Dioses y mendigos

Dioses y mendigos


5 Crecimiento y desarrollo

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5Crecimiento y desarrollo

Ya sabemos que los primeros homínidos de la filogenia humana eran omnívoros y bípedos. Más tarde aprendieron a fabricar instrumentos de piedra y madera con la precisión que les permitieron sus manos y se aplicaron en la habilidad para conseguir presas en las sabanas de África mediante estrategias sofisticadas. En ese tiempo, los homínidos se las tuvieron que ver con depredadores implacables y, tal vez, con carroñeros insaciables. Posiblemente, gracias a todo ello su cerebro aumentó de volumen y complejidad. Con esas adaptaciones fuimos capaces de solventar todos los problemas y expandirnos por buena parte de Eurasia, en aquellas regiones que tenían un clima similar al de África.

Durante cinco o seis millones de años se sucedieron en el tiempo, o coincidieron en él, una serie de especies pertenecientes a los géneros Ardipithecus, Australopithecus, Paranthropus y Homo. Es posible que durante las primeras etapas de la filogenia humana hubiera varias líneas evolutivas divergentes y una diversidad de especies de la que quizá solo conozcamos la punta del iceberg. Los representantes más antiguos del género Homo, Homo habilis, Homo rudolfensis y Homo ergaster tuvieron un cerebro más grande que sus ancestros, pero no por ello dieron un paso significativo en el proceso que nos hizo humanos. Quedaban todavía muchos peldaños en las diferentes escaleras que podían conducir hasta nosotros. La ascensión sucedió en un tiempo increíblemente rápido a escala geológica. Algunas escaleras llegaron al último tramo y terminaron en un precipicio inesperado. Es el escenario habitual de la filogenia de todos los seres vivos. La escalera de Homo sapiens es la única que sigue ascendiendo y nuestra evolución continúa, al menos por el momento.

¿CÓMO ERA EL DESARROLLO DE NUESTROS ANCESTROS?

En la década de 1980 algunos expertos, como el paleoantropólogo Owen Lovejoy, especularon con la posibilidad de que los australopitecos tuvieran una serie de características biológicas similares a las de las poblaciones recientes. Para este investigador, la monogamia ya formaba parte del modo de vida de estos homínidos. Los machos se encargarían de transportar el alimento a las hembras, totalmente entregadas a la procreación. El bipedismo habría estado ligado a esta particularidad social de los miembros de las especies del género Australopithecus. El incremento demográfico estaba garantizado gracias a la división del trabajo. A ellas nunca les faltaría el alimento para cubrir su gasto energético de madres prolíficas. En definitiva, los australopitecos no habrían sido tan diferentes a nosotros. La sociedad pensada por Lovejoy para estos homínidos parecía un reflejo de la sociedad estadounidense de su generación. Esa forma de entender el comportamiento social de los australopitecos fue motivada por las conclusiones de la tesis de Alan Mann, otro paleoantropólogo norteamericano. Este científico dedicó su tesis doctoral a la observación del desarrollo dental en radiografías de muchos chimpancés, de fósiles de homínidos y de humanos actuales. Mann sabía que el desarrollo dental está íntimamente ligado al desarrollo somático[31], de manera que los dientes se van formando a medida que vamos creciendo y nos transformamos en seres adultos. En sus estudios radiográficos, Alan Mann concluyó que la formación de los dientes de los chimpancés era muy similar a la nuestra. La conclusión principal de su tesis asumía que los homínidos más antiguos de la filogenia humana habrían tenido un crecimiento y un desarrollo similares a los de Homo sapiens.

Los datos de Mann sugerían que no éramos tan distintos a los australopitecos y otros homínidos contemporáneos. Sin embargo, esta conclusión no satisfizo a toda la comunidad científica. Las radiografías convencionales pueden ser engañosas. Está bien demostrado que su fiabilidad para distinguir detalles del desarrollo dental muy finos no es la más apropiada. Siempre me gusta recordar una frase del científico norteamericano Timothy Bromage, experto en crecimiento dental y óseo. En un artículo publicado en 1987, escribía: «Si los australopitecos crecían y se desarrollaban como nosotros, ¿por qué no fueron iguales a Homo sapiens en aspectos tales como la estatura o el tamaño del cerebro?». Bromage terminaba su frase comentado que «los australopitecos fueron como los conocemos porque crecían y se desarrollaban como australopitecos». He traducido las frases del inglés, pero puedo garantizar que no se desvían en absoluto del significado que este investigador quiso dar a sus palabras. La segunda frase parece una obviedad. Por supuesto, lo es. Pero lo que ahora se sabe y nos parece totalmente lógico no lo era tanto para otros colegas.

El desarrollo se pone en marcha en el embrión justo en el instante en el que se unen las células masculina y femenina para formar el cigoto. A partir de ese momento, se desencadenan una serie de acontecimientos pautados y dirigidos por el genoma. Si todo transcurre de manera correcta, cada gen se expresará cuando le toque y el organismo se irá desarrollando como dicta el material genético, en una secuencia totalmente ordenada. Con ese dictado, el resultado final será una mosca, un cocodrilo, un australopiteco o un ser humano. Y no solo se trata del aspecto final del desarrollo. Las pautas de comportamiento también forman parte de ese resultado. Parece sencillo de explicar, pero cuando alguien se cierra ante las evidencias, como lo hicieron Alan Mann y otros muchos colegas, es muy difícil aceptar nuevas ideas. Con la mente limpia de prejuicios, los entonces jóvenes Timothy Bromage y su colega británico Christopher Dean se pusieron a trabajar en el University College de Londres a principios de la década de 1980. Para ellos, un australopiteco no podía tener un desarrollo similar al nuestro, porque su aspecto era muy distinto. Y su comportamiento social estaría acorde con su cerebro y su modo de vida. Antes de contar los resultados de Bromage y Dean, que se publicaron en 1985, considero conveniente describir brevemente los aspectos más generales del desarrollo humano y el de otros mamíferos. Es importante que distingamos las diferencias, que a la postre han constituido una de las claves más importantes del proceso que nos ha llevado a ser lo que somos, y que durante mucho tiempo fue conocido como «proceso de hominización». Esta expresión ha caído en desuso, pero ilustra muy bien el hecho de que algo importante sucedió durante los dos últimos millones de años de nuestro sendero evolutivo, una vez que el género Homo aparece en escena.

