Dioses y mendigos

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3 El primate bípedo

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3El primate bípedo

Hace cinco millones de años, en los inicios del Mioceno, la temperatura global del planeta comenzó a descender. Desde un valor medio de casi 18 ºC en la superficie de las tierras emergidas, la temperatura media fue retrocediendo hasta registrar cifras de menos de 10 ºC en los momentos más fríos de las últimas glaciaciones del Cuaternario. En estos últimos cinco millones de años de la historia del planeta podemos distinguir dos fases climáticas. La primera sucedió hace entre cinco y tres millones de años. En ese tiempo, las alternancias climáticas fueron suaves, de corta duración, con picos extremos de entre 14 y 19 ºC. En los tres millones de años que siguieron a continuación, la temperatura fue descendiendo hasta registrar oscilaciones de duración mucho más larga y con picos extremos de entre 15 y 9 ºC de temperatura media. Durante la primera mitad del siglo XX, el astrónomo y geofísico Milutin Milankovic (1879-1958) estudió el posible origen de los cambios climáticos acontecidos en el planeta en estos últimos cinco millones de años. Aunque sus teorías siguen vigentes, todavía existen muchas incógnitas sobre las causas de estas modificaciones, que no siguen patrones definidos y predecibles. Así, las glaciaciones ocurridas al menos desde el origen de la filogenia humana hasta hace poco más de un millón de años han tenido una periodicidad de unos 41.000 años, y parecen estar relacionadas con la oblicuidad del planeta durante su rotación. La oblicuidad de la Tierra oscila entre 21,6 y 24,5 ºC. Estos cambios, en apariencia tan pequeños, suponen una mayor o menor radiación solar en el hemisferio norte. Cuando la radiación es menor, se producen descensos muy significativos de las temperaturas en latitudes elevadas, especialmente durante el verano.

DEPENDIENTES DEL CLIMA

Hace poco más de un millón de años, las glaciaciones devinieron no solo mucho más duraderas sino más severas e intensas, con una duración de unos cien mil años. Es lo que se ha llamado «transición del Pleistoceno Medio» o «revolución del Pleistoceno Medio» (MPT o MPR, por sus siglas en inglés). Se especula que este cambio tan dramático tuvo una relación muy estrecha con la excentricidad de la Tierra; es decir, con la curva elíptica que nuestro planeta dibuja alrededor del sol. Pero la MPT no se explica solo con la excentricidad, sino que pudo combinarse con otros movimientos del planeta. No voy a entrar en este asunto tan complejo, porque se escapa de los objetivos del libro. Pero conocer su existencia es importante para comprender nuestra historia evolutiva. Los cambios climáticos siempre han sido decisivos para los homínidos y lo pueden ser también en el futuro. En la actualidad vivimos un período interglaciar, con una temperatura media global de unos 14,5 ºC, cuya tendencia a incrementarse es una cuestión sobrevenida por la acción humana. Parece increíble que nuestra aparición en el planeta haya tenido que ver con un leve descenso de la temperatura. Y ahora, el ascenso de solo un par de grados podría acabar con nosotros o con una buena parte de la población humana. Así que me parece esencial explorar las circunstancias que nos han llevado hasta este momento de nuestra evolución.

Que el clima es determinante para la vida no es un secreto para nadie. En los climas tropicales la temperatura es elevada y llueve con generosidad, por lo que la vegetación es exuberante. Además, los animales y las plantas tienden a ser más grandes de lo que estamos habituados en los climas templados, porque no hay estacionalidad y el crecimiento es continuo durante todo el año. Sería apasionante poder asistir a la evolución de la Tierra durante el Mioceno con una cámara que recogiera imágenes a gran velocidad. Podríamos ver la desecación del Mediterráneo en varias ocasiones y su posterior llenado en la zona de Gibraltar, gracias a la formación de la mayor catarata que posiblemente jamás haya existido en el planeta. Asistiríamos a la elevación del Himalaya, los Alpes y los Pirineos y seríamos testigos de la formación de petróleo en muchas cuencas marinas. Cierto, este período fue crucial en nuestro destino y creó un recurso tan decisivo como nefasto para el devenir de la humanidad. También veríamos cambios importantes en la vegetación, con un descenso importante de las regiones cubiertas por bosques frondosos y la formación de extensas sabanas en el este, centro y sur del continente africano. Contemplaríamos también los desiertos ganando terreno y conformando vastos territorios casi carentes de biodiversidad.

