Dioses y mendigos

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8 Bases genómicas de la evolución del cerebro, la mente y la plasticidad

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8Bases genómicas de la evolución del cerebro, la mente y la plasticidad

No podemos dejar de hablar del cerebro, que tiende a estar presente en casi todos los capítulos de este libro. No es posible esconder su importancia en el surgimiento de la humanidad, tal y como la conocemos hoy en día. Así que todavía debemos dedicar un buen número de páginas para entender qué posibles cambios biológicos están detrás de un cerebro como el nuestro. ¿Qué ha sucedido para que se haya producido un incremento exponencial del cerebro en las especies del género Homo? ¿Qué genes pueden estar implicados en el aumento de este órgano y en su complejidad? ¿Qué tiene de especial el cerebro para que seamos capaces de pensar, reflexionar, memorizar o tomar decisiones? ¿Qué sabemos de la mente o de la conciencia? El simple hecho de saber que pensamos y que nos reconocemos a nosotros mismos ha sido siempre fuente de interés y no poca perplejidad. Es por ello que tantos y tantos pensadores han dedicado una buena parte de su vida a intentar resolver las incertidumbres que nos inquietan y se ha generado un ámbito tan prolífico como la filosofía de la mente. La ciencia está dando pasos cada vez mayores y progresa de manera exponencial en el conocimiento del cerebro. Aun así, pienso que todavía estamos muy lejos de responder a centenares de preguntas que surgen sin cesar a medida que avanza nuestra comprensión sobre ese órgano tan extraordinario que nos fascina.

MENTE Y CEREBRO

Cuando hablamos de la naturaleza humana, del ser humano, no se puede eludir un problema ontológico de primer orden. La ontología estudia y reflexiona sobre las relaciones entre las entidades que son o existen. El cerebro y la mente son entidades que tienen una relación evidente y que todavía estamos muy lejos de comprender. Si entendemos la mente desde un punto de vista científico puro y duro, la definiríamos como el resultado de la actividad del cerebro. Cuando hablamos de la mente evocamos una serie de capacidades cognitivas, como el pensamiento y la reflexión, las habilidades artísticas, la conciencia, la memoria, la imaginación, la toma de decisiones, la abstracción, las ideas y los conceptos, la percepción de la realidad exterior, etc. De manera intencionada, he listado muchas de las capacidades cognitivas que consideramos propias de nuestra especie, si bien no sabemos en qué medida pueden estar desarrolladas en la mente de un chimpancé o de cualquier otra especie. El cerebro es un enorme conjunto de neuronas y otras células, junto con la infinidad de conexiones y los procesos químicos que suceden en cada instante de la vida cerebral. Es pura materia, con sus correspondientes moléculas, átomos y partículas subatómicas. La mente se puede concebir como algo mucho más complejo, aunque se pueda considerar que esa complejidad solo es una simple propiedad emergente de los procesos fisiológicos y químicos que suceden a cada instante.

En ese sentido, la postura más materialista sostiene que la mente no es sino materia que se analiza a sí misma. La organización de los seres vivos desde las formas más simples a las formas más complejas ha supuesto pasos adelante en la evolución, con procesos de autorregulación de la materia. El materialismo dialéctico[47], propuesto por Friedrich Engels (1820-1895) y Karl Marx (1818-1883), y el materialismo reductivo[48], que postula la explicación de cualquier realidad en términos puramente físicos, estarían en esta línea.

No obstante, este pensamiento tan reduccionista no ha sido compartido por eminentes filósofos de la ciencia, como John Eccles (1903-1997) y Karl Popper (1902-1994), para los que el cerebro es obviamente una realidad física y química, pero insuficiente para explicar la mente. No quiero dejar pasar esta ocasión para recordar que en diferentes partes del libro he sostenido el principio fundamental de la filosofía de Karl Popper, según la cual las teorías científicas nunca pueden ser probadas, sino rechazadas y falsadas por pruebas empíricas que desmienten sus postulados. Las teorías científicas podrían ganar credibilidad, pero jamás llegarían al estatus de dogmas o creencias irrefutables.