EL DESARROLLO DE HOMO SAPIENS

Para empezar, hemos de saber que los seres humanos tenemos un desarrollo somático que dura unos dieciocho años y que puede subdividirse en cuatro fases sin límites temporales fijos. La transición de una fase a la siguiente sucede sin saltos bruscos, pero esas etapas acaban por definirse con claridad según avanza el desarrollo. Cuando nacemos estamos muy desvalidos, un hecho que explicaré con mucho más detalle en el siguiente capítulo. Durante varios meses apenas tenemos movilidad. Nuestra capacidad neuromotriz es mínima. Primero gemimos para pedir alimento a nuestra madre o para indicar que tenemos alguna molestia. Enseguida el gemido aumenta de intensidad y lloramos cada vez con más fuerza. Es nuestra única manera de llamar la atención para pedir que nos alimenten y nos libren de alguna incomodidad. La comida que recibimos es, o debería ser, la leche de nuestras madres. El tiempo de lactancia recomendado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) es de unos seis meses. Esa recomendación está dictada por el modelo social de los países desarrollados, en los que se trata de aprovechar lo mejor posible el talento de hombres y mujeres en el mercado laboral. Hacia los seis meses, el sistema inmunitario de los bebés alcanza unos límites razonables para evitar que muchas enfermedades acaben con ellos. Aunque la OMS recomienda continuar con una lactancia intermitente después de ese primer medio año, lo cierto es que la posibilidad de alimentar a nuestros bebés desaparece rápidamente porque la capacidad de las glándulas mamarias de las madres disminuye si no se produce una demanda constante. Es entonces cuando recurrimos a las leches de fórmula, y el destete suele ser bastante brusco. En la humanidad actual, el final de la lactancia debería producirse como muy pronto hacia los dos años. Este período recibe el nombre de infancia y la dependencia de los padres, y en particular de la madre, es absoluta. Antes de abordar la siguiente fase del desarrollo, me gustaría hablar un poco más de la infancia y, en concreto, de la lactancia, especialmente en comparación con la de otros mamíferos.

Los mamíferos nos alimentamos de la leche que producen nuestras madres durante un tiempo determinado. Ese tiempo es variable según las especies. El destete no es un proceso brusco, sino que implica la progresiva retirada del alimento que proporciona la madre y la introducción de los alimentos propios de cada especie. Todos los mamíferos cumplen el protocolo de la lactancia, porque de ello depende la vida de sus crías. Pero hay una excepción. La única especie de mamífero que ha dejado de cumplir ese protocolo o que lo ha puesto en tela de juicio es, curiosamente, la más inteligente que nunca ha existido sobre el planeta. Por supuesto, me refiero a nosotros. Como dije antes y de acuerdo a nuestro desarrollo tan particular, nos corresponde un período de lactancia de algo más de dos años, que puede prolongarse hasta que la madre y su hijo lo deseen.

Nos han hecho creer que los seres humanos somos capaces de evitar la lactancia y crecer sanos y robustos. Con ello, habríamos conseguido distanciarnos de nuestra condición de mamíferos, relegando la relación madre-hijo posterior al parto a un comportamiento menos «primitivo» y alejado de especies mucho menos inteligentes. Grave error, favorecido por intereses económicos y nuestra propia ignorancia. En efecto, existen numerosos trabajos científicos y de divulgación, en los que se explica de manera pormenorizada la impresionante variedad de componentes de la leche materna necesarios para la nutrición o la protección contra las infecciones de nuestros hijos producidas por virus y bacterias. La leche materna estimula y permite la maduración del sistema inmunitario, reduciendo con ello y de manera significativa la mortalidad y la morbilidad infantil. La lactancia disminuye el riesgo de padecer alergias o enfermedades gastrointestinales. Los artículos en revistas especializadas no son fácilmente accesibles, pero la información científica está al alcance de todos en muchos medios de comunicación. Se conocen decenas de componentes de la leche materna, que las leches de fórmula son incapaces de incluir en su lista de ingredientes. La leche de las madres cambia durante el día y, con el transcurso de los meses, a la medida de las necesidades del lactante. Además, la relación psicológica durante la lactancia entre la madre y su hijo y viceversa es absolutamente imprescindible para un desarrollo mental equilibrado de ambos. No se trata de hacer comparaciones entre un modo u otro de alimentar a los bebés, porque lo natural es incomparable con lo artificial. Si es posible, la lactancia debería ser una obligación moral para un crecimiento saludable y resistente a las enfermedades. No hay mejor regalo para un hijo que una lactancia prolongada. Los políticos de países desarrollados deberían tener la conciencia y el convencimiento de que una lactancia de larga duración reduce la posibilidad de que los niños enfermen durante su desarrollo, evitando mucho gasto sanitario y, seguramente, mayor protección ante los virus que aparecen en nuestras vidas casi sin avisar. Los beneficios de la lactancia se prolongan durante años. Un niño con buena salud será un adulto generalmente con menos posibilidades de enfermar.

