Dioses y mendigos

Dioses y mendigos


15 Un futuro posible

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15Un futuro posible

Estas próximas líneas enlazan con lo que hemos leído al final del capítulo precedente. Desde hace años, todos venimos observando cambios en la temperatura, en la cantidad de nieve que cae durante el invierno, las heladas, los fenómenos meteorológicos poco habituales que se repiten con cierta frecuencia o la duración de las estaciones. También observamos cambios en la conducta de muchas especies. Por ejemplo, la época de celo de las aves y la puesta de huevos se han adelantado. No es necesario que muchas organizaciones, instituciones y personas nos recuerden que el clima está cambiando. Por intereses que bien podemos imaginar, algunos gobernantes niegan lo evidente y convencen a sus seguidores de que el cambio climático es solo una patraña. Pero lo cierto es que ese cambio se nos viene encima. Solo tenemos que leer las conclusiones a las que llegan los científicos que forman parte del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) de la ONU.

CLIMA CAMBIANTE

Según hemos podido leer en los primeros capítulos del libro, podemos afirmar que somos hijos de un cambio climático. Cuando la Tierra se enfrió y fueron desapareciendo los bosques de África, nos adaptamos a las nuevas condiciones y evolucionamos. Este es un mensaje muy positivo, porque hemos llegado hasta el presente a pesar de todas las vicisitudes que nuestra filogenia ha experimentado en épocas pretéritas. Además, el estudio del pasado tiene un enorme interés para poder hacer predicciones de futuro. En lo que al clima concierne, se conocen bien las oscilaciones ocurridas en los últimos cinco millones de años. Nos interesa muy especialmente lo sucedido durante el último millón de años, cuando la crudeza del frío glacial fue mucho mayor. La denominada transición del Pleistoceno Medio modificó la duración y la intensidad de las oscilaciones climáticas. El tiempo transcurrido en cada una de esas épocas, frías o cálidas, no ha sido constante. Pero la magnitud de los cambios se ha mantenido en cotas muy similares. Vamos a fijarnos en el registro del clima durante el Pleistoceno Superior, en el intervalo de tiempo que comprende desde hace 130.000 años hasta el inicio del Holoceno, hace unos doce mil años. Durante los primeros sesenta mil años, la temperatura media del planeta fue descendiendo, pero se mantuvo en límites aceptables. Hace setenta mil años, la Tierra experimentó un brusco descenso de las temperaturas y comenzó un período glacial, que tuvo su máxima expresión hace unos 29.000 años. La última glaciación tuvo una duración de 56.000 años y dejó una capa de hielo permanente en buena parte del hemisferio norte. Las poblaciones de la especie Homo neanderthalensis o bien se extinguieron, o bien se replegaron hacia las costas del Mediterráneo. La especie se fragmentó en grupos pequeños, distanciados unos de otros. La endogamia empobreció su riqueza genómica y el clima terminó por derrumbar un imperio, construido en territorios del hemisferio norte durante más de cuatrocientos mil años.

Hace 120.000 años, mucho antes de la definitiva extinción de los neandertales, nuestra especie ya se estaba expandiendo fuera del continente africano. Ese momento coincidió con un pico de temperaturas elevadas en todo el planeta. Tardamos mucho tiempo en conseguir una cultura capaz de afrontar el clima de la última etapa glacial. Pero es evidente que lo conseguimos. De no ser así, jamás habríamos podido colonizar el hemisferio norte, ni llegar hasta Beringia para ocupar las Américas. Superamos todos los obstáculos climáticos y llegamos al final de la última glaciación. Ahora nos encontramos en un período interglaciar, al que todavía le quedan unos 43.000 años de bonanza. Esa predicción se puede hacer estudiando la constancia en la duración temporal de las oscilaciones climáticas. En otras palabras, tendríamos por delante unas 1.720 generaciones para seguir mejorando nuestra capacidad tecnológica y afrontar una época muy fría, en la que la capa de hielo perpetuo llegará de nuevo hasta latitudes de unos 50° N. Es una predicción científica, basada en lo que ha sucedido en épocas glaciales anteriores. No tendremos capacidad para detener este cambio, que se origina por la combinación de los diferentes movimientos de nuestro planeta[119]. Sin embargo, la tecnología habría progresado lo suficiente como para vivir en condiciones extremas. Pero para que nuestra especie pueda vivir ese momento, los humanos actuales hemos de tener la suficiente sensatez para evitar que el clima se modifique de manera artificial hasta una situación insostenible. Todavía no estamos preparados para afrontar el cambio climático brusco que se avecina con los medios tecnológicos de los que disponemos en la actualidad. La pandemia de la covid-19 sería una anécdota en nuestras vidas comparada con los efectos devastadores que puede causar el ascenso de un par de grados en la temperatura del planeta por la acumulación de gases que favorecen el efecto invernadero.

El SARS-CoV-2 no será el último de los virus que nos pondrá a prueba. Pero hay que ver siempre la parte positiva de las circunstancias adversas. Hemos podido comprobar cómo en un par de meses de confinamiento se reducía la polución al cincuenta por ciento, y que la vida en el campo se abría paso durante nuestro aislamiento. No es sino una evidencia muy oportuna de lo que podríamos hacer con un poco de sensatez. Ahora bien, no todo consiste en encerrarse durante meses hasta que la polución del planeta descienda a un nivel razonable. Saldríamos del confinamiento sencillamente para desparecer en poco tiempo, porque la economía se habría derrumbado del todo. La lección se debe entender de otro modo y quienes saben de economía ya lo están advirtiendo.