No puede extrañar que la mente tienda a percibirse como una realidad de categoría muy superior a la del cerebro. Bastaría solo con observar el cerebro de cualquier especie o el de un ser humano fallecido para comprobar que no es más que una masa orgánica de cierta consistencia. Y, sin embargo, pensamos, reflexionamos y aprendemos. ¿Cómo concebir y aceptar un paralelismo entre el aparato digestivo y sus funciones automáticas y el cerebro y su función mental? Pero lo cierto es que cuando nos desviamos de lo puramente material, entramos en debates filosóficos, cuando no religiosos muy complejos de entender. Lo que resulta interesante es que esos debates y formas de concebir la realidad surgen precisamente de la propia existencia del cerebro y de una mente pensante. Un verdadero proceso circular. Es genial que existan estos debates, que demuestran la capacidad de la inteligencia humana para reflexionar, proponer ideas, hipótesis, teorías, etc. Defiendo siempre las humanidades, como un aspecto académico fundamental, frente a la búsqueda desaforada de aquellos bienes que en apariencia nos hacen la vida más sencilla. Una carrera infernal hacia el consumismo salvaje, que tiende a confundirse con lo que se ha denominado el estado del bienestar.

El aprendizaje es una consecuencia del funcionamiento de la red neuronal. La información que llega desde el exterior puede ser incorporada a la química de las células para quedarse en forma de memoria. Los expertos han realizado una clasificación muy interesante de los diferentes tipos de memorias. No obstante, no debemos considerar que esta consiste solo en almacenar recuerdos en contenedores adecuados y específicos para cada tipo de memoria, sino que forma parte activa de todos los procesos mentales. Su significado estático se entiende ahora desde una perspectiva dinámica. La denominada memoria de trabajo surgió a partir del concepto de memoria a corto plazo, que siempre se ha considerado como un almacenamiento temporal de recuerdos. Sin embargo, la memoria de trabajo no solo permite ese almacenamiento temporal, sino que posibilita la manipulación de información de tareas muy complejas, como la propia comprensión del lenguaje, el aprendizaje y el razonamiento de los problemas que surgen en un momento determinado. Es obvio que, cuando tenemos carencias en la memoria de trabajo, realizamos peor o con más lentitud ese tipo de tareas.

La memoria a largo plazo permite retener una gran cantidad de información durante mucho tiempo. No obstante, ese nombre no debe condicionar el hecho de que ciertas informaciones pueden olvidarse casi de manera instantánea si carecen de interés para nosotros, aunque en teoría pudieran almacenarse en la memoria que conserva los recuerdos durante un largo período de tiempo. La memoria a largo plazo ha sido clasificada por los expertos en varios tipos. Muchas acciones de nuestra vida quedan grabadas para siempre y las empleamos de manera inconsciente. Por ejemplo, aprendemos a conducir o a montar en bicicleta con un cierto esfuerzo. Pero, al cabo del tiempo, todo lo que hemos aprendido queda retenido en el cerebro. Cuando conducimos un coche, realizamos una serie de acciones de manera casi inconsciente. Hemos incorporado a la memoria procesos como cambiar de marcha, poner el intermitente o mirar por el espejo retrovisor, que forman parte de un proceso mecánico. Es lo que los expertos denominan memoria procedimental, que automatiza nuestras acciones.