Se habla siempre de los beneficios de la leche materna para la salud, pero pocas veces se tiene en cuenta otro aspecto importantísimo: la inteligencia. ¿Existe una relación significativa desde el punto de vista estadístico entre lactancia e inteligencia? Algunos trabajos pioneros de finales de la década de 1980 y de la década de 1990 mostraron el efecto positivo de la lactancia en el incremento de las habilidades cognitivas. Tan solo uno de esos trabajos no mostró una asociación entre lactancia y una mayor inteligencia. Es por ello que las investigaciones han continuado en los últimos años, tratando de obtener resultados más robustos. Es el caso del estudio liderado por Maria Quigley y publicado en 2012 en la revista The Journal of Pediatrics. Este trabajo tomó datos de 18.818 niños y niñas nacidos en el siglo XXI en el Reino Unido, una muestra que se conoce como The Millennium Cohort Study (MCS, por sus siglas en inglés). Tras evaluar diversos factores que podían distorsionar sus resultados, María Quigley y sus colegas emplearon los datos de 11.879 niños y niñas, una muestra más que suficiente para inferir resultados fiables. El estudio se llevó a cabo cuando los pequeños tenían cinco años y las preguntas que formaban parte de la batería de cuestionarios estaban relacionadas con el dominio de vocabulario, habilidades espaciales y la interpretación personal que sugerían determinados dibujos. Quigley y sus colegas trataron de evitar uno de los factores que mayor influencia puede tener en los resultados: el nivel de formación de los padres, que puede ser determinante, porque los niños están recibiendo información continuada en el ambiente en el que se desarrollan.

Los investigadores británicos distribuyeron la muestra en varios grupos: los que se alimentaron únicamente con leche de fórmula, los que habían recibido leche de la madre durante menos de dos meses, entre dos y cuatro meses, entre cuatro y seis meses, entre seis y doce meses, y durante más de un año. Los resultados fueron muy consistentes y robustos. Las capacidades cognitivas aumentaban en función de la duración de la lactancia y fueron particularmente elevadas en aquellas áreas relacionadas con el vocabulario y las habilidades espaciales. Curiosamente, el mayor incremento del coeficiente de inteligencia se observó en el grupo de niños y niñas nacidos cuando la gestación tuvo lugar entre 28 y 36 semanas, en lugar de las 42 que se esperan en una gestación a término.

La explicación más plausible para estos resultados se encuentra en la propia composición de la leche materna, que dispone de elevadas concentraciones de ácidos grasos poliinsaturados de cadena larga, imprescindibles para el desarrollo del cerebro. Además, contiene factores de crecimiento que no pueden añadirse a la leche de fórmula y que influyen en la bioquímica normal y el desarrollo funcional del cerebro. Aunque seguirán realizándose nuevos estudios en el futuro, pienso que con estos datos tenemos un punto de partida importante para la reflexión.

Con independencia de que los bebés se alimenten o no con leche materna, durante el primer año de vida el cerebro duplica su tamaño. La movilidad, en cambio, está muy limitada. Podemos llegar a gatear o nos arrastraremos por el suelo. En un par de meses podremos levantar la cabeza, pero tardaremos un cierto tiempo hasta que los músculos del cuello tengan el suficiente tono y capacidad para mantener con firmeza una cabeza tan grande encima de los hombros. Algunos bebés darán sus primeros pasos hacia los doce meses, mientras que otros no lo harán hasta el año y medio e incluso más tarde. Todo depende de la madurez de la corteza motora del cerebro. Cuando cumplimos dos años, nuestro sistema digestivo ha madurado lo suficiente como para admitir una cierta variedad de alimentos fáciles de digerir. Y en relación con la dieta es imprescindible hablar de las primeras «herramientas» que necesitamos para comer: los dientes. Al cumplirse las treinta semanas de la gestación, cuando aún faltan al menos un par de meses para que veamos la luz, ya se han formado los gérmenes de los futuros dientes de leche. Cuando nacemos, esos gérmenes ya tienen un cierto desarrollo. Hacia los cuatro meses, y en algunos bebés un poco antes, los dientes de leche empiezan a dar la lata, porque tienen que romper los tejidos blandos de las encías y salir al exterior para cumplir su función. Todavía no los necesitamos, porque estamos tomado la leche de la madre. En ese momento también se empiezan a formar los gérmenes de los dientes definitivos, pero aún queda mucho tiempo para que asomen en las encías. Por el momento, nos preocuparemos por los dientes de leche, que siguen saliendo poco a poco al exterior. Al cumplir el primer año de vida los incisivos casi están formados, pero los caninos y los molares siguen dentro de las encías completando su desarrollo. En teoría, aún son innecesarios, porque seguimos tomando leche. Si ya se incluyen dietas complementarias, no podremos masticarlas. Es por ello que solo podemos ingerir frutas y algunas verduras bien trituradas. El momento de masticar llegará después de los dos años, cuando la dentición de leche esté plenamente operativa. La propia formación de los dientes deciduos[32] nos está diciendo que la lactancia debería finalizar en el momento que podamos masticar alimentos sólidos. Esto sucede hacia los dos años y medio, cuando el segundo molar deciduo completa su ascenso en las encías. Es en ese momento cuando ya se pueden utilizar todos los dientes deciduos, que no tienen la fuerza y consistencia de los dientes permanentes. Pero ya podemos cortar y triturar muchos alimentos y alimentarnos de manera adecuada. La infancia ha llegado a su fin y comienza una nueva etapa.