El último de los innumerables trabajos que han publicado los expertos en las mejores revistas científicas del mundo sobre el calentamiento global nos habla de las consecuencias del incremento de la temperatura en los próximos cincuenta años. Un tercio de los habitantes de la Tierra, que podrían sumar para entonces 3.500 millones de personas, se verían abocados a vivir en regiones con un clima similar al del desierto del Sahara. Como bien podemos comprender, esta situación límite es imposible, aunque se construyeran refugios para albergar a una población tan numerosa. Las consecuencias serían similares a las que sucedieron hace unos cincuenta mil años con los neandertales. Si ahora se están produciendo migraciones masivas hacia el norte en busca de una vida mejor, las migraciones de 2070 serían verdaderas invasiones de aquellas personas que hubieran sobrevivido. Por supuesto, creo innecesario explicar lo que podría ocurrir, porque quienes tuvieran la suerte de vivir en las regiones menos afectadas defenderían su estatus territorial sin miramientos.

El cambio climático es una amenaza real, que ya vemos en el horizonte. El escenario es un camino cada vez más estrecho, que termina en un abismo. Las posibilidades de buscar un desvío alternativo cada vez son menores. Y la vuelta atrás se me antoja complicada, pero no imposible. De manera voluntaria parece difícil conseguirlo, porque los países más contaminantes no desean perder su primacía económica. Al fin y al cabo, esa primacía implica poder de decisión a nivel global. Vuelvo de nuevo a esa frase de Antonio Álvarez Pérez que comenté en el prólogo: «La inteligencia nos lleva al progreso». Es posible, pero también nos puede llevar al desastre. Debemos entender la inteligencia como un rasgo más de nuestra biología, no como una característica poco menos que divina o como algo excepcional. Las circunstancias evolutivas del género Homo han favorecido esta capacidad y la han potenciado. Pero nuestra mente, por muy extraordinaria que nos parezca, no ha evitado que nos encontremos ante una situación muy compleja, llena de interrogantes y problemas a los que no es sencillo dar una solución. Si fuera tan excepcional, no estaríamos con la preocupación del cambio climático en ciernes que ha provocado nuestra inteligencia, que no debe ser tan avanzada como creemos. ¿Qué sucederá cuando veamos el abismo ante nuestros pies?, ¿cómo reaccionaremos?, ¿lo haremos de manera eficiente? Lo cierto es que estamos ya muy cerca de conocer la respuesta a esas preguntas. El tiempo para llegar al límite de lo que los expertos denominan el «no retorno» se está agotando.

El cambio climático es un enorme problema que continuará dando titulares y creando una conciencia social imparable. Las redes sociales, que ahora mencionaré, están contribuyendo a esa conciencia que consigue movilizaciones incómodas para los gobiernos. Las revoluciones han sucedido en muchas ocasiones. Muchas han sido controladas, pero otras han triunfado. Los movimientos relacionados con el cambio climático cada vez tendrán más seguidores, porque las evidencias son demasiadas y demoledoras. El miedo a este fenómeno será mucho mayor que el temor ante cualquier represalia contra las movilizaciones sociales. Los intereses mercantilistas tomarán buena nota y cambiarán sus estrategias. Los gobiernos no tendrán más remedio que actuar y con rapidez, porque las comunicaciones de las redes sociales son cada vez más poderosas, incluso en los países que las controlan. Por último, no me resisto a transcribir una parte de las respuestas de Stephen Hawking durante una entrevista concedida a TVE1 durante el Festival Internacional Starmus, celebrado en Tenerife en 2014. A propósito del cambio climático, el físico comenzó diciendo: «… en caso de que nuestra especie supere los próximos cien años…». Hawking afirmó a continuación que la evolución de la humanidad podría continuar fuera de la Tierra. Demostró así confianza en la capacidad del ser humano para lograr la tecnología capaz de llevarnos muy lejos de nuestra galaxia, al mismo tiempo que expresaba su desconfianza en que fuéramos capaces de seguir evolucionando en nuestro planeta durante mucho tiempo.

Muchas personas defienden el cambio hacia un modelo «verde», que no necesita más explicaciones porque nos resulta cada vez más familiar. No es fácil realizar un cambio de sistema en pocas décadas. Pero es deseable y necesario. Todos sabemos que los aviones comerciales son una fuente brutal de contaminación, aunque no la única. No me parece sencillo que puedan construirse en tiempo récord aeronaves capaces de volar con otro tipo de combustible que no sea el keroseno. Las aeronaves movidas con electricidad ya se están anunciando, pero pasará algún tiempo antes de ser operativas para toda la sociedad.

Quiero destacar una frase pronunciada el 7 de mayo de 2020 por la vicepresidenta Carmen Calvo, que dio positivo en covid-19 y estuvo confinada durante unas cuantas semanas. En ella confesaba su lógico miedo y abogaba por la rehumanización. El término usado me llamó la atención. Puedo asumir que la señora Calvo piensa en el término «humano» más como un adjetivo que como el sustantivo que damos a los miembros de nuestra especie, tal y como apunté en el prólogo del libro. Pero la idea que nos propone la vicepresidenta del Gobierno se entiende perfectamente. Nuestra mejor cualidad sería la de ser humanos. Es evidente que Carmen Calvo ha tenido ocasión de percibir con mucha frecuencia la versión menos excelente de la humanidad. Si he comprendido bien lo que ella quería expresar, comparto su deseo, ¡cómo no!, pero mucho me temo que la biología de nuestra especie no puede cambiar en un par de meses. Me vienen a la memoria las ideas de mis colegas Eudald Carbonell y Robert Sala vertidas en su obra Aún no somos humanos (Quinteto, 2003). La portada de este libro es inquietante, porque muestra la imagen de un chimpancé unida a una instantánea de las Torres Gemelas de Nueva York pocos minutos después del impacto de los aviones. Carbonell y Sala piensan que todavía estamos en el camino de llegar a ser humanos. Según estos investigadores, la tecnología nos permitiría mejorar y alcanzar un nivel mucho más avanzado en los aspectos psicológico e intelectual, que nos transformaría en verdaderos seres humanos, de acuerdo con el concepto más ideal del término. De alguna manera, el término rehumanización abunda en la misma idea. Me gustaría que ese magnífico deseo se cumpliera. No obstante, nuestro ADN ejerce una dictadura implacable, contra la que se ha de luchar cada día para evitar seguir nuestros peores instintos. La dicotomía bondad-maldad, si se puede expresar de esa manera, seguirá existiendo siempre en la variabilidad de la conducta humana. No obstante, sabemos que la expresión de los genes está modulada por el ambiente. Y es ahí donde podemos intervenir, intentando que el mundo sea un lugar más justo y equilibrado, en el que se puedan minimizar las formas más reprobables de nuestra conducta. Sería el paso en la dirección correcta, y me temo que representa la única solución para que los miembros de Homo sapiens alcancemos la calificación de humanos con las connotaciones más positivas que encierra este término empleado como adjetivo.