Por otro lado, algunos sucesos de nuestra vida pueden causarnos impacto y los retenemos como memoria episódica, aunque con el paso de los meses los detalles se pueden ir borrando y nos quedamos solo con lo esencial. No es sencillo escribir una autobiografía sin caer en errores de bulto. Es interesante comprobar que esos recuerdos son mucho más ricos cuando tenemos la oportunidad de comentarlos con otras personas que los compartieron. Surgen detalles que a nosotros nos pasaron inadvertidos o, simplemente, se han borrado de nuestra memoria. Los episodios y hechos también pueden clasificarse dentro de la memoria semántica, que sería un tercer tipo de memoria a largo plazo, relacionado sobre todo con el propio lenguaje y con hechos concretos. Esos hechos quedan almacenados como una lista de datos y que retenemos para siempre en la memoria a largo plazo. Resulta curioso cómo alguno de esos datos no nos viene a la memoria cuando los necesitamos, aunque están ahí. No es difícil disgustarse con uno mismo por haber olvidado —en apariencia— el nombre de la persona con la que estamos hablando, o por no recordar una fecha de cumpleaños. Las memorias episódica y semántica suelen agruparse en lo que los psicólogos denominan memoria declarativa, que evocamos de manera consciente. Por supuesto, recomiendo a las personas interesadas en este tema tan apasionante buscar información adicional. Las investigaciones sobre el funcionamiento de la memoria no solo tienen una larga tradición, sino que han dado lugar a una bibliografía muy extensa, con debates sumamente interesantes entre los expertos.

Todo el aprendizaje, incluyendo aspectos morales e ideológicos, forma parte de nuestra mente. El aprendizaje solo se produce cuando lo que sucede a nuestro alrededor nos motiva y se almacena como un recuerdo memorístico, en alguna de sus categorías. Ese aprendizaje puede ser más o menos complejo, pero siempre va moldeando nuestra personalidad y nuestras acciones. Todo lo que aprendemos genera conexiones sinápticas, que pueden desaparecer en un corto espacio de tiempo o permanecer toda nuestra vida en el cerebro. Es una cuestión de pura economía biológica, habida cuenta de los costes de mantenimiento de un cerebro activo. Estoy convencido de que de manera consciente podemos realizar una poda sináptica. Si nos proponemos dejar de realizar algo que nos causa placer, pero también un perjuicio, pienso que esa voluntad actúa sobre determinadas áreas del cerebro. Por ejemplo, algún fumador empedernido puede tratar de dejar el tabaco y no conseguirlo nunca. Pero estoy absolutamente convencido de que buscando una motivación mucho mayor que el placer que pueda causar la nicotina y los demás componentes de los cigarrillos, además del componente social, se pueden desconectar las redes neuronales correspondientes, desapareciendo por completo el síndrome de abstinencia y los síntomas asociados en un tiempo sorprendentemente corto. Este es solo un ejemplo del poder de la mente para controlar de manera voluntaria situaciones no deseables.

Cuando el aprendizaje es muy complejo, nuestros pensamientos y reflexiones adquieren un nivel muy elevado. Es entonces cuando surgen preguntas trascendentales, como el razonamiento de la existencia de Dios, la infinidad del universo, la reflexión profunda sobre uno mismo o la naturaleza de la mente. Es absolutamente comprensible que nos preguntemos por estas cuestiones, aunque no nos confiera propiedades sobrenaturales. Cuando nos elevamos de categoría para soñar como dioses, nos alejamos de la realidad y deseamos ser omnipotentes. Es entonces cuando concebimos la mente como una entidad superior, que estaría por encima de un órgano tan simple como el cerebro, con todas sus limitaciones físicas y químicas. No puede extrañar, por tanto, que la mente pueda llegar a ser concebida como un atributo exclusivo del ser humano. Si el cerebro ya es considerado como algo excepcional por su volumen absoluto y relativo, la mente nos transforma en verdaderos dioses en nuestra ensoñación. Es por ello que la filosofía de la mente plantea como eje central de su discurso la dualidad mente-cuerpo, que se entenderían como entidades independientes. La reflexión, en cambio, nos devuelve a la realidad y entendemos la mente solo como un cambio de nivel cognitivo con respecto a las especies más próximas, que tienen cerebros más pequeños y menos complejos. Además, hemos de considerar seriamente la posibilidad de que dos o más mentes puedan interaccionar de un modo que todavía no sabemos interpretar. Esa interacción ha demostrado que las ideas emergentes que impulsan el conocimiento más allá de sus límites surgen por la suma de las ideas, pensamientos y reflexiones que exponen varias mentes trabajando juntas. Por supuesto, una manada de lobos actúa de manera conjunta mediante estrategias, que son favorecidas por la selección natural. Así que podríamos argumentar que la asociación de expertos, que constituyen lo que se conoce con el anglicismo think tank, además de los consorcios para la investigación y el desarrollo, representan estrategias que pueden favorecer la preservación de nuestra especie a pesar de los malos augurios.

