Dioses y mendigos

Dioses y mendigos


14 Innovación y desarrollo de los pueblos

Página 26 de 34

14Innovación y desarrollo de los pueblos

El registro fósil de especímenes de las primeras poblaciones de Homo sapiens de África y Eurasia es relativamente escaso. Un ejemplo bien conocido es el cráneo de Florisbad, obtenido en 1932 por el profesor Thomas Dreyer en un yacimiento de Sudáfrica y datado en poco más de 260.000 años. En 1935, Dreyer propuso el nombre de Homo helmei para incluir este fósil en una especie que muchos han considerado como precursora directa de Homo sapiens. El nombre no es tan importante como el hecho de que este cráneo es muy similar al nuestro. Es más, pocos tendrían reparo en afirmar que el cráneo de Florisbad ya pertenecía a nuestra especie. Lo mismo se puede decir de otros ejemplares africanos algo más recientes. El cráneo de Herto, en Etiopía, o el maxilar de Misliya, en Israel, tienen poco más de 150.000 años. Desde ese tiempo y aún antes, el aspecto del cráneo de aquellos humanos de África era muy similar al nuestro. En las poblaciones actuales existe una gran diversidad en el aspecto general de esta región esquelética. Unos cráneos son más gráciles que otros, pero las diferencias solo interesan al tamaño y en absoluto a la forma general. Los hombres tendemos a tener cráneos más robustos, especialmente las personas de estatura más elevada. Si en un ejercicio imaginado enterráramos cráneos actuales en yacimientos de unos 150.000-200.000 años de antigüedad, convenientemente envejecidos por algún procedimiento químico, casi ningún experto se extrañaría de los hallazgos. Quizá la mayoría de los humanos hemos aligerado en cierta medida todos los elementos del esqueleto, incluido el cráneo, por habernos adaptado a una vida más sedentaria y a la diversidad de dietas que nos trajo el Neolítico. Pero poco más. En otras palabras, hace muchos miles de años que los individuos africanos clasificados dentro de nuestra especie tuvieron un aspecto muy similar al que tenemos en la actualidad. ¿Significa esto que no hemos evolucionado durante más de 250.000 años?

¿SEGUIMOS EVOLUCIONANDO?

La evolución humana no se ha detenido en ningún momento, sino que continúa. Si la tasa de mutación[117] de los homínidos es similar a la de otros organismos pluricelulares —del orden de 10–5 a 10–9 por generación—, es fácil comprender que nuestro genoma apenas haya cambiado en un período de tiempo tan relativamente breve. Doscientos mil años de evolución pueden parecer mucho, pero en términos geológicos y evolutivos es casi un suspiro. Es fácil darse cuenta de que una cifra de 10–9 es una probabilidad bajísima: 0,000000001 por cada generación. Además, no podemos olvidarnos del medio ambiente. Si las condiciones de este último no varían y las mutaciones no son letales, estas se pueden quedar en el genoma como cambios neutrales que no afectan a la eficacia biológica de los organismos para tener descendencia. Esos cambios derivan al azar, sin producir modificaciones sustanciales de manera específica. Considerando que la duración de una generación de Homo sapiens es de unos veinticinco años, podríamos contar solo unas ocho mil generaciones desde nuestro origen en África. Con una tasa de mutación tan baja, ese número es casi insignificante. Casi parece imposible que se haya producido algún tipo de evolución en los seres humanos y en las especies más complejas. Solo si el número de generaciones es extraordinariamente alto, como es el caso de los organismos más simples, podemos detectar evolución en el tiempo que dura nuestra vida. No obstante, se conoce la existencia de regiones del genoma humano que han experimentado una tasa de mutación mucho más rápida. Son las llamadas human accelerated regions (HAR, por sus siglas en inglés), que podemos traducir como «regiones genómicas de cambio acelerado». En la actualidad se contabilizan hasta 49 HAR en el genoma humano, que sin duda están relacionadas con lo que nos diferencia de los chimpancés tras siete millones de años de divergencia genética.

A finales del Pleistoceno Medio, hace 120.000 años, los grupos de Homo sapiens que salieron de África y los que se quedaron en este continente fueron cazadores-recolectores y su tecnología era muy similar a la de los neandertales. Las innovaciones culturales y su difusión siempre estuvieron lastradas por el hecho de que los grupos humanos eran pequeños y vivían aislados unos de otros. Estoy convencido de que muchas innovaciones tecnológicas se perdieron por la escasa comunicación entre los grupos humanos que las conseguían. La mayoría de esas innovaciones, de alcance muy limitado, tampoco han podido llegar hasta nosotros a través del registro arqueológico por una mera cuestión probabilística. En los grupos de cazadores-recolectores pudieron perderse infinidad de innovaciones técnicas, simplemente por el hecho de que vivían muy alejados los unos de los otros. No hay más secretos para entender la lentitud del progreso cultural de las poblaciones del Pleistoceno. Es posible que las capacidades cognitivas potenciales de los primeros miembros de Homo sapiens de finales del Pleistoceno Medio de África fueran muy similares a las de los humanos actuales. En la actualidad, todavía quedan más de cien grupos humanos no contactados en América del Sur, Asia y Oceanía, que siguen siendo cazadores-recolectores. Su forma de vida nada tiene que ver con la de los pueblos que disponemos de una gran complejidad cultural. Pertenecen a nuestra especie y su cerebro tiene exactamente las mismas posibilidades de desarrollo que el nuestro. Estos seres humanos, en equilibrio con el medio ambiente en el que viven, representan una verdadera reliquia de la especie que no deberíamos perder, sobre todo por si en alguna ocasión hemos de imitar su forma de vida.

