Doce años de esclavitud

Doce años de esclavitud


Capítulo XIX

Página 22 de 30

XIX

AVERY, DE BAYOU ROUGE – PARTICULARIDADES DE LAS VIVIENDAS – EPPS CONSTRUYE UNA CASA NUEVA – BASS, EL CARPINTERO – SUS NOBLES CUALIDADES – SU APARIENCIA Y SUS EXCENTRICIDADES – BASS Y EPPS DISCUTEN SOBRE LA ESCLAVITUD – LA OPINIÓN DE EPPS SOBRE BASS – ME DOY A CONOCER – NUESTRA CONVERSACIÓN – SU SOPRESA – EL ENCUENTRO A MEDIANOCHE A ORILLAS DEL PANTANO – LAS GARANTÍAS DE BASS – DECLARA LA GUERRA CONTRA LA ESCLAVITUD – POR QUÉ NO HABÍA CONTADO MI HISTORIA – BASS ESCRIBE CARTAS – LAS COPIAS DE SUS CARTAS A LOS SEÑORES PARKER Y PERRY – LA FIEBRE DEL SUSPENSE – DESILUSIONES – BASS TRATA DE CONSOLARME – MI FE EN ÉL

En el mes de junio de 1852, y en virtud de un contrato previo, el señor Avery, un carpintero de Bayou Rouge, empezó a construir una casa para el amo Epps. Habían acordado de antemano que no habría sótanos en Bayou Boeuf; además, por causas naturales, el terreno está tan deprimido y cenagoso que por lo general las casas grandes se construyen sobre pilastras. Otra particularidad es que las estancias no se revocan sino que los techos y las paredes están cubiertos con planchas de ciprés machihembradas y pintadas con el color preferido del propietario. Por lo general los tablones y las planchas son aserrados por esclavos con sierras de vaivén porque en muchas millas a la redonda no hay cursos de agua con los que construir un molino. Cuando el dueño de una plantación se construye una casa, a sus esclavos se les encomienda más trabajo que de costumbre. Al haber adquirido cierta práctica como carpintero con Tibeats, fui liberado por completo de los campos tras la llegada de Avery y sus ayudantes.

Entre ellos había uno con el que tengo una inconmensurable deuda de gratitud. Con toda probabilidad, de no ser por él habría acabado mis días en la esclavitud. Fue mi libertador: un hombre cuyo generoso corazón rebosaba de nobles y generosos sentimientos. Lo recordaré con agradecimiento hasta el último suspiro de mi existencia. Se llamaba Bass y en aquella época residía en Marksville. Resulta difícil transmitir una impresión correcta de su apariencia y su carácter. Era un hombre alto, de unos cuarenta o cincuenta años, de tez y cabellos claros. Era muy correcto y dueño de sí mismo, aficionado a discutir pero expresándose siempre con mucha precisión. Era una de esas personas que poseen la virtud de no ofender con lo que dicen. Lo que podría resultar intolerable en labios de otra persona él podía decirlo impunemente. En Río Rojo no había nadie, quizá, que coincidiera con él en asuntos políticos o religiosos, y me atrevería a decir también que ningún hombre que discutiera la mitad que él acerca de esas materias. Todos parecían dar por sentado que adoptaría la postura más impopular sobre cualquier tema local, y entre sus oyentes siempre provocaba más hilaridad que desagrado la ingeniosa y original manera en que cultivaba la controversia. Era un soltero —un «solterón», de acuerdo con la auténtica acepción del término— sin ningún pariente en el mundo, que él supiera. Tampoco tenía una residencia estable y deambulaba de un estado a otro según le dictaba su capricho. Había residido tres o cuatro años en Marksville para llevar a cabo sus actividades de carpintero; en consecuencia, y debido también a sus peculiaridades, era muy conocido en la parroquia de Avoyelles. Era un liberal sin tacha y sus numerosos gestos de generosidad y la transparente bondad de su corazón le habían hecho muy popular en la comunidad, un sentimiento que él combatía incesantemente.