Por otro lado, cuando analizamos de manera objetiva el cerebro y la mente, constatamos una serie de hechos incuestionables. Por ejemplo, se conocen genes concretos y circunstancias ambientales capaces de generar problemas que alteran el correcto funcionamiento de la mente y que hemos acordado considerarlas como enfermedades o trastornos mentales. Si se admite la existencia de una enfermedad de la mente, también reconocemos que algo no está sucediendo de manera correcta en la materia de la que está hecho el cerebro. Casi podemos asegurar que todos padecemos o hemos padecido algún trastorno leve de la mente en algún momento de nuestra vida. No me refiero, claro está, a enfermedades como la esquizofrenia, la bipolaridad, el trastorno obsesivo-compulsivo o el trastorno de la personalidad. Tampoco llevamos a cabo la acción de matar a alguien, aunque nos caiga muy mal. Sin embargo, hemos padecido ansiedad en mayor o menor grado, momentos de pánico, estrés postraumático tras el fallecimiento de un ser querido o situaciones emocionales fuertes. Las fobias de todo tipo son mucho más comunes de lo que pensamos, con una prevalencia cercana al veinte por ciento en todas las sociedades. La vida es compleja y el correcto funcionamiento de la mente, con su vertiente emocional y su vertiente más «racional», se ve alterado con mucha más frecuencia de la que desearíamos. Además de las enfermedades de origen genético, los procesos que tienen lugar en las neuronas y en toda la red neuronal experimentan «cortocircuitos» ambientales que nada tienen que ver con pensar o creer que nuestra mente está situada uno o más peldaños por encima de las de otras especies. Nuestra mente es natural y pertenece al cosmos. Está organizada y ordenada, y solo llega el caos cuando sobreviene la muerte.

LA GENÉTICA DEL CEREBRO

El cerebro de Homo sapiens cuenta con, al menos, 86.000 millones de neuronas, según los datos publicados por la investigadora brasileña Suzana Herculano-Houzel y sus colaboradores. Este número tan elevado tiene que estar relacionado con cambios genéticos ocurridos en los dos últimos millones de años o quizá antes. Curiosamente, se está llegando a conocer la determinación genética del número de neuronas y del consiguiente volumen del cerebro estudiando enfermedades relacionadas con el escaso desarrollo de este órgano u otras como la esquizofrenia, la depresión crónica, el alzhéimer o el trastorno bipolar. La salud es un tema prioritario de la ciencia, pero de esas investigaciones surgen resultados colaterales importantísimos.

Para comprender los mecanismos genéticos de la evolución del cerebro hemos de reconocer el esfuerzo realizado por un número muy elevado de profesionales durante el desarrollo del proyecto que ha estudiado el genoma humano. El 12 de febrero de 2001, las revistas Nature y Science publicaron dos investigaciones independientes, pero interrelacionadas, en las que se presentó por primera vez el mapa de la secuencia de los tres mil millones de pares de bases que conforman los aproximadamente 25.000 genes del genoma humano. El artículo de Science fue financiado por la empresa privada Celera Genomics, liderada por Craig Venter, mientras que el artículo de Nature fue presentado por el grupo de investigación dirigido por Francis Collins. La competencia entre el sector público y el privado fue realmente provechosa y dio lugar a uno de los logros más importantes de la ciencia de las últimas décadas. A partir de estos resultados, los genetistas han acelerado el conocimiento de las funciones de cada uno de los genes que componen nuestro patrimonio genómico. Este es ya uno de los mayores proyectos del siglo XXI, que podría considerarse como una respuesta simbólica al aforismo «Conócete a ti mismo», grabado hace cerca de 2.500 años en el pronaos del templo dedicado al dios Apolo en la ciudad griega de Delfos.