Como primates sociales, buscamos de manera decidida interaccionar los unos con los otros. Es por ello que siempre hemos colaborado dentro de los grupos entrelazados por vínculos genéticos. Pero con el desarrollo de la cultura neolítica hemos ido un poco más allá. El surgimiento de los conceptos sobrenaturales, para impulsar la cooperación con individuos que no pertenecían a nuestro grupo familiar, sino a individuos con la misma cultura y las mismas ideas fue clave en la interacción de las poblaciones del Neolítico. El crecimiento demográfico imparable nos ha llevado a dos soluciones: o eliminamos competidores mediante guerras o cooperamos con el propósito de conseguir lo que necesitamos para sobrevivir. Durante cientos de años, lo que requeríamos era solo el alimento y un utillaje sencillo, necesario para producir los recursos y conservarlos. Suficiente para establecer alianzas o pelear en guerras de poca envergadura; pero guerras, al fin y al cabo.

En cualquier caso, la extensión del Neolítico y la evolución cultural que vino a continuación con el surgimiento de las ciudades cambió poco a poco el modelo económico y social. Las pequeñas aldeas o villas agrícolas se fueron transformando en urbes de mayor tamaño, generalmente ubicadas en las proximidades de grandes ríos. Las primeras ciudades se han datado en 7.500 años antes de la época actual, en fechas próximas al inicio del Neolítico. Es bastante probable que se tratara de conjuntos urbanos de una cierta entidad, pero de organización relativamente simple en comparación con las ciudades datadas de épocas más recientes, como Assur, Babilonia, Ur o Nippur, por citar únicamente algunas de las que se conocen en los territorios situados entre los ríos Tigris y Éufrates. Estas ciudades contaban con numerosos edificios, murallas protectoras, instituciones y una administración de cierta complejidad a la medida de su extensión y su densidad de población. La existencia de murallas defensivas ya nos da una idea de que los recursos eran escasos y había que protegerlos. Estamos hablando de una época poco conocida, en la que seguramente no habría sido sencillo extender dominios territoriales. Sin embargo, las conquistas se sucedieron y la cultura de grupos concretos, incluidas las lenguas, se fueron extendiendo poco a poco desde lugares claves, como el Creciente Fértil, o las extensas regiones asociadas a ríos de envergadura, como el Indo o el Amarillo.

El contacto entre los diferentes grupos fue gradual, pero sucedió de manera imparable. La diversidad cultural se fue compartiendo. Los grupos de cazadores-recolectores, reacios al cambio, fueron desapareciendo poco a poco. Estos cambios influyeron en el conocimiento, por lo que las innovaciones culturales se produjeron cada vez con más rapidez. Fue así como surgieron imperios en diferentes partes del planeta, que tienen su tiempo en la historia. Civilizaciones que crecieron y alcanzaron su cenit, para luego desaparecer. Pero esos imperios han ido dejando su huella en el saber de la humanidad. Nosotros somos los herederos de ese pasado.

La transmisión del conocimiento es un hecho asombroso. Como expliqué en el cuarto capítulo, el achelense tardó más de un millón de años en llegar desde África a Europa. En cambio, hoy en día tenemos información tan solo con que pongamos en funcionamiento cualquiera de nuestras herramientas informáticas. Todo el conocimiento (o casi todo) está a nuestra disposición en décimas de segundo. Y en pocos meses aún tendremos esa información en tiempo real con la llegada del 5G, que es capaz de transmitir a una velocidad de diez gigabits por segundo. Toda la información de mi ordenador, que no es poca, podría alcanzar cualquier parte del mundo en menos de dos segundos. No hace tantos años que una simple carta con muy poca información tardaba varios días, si no semanas, en llegar desde un punto a otro del planeta. Hemos conseguido en poco tiempo que una gran mayoría de los individuos de muchos países del planeta conozcan lo que sucede en el otro extremo de la Tierra simplemente con conectarse a su teléfono móvil o a su ordenador personal. En estos momentos tenemos una capacidad de interacción jamás soñada por los seres humanos. Pero no significa que vivamos en un mundo ideal, porque está preñado de conflictos bélicos y geopolíticos. Además, no todo lo que conocemos a través de las redes sociales informáticas es verídico. Es muy sencillo engañar y manipular mentes y voluntades con noticias falsas o sin contrastar. Todo esto forma parte de nuestro mundo globalizado, para bien o para mal. Las mentes mejor preparadas, con ideas y deseos inconfesables, pueden influir a su antojo en otras menos formadas. Hemos de vivir con ello, porque ya forma parte de nuestra realidad.

El aspecto positivo de la red de información es que somos capaces de unir nuestras mentes para conseguir en poco tiempo lo que antes se lograba en miles de años. Por ejemplo, la presencia en nuestras vidas desde principios de 2020 de un virus como el SARS-CoV-2, con su gran capacidad letal, está siendo estudiada en todo el planeta por especialistas, que comparten información casi en tiempo real. La pandemia de la gripe A (tipo H1N1) de 1918 mató entre cuarenta y cien millones de personas. Quizá la comparación no sea adecuada si la letalidad del coronavirus SARS-CoV-2 no fuera finalmente tan elevada como la del virus de aquella epidemia de gripe. Pero lo cierto es que muchos científicos están compartiendo la información sobre este virus de manera franca y abierta. Gracias a ello, es posible que el remedio para la enfermedad de la covid-19 se consiga en pocos meses y su socialización pueda llegar a todos los países en poco más de un año. Redacto estas líneas el día 3 de mayo de 2020 y espero que mi predicción se pueda cumplir, a pesar de los problemas geopolíticos y de las suspicacias que se han generado entre muchos políticos y sus seguidores de diferentes países a causa de la pandemia.