Había nacido en Canadá, de donde se había marchado a una edad temprana, y, tras visitar las principales ciudades de los estados del norte y el oeste, en el curso de su peregrinaje llegó a la insalubre región del Río Rojo. Su último traslado fue desde Illinois. Lamento verme obligado a decir que desconozco si se ha traslado de nuevo. Recogió sus efectos y salió discretamente de Marksville un día antes que yo, debido a que las sospechas de que hubiera participado en mi liberación hicieron que fuera necesario dar aquel paso. Sin duda, haber cometido aquel acto justo y honesto le habría supuesto la muerte en caso de haber caído en manos de la tribu de flageladores de esclavos de Bayou Boeuf.

Un día, mientras trabajábamos en la casa nueva, Bass y Epps se enzarzaron en una discusión que, como se entenderá enseguida, escuché con apasionado interés. Hablaban de la esclavitud.

—Voy a decirte lo que es, Epps —dijo Bass—, es un inmenso error: un error en su totalidad, caballero; en ella no hay justicia ni honestidad. Yo no poseería un esclavo ni aunque fuera tan rico como Creso, cosa que no soy, como bien saben mis acreedores. Existe otra patraña, el sistema crediticio, que es otra patraña, caballero; sin créditos no hay deuda. El crédito arrastra al hombre a la tentación. El pago al contado es lo único que puede apartarlo del mal. Pero volviendo al asunto de la esclavitud, si hablamos en serio, ¿qué derecho tiene usted sobre sus negros?

—¿Qué derecho? —dijo Epps riéndose—. Los he comprado, he pagado por ellos.

—Naturalmente que pagó; la ley dice que tiene derecho a adquirir un negro, pero, con perdón de la ley, se equivoca. Sí, Epps, cuando la ley dice tal cosa, miente y no expresa la verdad. ¿Está todo bien porque la ley lo permite? Imagínese que promulgaran una ley que le arrebatara la libertad y lo convirtiera en esclavo.

—Es un caso inimaginable —dijo Epps sin dejar de reírse—. Espero que no me esté comparando con un negro, Bass.

—Bien —repuso Bass con gravedad—, no, no exactamente. Pero he visto negros tan valiosos como yo y no conozco a ningún blanco de por aquí al que considere ni un ápice mejor que yo. Y a los ojos de Dios, Epps, ¿cuál es la diferencia entre un negro y un blanco?

—Toda la diferencia del mundo —replicó Epps—. También podría preguntar qué diferencia hay entre un blanco y un babuino. He visto a un bicho de esos en Nueva Orleans que sabía tanto como cualquiera de los negros que he tenido. Supongo que no los considera conciudadanos, ¿verdad? —Epps se permitió una sonora carcajada por su agudeza.

—Mire, Epps —prosiguió su compañero—, no puede usted burlarse de mí de esta forma. Algunas personas son inteligentes y otras no lo son tanto como creen. Pero déjeme hacerle una pregunta. ¿Todos los hombres han sido creados libres e iguales como proclama la Declaración de la Independencia?

—Sí —respondió Epps—, pero todos los hombres, no los negros ni los babuinos —y rompió a reír de forma todavía más escandalosa que antes.

—Ya que hablamos de ello, hay monos entre los blancos y también entre los negros —observó Bass con frialdad—. Conozco a blancos que recurren a razonamientos que ningún mono sensible utilizaría. Pero dejémoslo. Los negros son seres humanos. ¿Qué culpa tienen de no ser tan sabios como sus amos? No se les permite aprender nada. Usted tiene libros y documentos y puede ir a donde le plazca y obtener información de mil maneras, pero sus esclavos carecen de privilegios. Les da de latigazos si sorprende a uno de ellos leyendo un libro. Permanecen en cautiverio generación tras generación, privados de desarrollo mental, ¿cómo se puede esperar que posean grandes conocimientos? Si están a la par con los animales creados, ustedes los propietarios de esclavos serán acusados de ello. Si son babuinos, o no están por encima de esos animales en la escala de la inteligencia, usted y las personas como usted habrán de responder por ello. Sobre esta nación pesa un pecado, un horrible pecado, que no va a quedar impune para siempre. Hay pendiente un ajuste de cuentas, Epps, está llegando el día en que quemará como un horno. Tarde o temprano, acabará llegando con tanta certeza como que el Señor es justo.

