Dioses y mendigos

Dioses y mendigos


4 Dieta y tecnología

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4Dieta y tecnología

Desde hace unos 2.750.000 años, si no antes, los miembros de la filogenia humana comenzamos a dejar acumulaciones de útiles de piedra en varios lugares de África. Aunque los simios emplean palos y piedras con relativa habilidad no tienen la suficiente destreza para modificar la materia prima. Para ello es necesario disponer de una mano muy particular, que parece ser exclusiva de un cierto número de especies de la filogenia humana. En cuanto dejamos de ser cuadrúpedos, la anatomía de la mano empezó a modificarse, como han demostrado varios investigadores españoles mediante comparaciones de las falanges de los dedos de diferentes homínidos[21]. No se puede concluir si los homínidos más antiguos de nuestra filogenia fabricaron herramientas, pero sí que estuvieron en disposición de hacerlo. Incluso la especie Orrorin tugenensis tuvo posibilidades anatómicas para fabricarlas. Otra cosa es que su cerebro pudiera enviar las órdenes oportunas a las manos para hacerlo. Es posible que nuestros primeros ancestros tuvieran una mano preparada para manejar objetos con precisión, pero su cerebro pudo ser incapaz de enviar impulsos coordinados para transmitir las órdenes apropiadas. La capacidad de la mente para razonar que podían obtenerse herramientas mediante la transformación de la materia prima tuvo que esperar varios millones de años. Mientras no se encuentren herramientas de piedra más antiguas que las se conocen en la actualidad, podemos asegurar que la mente de las especies de Orrorin, Ardipithecus o Australopithecus no estaba preparada para dar el salto cultural que permitió modificar la materia prima de manera consciente.

LA PINZA DE PRECISIÓN

La pinza de precisión es la «herramienta anatómica» que utiliza nuestro cerebro para manipular objetos con un cuidado extremo. Esta capacidad nos ha permitido realizar toda suerte de instrumentos, desde el más simple hasta el ordenador que utilizo para escribir estas líneas. No se conoce con detalle el proceso evolutivo que dio lugar a una mano como la que tenemos en la actualidad. Asumimos que el cambio definitivo tuvo lugar hace entre dos y tres millones de años, cuando los homínidos fuimos capaces de transformar la materia prima y fabricar herramientas a partir de diferentes rocas (cuarcita, sílex, etc.). Ese proceso evolutivo estuvo marcado por sutiles cambios en el origen e inserción de ciertos músculos, así como en la potencia que son capaces de generar. El dedo pulgar de los seres humanos no solo es más largo que el de los chimpancés y, presumiblemente, que el de los ardipitecos o los australopitecos, sino que tiene mucha más fuerza. Este dedo tomó un protagonismo que no tenía en los homínidos del Plioceno. De la necesidad de agarrarse con fuerza a las ramas, lo que se conoce como pinza de presión, pasamos a la necesidad de manipular objetos mediante la pinza de precisión.

En nuestra mano disponemos de los mismos músculos que un chimpancé, pero hemos adquirido alguna novedad. Además, estos músculos están más desarrollados. Empezaremos por citar los cuatro músculos que conforman la llamada eminencia tenar, una masa muscular que sobresale de manera ostensible en la palma de la mano y que se localiza en la base del dedo pulgar. Si extendemos la palma de la mano podremos ver fácilmente ese abultamiento muscular. Sin pretender que las siguientes líneas constituyan una lección de anatomía, pienso que es conveniente al menos conocer la existencia de esos músculos. No están tan desarrollados como los que mueven piernas y brazos, pero su función ha sido determinante en nuestro proceso evolutivo y se merecen una mención especial. El músculo oponente del pulgar (opponens pollicis) se origina en el hueso trapecio[22] y se inserta en toda la longitud lateral del primer metacarpiano del pulgar. Su función consiste en conseguir que la yema de este dedo toque el centro de la palma de la mano y las yemas de los demás dedos. El flexor corto del pulgar (flexor pollicis brevis) también se origina en el trapecio y se inserta en la primera falange del quinto dedo. Permite flexionar este dedo con gran facilidad. El abductor corto del pulgar (abductor pollicis brevis) se origina en el hueso escafoides[23] y se inserta en la base de la primera falange del pulgar. Su función consiste en separar o alejar el quinto dedo de la mano. Finalmente, el aductor del pulgar (adductor pollicis brevis) también se origina en el escafoides y se inserta en la base de la primera falange del quinto dedo. Como podemos deducir de lo anterior, la función antagonista de estos músculos mueve el dedo pulgar bien acercándolo a los demás dedos (abducción) y, en particular, al dedo índice para formar una pinza potente y precisa, bien alejándolo de la mano (aducción). Nosotros mismos podemos comprobar con un simple gesto cómo el pulgar se mueve, acercándose a los demás dedos o separándose de ellos.

Además, existe un músculo (flexor pollicis longus), que se origina en la tuberosidad del radio[24], recorre todo el antebrazo y se inserta en la base de la segunda falange del pulgar. Este músculo flexiona la falange distal del pulgar sobre la proximal y esta sobre el primer metacarpiano. En los chimpancés solo existe un tendón, por lo que este músculo puede considerarse una novedad evolutiva en la filogenia humana. Los chimpancés también carecen del músculo interóseo (primer volar interosseous de Henle), que en nuestra mano se origina en el metacarpiano del pulgar y se inserta en la base de la primera falange de este dedo.