A finales del Mioceno, los ancestros de los chimpancés y de los futuros humanos evolucionaban en amplias zonas de África al amparo de una densa vegetación. Resulta muy posible que dispusieran de un variado repertorio de recursos naturales y sus depredadores serían tan escasos como los que hoy en día tienen los chimpancés. Los leopardos, las boas y alguna rapaz raramente atacan a estos primates, cuyos mayores enemigos somos nosotros mismos. Pero ese mundo feliz llegó a su fin cuando las sabanas se extendieron y los bosques quedaron relegados al oeste de África. Para entonces ya estaban divergiendo dos filogenias de homínidos. Al final, una de ellas culminaría en las dos especies de chimpancé que han sobrevivido hoy en día y la otra terminaría en Homo sapiens.

¿DESDE CUÁNDO CAMINAMOS ERGUIDOS?

Como vimos en el capítulo anterior, algunos hallazgos en África han demostrado que los primeros miembros de la filogenia humana ya estábamos erguidos sobre las piernas y éramos bípedos. Cómo y por qué pudo generarse una forma tan peculiar para desplazarnos seguirá siendo un enigma. Y lo será quizá durante mucho tiempo. Pero lo cierto es que ese primer paso fue decisivo. Por experiencia sabemos que los bonobos realizan muchas actividades en una falsa posición bípeda. Son cuadrúpedos y la forma más eficaz de desplazarse es utilizando las cuatro extremidades. Cuando se mueven empleando solo las extremidades posteriores el gasto energético es muy elevado, y su equilibrio, muy precario.

No sabemos con exactitud cómo se desplazaba por la selva nuestro antepasado común con los chimpancés. No hay registro fósil y la biología evolutiva no ayuda mucho por el momento. Nuestro bipedismo ha mejorado de manera evidente con el paso del tiempo, mientras que los chimpancés puede que no hayan cambiado de manera sustancial en su forma de moverse durante estos últimos siete u ocho millones de años. Este hecho nos lleva a pensar que nuestro ancestro común también era cuadrúpedo y que el bipedismo se produjo en un tiempo relativamente breve. Pero cuando comparamos la forma de la pelvis de un chimpancé o la de un gorila con la nuestra, nos parece imposible que hayamos dado un salto anatómico tan impresionante en tan poco tiempo y sin pasar por situaciones intermedias.

Durante la década de 1990 se encontraron los restos fósiles de las dos especies atribuidas al género Ardipithecus. Las mencioné en el capítulo anterior, pero es necesario dedicarles algo más de tiempo para hablar del bipedismo. En particular, hay que detenerse en la más reciente, Ardipithecus ramidus, porque tiene muchas claves para comprender los inicios de la locomoción bípeda. Los miembros del género Ardipithecus podían trepar con gran facilidad, pero su pelvis les permitía mantenerse perfectamente erguidos y caminar sobre sus extremidades inferiores. Veamos un momento cómo eran estos primeros ancestros de la humanidad. El conjunto más importante de restos fósiles de Ardipithecus ramidus encontrados hasta la fecha pertenecieron a una hembra, apodada Ardi, cuya estatura era poco mayor de 120 centímetros, pesaba unos 50 kilogramos y su cerebro apenas llegaba a los 300 centímetros cúbicos. La vida de Ardi transcurrió en las selvas africanas, sin descartar incursiones en campo abierto. Su dieta habría sido muy similar a la de los chimpancés. En su mesa no faltarían frutos, semillas y otros alimentos de origen vegetal. Pero también podría haber consumido insectos y, tal vez, la carne de algunas presas. Recordemos que la dieta omnívora es una característica de todas las especies de la filogenia humana y de la de los chimpancés.