—Si ha vivido usted en Nueva Inglaterra con los yanquis —dijo Epps—, supongo que será uno de esos malditos fanáticos que saben más que la Constitución y que van por ahí contando cuentos y persuadiendo a los negros de que se escapen.

—Si estuviese en Nueva Inglaterra —repuso Bass—, sería exactamente como soy aquí. Diría que la esclavitud es una iniquidad y que debe ser abolida. Diría que no hay razón ni justicia en la ley o en una constitución que permita a un hombre mantener a otro en cautiverio. Sería duro para usted perder sus posesiones, por descontado, pero no sería ni la mitad de duro que perder su libertad. En estricta justicia, usted no tiene más derecho a su libertad que el viejo tío Abram. Hablemos de piel negra y sangre negra; ¿cuántos esclavos hay en estos pantanos tan blancos como cualquiera de nosotros? ¿Y qué diferencia hay en el color del alma? ¡Bah! El sistema entero es tan absurdo como cruel. Usted puede tener negros y colgarlos, pero yo no tendría uno ni por la mejor plantación de Luisiana.

—Bass, no conozco a nadie a quien le guste escucharse hablar tanto como a usted. Argumentaría que lo negro es blanco o blanco lo negro si alguien lo contradijera. No hay nada en este mundo que le parezca bien y tampoco creo que estuviera satisfecho en el otro, en caso de que le dieran ocasión de elegir.

A partir de aquello, conversaciones como la precedente no eran inusuales entre ambos; Epps lo hacía más con intención de reírse a su costa que con el propósito de discutir honestamente los méritos de la cuestión. Consideraba que Bass era un hombre dispuesto a decir lo que fuera por el mero placer de escuchar su propia voz; quizá un engreído capaz de oponerse a su propia fe y su juicio con tal de exhibir su destreza en la discusión.

Permaneció en casa de Epps durante el verano, visitando Marksville por lo general cada quince días. Cuanto más le veía, más me convencía de que era un hombre en quien podía confiar. Sin embargo, la anterior falta de suerte me había enseñado a ser extremadamente precavido. En mi situación no debía hablar a un hombre blanco excepto si era interpelado, pero no dejé pasar ninguna oportunidad de cruzarme en su camino e hice continuos esfuerzos por llamar su atención de todas las maneras posibles. A principios de agosto nos quedamos trabajando él y yo solos en la casa, pues los demás carpinteros se habían marchado y Epps estaba en los campos. Era un momento único para sacar el tema y decidí hacerlo, asumiendo las consecuencias que pudieran derivarse de ello. Por la tarde estábamos muy enfrascados en el trabajo cuando me detuve de repente y dije:

—Amo Bass, quisiera preguntarle de qué parte del país es usted.

—Pero, Platt, ¿cómo se te ha ocurrido una cosa así? —repuso—. Aunque te contestara no sabrías dónde está. —Y, tras unos momentos, añadió—: Nací en Canadá; adivina dónde cae.

—Sé dónde está Canadá —dije—. He estado allí.

—Claro, imagino que conoces todo el país —comentó riéndose, incrédulo.

—He estado allí, amo Bass —repliqué—, tan cierto como que estoy vivo. He visitado Montreal y Kingston y Queenston y muchos otros grandes lugares de Canadá, y también he estado en el estado de York, en Buffalo, en Rochester y en Albany, y puedo recitarle las ciudades del canal de Erie y las del canal Champlain.

Bass se giró y se quedó mirándome largo rato sin decir una sola palabra.

—¿Cómo has llegado aquí? —preguntó al cabo.

—Amo Bass —respondí—, si se hubiera hecho justicia, yo nunca habría llegado aquí.

—¿Cómo? —preguntó—. ¿Quién eres? Está claro que has estado en Canadá; conozco todos los lugares que mencionas. ¿Qué te ocurrió para acabar aquí? Vamos, cuéntamelo.