La descripción detallada de los músculos y tendones de la mano exigiría una mayor atención. Pero el objetivo de las líneas precedentes no ha sido explicar una lección de anatomía, sino saber que nuestra mano ha conseguido una complejidad asombrosa. Y quizá lo ha logrado solo con pequeños cambios genéticos que han modificado una estructura ósea, que dejó de utilizarse para la locomoción, mientras que los músculos se adaptaron para llevar a cabo una función diferente. Los simios son capaces de agarrar objetos. Incluso los manejan con notable destreza para lograr determinados propósitos, incluida la posibilidad de obtener ciertos alimentos. Los chimpancés consiguen capturar termitas empleando para ello, y con gran habilidad, un palo de dimensiones reducidas. Se han llegado a tomar fotos de orangutanes midiendo la profundidad de un río con una vara de madera. De ese modo, evitan ser arrastrados por la corriente. Esta sorprendente operación requiere notables habilidades «manuales» y mentales. El entrecomillado recuerda que los simios antropoideos son cuadrúpedos, aunque empleen sus extremidades como si fueran verdaderas manos.

Figura 6. Comparación de la mano humana con la de un chimpancé. Nosotros podemos realizar la pinza de precisión, gracias a la morfología y la longitud de los huesos de los dedos y al desarrollo de ciertos músculos. La mano de Homo sapiens dispone de una musculatura específica, que confiere mucha fuerza al dedo pulgar. En la imagen están representados los músculos adductor pollicis, flexor pollicis brevis y flexor pollicis longus (ver texto para una explicación adicional). Estos dos últimos músculos no se encuentran en la mano de los chimpancés. Estos primates pueden realizar la pinza de presión con las cuatro extremidades para sujetarse con fuerza a las ramas, pero no pueden manipular objetos con precisión. En la figura que representan la mano de un chimpancé figuran el adductor pollicis y un tendón (flexor digitorum profundus), que nosotros hemos sustituido por el músculo flexor pollicis longus.

 

Una vez liberada la mano de la locomoción y ya fuera del hábitat de bosque, la mano —esta vez sí— de nuestros ancestros se modificó en consecuencia. La tecnología ha sido posible gracias a las órdenes transmitidas desde un cerebro cada vez más complejo a unas manos únicas en el mundo de los mamíferos.

TECNOLOGÍA

Con una mano tan especial puede entenderse que para nuestros ancestros no fuera difícil asociar las propiedades de la piedra con la necesidad de cortar o romper. Estaba finalizando el Plioceno, hace unos 2,7 millones de años, cuando el cerebro de los homínidos desarrolló una nueva capacidad mental. A la postre, esa capacidad sería decisiva para lograr lo que somos en la actualidad. En esa época tan remota de la evolución humana se produjo el inicio de algo tan sorprendente para un mamífero como incorporar elementos extraños a nuestro cuerpo. Es lo que Richard Dawkins denominó en su día «el fenotipo extendido»[25]. Con una pala, que alarga notablemente la longitud de los brazos, somos muy eficaces moviendo tierra o escombros. Sin duda, mucho más que si lo hacemos con las manos. Y si la pala esta asociada a una máquina, que manejamos con unos mandos sencillos, seremos capaces de mover toneladas de tierra en poco tiempo. Esta capacidad de extender nuestra anatomía con objetos ajenos al cuerpo se ha unido a la visión estereoscópica, heredada de nuestro paso por la selva y que nos permite ver en tres dimensiones y calcular distancias con precisión. Nuestro cerebro comenzó a integrar la visión espacial con la habilidad de las manos para iniciar una etapa decisiva en la evolución de un grupo particular de mamíferos. Nunca antes, que sepamos, había sucedido algo similar en la biosfera.

Las primeras herramientas consistieron en guijarros golpeados con cierta habilidad para producir filos cortantes. Estos utensilios se podían desechar, porque la materia prima abundaba a nuestro alrededor. Aprendimos que la madera de los árboles y los arbustos podía trabajarse para conseguir puntas aguzadas, capaces de atravesar el cuerpo de una presa. Nos dimos cuenta de que los tendones podían cortarse con facilidad para llevarse a la boca un buen trozo de carne. No solo teníamos la posibilidad de romper la cáscara de un fruto seco golpeándola con los martillos de piedra contra una superficie dura, sino que podíamos elegir la mejor forma de conseguir el alimento mediante un proceso más sofisticado. Estábamos descubriendo las propiedades de la materia prima y la capacidad para implementar nuestra anatomía con elementos extraños a ella. Carecíamos de caninos poderosos, pero conseguimos cuchillos afilados. El proceso fue lento en términos actuales, pero extremadamente rápido desde el punto de vista del tiempo geológico. Durante algo más de un millón de años apenas cambiamos la diversidad del conjunto de herramientas que habíamos ideado. Es más, comenzamos a explorar el continente eurasiático con utensilios muy simples, que nos muestran muy poca diversidad. Así lo demuestran yacimientos como el de Dmanisi, o el de la Sima del Elefante, en la sierra de Atapuerca. En estos yacimientos, que se formaron hace más de un millón de años, aparecen herramientas muy sencillas, que los expertos han catalogado dentro de lo que ellos llaman «Modo 1»[26]. Los habitantes de Eurasia alcanzaron un volumen cerebral de mil centímetros cúbicos, pero no fueron capaces de producir innovaciones significativas. O por lo menos es lo que nos dice el registro arqueológico. Algunas excepciones confirman la regla. Por ejemplo, en la actualidad empleamos el filo cortante en forma de sierra para cortar la carne o el pan. Es un sistema altamente eficaz. Pues bien, esta modalidad puede encontrarse en los conjuntos tecnológicos de gran antigüedad. Los homínidos aprendieron muy pronto a golpear los bordes de sus instrumentos para extraer muescas de manera alternativa a un lado y otro del filo cortante. Así se conseguían herramientas de filo aserrado, capaces de cortar con gran eficiencia la carne cruda de sus presas.

