni una hora sin que volviera a sentir el escozor del látigo en su ya dolorida y sangrante espalda. Su sufrimiento resultaba tan insoportable que decidió escapar. Sin tan siquiera expresar sus intenciones a su esposa Phebe, empezó a hacer los preparativos para llevar a cabo su plan. Después de cocinar todas las provisiones que tenía para la semana, salió a hurtadillas de la cabaña un domingo por la noche, después de que sus compañeros se fuesen a la cama. Cuando sonó la sirena por la mañana, Wiley no apareció. Lo buscaron en las cabañas, en el granero, en la desmotadora, en todos los rincones y los recovecos de los locales. Nos preguntaron uno a uno por si alguien podía arrojar algo de luz sobre su repentina desaparición y su paradero. Epps, enfurecido y encolerizado, montó en su caballo y se dirigió a las plantaciones cercanas para preguntar si alguien sabía algo, pero la búsqueda resultó infructuosa. Nadie proporcionó ninguna información sobre qué había sido de él. Soltaron a los perros en los pantanos, pero fueron incapaces de encontrar su rastro. Daban vueltas por el bosque, con el hocico pegado al suelo, pero al rato regresaban al mismo punto de partida.
Wiley se había escapado, y lo había hecho tan secretamente y con tanto sigilo que eludió y desconcertó a todos sus perseguidores. Transcurrieron varios días e incluso semanas sin que supiéramos nada de él. Epps no hacía más que blasfemar y maldecir. Cuando estábamos solos, era nuestro único tema de conversación. Especulábamos sobre lo que le habría podido ocurrir. Unos decían que se había ahogado en algún brazo del río, pues no era muy buen nadador; otros que quizá lo habían devorado los cocodrilos, o que lo habría picado una mocasín, cuyo mordisco es tan venenoso que te produce una muerte instantánea. Sin embargo, todos estábamos de su lado, estuviera donde estuviese. El tío Abram rezaba sin cesar, rogándole a Dios que protegiera al fugitivo.
Tres semanas después, cuando ya no teníamos esperanzas de verle, para nuestra sorpresa apareció entre nosotros. Según nos contó, al salir de la plantación, tenía la intención de dirigirse a Carolina del Sur, a las viejas dependencias del amo Buford. Durante el día se ocultaba en las ramas de algún árbol y por la noche cruzaba los pantanos. Finalmente, una mañana, al amanecer, llegó hasta la orilla del Río Rojo. Mientras estaba allí, pensando cómo podía cruzar, un hombre blanco se le acercó y le pidió que le enseñara el pase. Al no tener ninguno, como es lógico pensó que era un fugitivo y lo llevaron a Alexandria, la ciudad rural de la parroquia de Rapides, y lo encerraron en la prisión. Pocos días después, Joseph B. Roberts, el tío de la señora Epps, estuvo en Alexandria, fue a la prisión y lo reconoció, ya que Wiley había trabajado en su plantación cuando Epps vivía en Huff Power. El señor Roberts pagó la fianza, le escribió un pase, debajo del cual había una nota para Epps pidiéndole que no lo azotase a su regreso. Alentado por aquella petición, que el señor Roberts le aseguró que Epps respetaría, regresó a la casa. Sin embargo, como es de imaginar, Epps hizo caso omiso de la petición. Después de tenerlo en suspense durante tres días, Wiley fue azotado y obligado a soportar uno de aquellos castigos tan inhumanos a los que someten tan a menudo a los pobres esclavos. Fue el primero y el último intento de escapar por parte de Wiley. Las enormes cicatrices en su espalda, que le acompañarán hasta el día de su muerte, le recuerdan constantemente lo arriesgado que es dar ese paso.
Durante los diez años que llevaba trabajando al servicio de Epps, no hubo ni un solo día en que no pensara en la perspectiva de escapar. Urdí muchos planes, que al principio consideraba excelentes, pero iba abandonándolos uno tras otro. Nadie que no se haya visto en aquella situación puede imaginar los miles de obstáculos que puede encontrarse un esclavo en su huida. Todos los hombres blancos se ponen en su contra, los patrulleros los buscan, se sueltan los perros para que sigan su rastro, y, además, tiene que enfrentarse a la naturaleza infranqueable de aquel país. Sin embargo, yo pensaba que tarde o temprano se me presentaría la oportunidad, y que yo también me vería cruzando los pantanos. Decidí que si llegaba aquel momento, debía estar preparado para los perros de Epps, por si acaso me perseguían. Tenía varios, pero había uno que era un destacado cazador de esclavos, además del más fiero y salvaje de la jauría. Cuando salía a cazar mapaches y zarigüeyas, si estaba solo, aprovechaba cualquier oportunidad para pegarlos con saña. Así conseguí finalmente someterlos por completo. Me tenían miedo y me obedecían cuando los llamaba, mientras que otros esclavos no podían ejercer ningún control sobre ellos. Estaba seguro de que si me perseguían y me apresaban, no se atreverían a atacarme.