—Aquí no tengo amigos en los que pueda confiar —contesté—. Me da miedo contárselo, pese a que no creo que vaya a decírselo al amo Epps.

Me aseguró con gran seriedad que se guardaría cualquier cosa que le dijera como un profundo secreto, y era evidente que le había despertado la curiosidad. Era una historia muy larga, le anuncié, y me iba a llevar algún tiempo contársela. El amo Epps regresaría pronto, pero si deseaba verme aquella noche mientras todos durmieran, se la contaría. Aceptó de inmediato la propuesta y me indicó que fuera al edificio en el que trabajábamos y que le encontraría allí. Hacia la medianoche, cuando todo estaba tranquilo y en silencio, salí con cautela de mi cabaña, entré silencioso en el edificio inacabado y lo encontré aguardándome.

Después de que me asegurara de nuevo que no me traicionaría, empecé el relato de la historia de mi vida y mis infortunios. Bass estaba muy interesado y hacía numerosas preguntas acerca de las localidades y los acontecimientos. Al concluir mi historia, le supliqué que escribiera a alguno de mis amigos del norte informándoles de mi situación y rogándoles que enviaran una carta de libertad o que tomaran las medidas que consideraran necesarias para asegurar mi liberación. Me prometió hacerlo, pero puso mucho énfasis en el peligro de un acto así en caso de ser descubierto, y me insistió en la imperiosa necesidad de guardar silencio y un estricto secreto. Antes de separarnos, acordamos el plan de operaciones.

Convinimos en encontrarnos a la noche siguiente en un determinado lugar entre la vegetación del pantano, a cierta distancia de la casa grande del amo. Allí tenía que tomar nota de los nombres y las direcciones de varias personas, viejos amigos míos del norte, a quienes enviaría cartas durante su próxima visita a Marksville. No consideramos prudente encontrarnos en la casa nueva ya que la luz que necesitaríamos posiblemente podría ser descubierta. A lo largo del día me las arreglé para conseguir sin ser visto unas cerillas en la cocina y un trozo de vela aprovechando la ausencia momentánea de la tía Phebe. Bass tenía papel y lápiz en su caja de herramientas.

A la hora convenida nos encontramos a orillas del pantano y, ocultos por la vegetación, encendí la vela mientras él aprestaba el lápiz y el papel. Le di los nombres de William Perry, Cephas Parker y el juez Marvin, todos ellos de Saratoga Springs, en el condado de Saratoga, en Nueva York. Yo había sido empleado del último en el hotel United States, y había mantenido numerosas transacciones con el anterior y confiaba en que al menos uno de ellos seguiría viviendo en el mismo lugar. Bass anotó los nombres con cuidado y después comentó juiciosamente:

—Han pasado tantos años desde que saliste de Saratoga que todos estos hombres pueden haber muerto o haberse mudado. Dices que obtuviste la documentación en la aduana de Nueva York. Probablemente exista un registro de la misma allí, y creo que estaría bien escribir para asegurarse.

Estuve de acuerdo con él, y volví a repetir las circunstancias antes narradas, relacionadas con mi visita a la aduana con Brown y Hamilton. Permanecimos a la orilla del pantano una hora o más conversando acerca del tema que ocupaba nuestros pensamientos. Ya no ponía en duda su fidelidad y le conté libremente las muchas penalidades que había soportado en silencio, y todo lo demás. Hablé de mi esposa y mis hijos, mencioné sus nombres y sus edades y me explayé sobre la indecible felicidad que experimentaría al apretarlos contra mi corazón una vez más antes de morir. Le tomé la mano y con lágrimas en los ojos le supliqué apasionadamente que fuera mi amigo y me devolviera a la libertad y a los míos, y le prometí que durante lo que me restaba de vida aburriría al Cielo a fuerza de oraciones para que le bendijera y le diera prosperidad. Con el disfrute de la libertad, rodeado por los recuerdos de juventud y devuelto al seno de mi familia, no he olvidado mi promesa, ni la olvidaré mientras tenga fuerzas para elevar mis implorantes ojos a lo alto.