El incremento del tamaño del cerebro trajo consigo novedades en la fabricación de herramientas. Sin embargo, la primera gran revolución tecnológica sucedió con un cerebro todavía pequeño. Ocurrió en África hace algo más de 1,7 millones de años. En efecto, los humanos africanos del Pleistoceno Inferior llevaron a cabo esa primera gran revolución. El volumen del cerebro de estos humanos se había incrementado aproximadamente un sesenta por ciento con respecto al de los australopitecos. Este cambio influyó, sin duda; pero seguramente también fue decisiva la socialización de las poblaciones de homínidos y el diálogo que ya se había establecido entre la mente y la cultura material. Las conexiones neuronales se habrían incrementado de manera exponencial en aquellos humanos de hace 1,7 millones de años, que realizaban una y otra vez utensilios de piedra para sus necesidades habituales.

La revolución consistió en planificar y estandarizar las herramientas, en lugar de producirlas para un único uso. Los utensilios de usar y tirar fueron dejando paso a otros más versátiles, que podían ser reutilizados y, quizá, transportados. Así nació en algún lugar de África la tecnología que originalmente recibió el nombre de achelense y que hace algunas décadas los expertos decidieron catalogar como Modo 2. Las primeras herramientas incluidas en esta nueva forma tecnológica se obtuvieron en el siglo XVIII en un yacimiento británico del condado de Suffolk, aunque no fueron reconocidas como tales en una época en la que aún no se había formulado la teoría de la evolución. Lo mismo sucedió con las piezas halladas hacia mediados del siglo XIX en el yacimiento de Abbeville, situado en el norte de Francia. Tendríamos que llegar hasta 1925 para encontrar el término «achelense», que se empleó para nombrar las herramientas descritas en 1872 por Louis Laurent Gabriel de Mortillet, procedentes del yacimiento francés de Saint-Acheul.

Las herramientas características del Modo 2 son los bifaces, hendedores y picos. Se trata de piezas talladas por las dos caras de manera intencionada y bien planificada con el objetivo de producir filos y puntas eficaces. Estos ingenios tenían una o más funciones relacionadas con el aprovechamiento de las carcasas de los animales matados o encontrados muertos. Los restos de la talla también se empleaban para construir herramientas más pequeñas, buscando el máximo aprovechamiento de la materia prima. Las rocas locales, ya fueran de origen volcánico, metamórfico o sedimentario, fueron empleadas por los fabricantes del Modo 2, adaptando la técnica a cualquier materia prima. La tecnología achelense se extendió como la pólvora por el este y sur de África, desde territorios hoy en día ocupados por países como Kenia, Etiopía y Tanzania. Detrás de la tecnología achelense había mentes capaces de planificar a largo plazo. Las herramientas se estandarizaron, una capacidad que Homo sapiens simplemente ha perfeccionado. Algunos arqueólogos han estudiado la evolución de una tecnología cada vez más depurada. Los bifaces encontrados en ciertos yacimientos del Reino Unido que se formaron hace unos cuatrocientos mil años presentan un diseño extraordinario, en el que destaca su notable simetría. La planificación en la búsqueda de la materia prima más apropiada, así como la elección del tamaño de la piedra que se deseaba tallar nos habla de los avances cognitivos de una mente cada vez más flexible. Pero la posible búsqueda de la simetría supone un paso adicional, no menos importante, que ha interesado a John McNabb y a sus colegas de la Universidad de Southampton. Esta característica de las herramientas del Modo 2 no puede considerarse una consecuencia del azar. En mi opinión, una forma cada vez más simétrica denota una manifiesta intencionalidad. ¿Se perseguía tal vez mejorar la funcionalidad de estas herramientas o simplemente se pretendía que fueran más bellas? Muchas especies animales tenemos simetría bilateral y nosotros dominamos a la perfección este concepto surgido en la evolución de los seres vivos. Pero ¿y nuestros antepasados?, ¿fueron realmente capaces de abstraer el concepto de simetría de la observación de la naturaleza? La propia versatilidad de las herramientas achelenses también nos explica mucho sobre la mente de Homo ergaster o de Homo heidelbergensis y de las especies que adoptaron más tarde esta tecnología. ¿Es posible que la perfecta simetría de los bifaces de muchos yacimientos europeos implique el acercamiento de las poblaciones del Pleistoceno Medio hacia el concepto de la creación artística? Dejo la pregunta en el aire.