En otros capítulos del libro me he referido a la socialización del conocimiento, que no es sino una forma de democratización del saber, al alcance de todo el mundo. Por supuesto, en la actualidad, la enorme cantidad de información disponible requiere millones de gigabytes, por lo que los seres humanos nos hemos especializado hasta niveles increíbles. Pero lo esencial de la información está a disposición de la mayoría. No olvidemos que el cerebro humano podría almacenar, según estimaciones de los expertos, hasta 2,5 petabytes (PB), siendo 1 PB = 1 millón de gigabytes. Creo que ya no es necesario desmentir ese mito de que solo empleamos una pequeña cantidad del potencial del nuestro cerebro. Naturalmente que empleamos el cien por cien de sus posibilidades de manera inconsciente. Aunque no lo percibamos, tenemos esa enorme capacidad para almacenar datos y tratarlos. Podemos interaccionar con otras mentes y compartir la información. Cuando esto sucede, los resultados son espectaculares. Cuando se logra unir dos o tres mentes trabajando al unísono, el éxito está asegurado. Si el número de personas de un equipo crece se pueden realizar hazañas increíbles, como conseguir que un artilugio repleto de equipamientos científicos se dé un largo paseo por el sistema solar. Me pregunto hasta dónde podríamos llegar si no existieran recelos en el mundo de la ciencia. Sé que no es sencillo. Los seres humanos no siempre colaboramos. Es complicado organizar equipos de trabajo, siempre inestables por problemas interpersonales. Pero si toda la información conseguida por la humanidad en estas últimas décadas estuviera disponible sin restricciones y pudiera ser empleada y compartida de manera inteligente por muchas mentes pensantes, avanzaríamos a una velocidad todavía más asombrosa. Ese es precisamente el reto que tenemos por delante. La experiencia ha demostrado que la colaboración entre mentes privilegiadas ha sido capaz de alcanzar metas insospechadas en muy pocas décadas.

ATRAPADOS EN EL ASFALTO

Durante muchos años he sido testigo en primera persona de la migración masiva en España de familias enteras desde los pueblos a las grandes ciudades, que crecían de manera exponencial a medida que esas personas se establecían en nuevos barrios periféricos. Y en esta última década he tenido ocasión de observar el mismo fenómeno en China, pero a gran escala y en tiempo récord. Esta migración, que interesa a muchos países, es el último de los procesos demográficos ocurridos durante el desarrollo del Neolítico. La vida en el campo ha sido muy dura desde sus orígenes. Mucho trabajo y siempre pendientes del clima. Y si las tierras eran de otros, la faena aún era más penosa. En las zonas rurales faltaban casi siempre los adelantos técnicos que disfrutaban los urbanitas, como los televisores o las lavadoras automáticas. Desde la década de 1960, España ha experimentado un cambio lento pero continuado en la distribución de la población. En la ciudad surgían oportunidades que no existían en las zonas rurales. Las empresas se iban ubicando en las grandes urbes, donde la comunicación con los destinatarios de los productos elaborados era más rápida y económica. Esos destinatarios podían estar en otras partes del mundo, por lo que las exportaciones podían llevarse a cabo en transportes aéreos y marítimos, solo disponibles en las ciudades con aeropuertos y/o puertos de mar. Las empresas necesitaban trabajadores, que fueron llegando desde poblaciones muy pequeñas próximas a la gran ciudad. En general, las personas que emigraban desde zonas rurales tenían una formación especializada escasa o nula para los trabajos requeridos, y la tenían que adquirir a marchas forzadas en su nueva fase de adaptación. Los salarios no eran muy altos y la periferia de las grandes ciudades se fue llenando de barrios con edificios muy similares, de muy baja calidad, con pisos pequeños y ruidosos. Aunque no hubiera oportunidades a la vista, muchas familias dejaron sus pueblos para buscar mejores opciones en la ciudad. Ya surgirían esas oportunidades. Había que arriesgar y explorar, porque la vida en el campo no daba para mucho más. Los artilugios de consumo, como los coches utilitarios, televisores, frigoríficos, etc., eran un reclamo más. Si vivías en una ciudad, podías llegar a tener a tu alcance estas comodidades.

Este mismo proceso ha sucedido en otros países. Ciudades como Pekín, Shanghái, Hefei o Nanning, por mencionar las ciudades de China que he visitado, no bajan de siete u ocho millones de habitantes y en algunos casos la cifra supera la mitad de la población de toda España. La mayoría de estas ciudades se han conformado en solo unas pocas décadas, gracias al enorme crecimiento del producto interior bruto (PIB) de este país. Volviendo a España, la vida de los emigrantes del campo nunca fue precisamente un camino de rosas. Se ganó algo de tranquilidad económica, que permitió la formación de los hijos de los emigrantes hasta niveles universitarios. Pero no siempre. Los hogares tenían algunas comodidades, pero no todas las que se pudieron soñar. Por el contrario, se perdió la posibilidad de ver un amanecer o un atardecer, de respirar aire no contaminado, de escuchar los sonidos de la naturaleza en lugar de los que genera el tráfico o de disfrutar de la explosión de la primavera. Es por ello que las carreteras de las grandes ciudades sufren atascos interminables durante los fines de semana. El tiempo de cada día se va quemando con ansiedad para disfrutar de unas pocas horas de aquellos lugares abandonados. Esos pueblos perdidos constituyen lo que en los últimos tiempos se ha denominado la España vaciada. Tenemos una gran imaginación para idear nuevos términos. Si observamos las fotografías que toman los satélites de la península ibérica durante la noche podremos ver cómo las luces se concentran a lo largo de la costa y en puntos muy concretos, donde se localizan las ciudades más grandes. En esa España vaciada apenas se percibe una tenue luminosidad.