Volviendo a la tecnología, un buen paso adelante sería replantearse el uso más racional del vehículo privado. El futuro debería caminar con rapidez y sin excusas hacia los vehículos menos contaminantes. El impulso tiene que darse desde todos los gobiernos, de manera que vaya desapareciendo de nuestras vidas lo más rápidamente posible ese aspecto tan poco saludable de nuestra rutina diaria. Sería un paso importante hacia esa otra nueva normalidad, que debería ser entendida como una nueva revolución industrial. Antes de la pandemia del SARSCoV-2 se hablaba de esperar hasta 2050 para que los vehículos dejaran de contaminar. Apuesto a que esa fecha se tendrá que adelantar. Lo mismo sucede con los medios para calentar los hogares. Hace pocos años, las densas nieblas oscuras de ciudades como Pekín impedían ver las señales de tráfico a menos de cincuenta metros, por lo que no era difícil perderse de noche incluso en las proximidades de la capital. Vaticiné entonces una mortalidad extraordinaria entre los habitantes de esta y otras localidades similares de China en unos pocos años, como puede suceder en las grandes urbes de cualquier país. La tasa de mortalidad por enfermedades relacionadas sobre todo con los pulmones y con el sistema cardiovascular será aún más elevada que la que producen las enfermedades víricas. Sin duda, es un tema para la reflexión. Nos espantamos por la cifra de fallecimientos diarios con la pandemia de 2020, sin reparar que mucha gente muere por ese otro tipo de enfermedades relacionadas con el aire tóxico que respiramos en las grandes urbes. Esas cifras no salen en los medios de comunicación.

Otro aspecto que debería mejorar en un futuro a medio plazo y de manera irremediable es el reciclaje. Los bienes que estamos consumiendo tienen un límite, y los gobiernos deben apostar por impulsar el esfuerzo que supone dar otra vida a nuestros desechos. Las empresas de reciclado ya están produciendo un cierto número de puestos de trabajo. Ese ámbito de la economía debería crecer de manera exponencial y tendría que ser un componente esencial de nuestras vidas, lo queramos o no. Todo debería poder ser reciclado y reutilizado, porque todo está hecho de los mismos elementos químicos. Es una cuestión de investigación y desarrollo que tal vez todavía no ha tenido el impacto que necesitamos. Estoy convencido de que el reciclaje a gran escala y la energía que se genera con este proceso podrían ser fuente de numerosos puestos de trabajo, porque todo, absolutamente todo se puede reconvertir y reutilizar. Forma parte irrenunciable del futuro verde al que tanto se apela en estos tiempos de pandemia, confinamiento y reflexión.

MUNDIALIZACIÓN

La mundialización, un término que la mayoría conoce como «globalización»[120], se extendió gracias a la necesidad de las grandes empresas de pasar de una economía local a una economía de mercado mundial, en la que incrementar los beneficios y transformarse en lo que hoy conocemos como multinacionales. La globalización política ha favorecido ese proceso posibilitando el libre tránsito de mercancías. Este concepto nos llega de la revolución neolítica, como tantas y tantas cosas, pero en pocos años hemos dado un paso adelante muy significativo. El afán consumista ha podido con todo, porque a nadie le amarga un dulce y la posibilidad de poseer lo que tienen otros en diferentes países. Es más, la integración cultural es un hecho, porque los ciudadanos de muchos países imitan las costumbres de los países preponderantes, incluida la introducción de numerosos vocablos de la lengua original de esas naciones. Este proceso ha sido lento e inexorable, porque la comunicación es una necesidad biológica de primer orden para los primates sociales.

La mundialización sufrirá un duro golpe en esta y sucesivas pandemias, al menos en lo que se refiere al tránsito de personas de un país a otro. Vuelvo, por tanto, al asunto de los vuelos internacionales. Resulta sorprendente que en la era de la comunicación todavía estemos tan atrasados en lo que concierne a las relaciones entre personas a través de las vías informáticas. Creo que durante el confinamiento todos hemos notado cierta ralentización de las comunicaciones, en cuanto el sistema se ha sobrecargado. Y los programas informáticos de comunicación interpersonal todavía han dejado un poco que desear. Queda camino por recorrer en ese aspecto y sospecho que a partir de ahora iremos mucho más deprisa. Aunque seamos primates sociales, que necesitamos la proximidad física, será imperativo potenciar esos sistemas, que abaratarán costes y evitarán tantos desplazamientos innecesarios y contaminantes. Lo siento por las compañías aéreas, que tendrán que reinventarse. Excepto que esto suceda en un plazo muy corto, algo que muy probablemente no ocurrirá, muchas aerolíneas desaparecerán, se fusionarán con otras más potentes o se transformarán. El transporte de mercancías continuará, debido a la interdependencia entre todos los países. Tampoco desaparecerá la necesidad de viajar largas distancias simplemente para hacer turismo y conocer otros lugares. Un problema añadido para la aviación civil es la competencia con trenes de alta velocidad cuando se trata de distancias razonables. La conexión de las islas con territorios más amplios es imprescindible. Pero los desplazamientos dentro de un continente serán cada vez más rápidos y eficaces mediante trasporte terrestre. Se idearán medios alternativos, que serán paralelos a la evolución del sistema ferroviario actual.