Uno de los objetivos perseguidos con mayor ahínco por los genetistas es descifrar la secuencia genética responsable del tamaño y la complejidad de nuestro cerebro. Por ejemplo, se sabe que las mutaciones de los genes ASPM, CDK5RAP2, CENPJ y MCPH1 están relacionadas con una disminución patológica del tamaño del cerebro y que podrían haber experimentado una selección positiva en la filogenia humana. En 2003, se publicaron las primeras conclusiones sobre el gen ASPM (abnormal spindle-like microcephaly, por sus siglas en inglés[49]). Las variantes de este gen están relacionadas con la microcefalia, que producen la reducción de hasta un setenta por ciento del tamaño del cerebro. Esas variantes pueden experimentar mutaciones al azar sin ninguna función beneficiosa conocida. Se propuso entonces que este gen, relacionado con el incremento del número de neuronas, pudo haber tenido un papel fundamental en el crecimiento del cerebro durante la evolución de los homínidos. En las especies del género Homo, la selección habría sido positiva, de manera que aquellos individuos con ciertas variantes habrían tenido una mayor descendencia.

Años más tarde, en 2012, supimos de un gen muy especial, HMGA2, una de cuyas variantes podía estar relacionada con un incremento de la masa encefálica y con el coeficiente intelectual. El estudio surgió por casualidad mientras se investigaban genes relacionados con patologías como el trastorno bipolar, la esquizofrenia o la demencia en una muestra de veinte mil personas[50]. Una simple mutación en ese gen podría causar el aumento del tamaño del cerebro y de la inteligencia. El que muchos denominaron «gen de la inteligencia» había sido por fin descubierto. Pero no debemos olvidar que la ciencia señala el camino y propone hipótesis, que han de ser corroboradas por nuevas investigaciones. Sabemos bien que los científicos carecen de fórmulas mágicas y verdades inviolables.

También en 2012, se dieron a conocer los resultados sobre la investigación del gen SRGAP2[51] (silt-Robo Rho GT ase-activating protein 2, por sus siglas en inglés), que está ubicado en el cromosoma 1 de nuestra dotación genómica. Según los genetistas que llevaron a cabo esta investigación, el gen SRGAP2 experimentó una duplicación hace unos tres o cuatro millones de años, coincidiendo con la transición entre el género Australopithecus y el género Homo y la aparición de las primeras herramientas. Por supuesto, esta última idea es solo una especulación, porque no es posible establecer una relación directa entre un fenómeno y el otro. Dos nuevas duplicaciones del gen habrían sucedido hace entre 2,4 y 1,0 millones de años, coincidiendo con la expansión del cerebro en el género Homo. También en 2012, otros genetistas[52] insistieron en la investigación del gen SRGAP2 y sus duplicaciones correspondientes. Este gen no provocaba un incremento del tamaño del cerebro de los ratones, pero tenía en cambio consecuencias sobre el aumento de las prolongaciones dendríticas de las neuronas y de su conectividad.

Seis años más tarde, dos artículos independientes expusieron resultados espectaculares que relacionaban ciertos genes con el incremento del cerebro[53]. Se había descubierto un nuevo gen en el cromosoma 1 de los seres humanos, NOTCH2NL, relacionado con el grupo de genes NOTCH. Estos genes parecen tener, entre otros, un papel esencial durante el desarrollo embrionario. Las mutaciones de los genes que se expresan durante la fase embrionaria de cualquier organismo pueden tener un papel decisivo en la evolución. La cascada de acontecimientos que tiene lugar cuando se produce un cambio en fases iniciales del desarrollo embrionario es mucho más acusada que la que sucede en momentos más tardíos, cuando el organismo presenta un desarrollo avanzado. Por ejemplo, si un gen consigue que se retrase la diferenciación de las células madre, determinados tejidos celulares podrán seguir creciendo durante un tiempo más prolongado. Con este sencillo procedimiento se puede lograr que un cierto órgano o una parte del mismo alcance un volumen más elevado. El neocórtex del cerebro, que en Homo sapiens tiene un volumen notablemente mayor que en otros primates, es un ejemplo de crecimiento diferencial dentro un mismo órgano.