El fin de semana dura muy poco tiempo, mucho menos de lo que deseamos, y así vamos quemando la vida. Hemos quedado atrapados por el asfalto, en ciudades con una calidad de vida pésima, donde se emplean una o más horas para llegar al trabajo. El tiempo de ocio casi ha desaparecido, porque es difícil que las jornadas laborales bajen de las ocho horas reglamentarias. Ni tan siquiera tenemos tiempo de disfrutar de esos bienes que forman parte material de lo que se ha dado en llamar el estado del bienestar. Ahora ya no sé qué significa esa expresión tan manoseada. Cierto, se ha logrado un sistema sanitario decente, con todas las carencias demostradas durante los días de pandemia, o que todos los niños puedan asistir a colegios públicos y que el talento tenga acceso a la universidad. Y, por cierto, varias investigaciones recientes han tratado de establecer una relación entre las capacidades cognitivas o el comportamiento de niños y niñas y la vida en las grandes ciudades. El último trabajo se ha publicado en la revista Plos One en 2020. Este estudio, firmado por especialistas de varios centros de investigación de Bélgica, ha examinado un elevado número de datos de hasta 620 menores que vivían en zonas rurales, en espacios urbanos abigarrados y en espacios urbanos con baja densidad de población y una gran disponibilidad de zonas verdes de la provincia de Flandes Oriental. Además de la capital, Gante, la mayor parte del territorio de esta región está densamente poblada. Los resultados de los autores de la investigación no se diferencian de otros trabajos previos. Los espacios verdes amplios implican una menor polución, ruido o calor generado por el tráfico. Además, la proximidad a estos espacios verdes está relacionada con menores síntomas de depresión, ansiedad y estrés, mayores posibilidades para la práctica de deportes, etc. No es una gran sorpresa que una mejor calidad de vida en zonas residenciales de las grandes ciudades conlleve, en promedio, una mejora en aspectos cerebrales, como la memoria de trabajo, la capacidad de atención o la agresividad. Tanto el coeficiente de inteligencia como el comportamiento de los menores que viven en zonas urbanas pero rodeados de amplios espacios verdes es significativamente mejor que el de los menores que viven en zonas urbanas con muchas menos posibilidades de acceder a estos espacios. El medio ambiente influye de manera definitiva en las habilidades cognitivas potenciales. Si nuestro futuro consiste en seguir abandonando las zonas rurales y ampliar hasta límites absurdos las grandes urbes, hemos de aceptar las consecuencias. Las zonas residenciales no son tan abundantes y la calidad de vida de la mayoría de los habitantes del planeta y su consiguiente formación seguirán en franca regresión y degradación. Además, una gran densidad de población es el mejor ecosistema para los agentes biológicos patógenos. Lo sabemos muy bien.

Por otro lado, muchos países ya disponen de pensiones relativamente dignas, una seguridad social aceptable y una enseñanza pública razonable. Ese estado de bienestar no nos parece suficiente, porque deseamos poseer una serie de bienes materiales que consideramos imprescindibles para obtener la felicidad. Ya sabemos que las tendencias económicas y políticas de las últimas décadas, y que se resumen en la llamada corriente neoliberal, están detrás de esos deseos. No entraré en el debate de esta doctrina, que requiere una profunda reflexión ajena a los objetivos fundamentales de este libro. Pero lo cierto es que la tendencia observada en muchos países ha consistido en tratar de que cada persona o cada familia disponga cada vez de más y más bienes materiales. Todo ello nos ha llevado a olvidar lo más importante de ese estado idílico de bienestar. Lo hemos podido comprobar también durante los primeros meses de la pandemia, cuando los hospitales se colapsaban y carecían de lo necesario para evitar que los sanitarios se contagiaran. Tampoco hemos sido capaces de encontrar soluciones perfectas para la educación escolar. Hemos tenido que improvisar sobre la marcha. Me temo que tendemos a confundir y distorsionar el concepto de bienestar, que se ideó como idea política hace ya muchas décadas. Porque ese bienestar también puede consistir en el disfrute de una reunión de amigos, la contemplación de un cielo limpio de polución lumínica o contaminante, un baño refrescante en la playa, un simple paseo al atardecer, la lectura de un buen libro, y quién sabe cuántas cosas más se nos pueden pasar por la cabeza. Esas cosas tan sencillas no cuestan tanto y no se consiguen rodeándonos de artilugios tecnológicos o vehículos cada vez más rápidos. Tal vez haya que repensar este tipo de cuestiones. He conocido a personas que lo tienen todo y que no tienen nada.

Este es el desarrollo que hemos deseado y que ahora nos pasa una factura muy cara. Por fortuna, nos da algo de tiempo para practicar algún deporte. Es necesario porque el aparentemente cómodo trabajo delante de la pantalla de un ordenador puede ser perjudicial para nuestra salud. Resulta paradójico.

Lo más terrible de todo es saber que muchas de las personas que llegaron desde el campo en busca de una vida mejor han terminado falleciendo casi de manera anónima en residencias de ancianos de las grandes ciudades, principales focos de la pandemia del coronavirus. Otra triste paradoja. Veremos si este modelo continúa en un futuro próximo, pero hemos de ser conscientes de que el paso que hemos dado en estos últimos años es únicamente un escalón más de la revolución neolítica. Somos demasiados y los puestos de trabajo que genera una ciudad no dan para todo el mundo, excepto que se reparta la miseria.