En la actualidad, ya están en marcha proyectos espectaculares de vehículos que funcionan mediante levitación magnética. Estos medios de transporte recorrerán más distancia en menos tiempo que los trenes actuales de alta velocidad, evitarán el problema que supone el rozamiento de elementos como las ruedas, por lo que el consumo energético será mucho menor. Ya existen vehículos de estas características, que han alcanzado velocidades de hasta 600 km/h, que supone un avance increíble para el transporte terrestre. También está en proceso el proyecto Hyperloop, propuesto por la empresa estadounidense del mismo nombre. Este plan tan solo tiene tres años de vida, pero es muy posible que las circunstancias obliguen a acelerar su producción. Estos vehículos deben moverse en túneles sin resistencia y también con levitación magnética, y está previsto que alcancen la misma velocidad que un avión comercial. Si estos proyectos se llevan a cabo en un plazo razonable, la aviación civil quedará restringida en poco tiempo a vuelos intercontinentales de larga duración. Todo ha ido muy deprisa en los últimos años y tenemos que adaptarnos cada vez con mayor rapidez.

Me pregunto también si el retorno a las zonas rurales, pero con medios más adecuados, puede formar parte de un futuro próximo. No solo sería posible la formación académica desde la distancia, sino que también la atención sanitaria se llevaría a cabo casi en tiempo real. Muchas de las visitas rutinarias a los centros de salud son prescindibles, una cuestión que ha sido abordada por las administraciones desde hace poco tiempo. Casi siempre, lo que deseamos cuando acudimos a la consulta de un centro de atención primaria es que alguien nos escuche y nos tranquilice. Esa modalidad de la medicina ya puede realizarse con medios informáticos mediante controles telemáticos. Tan solo hay que mejorar los modelos ya ensayados. Aquella persona que necesite un tratamiento urgente no tardaría en llegar a un hospital. Incluso es posible que algunos tratamientos se realicen a distancia. Lo que es insensato es seguir creando o haciendo crecer ciudades gigantescas e inhumanas, en las que la calidad de vida es pésima, en las que la atención médica es más frecuente que en el medio rural, y de las que casi es imposible escapar hacia nuestra necesidad de encontrarnos con la naturaleza. Ahora estoy empleando el adjetivo derivado del término humano para calificar ese tipo de urbes. No está elegido al azar. Los seres humanos formamos parte de esa naturaleza a la que cada día agredimos queriendo o sin querer. Es impropio de la humanidad hacerse daño a sí misma y hemos de buscar la mejor manera de hacer las paces con el medio natural.

La mundialización permanecerá entre nosotros sí o sí, pero no a cualquier precio. Los bienes y servicios tendrán que continuar repartiéndose entre todos los países del planeta. Ningún Estado es autosuficiente para satisfacer las necesidades actuales, excepto que sus habitantes y gobernantes deseen regresar a la caza y la recolección o a las primeras etapas del Neolítico. Es absurdo afirmar que un país puede autoabastecerse o que no necesita de los demás, cerrando totalmente sus fronteras. Nos hemos hecho interdependientes. Lo hemos podido comprobar durante la pandemia. Podríamos prescindir de muchos bienes materiales innecesarios, pero nuestros vehículos no podrían funcionar si no traemos petróleo para fabricar los combustibles que necesitan. Ciertos países decidieron cerrar sus fronteras para evitar que la enfermedad afectara a sus ciudadanos. Las cifras de contagiados y de fallecidos fueron menores que en otras naciones. Eso es cierto. Sin embargo, su PIB descendió como en todos los demás. Los bienes que podían exportar no pudieron salir de sus fronteras y su economía se ha resentido. El modelo ha sido un fracaso. Hemos creado una red de trabajo muy difícil de eliminar y las actitudes nacionalistas son irreales. Hasta los países más poderosos necesitan de otros. La historia nos enseña que los imperios siempre han tenido su época y que todos terminan por desmoronarse más tarde o más temprano.

El modelo de vida actual se tiene que repensar, precisamente con el apoyo de esas materias académicas que poco a poco hemos ido relegando del currículum a la condición de prescindibles: las humanidades. En la actualidad, priman conocimientos destinados a crear elementos que podamos consumir, porque nos hacen la vida más sencilla, al menos en apariencia. Las humanidades pueden ser ese rincón apacible en el que nos detengamos a pensar sobre nosotros mismos. Un alto en el camino, muy recomendable e incluso imprescindible antes de dar los siguientes pasos. Parece que nos empeñamos en ir muy deprisa para llegar a ningún sitio.

La mundialización se entiende como un fenómeno cultural, económico y social, que ha creado esa interdependencia entre casi todos los países. Como explicaba antes, es muy probable que se reduzca la parte más social de este fenómeno. Sin embargo, existe un aspecto de la mundialización imparable, que tiene que ver con la comunicación de la sociedad. Poco a poco, la red social globalizada va ganando terreno. Ya no solo se comunican los gobiernos entre sí, sino las personas. Las redes sociales tienen ya un protagonismo indudable en nuestras vidas y cada vez será mayor. No descubro nada nuevo, aunque todos debemos ser conscientes de que la intimidad y el anonimato serán algunos de los bienes más preciados en el futuro. A medida que todos nos vayamos conectando, en cualquier modalidad que se nos ocurra, estaremos controlados de manera permanente. Esto ya no forma parte de las películas de ciencia ficción. El Gran Hermano ya está con nosotros. ¿Seremos capaces de regular mediante leyes apropiadas nuestra propia intimidad? Tengo mis dudas.

Y si nos preguntamos por el éxito de las comunicaciones en sus formas más diversas, la respuesta está en nuestra propia naturaleza. Es interesante pensar en esta cuestión. En muy pocos años hemos asistido al nacimiento de maneras cada vez más rápidas y eficaces para comunicarnos con los demás. Por ejemplo, el paso adelante que supuso la facilidad para transmitir información en tiempo récord mediante el correo electrónico está dejando cada vez menos espacio a la información escrita y enviada en sobres de papel. Su desaparición es solo cuestión de muy poco tiempo. Solo tenemos que pensar en las felicitaciones que enviamos durante la Navidad, cuya forma tradicional en papel persiste de momento por una cuestión de protocolo en los organismos públicos y privados.