Los restos óseos de las manos y pies de Ardi sugieren que los ardipitecos estaban perfectamente adaptados para trepar con enorme facilidad. El pulgar era bastante más corto que los demás dedos y estaba separado de ellos para realizar la pinza de presión y sujetarse con fuerza a las ramas utilizando brazos y piernas. Los simios antropoideos también tienen un pulgar pequeño, mientras que el resto de los dedos son muy largos y disponen de una fuerte musculatura para agarrarse con fuerza a las ramas empleando las cuatro extremidades. A pesar de su postura bípeda, Ardi no había perdido esa peculiar anatomía en los pies. Si caminaba por encima de una rama, los cinco dedos se aferraban con fuerza a ella, exactamente como lo hace un chimpancé. Además, gracias al hallazgo de buena parte de la pelvis, se sabe que caminaba erguida. Excepto por algunos detalles anatómicos, esta pelvis es como la nuestra, un hecho que no resulta sorprendente. Las formas intermedias entre un primate bípedo y un primate cuadrúpedo se nos antojan imposibles. Es curioso ver dibujos en los que el artista imagina seres caminando de maneras extrañas, con la columna vertebral curvada hasta extremos que colisionan con la física elemental. El centro de gravedad del cuerpo tiene que guardar un equilibrio perfecto para evitar que nos caigamos. Cuando un corredor de fondo agacha su cuerpo para conseguir que su cabeza alcance la línea de meta antes que las piernas, la tendencia natural es a caerse al terminar la carrera. Su centro de gravedad queda desplazado durante esta posición forzada, que le permite arrancar unas milésimas al cronómetro. En muchas investigaciones consagradas al estudio de la evolución de los seres vivos se puede ver con nitidez que no todas las formas son posibles en la naturaleza. Cuando se analizan los llamados «morfoespacios», en los que se distribuye la morfología de las especies, se observa claramente que una parte considerable de ese espacio está vacío. Hay varias razones para ello. Por ejemplo, no todas las enormes posibilidades evolutivas se han desarrollado todavía o nunca lo harán, simplemente porque la naturaleza se comporta de manera lógica. La energía no se derrocha para construir órganos innecesarios y absurdos. Además, la física universal tiene sus limitaciones. Por ejemplo, no existen organismos de forma cúbica de aristas cortantes. Las leyes de la física actúan también sobre la forma de los seres vivos. El yacimiento de Ediacara, localizado en el continente australiano, nos ha mostrado formas de organismos no conocidas en la actualidad, que vivieron hace unos seiscientos millones de años. Pero esas formas tan extrañas no nos causarían extrañeza si formaran parte de la biota actual y estuviéramos acostumbrados a verlas.

Nuestros cuerpos y los de los demás seres vivos se desarrollan para funcionar del modo más eficiente posible, porque nos la jugamos en el medio hostil que nos rodea. Sin duda, la noticia del siglo en evolución humana sería el hallazgo de una pelvis de nuestro antepasado común con los chimpancés. Mi predicción es que no encontraremos una pelvis con características intermedias entre la de un ser bípedo y la de un animal cuadrúpedo. Sería algo extraordinario, que podría desafiar las leyes de la física. Esperemos, pues, que en algún yacimiento aparezcan algún día los restos fósiles de la pelvis de ese ancestro, para comprender cómo se produjo la transición entre la marcha cuadrúpeda y la marcha bípeda sin comprometer la viabilidad de la especie que dio lugar a las dos filogenias. Pero antes de abordar las posibles razones que favorecieron la bipedestación vamos a examinar los elementos anatómicos esenciales en la locomoción. Así podremos darnos cuenta de la importancia que tienen las formas de los huesos y músculos que hacen posible que caminemos o corramos como lo hacemos ahora.

Para asegurar que una determinada especie fue bípeda es necesario revisar varias regiones esqueléticas. La pelvis es, sin duda, la más importante. Las formas del íleon, del isquion y del pubis, los tres huesos que forman la cintura pelviana, son determinantes para saber si una especie determinada caminó o no sobre sus dos piernas. Cuando se compara una pelvis de chimpancé con la pelvis de nuestra especie notamos enseguida una diferencia muy llamativa. Imaginemos el esqueleto de un animal cuadrúpedo en su posición natural de marcha. Podemos verlo en cualquier imagen que capturemos en nuestro navegador. El íleon de estos animales, incluido el de los chimpancés, es estrecho y aplanado. Podemos ahora fijarnos en el esqueleto de un ser humano en posición natural bípeda. Nuestro íleon es muy diferente: es bajo, ancho y curvado, y forma un anillo óseo junto al hueso sacro, el isquion y el pubis. Sugiero que prestemos atención a los esqueletos de los animales cuadrúpedos y al esqueleto de un ser humano cuando visitemos algún museo. Es la única forma de ver en tres dimensiones una parte anatómica tan compleja e importante. En la parte posterior del íleon se insertan tres músculos: glúteo mayor, glúteo mediano y glúteo menor. Los tres forman una gran masa muscular, cuyo nombre vulgar es conocido de varias maneras. Su papel resulta fundamental en la locomoción.