CIENCIA Y TECNOLOGÍA

Durante los últimos 150 años hemos asistido a un crecimiento exponencial de la ciencia que ha generado aplicaciones tecnológicas extraordinarias. La base fundamental de ese progreso se sustenta en dos hechos. En primer lugar, los científicos nos hemos apoyado en los avances de quienes nos han precedido, leyendo sus investigaciones, tratando de mejorar los resultados y evitando caminos que se mostraron equivocados. Por otro lado, la ciencia ha sido cada vez más colectiva, primando los equipos pluridisciplinares sobre la individualidad. Cuando tienes ocasión de leer los trabajos anteriores a la década de 1980, no es sencillo encontrar investigaciones cofirmadas por más de dos o tres científicos. En cambio, es muy común leer artículos científicos de esa época elaborados por un único autor. Esto ha ido cambiando a marchas forzadas, sencillamente porque la información crece de manera imparable y la erudición singular ha dejado paso al trabajo en equipo. Por descontado, existen científicos concretos que suelen liderar o coliderar los trabajos, pero que necesitan imperiosamente del apoyo de otros colegas. Además, han ido surgiendo poco a poco los consorcios, en los que grupos amplios de diferentes países comparten información y producen avances importantísimos cada vez que llegan a resultados concretos. Así está sucediendo con las investigaciones sobre el cerebro o sobre el genoma humanos, aspectos que ya he comentado en las páginas de este libro. Puedo imaginar a Charles Darwin, repasando una y otra vez sus ideas sobre la selección natural y la evolución de los seres vivos en la soledad de Down House, su hogar en las afueras de Londres. Si Darwin hubiera trabajado con un amplio equipo de colaboradores, es posible que sus teorías hubieran aparecido mucho antes. Es más, gracias a la carta que le envió Alfred Russel Wallace (1823-1913) expresando sus mismas ideas y solicitando su opinión, Darwin apretó el acelerador para sacar de su mente lo que había reflexionado en soledad.

Lo que resulta muy sorprendente es que hayamos dado pasos de gigante en algunos ámbitos de la ciencia, dejando desatendidos otros no menos importantes. La carrera espacial es el aspecto más conocido. Ya hemos enviado artilugios perfectamente equipados para darse una vuelta por el sistema solar, de los que recibimos una inmensa cantidad de datos sobre esa pequeña parte del universo. No se puede negar el inmenso valor de esta información, pero no es menos cierto que existe un componente de propaganda política muy importante detrás de estos éxitos científicos. Menos conocida es la carrera científica armamentística, que no ha cesado desde que los humanos nos asentamos en territorios concretos. La metalurgia de la prehistoria tuvo varias fases, comenzando por el uso del cobre, su aleación con cantidades variables de estaño para formar el bronce, o el uso generalizado del hierro. Además de su utilización con fines pacíficos, la dureza de los metales se empleó de manera sistemática en la consecución de herramientas cada vez más letales. El mayor poder destructivo de los arsenales de guerra no se puede atribuir a los gobernantes, sino a mentes pensantes capaces de innovar armas progresivamente más eficaces para causar la muerte.

Y lo hicieron a propósito o sin querer. No podemos culpar a Albert Einstein (1879-1955) de que su famosa ecuación e = mc2 fuera la base de la mayor destrucción causada por un arma militar. Las circunstancias de la segunda guerra mundial nada tienen que ver con este científico, que se vio obligado a enviar una carta al presidente Franklin D. Roosevelt para advertir de las intenciones de los nazis para construir bombas nucleares con uranio radioactivo. Su carta fue el origen del Proyecto Manhattan, que otros científicos se encargaron de liderar para construir las bombas atómicas que aniquilaron Hirosima y Nagasaki.

En contraste con estos avances destructores, tan acordes con la propia naturaleza del ser humano, ignoramos todavía la existencia de muchas de las especies que habitan nuestro planeta. El conocimiento de esa biodiversidad y de los ecosistemas en general no parecen ser de importancia, cuando dependemos totalmente de ellos. También desatendemos investigaciones básicas que no consideramos relevantes. Es más, desde las instituciones oficiales de todos los países se habla de ciencia básica y de ciencia aplicada. Me parece que la ignorancia que está detrás de esa dicotomía es patética. La ciencia es la ciencia, sin apellidos. Cuando surge alguna aplicación de interés, resulta gratificante. Pero el hecho de gastar dinero para desarrollar aplicaciones no es invertir en ciencia, sino en esas aplicaciones. La ciencia que está detrás de ellas ha sido ya realizada, posiblemente con medios muy escasos, pero a partir de mentes brillantes. Volviendo a Einstein, este gran científico desarrolló sus teorías simplemente por el hecho de que era un genio. Pero nunca pensó que su ciencia básica tuviera una aplicación tan nefasta.