¿Por qué tiene tanto éxito una comunicación cada vez más sofisticada y con modalidades tan dispares? La respuesta es inmediata: quizá somos la especie de primate más social que nunca haya existido sobre el planeta.

Es por ello que primero la telefonía fija y más tarde la telefonía móvil han tenido un enorme éxito en todas las sociedades con capacidad económica para utilizar tales tecnologías. Este hecho me recuerda el viaje que realizamos varios colegas para conocer varios yacimientos en el interior de China. Tuvimos que llegar hasta zonas rurales en las que las lavadoras automáticas o los frigoríficos no se habían socializado. Sin embargo, todo el mundo disponía de un teléfono móvil. Es evidente que tenemos la imperiosa necesidad de comunicarnos. El éxito evolutivo de los grupos humanos que sobrevivieron en épocas remotas se basó en la cooperación, que precisa de un intercambio de datos sobre el medio: predadores, competidores, alimento, condiciones climáticas, refugios, etc. Es importante recordar que el lenguaje es una forma de comunicación en los homínidos que apareció hace, quizá, más tiempo del que imaginamos, pero no la única.

Las sociedades organizadas de manera compleja tenemos una creciente necesidad de información. Cierto es que podemos sobrevivir sin apenas comunicación; es una elección a la que recurren algunas personas de manera voluntaria. Pero si deseamos vivir plenamente integrados en la sociedad lo primero que precisamos son datos. Parte de esa información es vital, mientras que otra es opcional. Sin embargo, nuestro genoma de primates sociales nos induce casi de manera compulsiva a conseguir el mayor número posible de datos de nuestro entorno próximo, y ahora también, del entorno lejano. No podemos olvidar que vivimos en un mundo globalizado, en el que una guerra desarrollada a miles de kilómetros de distancia interfiere de alguna manera en nuestro bienestar. Forma parte del conocido efecto mariposa. En definitiva, el éxito de las nuevas formas de comunicación y de las que están por llegar está garantizado, aunque ya estemos advertidos de los peligros que ello conlleva para nuestra propia intimidad. Por descontando, creo que es innecesario recordar el daño que suponen las noticias falsas. Las fake news, como todo el mundo las conoce, son capaces de generar desinformación y una enorme incertidumbre en todas las sociedades, y ya representan uno de los mayores problemas que tienen todos los gobiernos.

UN MUNDO CIVILIZADO

Siempre me ha llamado la atención ese concepto que tenemos en tan alta estima y que hemos acordado en llamar la civilización. De manera coloquial anteponemos esa noción a la idea de que los humanos no civilizados son bárbaros, crueles, y con un comportamiento salvaje. Es por ello que, durante buena parte de nuestra historia reciente, las personas civilizadas de sociedades cultas nos dedicamos a instruir en nuestras costumbres, normas y leyes a quienes era preciso sacar de su forma de vida equivocada.

Entendemos que una civilización es casi sinónimo de cultura. El diccionario de la RAE define la civilización como un «estadio de progreso material, social, cultural y político propio de las sociedades más avanzadas», con los beneficios que ese progreso conlleva. Pero ¿es realmente mejor una sociedad civilizada que otra menos avanzada? Cada parte del mundo tiene una forma de vida en la que imperan una serie de normas, costumbres, religiones, instituciones, formas diferentes de entender las relaciones humanas que dan lugar a sistemas políticos concretos, etc. En general, las civilizaciones se han asociado con el progreso y el conocimiento, pero también con una forma de vida en la que cada ser humano respeta a los demás, al menos de manera teórica. Sabemos de sobra que eso no es cierto. Desde el surgimiento de la revolución neolítica se han ido construyendo sociedades cada vez más complejas, reguladas por una serie de normas jurídicas y religiosas muy estrictas. La normativa ha sido necesaria para que las sociedades pudieran funcionar y desarrollarse. Cada civilización ha tenido sus ideas muy claras y el deseo de imponer su cultura a los seres humanos que no compartían la misma forma de vida. En particular, las conquistas de territorios en nombre de la imposición de las verdades que imperaban en las sociedades más desarrolladas se pueden estudiar en los libros. La historia ya se encarga de juzgar esos hechos.

Las sociedades humanas hemos ido progresando en nuestra cultura de manera muy dispar. Han existido y existen diferencias muy notables entre todas ellas. Se sabe que perviven cientos de tribus no contactadas en la Amazonía. ¿Tenemos que contactar con ellas para convencerlas de que nuestra forma de vida es mejor que la suya? Ciertamente pensamos que así es. Creemos que estos pueblos quizá deberían conocer las enormes ventajas de las que disponemos gracias a nuestro progreso. Esa es la teoría. En realidad, lo que algunos desean es poseer sus riquezas naturales para incorporarlas a nuestro patrimonio, como hemos hecho siempre. ¿A quién le importan unos cuantos miles de salvajes que todavía viven de la caza y la recolección?