BIOMECÁNICA DE LA LOCOMOCIÓN BÍPEDA

En los chimpancés, los tres glúteos combinan su fuerza en la parte trasera del íleon para impulsar a los individuos cuando se mueven a mayor o menor velocidad. Aunque estos simios no están adaptados a la carrera, el impulso de sus glúteos es suficiente para conseguir una velocidad respetable. En Homo sapiens, los tres músculos siguen siendo los mismos. Que sepamos, no ha sido necesario ningún cambio genético para modificar la forma o la función de los glúteos. Pero hay una diferencia importante que ya he mencionado. Nuestro íleon es más bajo y más ancho, y se curva hacia delante para formar el anillo óseo que nos caracteriza. Los glúteos mediano y menor no tienen más remedio que cambiar de posición. Se sitúan en una posición lateral, siguiendo el arco del íleon. El glúteo mayor continúa ubicado en la parte posterior de este hueso y nos ayuda a impulsarnos cuando caminamos o corremos. En cambio, los glúteos mediano y menor se han lateralizado, de manera que su papel en la locomoción bípeda ha cambiado de manera radical. Ya no son músculos abductores, sino aductores. Me explico. La abducción de un músculo implica el movimiento de un hueso determinado, alejándolo de la línea media del cuerpo y, por tanto, del centro de gravedad de este. Las piernas o los brazos pueden alejarse del centro de gravedad gracias a la abducción que realizan los músculos que los mueven. Por el contrario, la aducción muscular tiende a la aproximación de las extremidades a la línea media del cuerpo, reestableciendo el equilibrio.

Figura 5. Recreación de la especie Ardipithecus ramidus. Esta especie vivió en África hace algo más de cuatro millones de años. Además de poseer un cerebro muy pequeño, los brazos eran relativamente más largos que las piernas y el quinto dedo todavía seguía bien separado de los demás, como una adaptación a la vida en los árboles de las zonas boscosas donde los miembros de esta especie pasaban la mayor parte de su vida. La morfología de la pelvis, sin embargo, no era muy distinta a la nuestra y ofrece un testimonio indiscutible para afirmar que Ardipithecus ramidus fue un primate bípedo, que formó parte de la filogenia humana.

Cuando avanzamos, una pierna permanece apoyada en el suelo, mientras que la otra se extiende hacia delante mediante un movimiento de abducción. Cuando corremos muy deprisa, estos cambios de apoyo y extensión suceden de manera muy rápida. Pero uno de los pies siempre tocará el suelo, aunque sea por unas décimas de segundo, mientras que el otro está extendido y en el aire, separado del centro de gravedad del cuerpo. En esa situación, apoyados levemente solo con un pie, tenderíamos a caernos sin remedio. Pero es entonces cuando los glúteos mediano y menor actúan con eficacia. Se tensan y equilibran la posición del cuerpo. Su papel abductor, de impulso hacia delante, ha cambiado hacia un papel aductor para reestablecer el equilibrio y evitar que nos caigamos.

Si un chimpancé se yergue sobre las extremidades inferiores, aguanta muy poco tiempo en esa posición. No tiene músculos que eviten su caída cuando trata de caminar erguido. Así que estos primates no tardan en volver a su cómoda posición cuadrúpeda. Lo mismo le sucede a una persona anciana cuando sus músculos pierden tono con la edad. El glúteo mayor apenas le ayuda a caminar y pierde movilidad. Además, los glúteos mediano y menor no se tensan como cuando era joven. Es por ello que las personas de edad muy avanzada tienden a caerse. Necesitan el apoyo de un bastón, que cumple el mismo papel que los glúteos mediano y menor. Con todo esto vemos que la biomecánica es fundamental en la locomoción. Por ello quiero insistir en que no es fácil imaginar formas intermedias eficaces para una forma de desplazarse a medio camino entre la locomoción bípeda y la cuadrúpeda.