El período de lactancia de chimpancés y gorilas dura hasta los cuatro o cinco años, y el de los orangutanes, hasta los siete u ocho años. La infancia de estos simios se prolonga hasta el final de la lactancia. En su caso, no hay leches de fórmula. Una lactancia tan prolongada evita una nueva ovulación debido a la intensa secreción de la hormona prolactina y, por tanto, anula la posibilidad de nuevos embarazos. Puesto que el tiempo de fertilidad de estas especies es de unos treinta años, como en Homo sapiens, el número potencial de descendientes por cada madre es inferior al nuestro. Este plan para llevar a cabo la reproducción de una especie determinada, que en ecología recibe el nombre de «estrategia K», evita un crecimiento demográfico excesivo y ha puesto a todos los simios antropoideos en peligro de extinción. Los hábitats de estas especies se han ido reduciendo por la expansión humana y sus poblaciones han quedado relegadas a parques naturales de mayor o menor extensión. Los orangutanes han sido los más perjudicados por los intereses económicos y están en un riesgo muy real de extinción definitiva.

Figura 7. El cerebro de Homo sapiens madura con extrema lentitud. Entre otros muchos aspectos de nuestro peculiar desarrollo, tardamos algo más de un año en dar los primeros pasos.

 

En cambio, el período de lactancia exclusivo es mucho más corto en Homo sapiens, favoreciendo con ello la impresionante expansión demográfica que estamos experimentando. Esta es una consecuencia importantísima de la reducción de la infancia y, por ende, de la lactancia intensiva: las madres pueden tener más descendientes durante su época de fertilidad. En otras palabras, se ha reducido el intervalo promedio entre cada gestación y entre cada nacimiento. Las consecuencias son muy obvias. Ahora ya somos más de 7.700 millones de seres humanos en el planeta y la población humana sigue creciendo de manera exponencial. Cada madre es capaz de dar a luz y criar a un mayor número de descendientes, siempre con la ayuda de los demás miembros del grupo. En los países desarrollados, la tecnología está contribuyendo a que la mortalidad infantil sea mínima, por lo que el crecimiento demográfico de Homo sapiens es extraordinario. No podemos afirmar que el acortamiento de la lactancia, por sí solo, haya sido el causante de la asombrosa expansión demográfica de la humanidad. Hay otros muchos factores que podremos ver a lo largo de las páginas del libro. Pero lo cierto es que ese acortamiento y la consecuente reducción del intervalo entre nacimientos han sido los detonantes iniciales.

Cuando termina el teórico período de la lactancia, los humanos pasamos a una nueva etapa que los expertos denominan la niñez. Algunos investigadores, como Barry Bogin se inclinan por una finalización de la infancia hacia los tres años, cuando se completa la erupción de los dientes de leche, que ya podrían funcionar al cien por cien. La niñez es exclusiva de nuestra especie y, por el momento, no existen evidencias científicas para saber cuándo apareció en nuestra evolución.

En los simios antropoideos y en los demás mamíferos, a la infancia sigue una larga etapa juvenil, en la que los individuos inmaduros irán poco a poco transformándose en adultos. Sin embargo, nosotros demoramos por un tiempo nuestro acceso a la fase juvenil. Durante ese tiempo el cerebro de niños y niñas sigue creciendo, aunque con una velocidad más reducida. Pero todavía enriqueceremos la mente con una enorme cantidad de información. A diferencia de otros mamíferos y de los propios simios, seguiremos muy indefensos durante algunos años. Mientras que ellos ya se pueden defender de sus depredadores y se escabullen con enorme agilidad, nosotros no podríamos vivir sin el apoyo de nuestros progenitores y del resto del grupo o de la sociedad a la que pertenecemos. Si la niñez hubiera aparecido en el Pleistoceno Inferior, puedo imaginar la cantidad de energía que hubiera necesitado el grupo para proteger a niños todavía muy indefensos, con escasa movilidad, mientras que las madres ya se estaban ocupando de su siguiente vástago. La lógica sugiere que la niñez ha debido surgir y desarrollarse en períodos más recientes de nuestra evolución. Pero nadie sabe todavía cuándo sucedió un acontecimiento tan importante para el éxito evolutivo de la filogenia humana.

Durante la niñez nuestro aparato digestivo sigue madurando, por lo que muchos alimentos de digestión pesada seguirán ausentes de la dieta infantil. A nadie se le escapa que los niños crecen muy despacio. No es ningún problema, sino que la mayor parte de la energía que consumen a lo largo del día se emplea en el crecimiento y desarrollo de un cerebro que necesita bastante más de la mitad de toda esa energía. La mayor parte del resto de las calorías diarias se emplearán en la movilidad y en el juego, una necesidad imperiosa para los niños y niñas que necesitan interaccionar para desarrollar su sociabilidad. Es por ello que su estatura se incrementa como mucho unos seis o siete centímetros al año. No hay que preocuparse; ya crecerán cuando llegue el momento. Sabemos bien que el menú infantil incluye siempre los consabidos macarrones y que no es sencillo que un niño se coma un buen plato de verduras. Puesto que comemos con la vista, los niños están percibiendo de manera inconsciente la enorme cantidad de hidratos de carbono de la pasta o de un bocadillo con chocolate. Necesitan azúcar para su cerebro y para sus músculos. También sabemos que los hidratos de carbono están en otros muchos alimentos, como la fruta o las legumbres, a los que tendremos que habituarnos. Los niños necesitan con urgencia muchos hidratos de carbono de absorción rápida, aunque su índice glucémico sea alto. Los adultos no perdemos la costumbre de consumir esos alimentos en grandes cantidades. Es entonces cuando almacenamos los hidratos de carbono sobrantes en forma de grasa y en diferentes partes del cuerpo.