MENTE Y CAPACIDAD VISUAL-ESPACIAL

Los arqueólogos Dietrich Stout, Nicholas Toth y Kathy Schick fueron pioneros en investigar las posibles habilidades necesarias para construir herramientas. ¿Qué regiones del cerebro se ponen en funcionamiento para fabricar un utensilio sencillo? La tecnología de finales del siglo XX había avanzado lo suficiente como para realizar este tipo de exploraciones. Tratándose de un estudio piloto, fue el propio Nicholas Toth quien se prestó a realizar las pruebas. En esa época, Toth ya había dedicado más de dos décadas de su vida a practicar la fabricación de utensilios de piedra de manera experimental. Toth se colocó los elementos necesarios en su cabeza, para que los técnicos tomaran imágenes tomográficas por emisión de positrones (PET, por sus siglas en inglés) y conocer así su actividad cerebral mientras fabricaba instrumentos[27]. La sangre fluye en mayor cantidad hacia las zonas del cerebro con una mayor carga de trabajo, por lo que se puede obtener una buena panorámica de las regiones más activas en un momento determinado. Los lóbulos parietales del neocórtex[28] mostraron su estimulación en aquellas zonas relacionadas con la cognición espacial y la visualización. También se activaron las regiones del lóbulo occipital relacionadas con la visión y el llamado giro precentral, que se localiza en el lóbulo prefrontal del neocórtex y que realiza funciones motoras. Sorprendió la activación del denominado giro fusiforme, una circunvalación situada en la parte inferior del lóbulo temporal, que está relacionada con el reconocimiento facial. El cerebelo también se ocupaba de coordinar las acciones motoras. En definitiva, buena parte del encéfalo se ponía en marcha, simplemente con la intención y la acción de golpear un guijarro y obtener una sencilla lasca afilada. Este trabajo abrió las puertas a una línea de investigación que ha progresado de manera vertiginosa durante los últimos veinte años.

Tanto para producir herramientas del Modo 1 como del Modo 2 o cualquier otro útil que deseemos fabricar necesitamos una buena coordinación de los movimientos musculares de la mano. Los músculos tienen que sincronizarse para golpear una piedra de cierto tamaño y esculpir la forma deseada. Para que todo el proceso tenga éxito hemos de combinar de manera ordenada diferentes elementos. Por ejemplo, la propiocepción es la capacidad que tenemos de conocer la posición espacial relativa del cuerpo como un todo y de sus diferentes partes con respecto al espacio que nos rodea. Ese sistema nos permite mantener el equilibrio. Existen terminaciones nerviosas denominadas propioceptores en músculos, tendones, articulaciones y en el oído interno, que se encargan de percibir las sensaciones que necesitamos para tener información al instante sobre la posición de las diferentes partes del cuerpo. Por otro lado, la inteligencia espacial es una habilidad cognitiva que nos permite tener una percepción de la realidad y de sus detalles, que posibilita la formación de modelos capaces de ser manipulados e, incluso, reproducidos de manera gráfica. Pensamos y procesamos información en tres dimensiones. La visión juega un papel fundamental en todo este proceso, aunque puede no llegar a ser imprescindible. La inteligencia espacial no depende de la capacidad visual, como sucede con las personas que no pueden ver. Podría bastar con el tacto y el oído. Sin embargo, si a la inteligencia espacial le añadimos la visión, tendremos una inteligencia espacial y visual notablemente más potente. Quizá no todos los individuos de un grupo poseían las mismas habilidades para tallar un instrumento de piedra, en particular cuando la tecnología alcanzó cotas de mayor complejidad.

El cerebelo tiene una función muy importante en la coordinación de los impulsos nerviosos. Esos impulsos permiten el movimiento fino y preciso de todos los elementos esqueléticos y musculares necesarios para lograr crear una forma concreta a partir de la materia prima. Lo veremos con detalle más adelante. Un pianista virtuoso será capaz de reproducir una melodía compleja gracias a esa coordinación. Los dedos se mueven de manera vertiginosa sobre las cuerdas de una guitarra, sin que quien escucha su sonido pueda seguir con la vista esos movimientos. Lo mismo podemos decir de un humano de Pleistoceno Inferior ante el reto de tallar con precisión y rapidez un gran canto de río o cualquier otro material susceptible de ser moldeado mediante un plan bien predeterminado. El tallador ha de tener una relación espacial y visual con el objeto que está modificando. Los impulsos nerviosos viajarán desde el cerebelo hasta las áreas motoras del córtex frontal para realizar y coordinar movimientos musculares voluntarios. La simple fabricación de una herramienta de piedra requiere una acción intencionada, planificada, sincronizada y coordinada de numerosos músculos soportados por los correspondientes elementos óseos, si es posible bajo la atenta mirada de los ojos y de su control espacial desde el córtex occipital. Parece todo muy complicado de contar y ciertamente lo es. La complejidad del proceso en lo que respecta al cerebro es muy alta e implica diferentes elementos del encéfalo. No dejaré de repetir en varias ocasiones que el cerebro funciona como un todo. Atrás quedaron las viejas ideas de que el cerebro está bien compartimentado en regiones especializadas y aisladas unas de las otras.