Aunque la pelvis es crucial en el estudio del bipedismo, no quiero dejar de mencionar la otra parte del esqueleto donde se fragua el movimiento de las extremidades superiores. La escápula u omóplato, en la terminología del esqueleto humano, también muestra diferencias importantes entre un cuadrúpedo y un bípedo. Es un hueso que se conserva muy mal, porque la mayor parte de su superficie es fina y delicada. En el registro fósil de la filogenia humana se conocen solo cinco escápulas casi completas y bien conservadas. Dos de ellas pertenecieron a especies de Australopithecus y sus características permiten deducir una cierta capacidad para trepar. Los músculos que se insertaban en este hueso y que conectaban la clavícula y el brazo estaban bien preparados para esta forma de desplazarse. En cambio, la escápula del esqueleto KNM-WT 15.000 (Homo ergaster), que vivió hace 1,6 millones de años, y otras dos conservadas de Homo antecessor (830.000 años) muestran que la locomoción de estas especies era totalmente bípeda y que el acto de trepar pudo ser tan ocasional como el que mostramos hoy en día los humanos cuando jugamos a subir a los árboles. Hace menos de dos millones de años, la posibilidad de trepar con facilidad también se fue perdiendo en la cintura escapular. El cuerpo ya había cambiado y tan solo quedaban pequeños ajustes en las poblaciones modernas, relacionados con la anchura del cuerpo y con la mayor o menor robustez de los huesos.

Las evidencias son esenciales para la ciencia y por ahora solo sabemos que hace unos siete millones de años existían en África alguna o algunas especies que caminaban erguidas de forma natural con eficacia energética, sin comprometer su posibilidad de supervivencia. ¿Cuál fue la razón para que esto sucediera? Es la pregunta del millón. Desde hace años, ese interrogante está en la mente de muchos especialistas. Las respuestas se han ido sucediendo y han llegado hasta la sociedad como verdaderos dogmas. Pero lo cierto es que todas las posibles conjeturas han tropezado con alguna prueba en contra. Cuando eso sucede, la hipótesis queda invalidada de inmediato, aunque su desmentido tarda años en desaparecer del imaginario colectivo.

¿QUÉ PRESIONES SELECTIVAS FAVORECIERON EL BIPEDISMO?

Recuerdo bien una de las primeras hipótesis, que circulaba incluso antes de dedicarme profesionalmente al estudio de la evolución humana. Los humanos bípedos habrían tenido más probabilidad de sobrevivir en las sabanas gracias a que podían distinguir a sus depredadores por encima de las gramíneas que cubren el paisaje de esos territorios. Algunos animales, como los osos, se yerguen durante algunos segundos sobre las extremidades posteriores para otear el horizonte. Pero la hipótesis cayó rápidamente y fue refutada en cuanto se supo que tuvimos ancestros bípedos viviendo en los bosques de África. El bipedismo no apareció en campo abierto. También es oportuno recordar que los grandes felinos de África no fueron nuestros únicos depredadores, y que la estatura de los australopitecos no pasaba de 130 centímetros en el mejor de los casos. Cuando las hierbas son altas, esa estatura es insuficiente para ver más allá de algunas decenas de metros. Este mismo argumento se puede utilizar para desmontar la segunda hipótesis que se propuso para explicar el bipedismo. Según esta otra propuesta, un animal bípedo puede realizar una mejor termorregulación que un cuadrúpedo cuando se expone al sol de mediodía. A menos superficie expuesta, menos insolación. Bien sabemos por experiencia que si caminamos a pleno sol hemos de proteger la cabeza con un sombrero. Y si caminamos por una playa en bañador hemos de emplear filtros solares para evitar quemaduras. Es muy habitual el enrojecimiento de los hombros, que están tan expuestos al sol como la cabeza. Pero, de nuevo, hemos de rechazar la hipótesis de la insolación reducida porque el bipedismo fue una forma de locomoción que se gestó a la sombra. ¿Por qué los demás mamíferos de las sabanas son cuadrúpedos? Parece que soportan bien la fuerte radiación de las sabanas de África. Por supuesto, los leones, otros depredadores y los herbívoros se ponen a la sombra cuando el calor aprieta. Y cuando hace falta bañarse, una buena ducha alivia bastante.