¿Y qué sucede con los dientes durante la niñez? Durante ese período seguimos contando solo con los dientes de leche. No nos queda más remedio que aprovechar al máximo las posibilidades que ofrecen estos dientes, que terminarán por gastarse con rapidez. Esta es una pequeña desventaja de la niñez: más tiempo para que nuestro cerebro complete su crecimiento y complejidad, pero sin recambio en la boca. Es como si la evolución tuviera que poner en uno de los platillos de una balanza las ventajas, y en el otro, los inconvenientes. No podremos masticar alimentos demasiado duros, porque los primeros dientes permanentes no asomarán en la encía hasta los seis años, cuando casi hemos concluido la fase de la niñez. En primer lugar, aparece el primer molar permanente, tanto en el maxilar como en la mandíbula. Siguen los incisivos permanentes, al tiempo que se caen los incisivos deciduos. Y todavía tendremos que seguir usando los molares de leche por un tiempo. Hasta los once o doce años no empezarán a romper las encías los premolares y el segundo molar permanentes. A esa edad, los chimpancés ya han roto muchas cáscaras de frutos secos con los dientes y han alcanzado el estado adulto. Es más, ya se están preparando para la maternidad y la paternidad.

Hacia los siete años, el cerebro de los seres humanos alcanza casi el cien por cien de su tamaño, y estamos empezando a tener una mente con más competencias.

Comenzamos a ser algo conscientes del mundo de los adultos. Sin solución de continuidad, estamos pasando de la niñez a la fase juvenil, que no será demasiado prolongada en el tiempo. Todavía seguimos dependiendo en gran medida de nuestros progenitores y de la sociedad que nos protege. El sistema inmunitario, que durante la niñez se ha ido fortaleciendo, ha llegado a un punto que nos protege de muchas enfermedades. Ya podemos digerir la mayoría de los alimentos y hemos crecido un poco más. Pero continuamos siendo relativamente bajitos con respecto a un cerebro que ya alcanzó su tamaño definitivo. Poco a poco nos estamos preparando para un cambio muy brusco: la adolescencia.

La adolescencia no se conoce en ninguna otra especie viva de primate. Es una etapa exclusiva de Homo sapiens, y por el momento no hay datos concluyentes de que hubiera existido en otras especies de nuestra filogenia. El final de la etapa juvenil llega hacia los diez años en las chicas y hacia los doce años en los chicos. La variación de esas edades entre regiones del mundo y dentro de cada país es muy notable, por lo que no debemos tomar ese dato con rigidez. Por ejemplo, hay chicas que pueden tener su primera ovulación hacia los ocho años. No es habitual, pero puede suceder. En otros casos, la primera ovulación se puede retrasar hasta los trece años o incluso más. Hay factores genéticos y ambientales que influyen en el inicio de la madurez sexual y, salvo problemas patológicos, las edades extremas de estas chicas se consideran dentro de la normalidad. En los chicos sucede lo mismo. Algunos comienzan la pubertad hacia los nueve años, mientras que en otros ese proceso se demora hasta los quince. Excepto por algunos problemas psicológicos derivados de esos adelantos o retrasos en comparación con lo que les sucede a otros chicos y chicas, todo está sucediendo de manera normal.

La adolescencia comienza cuando notamos un crecimiento cada vez más acelerado en el aumento de la estatura y del peso corporal. Esos síntomas señalan el inicio de la madurez sexual. En otros primates, la posibilidad de procrear sucede a los pocos meses del inicio de la pubertad. En nuestra especie, la plena reproducción se demora entre cinco y diez años. Ese tiempo es lo que denominamos adolescencia y su inclusión en el desarrollo humano necesita ser explicada de manera satisfactoria. Sin duda, la selección natural ha favorecido que en nuestra especie se produzca esa demora, que a veces se nos hace eterna. Pero veremos que la adolescencia tiene efectos beneficiosos en la reproducción y, como consecuencia, en el éxito de la especie. Al llegar la pubertad empezamos a notar más apetito y el crecimiento se acelera. La hormona del crecimiento, técnicamente denominada somatotropina (GH), se produce en la parte anterior de la hipófisis (adenohipófisis), una glándula muy pequeña situada en la base del cerebro. Su concentración en la sangre está regulada por el hipotálamo[33] que produce el factor hipotalámico estimulante (GHRH) y el factor inhibidor (GHIH) o somastotatina. Estos dos factores son antagonistas, pero su intervención en cada momento del desarrollo es importante para que las cosas sucedan de manera equilibrada. La GH actúa desde que nacemos para estimular todos los procesos que nos permiten crecer, pero al llegar la pubertad tiene un protagonismo mayor.

La GH es una hormona multifunción, porque también captura la glucosa que llega hasta nuestro cuerpo con los alimentos y los transporta hacia los músculos y el tejido adiposo. Además, la GH promueve la producción de otra hormona: el factor de crecimiento insulínico tipo 1 (IGF-1), también conocida como somatomedina. Su estructura es muy similar a la de la insulina y su función es muy importante en el crecimiento con su efecto anabolizante, sobre todo durante la niñez y la adolescencia. La somatomedina favorece, entre otras cosas, el desarrollo del tejido cartilaginoso, necesario para el crecimiento de los huesos. Por su efecto en la mayoría de los tejidos corporales, la insuficiencia de IGF-1 tiene consecuencias no deseables en el crecimiento.