En definitiva, el todavía pequeño cerebro de nuestros ancestros estuvo capacitado para planificar y reflexionar sobre la posible funcionalidad de las herramientas. Con el Modo 2 surgió por primera vez el proceso de estandarización, al que estamos habituados en el mundo del siglo XXI. Podemos preguntarnos si el proceso de evolución cognitiva que supuso la revolución tecnológica del Modo 2 fue una consecuencia de la interacción entre las herramientas del Modo 1 y la mente o de la interacción entre esta y un medio ambiente cada vez más hostil. En otras palabras, ¿fue el medio ambiente lo que impulsó la capacidad innovadora de los homínidos? Esta pregunta surge con frecuencia entre los especialistas en tecnología prehistórica. Si consideramos solo la herramienta como un elemento aislado, parece difícil sostener que algunos humanos se pusieran a reflexionar delante de las piedras talladas para tratar de mejorar sus prestaciones. Sin duda, el medio ambiente de las sabanas africanas sometió a los humanos a una enorme presión. En ese momento éramos posibles presas y no tanto depredadores, obligados a conseguir un alimento que no siempre estaba a nuestro alcance. La selección natural operaba con fuerza para seleccionar a aquellos individuos/grupos capaces de generar innovaciones tecnológicas. Pienso que el diseño de estrategias tecnológicas y sociales para conseguir comida y mantenerse vivos surgió por la presión ambiental más que por la simple interacción aislada mente-herramienta. Eso no significa desdeñar la capacidad de los homínidos para pensar sobre las posibilidades que ofrecían las piedras con las que trabajaron y conseguir con ello el salto en la evolución cognitiva que se produjo hace poco más de 1,7 millones de años. Al fin y al cabo, las herramientas ya formaban parte de nuestro nicho ecológico[29], que ha terminado por definirse fundamentalmente en el marco de la cultura. Tendríamos que esperar hasta tiempos muy recientes para que la cultura tuviera un peso específico mucho mayor que el medio natural. En la actualidad, la mayoría de los seres humanos vivimos totalmente inmersos en un medio definido por todos los elementos que determinan la cultura. Las innovaciones pueden surgir simplemente por el propio hecho de investigar un problema interesante. Pero si la presión es elevada, las innovaciones pueden llegar en poco tiempo. Pondré un ejemplo muy cercano para que se entienda mejor lo expresado en párrafos anteriores. Pensemos en el SARS-Cov-2. En el mismo momento que escribo estas líneas, numerosos grupos de investigación de diferentes países luchan contra reloj por obtener un remedio para esta amenaza. Pero eso no significa que esos grupos de investigación hayan obviado la necesidad de dedicar muchas horas de trabajo para estudiar la estructura de los virus o su forma de actuar, aunque no hubiera una necesidad acuciante. Estos científicos han estado sentados muchas horas delante de sus piedras particulares, para aprender mucho de ellas. Gracias a ello, cuando ha llegado una presión ambiental como la que vivimos en estos momentos sus mentes estaban preparadas para actuar.

En ese debate, es interesante constatar que el Modo 2 permaneció casi inalterado durante un millón y medio de años. Se sabe que los fabricantes de herramientas fueron perfeccionando la técnica hasta conseguir bifaces de una belleza extraordinaria. Pero siguieron siendo bifaces y no otra cosa. El Modo 2 saltó las barreras de África y del suroeste de Asia hace más de un millón de años; pero su difusión no fue tan rápida como podríamos pensar. Esta tecnología coexistió con el Modo 1 tanto en África como en Eurasia durante miles de años sin experimentar cambios sustanciales. ¿Es que acaso no hubo una evolución de las habilidades cognitivas durante todo ese tiempo? Es evidente que la interacción mente-herramienta no fue eficaz para que se produjera esa posible evolución. Pero tampoco se habría incrementado el reto al que se enfrentaron los humanos para lograr su supervivencia. Aunque el volumen del cerebro aumentó hasta superar los mil centímetros cúbicos, no parece que la complejidad del cerebro experimentara notables avances durante un larguísimo período de tiempo, sencillamente porque la presión ambiental no fue tan acuciante como para realizar innovaciones.