Una hipótesis muy bien recibida por la comunidad científica, y que alcanzó notable popularidad, relacionaba la bipedestación con la fabricación de herramientas. Si tenemos las manos liberadas de la locomoción estamos preparados para realizar tecnología a gran escala. En su entorno natural, los chimpancés son capaces de utilizar palos y piedras, pero no las fabrican. Así que la hipótesis de que la bipedestación habría sido seleccionada de manera positiva porque la ventaja que podía suponer la fabricación y el uso de utensilios era muy seductora. Pero lo cierto es que la tecnología apareció y se socializó cuando ya llevábamos la friolera de cuatro millones de años caminando sobre dos piernas. Antes de ese momento nos las arreglamos bastante bien. Es posible que los homínidos pudieran fabricar herramientas hace más de tres millones de años, pero las evidencias aportadas hasta el momento son muy dudosas. La tecnología se socializó hace unos 2,5 millones de años, el momento de nuestra evolución en el que las herramientas empiezan a ser habituales en el registro arqueológico.

Había que buscar una hipótesis más convincente. ¿Éramos, quizá, más eficaces caminando sobre las dos piernas que un cuadrúpedo? En otras palabras, ¿gastábamos menos energía siendo bípedos? Sabemos que resistimos muy bien las largas caminatas y hasta hemos demostrado que podemos correr 42 kilómetros y 195 metros en poco más de dos horas si estamos bien entrenados. También somos capaces de correr a 37,58 kilómetros por hora, pero solamente durante unos pocos segundos. En definitiva, fundamentalmente somos primates marchadores, pero no corredores veloces. Somos eficaces desde el punto de vista energético, pero a nuestra manera. Y los cuadrúpedos también lo son con su tipo de marcha. Si no fuera así, se habrían extinguido. Pensemos en los équidos. Los caballos pueden correr a gran velocidad durante varios kilómetros, a la vez que cubren largas distancias en poco tiempo con una marcha tranquila. En una investigación relativamente reciente[20] se ha postulado que la modificación del gen CMP-Neu5AC hidroxilasa, al que de manera más cómoda denominan CMAH, nos procuró una mayor resistencia para marchar o para correr por campo abierto. La modificación del gen habría sucedido hace entre tres y dos millones de años, coincidiendo con nuestra adaptación a la vida en las sabanas de África. Sin entrar en detalles fisiológicos complejos, el cambio en el gen CMAH habría permitido que nuestros músculos optimizaran el uso del oxígeno, confiriendo más resistencia a las piernas. Quizá ya conocemos el secreto de ser tan incansables caminando largas distancias.

La refrigeración del cuerpo con un mayor número de glándulas sudoríparas también es un método eficaz para perder calor si nos desplazamos por medios abiertos. La concomitante pérdida de un exceso de pelo en el cuerpo sería igualmente eficaz, excepto en la cabeza, que puede actuar de aislante para proteger el cerebro de la radiación excesiva. En ese aspecto existe un debate muy interesante entre científicos como Tamas Dávid-Barrett, Robin Dunbar y Peter Wheeler, que no se ponen de acuerdo acerca de la época en la que fuimos perdiendo la enorme cantidad de vello que seguramente tuvimos en las primeras etapas de la evolución humana.