Benditos sean su dulce voz y sus cabellos plateados,

y bendita sea su vida entera hasta que nos encontremos allí.

Me abrumó con sus promesas de amistad y fidelidad, y dijo que nunca se había tomado un interés tan profundo en la suerte de nadie. Se refirió a sí mismo en un tono algo lúgubre como un hombre solitario que vagaba por el mundo, que se estaba haciendo viejo y que pronto llegaría al final de su viaje terrenal y yacería hasta su último descanso sin parientes ni amigos que lo lloraran o lo recordaran; que su vida casi no tenía valor para él y que en consecuencia la consagraría a lograr mi libertad y a desatar la guerra contra la infausta vergüenza de la esclavitud.

A partir de entonces apenas hablamos ni nos reconocimos el uno al otro. Además, Bass se mostró menos espontáneo en sus conversaciones con Epps sobre la esclavitud. Ni Epps, ni ninguna otra persona de la plantación, blanca o negra, tuvo jamás la más remota sospecha sobre la existencia de una inusual intimidad ni un acuerdo secreto entre nosotros.

Muchas veces se me pregunta, con aire de incredulidad, cómo logré ocultar con éxito durante tantos años a mis compañeros del día a día la naturaleza de mi verdadero nombre y mi historia. La terrible lección que me enseñó Burch grabó de forma indeleble en mi mente el peligro y la inutilidad de dejar constancia de que yo era un hombre libre. No había posibilidad alguna de que un esclavo pudiera ayudarme mientras que, por otra parte, cabía la posibilidad de que me denunciara. Tras esta recopilación de todos mis pensamientos a lo largo de doce años acerca de la posibilidad de escapar, no será difícil comprender que me mostrara siempre cauteloso y en guardia. Habría sido una locura proclamar mi «derecho» a la libertad; únicamente me habría valido ser sometido a una estrecha vigilancia y probablemente me habría costado ser confinado en alguna región más distante e inaccesible incluso que Bayou Boeuf. Edwin Epps era un hombre absolutamente ajeno al bien y el mal relativo a los negros y absolutamente desprovisto de cualquier sentido natural de la justicia, como bien sabemos, razón por la cual era importante mantenerle oculta la historia de mi vida no solo en lo relativo a mi esperanza de liberación, sino en lo que respecta a mis privilegios personales.

La noche del sábado posterior a nuestro encuentro a orillas del pantano, Bass regresó a su casa en Marksville. Al día siguiente, al ser domingo, lo pasó escribiendo cartas en su habitación. Una se la dirigió al administrador de aduanas de Nueva York, otra al juez Marvin y otra conjunta a los señores Parker y Perry. Esta última fue la que me condujo a la libertad. Firmó con mi verdadero nombre, pero en la posdata aclaraba que no la había escrito yo. La propia carta demuestra que consideraba haberse embarcado en una empresa peligrosa, nada menos que «la vida de quien lo hace corre peligro si es descubierto». Yo no vi la carta antes de que la echara al correo, pero más tarde conseguí una copia, que incluyo a continuación.

Bayou Boeuf, 15 de agosto de 1852

Señor William Perry o señor Cephas Parker:

Caballeros, ha transcurrido mucho tiempo desde que les vi o tuve noticias de ustedes, y al no saber si continúan con vida les escribo con incertidumbre, pero la gravedad del caso me sirve de excusa.

Nací libre, justo frente a ustedes en la otra orilla del río, y tengo por seguro que me conocen, y me encuentro aquí como esclavo. Deseo que consigan mi carta de libertad y que, por favor, me la hagan llegar a Marksville, Luisiana, parroquia de Avoyelles.

Suyo,

SOLOMON NORTHUP

Me convertí en esclavo cuando me trasladaron enfermo a la ciudad de Washington y estuve inconsciente durante algún tiempo. Cuando recuperé la razón, me robaron la documentación y me enviaron aherrojado a este estado, y hasta ahora no he podido encontrar a nadie que escriba en mi nombre; y la vida de quien lo hace corre peligro si es descubierto.