En la actualidad, la tendencia de todas las sociedades del planeta es hacia una aparente unificación de la cultura. Una especie de mundialización de los bienes y servicios, mezclada con los aspectos culturales propios de cada región. Desearíamos que esa unificación incluyera la religión y el sistema político. Pero esos dos aspectos parecen estar muy alejados de la integración. En otros muchos aspectos, en cambio, observamos la propensión hacia una única civilización mundial, con sus matices, producto de miles de años de aislamiento. Y en esa mundialización se estaría imponiendo la cultura de los imperios más recientes, por su capacidad de transmitir información y de civilizar a su manera a otros pueblos de costumbres distintas. En el fondo, es lo mismo, pero a gran escala y con otras herramientas. Los elementos comunes, por lo general tecnológicos, son prácticamente idénticos. Excepto por detalles peculiares de la idiosincrasia de cada territorio, podemos viajar por buena parte del mundo siguiendo pautas similares, sin encontrar diferencias extraordinarias. Los aeropuertos, hoteles, restaurantes, etc., funcionan de modo muy similar. Todo tiene una lógica común, salvo en los pequeños detalles. Casi diría que no merece la pena viajar salvo para disfrutar de paisajes distintos, ver monumentos en directo, tomar muchas fotografías para presumir de haber conocido otros países y, si acaso, fijarnos en las costumbres peculiares. Las diferencias entre los países se pueden apreciar solo en el mundo rural, que consideramos «menos civilizado». Las ciudades son todas iguales, y tan solo se diferencian en monumentos singulares, que hemos de conocer en persona y dejar constancia en nuestras fotografías como una necesidad próxima al fetichismo. Puesto que la mundialización llegó pronto al movimiento de personas, como vimos en párrafos anteriores, podemos incluso encontrar en cualquier ciudad del mundo alimentos muy similares a los que estamos habituados en nuestro país. Ya lo estamos consiguiendo, incluida la necesidad de hablar una única lengua para entendernos. ¿Qué nos queda?

De momento, y a la vista de los resultados que ha conllevado la «civilización», no estaría de más dejar que los pueblos no contactados siguieran disfrutando de su salvajismo y de su equilibrio con el entorno. Al escribir esto, no pretendo que se me identifique con la idea del «buen salvaje» de Jean-Jacques Rousseau, porque los grupos no agregados a la civilización también siguen las mismas directrices que nosotros para defender sus territorios, con la misma violencia y practicando nuestras mismas pautas de conducta. Cierto es que con nuestra inteligencia hemos conseguido ser más eruditos e instruidos, pero no parece que la acumulación de conocimientos haya servido para que todo vaya mejor en el planeta. Nuestro estado de bienestar es muy inestable, como podemos ver día a día. Da la impresión de que somos como un castillo de naipes que se derrumba ante una mínima corriente de aire. Nos hemos convertido en un gigante cultural con pies de barro. Se supone que nos hemos transformado en una supercivilización, una idea que no es acorde con la realidad. En párrafos anteriores comentaba los bienes tecnológicos y determinadas formas de vida que la mayoría de los seres humanos disfrutamos en común. Pero me temo que las diferencias culturales en lo que respecta a la idiosincrasia de los pueblos, acumuladas desde el Neolítico y épocas históricas más recientes, son mucho más fuertes que esos elementos tecnológicos que nos pueden facilitar la vida. Las religiones o sistemas políticos son mucho más poderosos que el disfrute de bienes materiales. Es por ello que el concepto de supercivilización no es adecuado. Sigue habiendo diferentes civilizaciones, que se benefician solo de lo que les puede interesar. Una especie de intercambio de abalorios que nos facilitan la vida. Es por ello que desde instituciones como las propias Naciones Unidas se habla de la «alianza de civilizaciones». Se trata de evitar enfrentamientos entre las grandes potencias que dominan el planeta. El salvajismo no ha desaparecido de nuestras naciones civilizadas, sino que se ha exacerbado a medida que avanzaba el progreso. No ha existido ni creo que llegue a existir jamás, una verdadera conciencia de especie, como proclama sin mucho éxito mi buen amigo Eudald Carbonell. Obviamente, ninguna especie de primate viva tiene esa conciencia. Y nosotros, que disponemos de una mayor inteligencia, tampoco conseguimos comprender las enormes ventajas que ese concepto podría conllevar. Al menos, seguiremos intentando que las civilizaciones entiendan la necesidad de cooperar por el bien de toda la especie.

Por otro lado, el surgimiento de las civilizaciones avanzadas ha supuesto un crecimiento demográfico extraordinario, que necesita estar bajo control. Así que, en nombre del buen funcionamiento de nuestra particular civilización, hemos perdido absolutamente cualquier libertad individual, por mucho que exista una tendencia hacia la democracia como sistema político preferido y defendido como una bandera entre los pueblos que dicen ser más civilizados. Pero, por desgracia, cualquier intento de vivir en absoluta libertad es absurdo, porque somos muchos y hemos de respetar las libertades de los demás y compartir los bienes comunes, que son la mayoría. Además, nuestra vida es absolutamente dependiente de la producción de esos bienes que necesitamos para mantenernos como civilización. En ese sentido, nos hemos esclavizado de nuestras propias necesidades. En efecto, no nos hemos autodomesticado en el sentido más biológico del término y tal como entendemos la domesticación de las especies a nuestro servicio. Pero sí formamos parte de un establo gigantesco donde también estamos al servicio de las especies que conviven con nosotros y de nuestro propio modo de vida.

Si existe un camino posible hacia una civilización en su sentido más puro, debería transitar por un progreso más justo hacia el respeto de la naturaleza. Una convivencia entre ese progreso, al que ya no podemos renunciar, y el resto del mundo natural. La cultura, como nicho ecológico humano, integrado y en equilibrio con el ecosistema planetario. Ese camino debería confluir con los caminos de todas las demás grandes civilizaciones del planeta para lograr una única forma de vida integradora. Me temo que estoy entrado en el terreno del idealismo, pero no por ello se deben dejar de escribir esos deseos si buscamos merecer el calificativo de humanos, con todas las connotaciones positivas que, subjetivamente, queramos dar a ese término.