OMNÍVOROS DESDE SIEMPRE

Aunque los capítulos siguientes contendrán mucha información sobre el cerebro, no he podido dejar de mencionar este órgano al escribir sobre la tecnología. Tampoco podemos hablar de la dieta sin mencionar el cerebro, pues esta es otra de las claves que forman parte de un relato tan singular como el de nuestra propia evolución. Así que en estas próximas líneas vamos a unir cerebro, dieta y herramientas, tres elementos cuya relación trataré de demostrar. El cerebro de nuestros primeros ancestros del Plioceno tenía un tamaño similar al de los chimpancés actuales o incluso menor. Durante cuatro millones de años no experimentó cambios de volumen apreciables. Nada podemos saber de las habilidades cognitivas de las especies de los géneros Ardipithecus, Australopithecus o Paranthropus, que no han dejado elementos modificados y, por tanto, un registro arqueológico susceptible de análisis. Puesto que esas especies tenían cierta similitud con especies de primates recientes, podemos en todo caso inferir el grado de complejidad de sus cerebros. Aunque aquellos homínidos del Plioceno y del Pleistoceno Inferior no fabricaron herramientas, pudieron emplear objetos con cierta intencionalidad para conseguir un propósito determinado. Es un razonamiento lógico, después de conocer el comportamiento de otros primates. En algunas especies, romper la cáscara de un fruto seco o de un huevo no requiere más que un poco de instinto elemental, y es por ello que observamos este hecho hasta en ciertas aves, como los alimoches. Los monos capuchinos de la especie Sapajus libidinosus rompen las cáscaras de las nueces de palma usando piedras elegidas con cuidado[30]. Docenas de monos capuchinos viven en libertad controlada en el Parque Nacional de Serra da Capivara en Brasil. Se trata de un grupo de primates platirrinos endémicos de Brasil y emparentados con las especies del género Cebus. Los monos capuchinos golpean con fuerza y de manera deliberada los cantos de cuarcita de los conglomerados del parque donde residen para obtener herramientas con filos cortantes. Con tales instrumentos golpean a su vez determinados alimentos, excavan o, incluso, realizan exhibiciones de carácter sexual. Cuando una de las herramientas se rompe de manera natural, su aspecto parece ser el resultado de una labor intencionada. Los monos capuchinos pesan poco más de cuatro kilogramos, aunque su cerebro da muestras de encerrar una mente ingeniosa. Si aplicamos la definición de tecnología, estos monos brasileños no solo usan, sino que aparentan fabricar herramientas. ¿Qué pensar ante semejante hallazgo?, ¿cuál es el límite que podemos fijar para aceptar sin ambigüedades los yacimientos arqueológicos con herramientas? La diferencia más importante es que los monos capuchinos no producen acumulaciones de estos utensilios. Las usan de manera circunstancial y luego las abandonan. Una vez que las piedras se rompen, su aspecto recuerda a las herramientas fabricadas por Homo habilis. Pero hay que considerar una diferencia importante. En los yacimientos de África las herramientas se cuentan por decenas o centenares en un espacio reducido. Su fabricación no solo era intencionada, sino sistemática. Los chimpancés también emplean herramientas de piedra y madera para conseguir su alimento. Es por ello que tenemos que asumir habilidades similares en los ardipitecos o en los australopitecos. Estos homínidos estuvieron muy cerca de fabricar herramientas de manera sistemática. O por lo menos es lo que se admite en la actualidad. Seguiremos atentos a las excavaciones y a las noticias sobre futuros descubrimientos en África. Todos estos hallazgos cuestionan nuestra percepción de los humanos del pasado. No es necesario tener un cerebro de grandes dimensiones para emplear objetos, y no podemos establecer una relación causa-efecto entre la expansión del neocórtex cerebral y la fabricación de utensilios. ¿Qué razones podemos aducir entonces para explicar el crecimiento exponencial del volumen del cerebro en los homínidos?

En páginas anteriores se han explicado los cambios en el clima de África y sus consecuencias para el paisaje. La protección de los bosques, con sus recursos predecibles y la casi ausencia de depredadores, se fue esfumando. En su lugar nos quedaron las inmensas llanuras africanas, en las que la lluvia es estacional, donde los bosques escasean y solo quedan aquellos que siguen el curso de los grandes ríos y donde los depredadores están al acecho. El alimento sigue siendo abundante, pero es muy diferente al que podíamos encontrar en los bosques. En la sabana no faltan los recursos vegetales, pero la carne y la grasa de los herbívoros se convierte en un alimento esencial. No podemos desdeñar la posibilidad de conseguir peces en las orillas de los lagos o de los ríos, ni olvidarnos de los anfibios, los reptiles, las aves y los insectos. Pero el registro arqueológico no ha dejado huellas de ese menú. En cambio, los huesos fosilizados de los grandes mamíferos herbívoros nos muestran el impacto de las herramientas que se usaron para descuartizar las carcasas de estos animales.

En este punto tenemos que volver a recordar el viejo debate sobre la forma de obtener la carne por parte de nuestros ancestros. Podemos situarnos en la época en la que se supone aparecen los primeros representantes del género Homo. Estamos pensando en un largo período entre hace 2,5 y 1,5 millones de años. Imaginemos ahora el aspecto de un individuo de Homo habilis o de cualquier otra especie relacionada. Su estatura difícilmente superaba los 130 centímetros y su peso estaría alrededor de los 25-30 kilogramos. Seguramente eran tan resistentes como nosotros para soportar largas caminatas por la sabana. En momentos puntuales serían capaces de correr a gran velocidad durante unos segundos, pero su zancada no les permitiría avanzar tan deprisa como lo hace cualquier cuadrúpedo. Su fuerza no sería desdeñable, pero nada que hacer ante el acoso de un búfalo o cualquier otro animal de gran envergadura. Tampoco me los imagino peleando con una bandada de buitres o con un grupo de hienas por conseguir un pedazo de carne o el tuétano de los huesos de las extremidades. ¿Entonces?, ¿cómo podían incorporar a su dieta las preciadas proteínas de la carne de los herbívoros? Es una buena pregunta, que sigue siendo objeto de discusión entre los especialistas. Es lógico que no se pongan de acuerdo sobre el viejo debate del homínido cazador por excelencia versus el homínido carroñero. En cualquiera de los dos escenarios, nuestro Homo habilis estaría en inferioridad con respecto a los grandes depredadores de las sabanas y a los carroñeros más activos. Un tercer escenario sostiene que los homínidos consumían la carne de los animales que morían a la sombra de los árboles que circundan el curso de los ríos y que forman los llamados bosques-galería. Los carroñeros del cielo tienen dificultad para localizar los animales que han perecido en este tipo de bosques, porque la vegetación impide que se vean desde las alturas. Los homínidos tendrían tiempo suficiente para llegar hasta los animales muertos antes que los buitres y quedarse con la máxima cantidad de carne disponible. Además, los expertos piensan que los tigres dientes de sable (Homotherium) tendrían dificultades para aprovechar toda la carne de sus presas. Los poderosos caninos eran un arma letal, pero también un impedimento para rebañar los restos de los animales cazados. Si los homoterios cazaban bajo la protección de los árboles, los carroñeros aéreos tardarían en detectar un bocado tan apetitoso. Los humanos estaríamos al acecho y llegaríamos antes que los demás carroñeros para terminar el festín. Siempre quedarían los carroñeros terrestres, pero al menos nos habríamos librado de algunos competidores molestos. Todo esto suena muy bien, pero es una historia en la que se ha puesto no poca imaginación.