Wheeler siempre ha defendido que la pérdida de pelo fue necesaria incluso en las especies del género Australopithecus. Estos homínidos tuvieron que soportar la fuerte insolación de las sabanas y un exceso de vello habría sido contraproducente. Los desplazamientos por la sabana consumen una gran cantidad de energía en forma de calor, que hemos de disipar de algún modo. Si se pierde pelo, las glándulas sudoríparas son más eficaces en la refrigeración el cuerpo. Wheeler está realmente convencido de que los australopitecos necesitaron perder vello para adaptarse a la vida en la sabana. Sin embargo, Dávid-Barrett y Dunbar han reparado en un hecho que a todos nos había pasado inadvertido. Hace tres millones de años, los australopitecos vivieron en regiones muy elevadas que hoy en día han descendido hasta mil metros de altitud por movimientos tectónicos. Si es así, el pelo pudo ser necesario hasta tiempos relativamente recientes para superar el frío de la noche. La pérdida de la mayor parte del vello habría sucedido al extender nuestro territorio hasta zonas más bajas, cercanas a la costa, en las que las temperaturas no experimentan cambios extremos y suelen ser más suaves por la influencia marítima. Así que los expertos pueden seguir recreando a nuestros ancestros más antiguos con un pelaje corporal bien desarrollado, sin que los visitantes de los museos puedan debatir sobre esa cuestión.

Siguiendo con el argumento de la eficacia energética, puede que trepar sea un ejercicio muy costoso. Seguramente, consume más energía que caminar por la selva. Moviéndonos por las ramas estamos bien protegidos de los posibles depredadores. Aunque gastáramos más energía, estaríamos más resguardados que en el suelo, donde solo la sociabilidad del grupo puede ser una característica positiva para evitar la depredación. El incremento de la capacidad para formar sociedades complejas habría favorecido la bipedestación. Pero esta hipótesis tiene poco soporte si pensamos en los peligros que acechan a los chimpancés. Los cocodrilos pueden ser potencialmente peligrosos, pero estos primates rara vez se dan un baño. No saben nadar y esa circunstancia sería más peligrosa que los propios cocodrilos. La serpiente pitón también es un potencial enemigo, pero no tan frecuente como podemos pensar. El leopardo sí representa un verdadero peligro, pero es un depredador poco abundante, que además se alimenta de varias presas. La sociabilidad y la formación de grupos numerosos y bien cohesionados son ventajas indudables para la supervivencia. Pero no encuentro la forma de conectar estos rasgos biológicos con el bipedismo. La descendencia de los primates bípedos no tendría por qué ser mayor que en los chimpancés —también sociales— o en primates exclusivamente arborícolas. Los ardipitecos podían caminar erguidos, pero en absoluto abandonaron las ramas. Sus adaptaciones esqueléticas son muy nítidas y sostienen que una parte de su vida se desarrolló en la parte alta de los árboles, donde encontraban buenas porciones de alimento.

En definitiva, ninguna de las hipótesis tiene soporte firme. Todas ellas tropiezan con la realidad del registro fósil. Por ejemplo, las marcas de los dientes y el análisis isotópico del esmalte de estos permiten conocer el tipo de dieta y, por tanto, el hábitat de cada especie. Los homínidos bípedos se movieron tanto por los bosques como por las sabanas. Así que la locomoción bípeda pudo ser simplemente una forma más de desplazarse, ni más ventajosa ni más peligrosa para la supervivencia que otras formas de locomoción. Siento no poder satisfacer la curiosidad de los lectores y lectoras en este aspecto, pero ninguna hipótesis para explicar el origen de la locomoción bípeda ha resultado convincente por el momento. Eso sí, varios millones de años más tarde, el bipedismo se convertiría en un rasgo importante para el devenir de la humanidad. Aprovechamos entonces la posibilidad de manejar las manos con precisión y fuimos dejando atrás las adaptaciones para trepar.