A pesar de estar casi seguros de que serán capturados, los bosques y los pantanos están repletos de fugitivos. Muchos esclavos, cuando están enfermos o tan extenuados que no pueden desempeñar su trabajo, huyen a los pantanos, dispuestos a padecer el castigo por semejante delito con tal de tener un día o dos de descanso.
Mientras pertenecí a Ford, involuntariamente fui la persona que reveló el escondite donde se ocultaban seis u ocho esclavos que se habían alojado en el Big Pine Woods. Adam Taydem me enviaba a menudo desde los molinos a la tienda en busca de provisiones. Todo el trayecto era a través de un espeso bosque de pinos. Sobre las diez de una hermosa noche, mientras caminaba bajo la luz de la luna por la carretera de Texas, ya de regreso a los molinos y llevando un cerdo sazonado en una bolsa colgando del hombro, oí unos pasos a mi espalda, me di la vuelta y vi a dos hombres vestidos como esclavos acercándoseme a toda prisa. Cuando estuvieron a unos pasos de distancia, uno de ellos levantó una porra como si quisiera golpearme, mientras el otro trataba de arrebatarme la bolsa. Logré esquivarlos a los dos y, agarrando un nudo de pino, se lo arrojé con tanta fuerza a la cabeza de uno de ellos que cayó inconsciente al suelo. En aquel momento aparecieron dos hombres más de uno de los lados de la carretera. Antes de que pudieran apresarme, aterrorizado, eché a correr hacia los molinos. Cuando se lo conté a Adam, fue a toda prisa a la aldea india, despertó a Cascalla y varios de su tribu, y salieron en busca de los hombres. Los conduje hasta el sitio donde me habían atacado, y vimos un charco de sangre en el lugar en que había caído el hombre al que había golpeado con el nudo de pino. Después de buscar a conciencia en el bosque durante un buen rato, uno de los hombres de Cascalla vio humo erizándose por encima de algunas ramas de varios pinos que estaban tumbados y cuyas copas habían caído juntas. Rodearon el lugar y los hicieron prisioneros a todos. Se habían escapado de una plantación de Lamourie, y llevaban ocultos allí tres semanas. No pretendían hacerme daño, solo quitarme el cerdo. Al ver que me dirigía hacia la plantación de Ford al anochecer, sospechando lo que iba a hacer, me siguieron y me vieron trocear y sazonar el cerdo, y luego emprender el camino de regreso. Ellos llevaban varios días sin comer, y la necesidad los llevó a comportarse de aquella forma. Adam los condujo a la cárcel de la parroquia y recibió una recompensa por ello.
Hay muchas ocasiones en que el fugitivo pierde la vida en su intento de escapar. Las tierras de Epps limitaban por un lado con la muy extensa plantación de azúcar de Carey, quien cada año cultivaba seiscientas hectáreas y fabricaba de dos mil doscientas a dos mil trescientas barricas de azúcar, siendo una barrica y media la producción habitual de un acre. Además, plantaba quinientos o seiscientos acres de algodón y maíz. El año pasado poseía ciento cincuenta y tres braceros, así como un número casi equivalente de niños, y anualmente arrienda a un buen número de esclavos de este lado del Mississippi durante la época de la cosecha.