Acerca de la idea del homínido carroñero me surgen algunas dudas. En primer lugar, conseguir algún bocado en un animal muerto entraña normalmente una lucha encarnizada con otros carroñeros. Además, ¿qué sucede si la carne se encuentra ya en descomposición? Los buitres tienen un aparato digestivo perfectamente adaptado para consumir carroña, a pesar de su alto contenido en bacterias de gran toxicidad, como la del ántrax o las fusobacterias. Otros vertebrados y nosotros mismos podríamos morir con la ingesta de materia orgánica infectada por estos microorganismos. Surge entonces una pregunta inevitable: ¿Tuvimos los primeros representantes del género Homo este tipo de adaptaciones en el aparato digestivo? Y si es así, ¿por qué las perdimos?

Algunas evidencias que se observan en los fósiles acumulados en yacimientos de África sostienen los argumentos de quienes defienden tanto la caza como las prácticas carroñeras. Todo depende de las interpretaciones. Si las marcas de las herramientas de piedra se encuentran en huesos de pequeño tamaño se puede inferir un aprovechamiento minucioso de todo el cadáver. En este escenario pensaremos que los homínidos fueron carroñeros, porque no se saciaban como los leones aprovechando las porciones con más cantidad de carne. Pero también podemos deducir que la caza era circunstancial, como sucede en los pueblos cazadores-recolectores de la actualidad, y que no podía despreciarse ninguna parte del animal matado. De hecho, en las sociedades industrializadas se aprovecha cualquier trozo de un animal doméstico, simplemente por el puro placer de consumir las vísceras, partes cartilaginosas, etc. Así que solo podríamos aproximarnos a la realidad mediante un viaje en el tiempo.

DIETA ESENCIAL

En este debate tan solo hay un hecho cierto. Si nosotros estamos viviendo en el siglo XXI es porque algunas especies sobrevivieron a las duras condiciones de las sabanas de África. Otro hecho incuestionable es que la dieta de aquellos humanos del pasado incorporaba la carne, la grasa o las vísceras de los herbívoros. El consumo de estos alimentos aporta nutrientes importantes, como el hierro, el triptófano —un aminoácido precursor de la serotonina y la melatonina—, así como numerosos minerales y vitaminas, incluida la vitamina E. Esta última evita la oxidación y la degradación de los ácidos grasos poliinsaturados omega 3 de cadena larga (EPA y DHA), que merecen una especial atención por ser absolutamente imprescindibles en el mantenimiento del cerebro, pero también del corazón y todo el sistema cardiovascular. La ingesta de ácidos omega 3 rebaja la cantidad de triglicéridos en sangre, mejorando con ello la circulación al evitar la formación de placas y reduciendo la tensión arterial que tanto nos preocupa al llegar a ciertas edades.

Los ácidos grasos omega 3 se encuentran en todas las membranas celulares. El DHA (ácido docosahexaenoico) representa aproximadamente el 97 % de todos los ácidos grasos omega 3 presentes en el cerebro, y se sintetiza a partir del ácido alfa-linolénico, que debemos obtener a partir de los alimentos que componen nuestra dieta porque somos incapaces de sintetizarlo. Ciertas semillas, las nueces y el pescado azul son la fuente principal del ácido alfa-linolénico y del DHA. Sus beneficios para la salud son bien conocidos, al incrementar el colesterol bueno (HDL), disminuyendo la posibilidad de padecer ciertos tipos de cáncer o reduciendo los triglicéridos en sangre, como expliqué en el párrafo anterior. Además, los ácidos grasos omega 3 forman parte de las células de la retina, evitan problemas maculares y resultan, por ello, esenciales para una buena visión. Puesto que la degeneración macular es una enfermedad que afecta a personas de cierta edad y que impide ver detalles de las imágenes, es muy posible que este trastorno no estuviera en la lista de dolencias de nuestros antepasados. Pero este matiz no quita que la obtención de ácidos grasos omega 3 fuera esencial para la salud en aquella época.

Por todo ello, los prehistoriadores conceden una gran importancia al consumo de alimentos marinos en períodos mucho más recientes. Las evidencias arqueológicas del consumo de marisco y peces marinos se asocian con el incremento del tamaño del cerebro de las especies más tardías del género Homo. Sin embargo, no podemos olvidar que el volumen de este órgano aumentó de manera muy notable en especies africanas, como Homo habilis, Homo rudolfensis y Homo ergaster. Los australopitecos tenían un cerebro cuyas dimensiones eran similares a las del cerebro de los grandes simios actuales. En las especies primigenias del género Homo el cerebro incrementó su volumen hasta en un sesenta por ciento. ¿Cómo pudo conseguirse esta proeza de la evolución? Es más, ¿cómo se produjo desde entonces el aumento exponencial del tamaño del cerebro?