Antes de finalizar este capítulo no quiero olvidarme de un detalle anatómico de enorme importancia, pero que siempre nos dejamos en el fondo del cajón cuando hablamos de lo que nos transformó en lo que hoy en día somos. Ese detalle se olvida, porque salimos de los bosques con él. Me refiero a la capacidad de ver en tres dimensiones. La posibilidad de moverse entre las ramas de los árboles, en ese hábitat tan peligroso donde calcular distancias es vital, la posición de los ojos se transformó en un aspecto absolutamente imprescindible para los primates arborícolas. Disponemos de visión estereoscópica gracias a la superposición de los dos campos visuales. Cuando los ojos están a un lado y otro de la cabeza se puede ver un panorama más amplio, algo que muchos animales necesitan para distinguir a sus predadores. Un campo de visión más amplio, junto con la capacidad olfativa y la agudeza de oído, son imprescindibles para la supervivencia. Pero para los primates es mucho más importante calcular distancias para saltar de una rama a otra. Cuando dejamos la protección de los bosques no cambiamos esa adaptación, seguramente porque éramos lo suficientemente sociales como para protegernos en grupo. Además, llegaron otras necesidades, como la fabricación precisa de instrumentos, que requiere visión en tres dimensiones. Y si tenemos alguna duda al respecto, ¿alguien puede imaginarse a un conductor incapaz de calcular las distancias? La misma capacidad visual es necesaria para construir un instrumento de piedra que para fabricar un reloj o para realizar una operación quirúrgica. Además, tenemos la capacidad de percibir la longitud de onda de tres colores del espectro visible, rojo, verde y azul, frente al monocromatismo de muchas especies de mamíferos y de los primates nocturnos, que solo ven en blanco y negro, o frente a la visión dicromática de la mayoría de los mamíferos. Disponemos en la retina de opsinas, pigmentos sensibles a la luz, que nos permiten combinar las longitudes de onda y ver el mundo en color. Estas ventajas adaptativas se han quedado con nosotros y se han tornado en imprescindibles para nuestra existencia. Lo que surgió como una necesidad para la vida en las alturas se ha aprovechado para desarrollar la cultura.

Pero no todo consistió en conservar lo que heredamos de nuestros ancestros del Mioceno. En nuestros ojos se percibe el blanco de la esclerótica, una membrana gruesa formada en su mayor parte por fibras de colágeno que dan forma al globo ocular. Sobre ella destacan de manera ostensible el iris y la pupila. Esto no sucede en los chimpancés o en los gorilas. Sus ojos tienen un colorido oscuro muy uniforme. Es muy probable que la enorme sociabilidad de nuestra especie tenga mucho que ver con el hecho de haber desarrollado unos ojos tan peculiares, que nos ayudan en gran medida a la expresividad de nuestra mirada. Cuando decimos que los ojos son el espejo del alma no estamos sino constatando el hecho de que utilizamos la vista para hacer llegar a los demás nuestras emociones y sentimientos. No es que los chimpancés carezcan de emociones, sino que nosotros podemos manifestarlas con más nitidez gracias a una mayor expresividad de la mirada. Los ojos reflejan alegría, tristeza, odio, admiración, sorpresa, etc. No es necesario hablar para que nuestra información llegue a otra persona con la que nos comunicamos a corta distancia, aunque tengamos que emplear una mascarilla para protegernos de los virus.

En muchas ocasiones me han preguntado sobre la fiabilidad de las reconstrucciones de las especies pretéritas de homínidos, como los ardipitecos o los australopitecos. Los huesos fósiles facilitan esa labor a los expertos y los mejores en ese campo llevan a cabo un trabajo admirable. El aspecto general de los especímenes reconstruidos es incuestionable, porque los fósiles no engañan. Como expliqué antes, se puede debatir sobre la distribución de la pilosidad corporal o el color de la piel. Los expertos recurren a lo que conocen sobre los simios y a la lógica. Pero me resulta curioso comprobar que, de manera sistemática, todas las reconstrucciones de los homínidos presentan a los sujetos con la esclerótica de color blanquecino. Así se consigue «humanizar» la mirada, aun en las especies más antiguas.

No menos interesante es la forma de humanizar a los animales en los dibujos animados. Todos los personajes «no-humanos» deben tener los ojos próximos y en posición frontal. Además, el iris debe destacar sobre una esclerótica grande y blanca. Solo de esa manera, el conejo Bugs Bunny, la genial creación de Tex Avery, es capaz de transmitir de una manera inequívoca sus miradas de astucia, ironía, picardía, disgusto o despiste intencionado. Quizá esta es la mejor manera de contrastar la hipótesis social de la expresión ocular.

El bipedismo es la primera clave para responder a la pregunta sobre lo que nos hace diferentes a otros seres vivos, sin que podamos asegurar que hayamos sido los únicos primates que hemos caminado sobre las dos piernas. Pero, al menos, podemos afirmar que la filogenia humana empezó a gestarse de este modo. El bipedismo terminó por ser uno de los hitos de la evolución humana, un cambio que nos preparó para el siguiente salto evolutivo.

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