Volviendo a la hormona GH, es importante señalar su papel en la retención del calcio necesario para el crecimiento de los huesos y en la promoción del incremento de la masa muscular, que se nota especialmente en los adolescentes. El papel de la GH no es menor en su capacidad para proporcionar estabilidad en las condiciones metabólicas del organismo o la formación de glucosa en el hígado que mantiene la concentración de esta sustancia en el organismo. Por último, la GH estimula el sistema inmunitario. Es por ello que resulta muy necesario sostener niveles apropiados de una hormona tan importante para la vida. Pero no siempre es necesario que la concentración de GH en sangre sea elevada. Debe llegar a diferentes partes del cuerpo mediante impulsos regulados por la somastotatina, una de las glándulas secretadas por el hipotálamo. Esta parte del cerebro es como un verdadero centro de control y se localiza en el sistema límbico[34]. Entre otras funciones, regula el apetito, mantiene la temperatura corporal, modera la agresividad y tiene un papel importante en el sexo. Volveré a mencionar esta región del cerebro en las próximas líneas.

Durante la adolescencia, la liberación de la hormona del crecimiento tiene lugar con intervalos de tiempo más cortos. Es por ello que los adolescentes experimentan el estirón puberal, con un aumento más que notable de su estatura y en poco tiempo. Lo que no habían crecido durante la infancia, la niñez y la fase juvenil se recupera en pocos años. A lo largo de la adolescencia, el cerebro disminuye en parte su apetito voraz de energía, que ahora necesitan los demás tejidos corporales. La velocidad de crecimiento se acelera y alcanza un pico máximo hacia los catorce o quince años en los chicos. En las chicas ese pico se alcanza un par de años antes. En muy poco tiempo notaremos un aumento muy brusco de la estatura que, como veremos en otro capítulo, no se corresponde con un incremento paralelo de la complejidad de la mente. Por la estatura y el mayor peso, los adolescentes parecen adultos un tanto desorientados. Diríamos que aún les falta un hervor para llegar a ser adultos en plenitud. Además, el crecimiento acelerado en diferentes partes del cuerpo no se produce de manera armoniosa. Las extremidades crecen antes que el torso y los hombros, mientras que a la cabeza solo le queda sumar el volumen de las capas que envuelven el cerebro. Así que los adolescentes también parecen adultos desgarbados. Los cartílagos se van osificando de manera ordenada, pero no todos al mismo tiempo, por lo que unas partes óseas dejan de crecer, mientras que otras lo siguen haciendo durante unos meses. Y existe mucha variación para ese proceso en las diferentes poblaciones humanas. Pero hacia los veinte o veintiún años ya podemos decir que todo el cuerpo ha llegado a su crecimiento final.

Figura 8. La coordinación entre el hipotálamo, que forma parte del sistema límbico, y la hipófisis es fundamental en el desarrollo para mantener la regulación y el equilibrio de los niveles de hormonas secretadas por esta última glándula. Entre las funciones de esta coordinación está la concentración en la sangre de la hormona del crecimiento (somatotropina o GH). La GH se produce en la parte anterior de la hipófisis (adenohipófisis) y tiene efectos diversos en el organismo. Si se desea saber más sobre este complejo proceso fisiológico es necesario acudir a documentos especializados.

 

No me olvido del sexo, por supuesto. El hipotálamo segrega una hormona denominada gonadotropina (GnRH, por sus siglas en inglés), que estimula la producción en la adenohipófisis de la hormona luteinizante (LH). En las chicas, esta hormona tiene la función de iniciar el ciclo ovárico, mientras que en los chicos estimula la formación de testosterona. La GnRH también induce la formación de la hormona FSH en la adenohipófisis, que en las chicas provoca la formación del folículo ovárico, mientras que en los chicos induce la formación de los espermatozoides. Todo está en marcha para alcanzar el estado adulto. Naturalmente, no parece necesario extenderme mucho más en las consecuencias fenotípicas de todos estos procesos. En las chicas aparece el vello púbico (pubarquia), se desarrollan los órganos genitales, vagina, útero y ovarios, se desencadena la menstruación (menarquia) y comienza muy lentamente el período de la fertilidad. Los primeros ciclos menstruales no producen óvulos fecundables. Los ciclos menstruales anovulatorios (sin formación de óvulos) pueden durar entre uno y tres años. En condiciones normales la fecundación óptima no sucederá hasta los dieciocho o diecinueve años. No obstante, sabemos bien que los embarazos pueden producirse mucho antes. No menos interesante son los cambios corporales que experimentan las chicas, como el incremento en la anchura de las caderas, el crecimiento de las glándulas mamarias y su manifestación externa con la aparición de los pechos. La grasa se acumula en diferentes partes del cuerpo, como una manera de prepararlo para el gasto energético extra que supondrá un posible embarazo. Menos deseables para la estética son el olor corporal, el crecimiento de vello en diferentes partes del cuerpo y los cambios en la piel, incluido el acné.

En los chicos se desarrolla la musculatura y el cuerpo adquiere las proporciones del adulto; la voz primero se quiebra y luego se agrava por el crecimiento de la laringe y el engrosamiento de las cuerdas vocales. Los testículos y el pene se desarrollan, y la elevada actividad hormonal (adrenarquia) desencadena la aparición de la barba en la cara y del vello en distintas partes del cuerpo, así como un olor corporal más intenso. La grasa corporal se incrementa, pero no se deposita en lugares concretos como sucede en las chicas. La fertilidad óptima no se alcanza, en promedio, hasta los veinte años.

He descrito de manera rápida los denominados caracteres sexuales secundarios. Aunque el aspecto de los adolescentes cambia con rapidez y pueden parecer adultos, siguen siendo inmaduros en términos de experiencia, habilidades socioculturales y capacidad para ser madres y padres óptimos. La adolescencia representa un largo período de preparación para mejorar esos conocimientos, que permitirán a los chicos y chicas ser adultos bien capacitados para ejercer la misión de cualquier especie: la reproducción. Vuelvo a insistir en el hecho de que este período no está presente en otros mamíferos y ni tan siquiera aparece esbozado en los chimpancés. Me reservo la descripción de los cambios que experimenta el cerebro durante la adolescencia para el séptimo capítulo.