LA SOBREPOBLACIÓN

Tengo que regresar a una cuestión muy delicada que nos quema las manos: la sobrepoblación. Es un problema con muchas vertientes y no pocas aristas. Ya he hablado de los programas de investigación científica, cuyo objetivo es prolongar la vida o evitar la vejez, tal y como la conocemos. Las enfermedades provocadas por bacterias y virus se controlan cada vez mejor, porque el conocimiento científico cada vez es mayor y la tecnología ha mejorado de manera extraordinaria. No podemos ser pesimistas, pensando que la situación que dejará atrás la covid-19 será un desastre muy profundo del que tardaremos mucho en recuperarnos. El ave fénix siempre renace de sus cenizas. Lo que más nos debería preocupar no es un virus o sus mutantes, a los que más tarde o más temprano ganaremos en esta batalla. Lo más preocupante es nuestra propia condición humana. En ella siguen la territorialidad, el tribalismo y la violencia, que no han cambiado en varios millones de años. Insisto en ello sin descanso, aunque soy consciente de repetir una y otra vez el mismo mensaje. La consecuencia de esta conducta, imposible de erradicar, nos conduce a otra forma aún más dramática de controlar la sobrepoblación. Hasta el momento, las guerras han sido tan convencionales como el propio término puede admitir.

Después de la segunda guerra mundial, que generó entre sesenta y cien millones de víctimas y unas consecuencias económicas catastróficas, hemos vivido situaciones dramáticas en el filo de la navaja. Todos hemos oído hablar del Reloj del Apocalipsis o Reloj del Juicio Final, un símbolo muy expresivo creado en 1947 por la Universidad de Chicago, en Estados Unidos. No es ninguna broma y está pensado por científicos muy relevantes. Estos investigadores señalan el final de nuestra especie a pocos minutos de la media noche, y nos acercamos o nos alejamos de la primera campanada de las doce de acuerdo con los acontecimientos que se van sucediendo. Casi desde su diseño teórico hemos estado muy cerca del final y, en la actualidad, el peor de los problemas que acucian a la humanidad es el cambio climático, como bien podemos imaginar. Las agujas del Reloj del Apocalipsis se aproximaron a las doce en punto durante los acontecimientos que se vivieron durante la llamada crisis de los misiles de Cuba, allá por el mes de octubre de 1962, en plena Guerra Fría. Debido a una serie de acontecimientos históricos muy complejos de la rivalidad entre Cuba y Estados Unidos y que la historia va conociendo poco a poco, este último país supo de la existencia de bases nucleares soviéticas de misiles nucleares tipo R-12 en la isla caribeña, apuntando directamente a su territorio. Estados Unidos entró en estado de Condición de Defensa 2 (DEFCON 2, por sus siglas en inglés), muy cerca del nivel 1 de máxima alerta. Estos misiles compensaban las amenazas reales que para la antigua Unión Soviética suponía la presencia de misiles Júpiter en suelo turco y en Alemania. La historia de contactos diplomáticos, acuerdos, etc., que se sucedieron entre Estados Unidos y la Unión Soviética tuvieron una gran intensidad, hasta que ambas partes fueron cediendo en sus pretensiones. Entre esos propósitos figuraba la invasión de Cuba por las fuerzas estadounidenses. La posibilidad de una tercera guerra mundial estuvo más cerca que nunca, pero en esta ocasión las consecuencias podían haber sido mucho más dramáticas que durante la segunda gran guerra. Las armas atómicas hubieran destruido a la mayor parte de la humanidad. El control de la sobrepoblación hubiera ido mucho más lejos de lo que las guerras convencionales han ido consiguiendo hasta el momento.

Esta no ha sido la única ocasión en la que las manecillas del Reloj del Juicio Final se han acercado a las doce en punto. El 1983 se produjo una situación similar, con la instalación en Alemania de los misiles nucleares Pershing II y las maniobras militares secretas de la OTAN entre el 2 y el 11 de noviembre de ese año realizadas en suelo europeo y controladas en el Cuartel Supremo de las Fuerzas Aliadas en Europa, situado en una pequeña ciudad de Bélgica. La operación era un ejercicio militar muy bien planificado, con situación de la OTAN en DEFCON 1, la máxima alerta posible. En otras palabras, se estaba simulando una guerra nuclear en toda regla, en la que las fuerzas occidentales harían el primer ataque. La operación, denominada Able Archer 83, fue detectada muy pronto por los servicios de la KGB. Los soviéticos pusieron en marcha rápidamente toda su maquinaria de guerra para repeler el ataque. Un error de cálculo y quizá ya no estaríamos aquí para contarlo. Estas situaciones son consecuencia de nuestro ancestral deseo de proteger por medio de la violencia lo que consideramos nuestro. Pero lo que antes era una pequeña lucha de clanes, ahora pone en jaque a toda la humanidad.

La lista de agravios, sospechas, espionajes, contraespionajes, etcétera, durante la Guerra Fría han sido numerosos, con situaciones muy críticas. En la actualidad, las tensiones más importantes se han centrado en las dos grandes superpotencias económicas actuales, China y Estados Unidos, por cuestiones comerciales y de rivalidad por la preponderancia mundial, pero sin menospreciar en absoluto las tensiones geopolíticas en América del Sur, Corea del Norte, Oriente Próximo y otros puntos conflictivos del planeta, sin olvidar las consecuentes migraciones masivas. Las tensiones de grado medio no terminarán nunca, simplemente porque nunca dejaremos de ser territoriales para intentar dominar los recursos. Estos conflictos pueden controlar una mínima parte de la sobrepoblación, pero causando una angustia y un dolor continuados en el tiempo. Los conflictos serios, como los mencionados anteriormente quizá no se produzcan, salvo que las cosas lleguen a una situación límite, casi de suicidio colectivo. En este caso, los países tienen siempre la precaución de saber que pueden tener o no ventaja en el juego de la guerra, y el precio que hay que pagar sería demasiado elevado, si no definitivo.