Uno de sus capataces era un negro, un chico amable e inteligente llamado Augustus. Durante las vacaciones, y también cuando trabajábamos en campos adyacentes, tuve la oportunidad de conocerle, tanto que con el tiempo entablamos una amistad cordial. Hace dos veranos, Augustus fue tan desgraciado como para ganarse la enemistad de uno de sus supervisores, un tipo grosero y despiadado que lo azotaba con suma crueldad. Augustus decidió escapar. Al llegar a un almiar de caña en la plantación de Hawkins, se ocultó en la parte superior. Carey soltó a los perros para que siguieran su rastro, unos quince, y no tardaron en dar con su escondite. Rodearon el almiar, aullando y arañando, pero sin poder apresarlo. Guiados por el clamor de los sabuesos, los perseguidores lo rodearon y el supervisor, subiéndose al almiar, lo tiró de un empujón al suelo. Cuando cayó, toda la jauría se abalanzó sobre él y, antes de que pudieran quitarle los perros de encima, lo mordieron y lo mutilaron con tal saña que los dientes de los perros le llegaron al hueso en muchas partes del cuerpo. Después de rescatarlo, lo montaron a una mula, lo ataron y lo llevaron a casa, donde acabaron todas sus penas. Tras agonizar durante un día, la muerte acudió en su ayuda y amablemente lo libró de su agonía.
Tampoco era raro que las mujeres, al igual que los hombres, intentaran escapar. Nelly, la chica de Eldret, con la que aserré durante un tiempo en el Big Cane Brake, estuvo escondida en el almiar de Epps durante tres días. Por la noche, cuando la familia de este dormía, entraba en la casa para buscar comida y luego se volvía a ocultar en el almiar. Llegamos a la conclusión de que no podíamos seguir ocultándola más tiempo y regresó a su cabaña.
Sin embargo, el ejemplo más notable de exitosa evasión, tanto de los perros como de los cazadores, fue el siguiente.
Entre las chicas de Carey había una que se llamaba Celeste. Tenía diecinueve o veinte años, y era más blanca que su propio dueño o cualquiera de sus hijos. Hacía falta mirarla con mucho detenimiento para distinguir en sus rasgos que tenía sangre africana, y un extraño jamás se habría dado cuenta de que descendía de esclavos. Una noche estaba sentado en mi cabaña, tocando una suave melodía con el violín, cuando de pronto se abrió la puerta y vi a Celeste delante de mí. Estaba pálida y demacrada. Me quedé tan sorprendido como si hubiese visto un fantasma.
—¿Quién eres? —pregunté después de mirarla durante unos instantes.
—Tengo hambre. Dame un poco de beicon —respondió.
Mi primera impresión fue que se trataba de una señorita trastornada que se había escapado de su casa y que, no sabiendo a dónde ir, se había acercado a mi cabaña, atraída por el sonido del violín. Sin embargo, su traje tosco de esclava me indicó lo contrario.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté de nuevo.
—Celeste —respondió—. Pertenezco a Carey, y llevo dos días entre los palmitos. Estoy enferma y no puedo trabajar, pero prefiero morir en los pantanos que azotada por el supervisor. Los perros de Carey no me seguirán. Han intentado azuzármelos, pero entre ellos y yo hay un secreto, y no me perseguirán por mucho que el supervisor se lo ordene. Dame algo de carne. Estoy hambrienta.
Me partí mi escasa ración con ella y, mientras la compartíamos, me contó cómo había logrado escapar, y me describió el lugar donde se ocultaba. Al borde del pantano, a media milla de la casa de Epps, había una larga extensión, probablemente de miles de acres, cubierta de palmitos. Los palmitos son árboles altos cuyas largas ramas se entrelazan formando una especie de bóveda tan densa que no penetran ni los rayos de sol. Incluso en los días soleados siempre estaba en penumbra. En el centro de aquel gran espacio, donde no había nada salvo serpientes, en un lugar muy sombrío y solitario, Celeste había construido una caseta con las ramas muertas que habían caído al suelo y la había ocultado con hojas de palmito. Aquella era la morada que había escogido. Celeste tenía tan poco miedo de los perros de Carey como yo de los de Epps. Hay algo que nunca he sabido explicar, pero hay personas a las que los perros se niegan a seguir. Celeste era una de ellas.
Durante varias noches vino a mi cabaña en busca de comida, pero en una de aquellas ocasiones nuestros perros empezaron a ladrar, despertando a Epps, quien se levantó y se puso a inspeccionar las cabañas. No la descubrió, pero a partir de entonces no resultaba muy prudente que se acercara. Cuando todo estaba en silencio, le llevaba provisiones a un lugar que habíamos acordado, donde ella iba luego y las recogía.