Tampoco hemos dedicado demasiada importancia a los virus, que también forman parte de los ecosistemas del planeta. De sobra sabemos que existen cientos de miles de especies diferentes. El origen de los virus se remonta a un período entre hace 3.000 y 2.500 millones. Son organismos muy sencillos, con un tamaño inferior a 0,75 micras. Una pequeña cápsula de proteínas envuelve un fragmento más o menos largo de ADN o ARN, cuya función es la de construir su propio envoltorio proteico y replicar en la célula huésped la molécula que protege su código genético. Puesto que los virus no tienen una membrana protectora, como todas las demás células, carecen de metabolismo propio y no pueden replicarse por sí mismos, ni siquiera pueden ser considerados seres vivos. La investigación de los virus y de la defensa que hemos de tener frente a ellos podría ser un programa prioritario. Sin embargo, el presupuesto en defensa militar es muy superior al que dedicamos a la ciencia. Por poner un ejemplo, Estados Unidos dedica cada año más del tres por ciento de su PIB a gastos militares, lo que supone cerca de 1.700 € por cada habitante de ese país. Así podríamos ir analizando todos los países industrializados, comprobando la ingente cantidad de dinero que dedicamos a pelear entre nosotros o a tratar de evitarlo con dinero que empleamos en armas disuasorias de una capacidad destructora inimaginable. Me parece muy complicado modificar ese escenario, porque seguimos las directrices de nuestro genoma. Siempre hemos peleado y no dejaremos de hacerlo. Eso sí, ahora disponemos de arsenales letales. Es difícil evitar ser como somos. Seguiremos eligiendo gobernantes con escasa capacidad para cumplir con éxito su papel en las sociedades del siglo XXI, incompetentes para ponderar lo que resulta más conveniente para la humanidad. La soberbia de los países desarrollados está, sin duda, detrás del avance de la pandemia del SARS-CoV-2. Puesto que hemos sido capaces de erradicar muchas enfermedades de nuestras vidas y controlamos otras, como la propia gripe, quizá hemos pensado que seríamos capaces de evitar que un nuevo virus produjera una catástrofe de consecuencias tan dramáticas. ¿Habremos aprendido la lección? Me permito dudar de ello. Seguramente cambiaremos algo de nuestro estilo de vida. Siempre sucede. Pero en cuanto llegue la solución, nos olvidaremos de que las pandemias se repiten cada cierto tiempo. Solo hay que revisar las hemerotecas.

BIOLOGÍA VERSUS CULTURA

A lo largo de las páginas de este libro he tratado de convencer a los lectores de nuestra proximidad biológica con los chimpancés o los gorilas, a pesar del tiempo transcurrido desde nuestra divergencia. Espero haberlo conseguido. Por supuesto, algunos de los rasgos biológicos que poseemos nos diferencian de ellos. Nuestro cerebro es tres veces más grande y hemos adquirido un neocórtex de dimensiones notables. Pero esto no quiere decir que este órgano nos llegue de serie a todos los seres humanos y con las mismas capacidades cognitivas. Cada cerebro individual tiene sus peculiaridades y hemos de desarrollarlas. Los genes están ahí, con su magnífica y providencial diversidad. Eso nos capacita para ser una especie rica en talento, que hemos de cultivar. Si esa aptitud no se puede desarrollar como consecuencia de circunstancias adversas, de nada sirve la expresión de los genes. Una persona potencialmente inteligente no aprenderá siquiera a pronunciar algún tipo de lenguaje o a tener una conducta razonable si se cría fuera de un entorno social con otros seres humanos. Los genes no pueden expresar todo su potencial sin el debido aprendizaje. Por el contrario, una persona de capacidades medias para una determinada habilidad puede llegar a sobresalir con entrenamiento y esfuerzo. El secreto reside en forzar una conectividad neuronal no programada.

Muchos seres humanos tienen una enorme inquietud por aprender y conocer. El conocimiento es una idea fija que se debe cumplir por encima de cualquier otra consideración. Esas personas pueden llegar a tener una gran capacidad para innovar en cualquier ámbito de las artes, las letras o las ciencias. El porcentaje de personas con esas inquietudes es muy amplio, en una humanidad que supera ya los 7.700 millones de individuos. Es por ello que el progreso avanza de manera incontenible. Pero desgraciadamente, existen otras muchas personas que pueden emplear el progreso de manera imprecisa, torpe, retorcida o en su propio beneficio. Siempre digo que somos primates con armas de destrucción masiva en nuestras manos. Podemos destruir todo ese progreso si no damos un uso adecuado a los conocimientos generados por la humanidad. En mi modesta opinión, ese es el mayor reto al que nos enfrentamos en estos momentos. La cultura progresa a gran velocidad, pero la evolución biológica necesita muchas generaciones para que se produzca un cambio apreciable. Ya lo dije antes. Tampoco es esperable o deseable que nos transformemos en verdaderos robots, sin emociones ni sentimientos, para poder realizar todas nuestras acciones de manera correcta y conveniente. No nos podemos extirpar las diferentes regiones del sistema límbico y quedarnos solo con las más «nobles» del cerebro. De entrada, moriríamos sin remedio, porque el corazón dejaría de funcionar y nuestros pulmones no recibirían oxígeno para alimentar al cerebro. Estamos atados a nuestra condición de especie biológica, pero con un nicho ecológico muy particular. ¿Sabremos cómo manejar esta situación tan extraordinaria que nunca antes había sucedido en la historia de la Tierra? Esa es la gran pregunta. La cultura nos puede ayudar a seguir progresando de manera exponencial o nos puede destruir. Es la gran paradoja de nuestra especie.

Un ejemplo, que no tiene nada que ver con la posibilidad de que algún político perturbado pulse la tecla que nos lleve al desastre, está relacionado con la propia investigación científica. Además de primates descontrolados provistos de tecnología potencialmente letal, somos primates curiosos en extremo. Una de las cuestiones que nos ha atormentado durante cientos de años ha sido la obtención del elixir de la eterna juventud. En la actualidad, existen muchos proyectos en curso para conseguir que los seres humanos podamos vivir más años y en mejores condiciones. Un ejemplo muy conocido y cercano son las investigaciones que lidera María Blasco en el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO), en Madrid. Este grupo lleva años investigando la relación entre la longevidad y el acortamiento de los telómeros, el tramo final de los cromosomas. El objetivo de los telómeros es proteger los genes cada vez que se produce una división celular. Cuando la unidades morfológicas y funcionales de todos los seres vivos se dividen para producir dos células hijas, los telómeros se acortan. Las divisiones celulares continúan hasta el punto de que los telómeros ya no cumplen su cometido. Cuando esto sucede, los cromosomas no pueden realizar sus funciones y la célula muere. Este fenómeno termina por afectar a todas las células del organismo y, poco a poco, sobreviene la vejez y, con ella, la muerte. El grupo de María Blasco ha sido capaz de establecer una relación entre la longitud y capacidad de regeneración de los telómeros y la longevidad en diversas especies. Nuestros telómeros no son particularmente largos, pero su ritmo de acortamiento es muy lento. Si se pudiera acortar aún más esa velocidad, tenderíamos a ser más longevos. Hay que saber distinguir entre los trabajos serios y publicados en revistas de prestigio, como los de María Blasco y su equipo, de las predicciones realizadas sin rigor y sin un programa científico formal detrás. Es muy frecuente leer artículos y entrevistas de personas visionarias que casi predicen nuestra eternidad. No es mi intención entrar en el debate de esas predicciones, casi de ciencia ficción, realizadas por individuos que aventuran la posibilidad de conseguir una vida extremadamente larga. Me temo que no hay bases científicas serias para realizar esas afirmaciones. No soy experto en ese tema, pero creo saber distinguir entre los programas científicos serios y las afirmaciones carentes de rigor.