En resumen, los seres humanos dedicamos hasta seis años más al crecimiento y desarrollo que los chimpancés o los gorilas. Estos primates presentan un modelo similar al de los demás mamíferos, con un período infantil que puede llegar hasta los ocho años en el caso de los orangutanes. Sigue un período juvenil, que desemboca en la madurez sexual y en la reproducción. Nosotros disponemos de dos fases nuevas, niñez y adolescencia, que a la postre nos han permitido un incremento demográfico muy significativo y adquirir una larga experiencia para llegar a ser mejores progenitores. Se trata de una «estrategia» evolutiva sin precedentes en el orden mamíferos, que requiere una enorme energía previa a la posibilidad de tener descendencia. Desde luego, esa estrategia parece que ha funcionado, porque nuestro crecimiento demográfico sigue aumentando. Lo que todavía no sabemos es cuándo surgió esta nueva forma de crecimiento en la evolución humana. Nos preguntamos si nuestro desarrollo se fue estirando como una goma y que tanto la niñez como la adolescencia fueron adquiriendo cada vez más protagonismo en nuestros ancestros. ¿Es posible que estas nuevas fases del desarrollo aparecieran en poco tiempo en alguna de las especies próximas a nosotros?, ¿son períodos exclusivos de Homo sapiens? Seguimos, pues, con las mismas preguntas, ¿qué nos diferencia de otras especies?, ¿representan la niñez y la adolescencia dos claves fundamentales para reafirmar nuestras diferencias con otras especies?

DIENTES Y DESARROLLO

Como expliqué en páginas anteriores, Timothy Bromage y Christopher Dean se hicieron estas mismas preguntas y trataron de abordarlas con datos objetivos obtenidos del registro fósil. ¿Hasta dónde llegaron sus pesquisas?, ¿qué métodos emplearon?

Los dientes guardan memoria de su formación, como sucede con las conchas de muchos gasterópodos o como los troncos de los árboles con sus anillos de crecimiento. Las células encargadas de formar el esmalte se denominan ameloblastos. Segregan una serie de proteínas, que se transforman en hidroxiapatita, un fosfato cálcico cristalino de mucha dureza. Los ameloblastos se disponen formando una especie de caperuza que envuelve la futura dentina. Realizan su función para formar un diminuto paquete de cristales de hidroxiapatita de unos cuatro a ocho micras de longitud y que solo pueden verse con microscopios de cierta potencia. La función de los ameloblastos se detiene durante unas horas y, como consecuencia, se forman límites muy claros entre cada paquete de cristales. Esos límites reciben el nombre de estrías transversales y lo más interesante es que cada una de ellas representa 24 horas de secreción de esmalte. En otras palabras, el esmalte tiene un ritmo de crecimiento circadiano[35]. Si fuéramos capaces de contar una a una todas las estrías transversales formadas en un diente, podríamos saber con gran exactitud el número de días que ha tardado la corona de un diente en formarse. Y si ese conteo se realizara para todos y cada uno de los dientes, podríamos llegar a saber el tiempo de formación de toda la dentición. Puesto que existe una correlación muy razonable entre la formación de los dientes y el crecimiento somático, seríamos capaces de averiguar con enorme precisión cuánto tiempo dedica una especie a su desarrollo.

Pero esa labor es, por el momento, imposible. Tal vez en un futuro próximo, en el que los ordenadores alcancen una potencia mucho mayor, se podría conseguir esa hazaña. No obstante, existe una manera no tan precisa, pero sí bastante razonable de llegar al mismo resultado. La formación de hidroxiapatita en nuestra especie se detiene aproximadamente cada ocho días, con una variación de entre seis y once días. Cuando el proceso se reanuda, queda una marca bien visible con lupas binoculares y, en particular, con el microscopio electrónico de barrido. El profesor de anatomía Anders Retzius (1796-1860), de nacionalidad sueca, observó y nombró estas marcas en el siglo XIX. Para ello cortó varios dientes y se dio cuenta de que las estrías llegaban hasta la superficie del esmalte. Así que no era necesario romperlos para contar las estrías, que desde entonces llevan su nombre. Cuando se obtiene la suficiente experiencia y destreza se pueden contar las estrías de Retzius en la superficie del esmalte de los dientes. En este caso, las estrías se conocen con el nombre de «perikyma» (en singular) y «perikymata» (en plural), un término tomado del griego.

Bromage y Dean se habían especializado en histología dental y conocían a fondo la geometría particular que tiene el capuchón de esmalte que cubre la dentina de todos los dientes. Así que recopilaron una decena de incisivos de humanos actuales perfectamente conservados y contaron sus perikymata. Después estudiaron incisivos de homínidos fósiles y realizaron el mismo conteo. Si Alan Mann tenía razón, no encontrarían diferencias entre unos y otros. Los dientes de los humanos actuales tendrían el mismo número de perikymata y se habrían formado en el mismo tiempo que el de los demás homínidos, como los australopitecos, los parántropos o los primeros representantes del género Homo. Pero no fue así. La corona de nuestros incisivos tarda algo más de cuatro años, mientras que la de los parántropos lo hacía en dieciocho meses. La corona de estos dientes se formaba en unos dos años y medio en los australopitecos y en los representantes de la especie Homo habilis. Y, curiosamente, ese es el tiempo que necesitan los incisivos de los chimpancés para completar su corona. En definitiva, todos los homínidos que formaron parte de su estudio, incluidos los especímenes de Homo habilis, se parecían a los chimpancés y se diferenciaban de nosotros. Así fue como se formó la tormenta perfecta. La duración del tiempo de crecimiento y desarrollo de todos los homínidos de nuestra filogenia anteriores a 1,8 millones de años era similar a la de los simios antropoideos. Desde 1985, cuando Bromage y Dean publicaron sus resultados en la revista Nature, supimos que antes de ese tiempo éramos unos primates bípedos, que fabricábamos herramientas y poco más. Deberíamos olvidarnos de hipótesis como la de Lovejoy, que nos hablaba de sociedades complejas formadas por unidades familiares. Los australopitecos o los primeros representantes del género Homo eran verdaderos simios erguidos, con un cerebro todavía pequeño y herramientas de piedra en sus manos. Tenían muy poco en común con los humanos actuales, excepto que en su cerebro ya bullían los esbozos de los mismos patrones de comportamiento que nos caracterizan. Con los resultados de Bromage y Dean todo cambió para siempre. Había que realizar muchos ajustes en nuestra mente para entender cómo eran nuestros antepasados del Plioceno.