En primer lugar, si no disponemos de los ladrillos necesarios para construir un cerebro mayor, tanto en términos absolutos como relativos, el incremento del grado de encefalización no sería posible. Así que tenemos que admitir el consumo de alimentos ricos en ácidos grasos omega 3 en nuestros ancestros de los inicios del Pleistoceno Inferior. Quizá la pesca a mano en los grandes lagos del este de África fuera una práctica habitual que no ha dejado registro. Por otro lado, es muy pertinente preguntarse qué favoreció este aumento del volumen del cerebro, que conlleva un gasto energético muy elevado tanto para su formación como para su mantenimiento. Es como si nos compramos un coche de gran cilindrada sin plantearnos que su seguro a todo riesgo y su consumo de carburante afectará a nuestro bolsillo durante mucho tiempo. Es evidente que la selección natural favoreció tanto el incremento del tamaño del cerebro como el exceso del consumo energético que suponía. Si no se hubiera incrementado el éxito reproductor de esas especies, es seguro que seguiríamos teniendo un cerebro pequeño.

Siempre me he planteado la siguiente cuestión: ¿Qué habilidades cognitivas necesita un gorila para conseguir alimento? Solo tienen que darse un paseo por la selva recogiendo las hojas, brotes tiernos, frutos y, tal vez, algunos insectos. La comida no se mueve de lugar y está por todas partes. Siendo casi exclusivamente vegetarianos, el mayor gasto energético de los gorilas consiste en lograr alimento de manera continuada para mantener vivo y activo un cuerpo de notables dimensiones, que en los machos alcanza los doscientos kilogramos. Un aspecto menos conocido de estos primates es su precaución para no agotar los víveres de una zona determinada. Se desplazan de un lugar a otro para evitar esquilmar el alimento, lo que da una buena idea de su notable inteligencia. Pero los comestibles de los gorilas están por todas partes y solo es necesario alargar alguna de sus extremidades para conseguir lo necesario. Por el contrario, si la comida se mueve y además lo hace con rapidez, hemos de espabilar. Tendremos que planificar estrategias para conseguir el escurridizo alimento, que no se dejará atrapar con facilidad. Es difícil imaginar a un ejemplar de Homo habilis persiguiendo a un antílope. Jamás lo podría atrapar en campo abierto. Tampoco es razonable pensar en que los miembros de esta especie se enfrentaran a un león o a un tigre dientes de sable para disputarles la caza de los antílopes o los jabalíes. Ni siquiera puedo imaginar a un grupo de habilinos peleando con las hienas y los buitres por un pedazo de carne del cadáver abandonado por los leones. Pero lo cierto es que los miembros de las especies humanas del Pleistoceno Inferior comían carne. Solo mediante el diseño de estrategias bien planificadas, una comunicación mejorada con respecto a sus ancestros del Plioceno y una buena organización social habría sido posible conseguir alguna presa de tanto en tanto. Los individuos más jóvenes e inexpertos y los más débiles de las manadas de bueyes, antílopes o équidos podrían haber sido las presas seleccionadas para la caza. No se pueden descartar las prácticas carroñeras, si la ocasión era propicia y la carne estaba en buenas condiciones.

En cualquiera de estos escenarios, la obtención de la comida requería habilidades cognitivas absolutamente necesarias en un ambiente impredecible. Es muy posible que la selección natural actuara de manera positiva y favoreciera la reproducción de aquellos individuos con mayores aptitudes para conseguir alimento en condiciones de complejidad. Si esa aptitud consiste en tener un cerebro con mayores habilidades cognitivas, es evidente que este órgano pudo incrementar su volumen y sus prestaciones en unos pocos cientos de miles de años. El registro fósil de los homínidos africanos no nos engaña. Ahí están los cráneos de varios ejemplares de Homo habilis, Homo rudolfensis y Homo ergaster, que tienen capacidades de entre 550 y 850 centímetros cúbicos. Los cráneos hallados en el yacimiento de Dmanisi tuvieron cerebros con un volumen similar al de sus parientes africanos. Así que el cambio en la dieta pudo estar relacionado con la evolución del encéfalo de unos primates ni demasiado grandes, ni demasiado corpulentos, ni demasiado veloces, pero sí cada vez más inteligentes. Unos primates desprovistos de caninos y garras, pero no totalmente inermes. Sus herramientas y sus habilidades cognitivas para planificar estrategias más allá del puro instinto fueron los elementos necesarios para sobrevivir en las nuevas condiciones que impuso el cambio climático de entonces.

Antes de terminar este capítulo quiero recordar de nuevo una realidad que con frecuencia pasamos por alto: siempre hemos sido omnívoros. No lo olvidemos. Es un hecho que proviene de la biología más elemental. Los chimpancés y nosotros somos omnívoros. Así que lo lógico es asumir que nuestro ancestro común también lo fue. En cada momento y en cada situación hemos sido capaces de comer lo que estaba a nuestro alcance. Una gran ventaja adaptativa con la que partimos desde el momento inicial de la filogenia humana y que hemos aprovechado desde siempre.

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