Así, Celeste pasó gran parte del verano. Recuperó la salud y las fuerzas. Durante todo el año, cuando cae la noche, se oyen los aullidos de los animales salvajes en las orillas de los pantanos. En varias ocasiones la visitaron en plena noche, despertándola con gruñidos. Aterrorizada por aquellas desagradables visitas, decidió abandonar su solitaria morada y regresó con su amo. Como era de esperar, fue azotada, con el cuello atado al cepo, y luego la enviaron de nuevo a los campos.
Un año antes de mi llegada a aquella región hubo un movimiento concertado entre un gran número de esclavos en Bayou Boeuf que terminó de forma muy trágica. Durante aquella época fue un asunto de mucha notoriedad en los periódicos, pero lo único que sé es lo que me contaron quienes vivían en las cercanías cuando ocurrió. Se ha convertido en un tema de interés general en todas las cabañas de esclavos que hay a orillas del brazo del río, y con seguridad pasará a las siguientes generaciones como una tradición importante. Lew Cheney, un negro astuto y sagaz que conocí, más inteligente que la mayoría de los de su raza, pero sin escrúpulos y traicionero, ideó el proyecto de organizar una compañía lo bastante fuerte como para enfrentarse a cualquiera y abrirse camino hasta el vecino territorio de México.
Eligieron como punto de reunión un lugar remoto situado en lo más profundo del pantano que se encuentra en la plantación de Hawkins. Lew pasaba de una plantación a otra en plena noche, formando una cruzada a México, y, como Pedro el Ermitaño, suscitando una gran exaltación cada vez que aparecía. Al final se congregaron un gran número de fugitivos, robaron mulas, maíz de los campos y beicon de las salas de ahumado y se ocultaron en el bosque. La expedición estaba a punto de partir cuando descubrieron el escondite. Lew Cheney, al ver que su proyecto había fracasado, buscando los favores de su amo e intentando evitar las consecuencias, decidió deliberadamente traicionar a todos sus compañeros. Partiendo en secreto del campamento, dijo a los dueños de plantaciones el número de personas congregadas en el pantano y, en lugar de revelar cuál era su verdadero objetivo, afirmó que su intención era escapar de su cautiverio a la más mínima oportunidad y asesinar a todos los blancos que vivían en las cercanías del río.
El rumor, exagerado al pasar de boca en boca, corrió por toda la región, causando terror. Rodearon a los fugitivos, los capturaron y los condujeron encadenados hasta Alexandria a fin de que el pueblo los ahorcara. Y no solo a ellos. A muchos otros que fueron considerados sospechosos, aunque eran completamente inocentes, los sacaron de los campos o de sus cabañas y, sin proceso ni juicio, terminaron en el patíbulo. Al final, los dueños de plantaciones de Bayou Boeuf se rebelaron contra aquella violación de su propiedad, pero hasta que no llegó un regimiento de soldados de un fuerte en la frontera de Texas no se destruyeron los patíbulos, se abrieron las puertas de la prisión de Alexandria y se detuvo aquella indiscriminada matanza. Lew Cheney escapó, e incluso fue recompensado por su traición. Aún vive, pero su nombre es despreciado y execrado por todos los de su raza en todas las parroquias de Rapides y Avoyelles.
Sin embargo, esa idea de insurrección no es nueva entre la población esclava de Bayou Boeuf. En más de una ocasión he asistido a reuniones serias en las que se trataba el tema, y en más de una ocasión mis palabras han hecho que mis compañeros adoptasen una actitud de desafío, pero es que creo que sin armas y sin municiones, e incluso con ellas, ese paso solo traería la derrota, el desastre y la muerte, por eso siempre me he opuesto a llevarlo a cabo.
Durante la guerra de México, recuerdo muy bien las esperanzas tan extravagantes que se suscitaron. La noticia de la victoria llenó de júbilo las casas grandes de nuestros amos, pero solo trajeron penas y decepciones en las cabañas. En mi opinión, y he tenido la oportunidad de comprobar lo que digo, hay muchos esclavos en las orillas de Bayou Boeuf que aclamarían con desmesurado deleite la llegada de un ejército invasor.
Se engañan aquellos que creen que el esclavo ignorante y envilecido no se da cuenta de la magnitud de sus penurias. Se engañan aquellos que creen que siempre se levantarán con la espalda lacerada y sangrando para pedir clemencia y perdón. Llegará un día, si es que se oyen sus oraciones, en que se vengarán, y entonces será su amo el que llore en vano pidiendo clemencia.