Las investigaciones sobre nuestra longevidad continúan e iremos viendo resultados en un futuro no muy lejano. De momento, con una buena higiene, una dieta sana, la práctica de deporte de modo racional, optimismo y sentido del humor hemos conseguido superar con holgura los límites de la naturaleza. Nuestra vida natural, ya lo he dicho antes, no debería sobrepasar con mucho el límite de los cincuenta años. Sin embargo, en muchos países existe un número significativo de personas centenarias. Sin entrar en cuestiones tan polémicas como la enorme desigualdad en el acceso a los medios que permiten esa mejor calidad de vida, la ciencia conoce ya muchos de los secretos que hacen envejecer a nuestras células y, por ende, a los individuos. Si las investigaciones continúan por el buen camino, quizá no tardaremos en conseguir que muchos seres humanos puedan vivir 120 años. Este ya es un logro al alcance de la ciencia bien contrastada. Pero este escenario plantea un par de cuestiones, que a buen seguro ya se han hecho los propios científicos.

En primer lugar, ¿nos permitirán estos avances vivir con mayor calidad de vida durante esa larga vejez? Seguramente, la respuesta es afirmativa. Si a la higiene, la práctica deportiva y a una dieta sana añadimos remedios tecnológicos aportados por la ciencia, es muy posible que muchas personas centenarias disfruten de una salud envidiable. Insisto en que, a pesar de los mejores propósitos, estas supuestas ventajas no serán controladas por los propios científicos, como sucedió con el Proyecto Manhattan, y no serán tan «democráticas» como de manera ingenua podemos creer. Otra cuestión no menos importante es el crecimiento exponencial en el número de seres humanos que vivimos en el planeta. La mortalidad bajará de manera muy notable, pero la tasa de natalidad podrá seguir su curso. Nuestra estrategia evolutiva nos ha llevado a tener más descendientes con el mismo tiempo de fertilidad que los simios antropoideos. No hay vuelta atrás. En algunos países son los propios padres quienes controlan la natalidad. En otros existe un cierto control del Estado, mientras que en la mayoría no se aplica ninguna norma. Es posible que la retirada del trabajo activo pueda retrasarse todavía más, siguiendo los patrones que ya estamos viendo en la actualidad. Habría más personas de edad avanzada trabajando, mientras que los más jóvenes no encontrarían un trabajo digno. Si nos podemos retirar a los setenta años, por decir una cifra concreta, y viviéramos treinta años más con una salud excelente, sería imposible mantener el modelo económico. Así que estas investigaciones, que obviamente tienen todo mi reconocimiento, nos ponen ante un dilema crucial: ¿Quién lo puede resolver?, ¿qué fórmulas aplicaremos? Desde luego, insisto en que los científicos tendrán poco que aportar a la solución una vez que consigan aplicar sus resultados a la mayor longevidad. Porque hemos de tener algo por seguro y es que el planeta tiene recursos limitados y no disponemos todavía de tecnología suficiente para buscarlos en otros lugares, al menos en el corto y medio plazo.

Y quiero agregar que las investigaciones a favor de que los humanos podamos vivir más tiempo son muy desiguales. Aunque en el siguiente capítulo trataré de aspectos relacionados con el cambio climático, no viene de más recordar que todavía somos incapaces de predecir terremotos y tsunamis, que pueden provocar varios cientos de miles de fallecimientos en un único evento. Recordemos que el tsunami ocurrido en el océano Índico en 2004 se llevó por delante la vida de 275.000 personas, sin contar los desaparecidos. Tampoco podemos detener los efectos devastadores de un huracán, aunque vivamos en países muy desarrollados desde el punto de vista tecnológico. En otras palabras, seguimos siendo insignificantes frente a la naturaleza, a pesar de toda nuestra inteligencia y de la sabiduría acumulada.

EL ANTROPOCENO

¿Estamos influyendo en el devenir de la Tierra con nuestra presencia en la biosfera?, ¿estamos dejando una huella indeleble de nuestro paso fugaz por el ecosistema global? Desde hace pocos años se viene discutiendo sobre la necesidad de diferenciar la evolución normal del planeta de los posibles efectos perniciosos causados por la acción humana. Una gran mayoría pensamos que la respuesta a las dos preguntas iniciales es afirmativa. De acuerdo con los acuerdos internacionales, el Holoceno comenzó hace unos doce mil años antes del presente. Los efectos de la actividad humana en el Neolítico se dejaron sentir desde el principio, hace unos nueve mil años. Pero el impacto más importante es relativamente reciente, quizá desde la primera gran revolución industrial ocurrida en algunos países en el siglo XVIII. Paul Crutzen, ganador del Premio Nobel de Química en 1995 por sus estudios sobre la influencia de la capa de ozono en el planeta, pronunció el término «Antropoceno» en 2000 durante una conferencia. Desde entonces, este término ha empezado a ser debatido en multitud de congresos relacionados con el medio ambiente.