Los resultados de estos investigadores removieron el cesto y enseguida se reabrieron casos que habían sido polémicos durante años y que nunca se dieron por cerrados. Un ejemplo muy célebre fue el del fósil de un individuo infantil encontrado en 1924 en la cantera de Taung, cercana a la ciudad de Kimberley, en Sudáfrica. Mencionamos este ejemplar en el segundo capítulo. Los trabajadores de la cantera encontraban de cuando en cuando cráneos fosilizados de primates, por los que se interesó el médico Raymond Dart. Uno de los ejemplares llamó especialmente su atención. Se trataba, sin duda, de un ejemplar infantil, porque conservaba los dientes de leche y tan solo asomaba en la encía el primer molar permanente. Con su experiencia de consumado anatomista, Dart notó que el foramen magno de ese ejemplar estaba situado en la parte inferior del occipital y no en la parte posterior. La observación no era menor, porque esta gran abertura de forma oval o circular permite la conexión entre el cerebro y la médula espinal. En los cuadrúpedos, el foramen magno se localiza en la parte posterior del occipital para unir el cráneo con una columna vertebral situada en posición horizontal. Puesto que los bípedos nos hemos erguido sobre nuestras extremidades inferiores, la columna vertebral adopta una posición vertical y se sitúa debajo del cráneo. Si Raymond Dart estaba en lo cierto, aquel fósil de unos tres millones de años perteneció a un primate bípedo seguramente ligado a nuestra propia filogenia. Dart tuvo que luchar contra la ciencia oficial durante muchos años hasta que se reconoció que el fósil de la cantera de Taung pertenecía a alguna especie de la filogenia humana. Ya sabemos que este científico describió y nombró la especie Australopithecus africanus en 1925, cambiando para siempre el paradigma sobre el origen de la filogenia humana.

Aquel controvertido ejemplar perteneció a un individuo infantil. Sus primeros molares permanentes habían roto la encía y estaban a pocas semanas de ser funcionales. Ese proceso ocurre en nuestros hijos aproximadamente hacia los seis años. Con los conocimientos de la época, Raymond Dart pensó que se trataba de un ancestro de la humanidad, y que su edad de muerte rondaba precisamente los seis años. Fue su única equivocación. Una vez supimos que los australopitecos crecían y se desarrollaban como los simios antropoideos, el niño de Dart se consideró un individuo infantil que falleció cuando tenía poco más de tres años de edad, puesto que el primer molar permanente de los chimpancés o de los gorilas rompe la encía aproximadamente hacia esa edad. Además, los incisivos permanentes del niño de Dart todavía estaban en una fase de formación retrasada con respecto a la nuestra y muy similar a la de los chimpancés.

Con este nuevo trabajo, la curiosidad de otros colegas creció muchos enteros, se buscaron nuevos métodos de estudio y la investigación sobre el desarrollo de nuestros ancestros se puso de moda. Todos los fósiles de individuos inmaduros fueron analizados de nuevo con la esperanza de contrastar la nueva hipótesis, que poco a poco se estaba abriendo paso. Al mismo tiempo, la argumentación de Alan Mann perdía apoyos, aunque me consta que hubo colegas que la defendieron a capa y espada durante unos cuantos años. Por supuesto, el método que había empleado Mann con el uso de radiografías convencionales mejoró mediante nuevas técnicas. Primero se utilizó la tomografía computarizada convencional, y más tarde llegaría la microtomografía. Cada espécimen podía ser radiografiado de manera seriada varios cientos o miles de veces, con imágenes separadas por décimas de milímetro. También se idearon programas informáticos, que permitían analizar todas esas imágenes y reconstruir de manera virtual los ejemplares fósiles con una nitidez nunca vista hasta entonces. Todos los métodos llegaron al mismo resultado. Nuestros ancestros más remotos formaban sus dientes con mucha más rapidez que nosotros y, por tanto, su desarrollo somático general también era más veloz. Además, nuestra secuencia de formación y erupción de los dientes era diferente a la de los simios, los australopitecos, los parántropos y las especies más antiguas del género Homo. Si el tiempo de formación de los dientes está acompasado al desarrollo del resto del cuerpo, resultaba evidente que nosotros tardábamos más tiempo en llegar a la plena madurez del estado adulto. Se planteó entonces la cuestión de averiguar cuándo alcanzamos un crecimiento y un desarrollo similares a los de las poblaciones modernas. Debíamos averiguar si la niñez y la adolescencia son etapas exclusivas de Homo sapiens o si el desarrollo se había ido estirando poco a poco como una goma en el transcurso de la evolución del género Homo hasta llegar a nuestro estado actual.

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