Cuando finalice la actual pandemia conoceremos las consecuencias geopolíticas que puede generar. Ya estamos viendo acusaciones de conspiración, que están provocando tensiones políticas graves. Los problemas pueden empeorar por las consecuencias económicas y los cambios en la preponderancia de los países menos afectados. Aun así, pienso que los mayores inconvenientes del futuro de la humanidad tras esta pandemia no estarán en guerras abiertas y generales entre grandes potencias. Es curioso, los enemigos comunes suelen unir más que separar. Pero en este caso nuestro enemigo común ha generado feroces disputas internas y externas. Las peleas entre los políticos de nuestro propio país, por ejemplo, se han exacerbado hasta límites que los ciudadanos de a pie no llegamos a comprender. En ese sentido, un aspecto de futuro a muy corto plazo es la poca confianza que han generado la mayor parte de los gobernantes y los políticos en general, incapaces casi siempre de unir esfuerzos ante ese enemigo común. Y qué decir de las rencillas entre diferentes países. Si en 1918 se hablaba de la gripe española, ahora se habla del virus de China (o de Wuhan), como si las enfermedades tuvieran nacionalidad. Estas desavenencias siguen creando desconfianza hacia la política en general. Tenemos miedo a los virus, especialmente si provocan una gran mortalidad, porque ciertas regiones del sistema límbico, incluida la amígdala, envían señales de peligro al neocórtex. Es por ello que nos encerramos en casa sin rechistar. Tenemos más miedo al virus que al Estado que nos lo pide. Pero el miedo se supera, como ya estamos viendo en los medios de comunicación. Las protestas masivas por acontecimientos diversos están a la orden del día, sin que exista temor a posibles contagios.

En definitiva, la sobrepoblación se tendrá que controlar de algún modo, lo queramos o no. Si el autocontrol es algún tipo de guerra, no puedo saberlo ni nadie lo puede predecir a ciencia cierta. Lo que llama más la atención es cómo la vida se abre paso en cuanto hemos dejado por un par de meses de pisar el campo. Los animales vuelven a ocupar su espacio arrebatado y la vegetación lo invade todo con enorme rapidez. El ecosistema humano es ahora preponderante y es uno más de los que el planeta ha contemplado. Tendrá una duración limitada en el tiempo, como todos ellos.

INTELIGENCIA ARTIFICIAL

Estas dos palabras son ya de uso común, cuando hace pocas décadas solo las pronunciaban los expertos. Pero la cinematografía y los cómics han popularizado la idea de que pronto existirán máquinas capaces de sustituirnos, no solo en nuestros quehaceres laborales, sino en nuestro papel predominante como especie. El futuro avanza sin duda hacia la creación de máquinas capaces de llevar a cabo funciones que ni tan siquiera imaginamos, o sí. Podemos llegar a pensar que el funcionamiento de nuestro cerebro podrá ser implementado en máquinas que piensan. No es tan sencillo. Si todavía sabemos poco sobre el funcionamiento del cerebro, como ya expliqué en los capítulos dedicados a este órgano, me parece complicado que seamos capaces de replicarlo en una máquina, al menos a corto o medio plazo. Más plausible parece la idea de que seamos capaces de conocer nuestras capacidades mentales y llevar a cabo con ellas lo que ahora se nos antoja difícil de imaginar.

Sabemos bien de los procesos de transferencia de información entre las neuronas mediante impulsos bioeléctricos, que consumen una gran cantidad de energía y que nos ayudan a conocer nuestro medio y a relacionarnos con él. Empleamos esa energía para transformarla en un trabajo físico y mental, que nos permite desarrollarnos en el ecosistema que hemos creado. Ahora intentamos imitar esos procesos en una máquina. Además de los ingenios que nos ayuden en nuestras labores más duras y a ser mucho más eficaces, lo que más nos interesa es construir ingenios capaces de resolver problemas complejos, en los que debemos manejar y procesar una ingente cantidad de datos. Esto ya es posible y cada vez construiremos máquinas con mucha más potencia de procesado. Recuerdo el Centro de Cálculo de la Universidad Complutense de Madrid, allá por el año 1984. La grandilocuencia de la denominación de ese lugar estaba justificada en esa época. El edificio que contenía el ordenador central contaba con cinco o seis pantallas, en las que se podían conectar otros tantos profesores o investigadores para introducir datos y obtener resultados con programas de cálculo relativamente sencillos, que hoy en día son accesibles para cualquiera que los necesite. Aquel lugar, bien protegido, era como un santuario al que se accedía con cita previa. Puede sorprender, porque no han pasado tantos años. Por supuesto, el ordenador de aquel centro de cálculo tenía mucha menos capacidad de almacenaje y procesado que el portátil doméstico con el que escribo estas líneas. Todos los programas que se empleaban entonces han sido superados por múltiples versiones que aparecen todos los años y por otros programas muchísimo más complejos.

Ahora existen ordenadores para uso científico de una potencia y una capacidad impresionantes. Por ejemplo, en España disponemos del más potente en el Centro Nacional de Supercomputación o Barcelona Supercomputing Center, que ha recibido el nombre de MareNostrum. Este ingenio, construido en la capilla de la Torre Girona, no lejos del parque de Pedralbes, forma parte de la red de Infraestructuras Científicas y Técnicas Singulares (ICTS), que funcionan en nuestro país y que están al servicio de la comunidad científica. Cuenta con un número muy importante de investigadores y gestiona la Red Española de Supercomputación (RES). Su capacidad es increíble y puede resolver de manera simultánea cálculos de docenas de proyectos científicos. La memoria principal de la versión actual, MareNostrum 4, tiene 390 terabytes (siendo un TB equivalente a un billón de bytes) y una potencia máxima de cálculo de 11,15 petaflops; es decir, este centro de cálculo tiene una potencia de 11,15 × 1015 flops (floating point operation per second, por sus siglas en inglés) y es capaz de realizar una impresionante cantidad de operaciones de coma flotante —que son las que determinan el rendimiento de una computadora— por segundo. La cifra es mareante y difícil de comprender, acostumbrados como estamos a manejar guarismos mucho más modestos. MareNostrum 4 es un supercomputador, aunque no de los mayores del mundo. Pero no es tan importante comparar la capacidad de este centro como recordar que el cerebro de cada uno de nosotros tiene una capacidad de 2,5 petabytes, que sería equivalente a algo más de 2.500 TB. En otras palabras, un solo cerebro humano tiene mucha mayor cabida para el almacenamiento de información que el más potente de los supercomputadores que tenemos en España.

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