La alusión a mi caso en un artículo publicado recientemente, titulado «Claves para entender La cabaña del Tío Tom», incluye la primera parte de la carta, omitiendo la posdata. Tampoco figuran de manera correcta los nombres completos de los caballeros a los cuales iba dirigida, pues hay una ligera discrepancia debida probablemente a un error tipográfico. Debo más mi liberación a la posdata que al cuerpo de la carta, como se verá a continuación.

Cuando Bass regresó de Marksville, me informó de lo que había hecho. Proseguimos con las consultas nocturnas sin hablar nunca en pleno día, salvo que fuera necesario para el trabajo. Que él supiera, en circunstancias normales del correo la carta tardaría dos semanas en llegar a Saratoga y el mismo plazo de tiempo para que volviese la respuesta. Calculó que en el caso más rápido la respuesta llegaría en un plazo de seis semanas, si es que llegaba. Hicimos un gran número de conjeturas y mantuvimos numerosas conversaciones acerca del camino adecuado y seguro a seguir una vez recibida la carta de libertad. Esta debía protegerle de todo daño en caso de ser sorprendidos y arrestados escapando juntos del país. No habría transgresión de la ley, por más hostilidad individual que pudiera suscitar el ayudar a un hombre libre a recuperar la libertad.

Al cabo de cuatro semanas fue de nuevo a Marksville, pero no había llegado ninguna respuesta. Quedé profundamente decepcionado, pero me consolé pensando que aún no había transcurrido el suficiente plazo de tiempo, y que no era razonable esperar tan pronto una respuesta. Transcurrieron seis, siete, ocho y diez semanas, pero no llegó carta alguna. Me sumía en un estado febril cada vez que Bass visitaba Marksville, y a duras penas lograba pegar ojo hasta su regreso. Al final, se acabó de construir la casa de mi amo y llegó el momento en que Bass tuvo que abandonarme. La noche previa a su partida me entregué por completo a la desesperanza. Me había aferrado a él como un hombre que se ahoga se agarra a un madero que flota a sabiendas de que, si se le escapa, se hundirá para siempre bajo las aguas. La gloriosa esperanza a la que me había aferrado con tanto entusiasmo se estaba reduciendo a cenizas entre mis manos. Sentía que me estaba hundiendo cada vez más en las aguas amargas de la esclavitud de cuya insondable profundidad jamás lograría volver a salir.

El generoso corazón de mi amigo y benefactor se llenó de piedad al ver mi angustia. Trató de animarme prometiéndome que regresaría la víspera de Navidad y que si mientras tanto no habían llegado noticias, tomaríamos alguna nueva medida para lograr nuestro propósito. Me exhortó a no dejarme vencer y confiar en sus continuos esfuerzos por ayudarme, asegurándome con las palabras más fervientes y conmovedoras que, en adelante, mi liberación sería el motivo principal de sus pensamientos.

En su ausencia el tiempo transcurría muy despacio. Aguardaba la Navidad con gran ansiedad e impaciencia. Había abandonado toda esperanza de recibir alguna respuesta a mis cartas. Tal vez se hubieran perdido o estuvieran mal dirigidas. Quizá las personas de Saratoga a quienes iban dirigidas estuvieran muertas o, quizá, ocupadas en sus asuntos, no tenían en cuenta la suerte de un oscuro y desgraciado negro que no era lo bastante importante como para llamar su atención. Toda mi confianza reposaba en Bass. La fe que tenía en él me daba ánimo, y me permitía resistir la ola de desilusión que me anegaba.

Estaba tan absorto reflexionando sobre mi situación y mis perspectivas que los braceros con quienes trabajaba en los campos se dieron cuenta. Patsey solía preguntarme si estaba enfermo y el tío Abram y Bob y Wiley a menudo manifestaban su curiosidad por saber en qué estaría pensando sin cesar, pero yo eludía sus preguntas con cualquier comentario banal y guardé con celo mis pensamientos en mi corazón.

Ir a la siguiente página

Report Page