En 2009, se creó el Grupo de Trabajo del Antropoceno, dirigido por Jan Zalasiewicz, de la Universidad Leicester, en Inglaterra, y en el que participa mi buen amigo el geólogo Alejandro Cearreta, de la Universidad del País Vasco. Este grupo fue impulsado por la Comisión Internacional de Estratigrafía, porque entendió que era una propuesta muy seria. Desde hace tiempo, los seres humanos hemos ido desechando una ingente cantidad de lo que Alejandro Cearreta denomina «tecnofósiles», lo que ha creado una verdadera tecnosfera. Con este término se refiere a todos los desechos de nuestra actividad, que tardarán cientos, si no miles de años, en reciclarse por sí mismos. Llenan vertederos, espacios públicos y quedan acumulados y escondidos en los fondos marinos, allí donde no los podemos ver, evitando así que se agiten nuestras conciencias. Además, y como bien sabemos, la actividad humana ha producido en poco tiempo el calentamiento de la atmósfera y los océanos, así como la acidificación de las aguas. Esa huella ya está presente en muchos lugares y quedará impresa para siempre. Los acontecimientos ocurridos en el planeta siempre han dejado su rastro. Mientras se van formando, las rocas capturan cualquier tipo de información, que los geólogos son capaces de leer para inferir lo que sucedió en el pasado. Con esos datos y tras llegar a un consenso, los expertos dividen el tiempo geológico mediante criterios largamente debatidos. Lo vimos en el primer capítulo. La aparición del género Homo es el hito que se emplea para hablar del Cuaternario. Nombres como Jurásico, Cretácico o Pleistoceno ya nos resultan muy familiares. La actividad humana está siendo tan considerable que está dejando esas señales indelebles en los sedimentos que se depositan hoy en día en océanos, mares, lagos, ríos y otros lugares del planeta. Las propias acumulaciones de objetos terminarán por compactarse y formar capas duraderas, que ya reciben el nombre de plastiglomerados y que datan de mitad del siglo XX. En la actualidad, se busca el mejor lugar para definir el Antropoceno, como se ha hecho con cada período geológico.

En las playas vizcaínas de Tunelboca y Gorrodatxe, cerca de Getxo, se puede observar una acumulación de hasta ocho metros de escoria, plásticos, ladrillos y vidrios procedentes de lo que el mar ha devuelto de los desechos de los altos hornos de Vizcaya. Desde 1902, los barcos se llevaban estos materiales para depositarlos en el mar, pero muchos se quedaron en la plataforma marina de las costas de esta provincia. Era una manera de quitar de nuestra vista aquello que nos molestaba. Pero el mar ha ido devolviendo a las playas esos materiales, que se acumularon hasta la década de 1980, formando un verdadero acantilado de tecnofósiles. Para Alejandro Cearreta, este sería un buen ejemplo para definir el estratotipo[118] del Antropoceno.

No todo el mundo está de acuerdo en definir esta nueva fase geológica, que consideran más una forma de activismo político que una realidad científica. La propuesta debería ser aprobada por la Comisión Internacional de Estratigrafía, para lo que tendría que cumplir una serie de condiciones. Demasiadas formalidades y demasiados intereses. Es posible que el nuevo período nunca llegue a aprobarse y se quede en una formulación más de las que llenan a diario los medios de comunicación. También es posible que ni siquiera lleguemos a estudiar la propuesta en los documentos lectivos oficiales, porque a lo peor ya no queda nadie en el futuro para hacerlo. Lo que sí es un hecho cierto es que el estudio del Antropoceno y otras muchas cuestiones sobre la humanidad formaban parte de un máster de la Universidad del País Vasco que se titulaba «Cambios ambientales y huella humana», y del que quien escribe estas líneas formaba parte como profesor. Sin duda, en él se trataban materias muy importantes que nos deberían importar a todos. Pero el máster desapareció de esta universidad por falta de interés social. El número de estudiantes matriculados acabó por ser insuficiente. Es por ello que suenan todas las alarmas: ¿A quién le importa lo que está sucediendo en el planeta? Esos conocimientos no proporcionan puestos de trabajo y los estudiantes no están dispuestos a perder el tiempo y el dinero de la matriculación. Interesa más estudiar alguna profesión más rentable, aunque se sigan acumulando más tecnofósiles en las playas de Tunelboca y Gorrodatxe y en las costas de todo el mundo. Imaginemos que nuestra especie desaparece en un tiempo relativamente breve. Si dentro de unos cuantos millones de años llegaran al planeta seres inteligentes, se encontrarían con una fina capa geológica, bien compactada que tardarían en identificar. El adjetivo «fina» está elegido a propósito, porque no tendremos mucho tiempo para seguir acumulando tecnofósiles. Nuestra huella habría sido tan efímera que se notaría solo como una capa más de la secuencia estratigráfica del planeta. No deseo que estas últimas sentencias suenen catastrofistas. Pero lo cierto es que el camino elegido por nuestra especie, quizá de manera inconsciente, parece estar equivocado. Si es así, ¿tendremos suficiente inteligencia y capacidad para cambiarlo? Espero que la respuesta sea afirmativa. El desarrollo no tiene por qué ser perjudicial para la salud de la Tierra y los humanos, sino todo lo contrario. La ciencia y la tecnología deberían ayudarnos a salir adelante.

Ir a la siguiente página

Report Page