El gen NOTCH2NL parece ser el resultado de una serie de acontecimientos ocurridos en la evolución de los homínidos[54]. En primer lugar, se habría producido la duplicación del gen NOTCH2, uno de los genes del grupo NOTCH. Esta duplicación habría sucedido hace unos catorce millones de años y se habría fijado en los ancestros de los humanos, los gorilas y los chimpancés. En estos simios, el gen parece estar inactivo, como lo estuvo también en todos nuestros antepasados hasta hace unos tres o cuatro millones de años. Su actividad pudo comenzar cuando se produjeron varias copias del mismo gen, que se expresaron con la producción de un mayor número de neuronas. Este efecto puede ser contraproducente si provoca una macrocefalia no deseada y no se compensa con el crecimiento de la caja ósea que contiene el cerebro. Pero en la dosis adecuada y con un crecimiento acompasado del volumen del cráneo, se puede conseguir el resultado que realmente se ha producido: la expansión del tamaño del cerebro. ¿Cuándo sucedieron estos acontecimientos?

El período de hace entre tres y dos millones de años es una ventana temporal que, por el momento, parece casi cerrada al estudio de la evolución del género Homo. Se necesitan muchos fósiles para saber qué especie de australopiteco tuvo que ver en la aparición de la primera especie del género Homo en ese largo período de tiempo. Recordemos que la tecnología más antigua también se ha registrado en ese intervalo temporal. También hemos visto que la expansión del cerebro está muy adelantada en Homo habilis, Homo rudolfensis y Homo ergaster. Si las investigaciones son acertadas, diferentes variantes del gen NOTCH2NL ya estaban en funcionamiento en estas especies y fueron seleccionadas de manera positiva hace al menos dos millones de años. Pero no todo consiste en tener muchas más neuronas, sino en que funcionen de manera conjunta y coordinada. Para ello tienen que estar conectadas.

Durante las mismas investigaciones publicadas en 2018 se identificaron más de una treintena de genes exclusivos de los seres humanos. El gen SRGAP2, por ejemplo, puede participar de manera activa en el desarrollo de las conexiones entre las neuronas. Con anterioridad, las investigadoras españolas Marta Nieto y Beatriz Cubelos concluyeron en 2010 que los genes Cux1 y Cux2 podían estar implicados en la conectividad de las neuronas mediante la formación de un mayor número de sinapsis.

También es importante hablar de la osteocrina, una proteína codificada por el gen OSTN que tiene un papel esencial en el crecimiento de los músculos y los huesos de los vertebrados, pero nadie sabía que en los primates también interviene en el desarrollo del neocórtex. En 2016, se desveló el inesperado papel de la osteocrina en el desarrollo del cerebro de los primates[55]. Los científicos implicados en el estudio observaron, entre otros muchos aspectos, que la osteocrina no tiene ningún papel regulador en el cerebro de los roedores, confirmando así lo que ya se conocía de esta proteína. Es por ello que el gen OSTN parece haberse reciclado en los primates y nos hemos beneficiado de su intervención en el crecimiento del neocórtex. En particular, la osteocrina aparece muy activa en el neocórtex, pero no en regiones del sistema límbico como el hipocampo, el cerebelo, el cuerpo estriado o el núcleo mediodorsal del tálamo. La expresión del gen OSTN se incrementa en los primates durante el desarrollo fetal, alcanzando un pico en la fase media y final de la gestación, coincidiendo con la fase de sinaptogénesis, es decir, con el momento álgido en la formación de conexiones sinápticas en el cerebro.

Más tamaño y más conexión. Es lo que necesitamos para incrementar nuestras capacidades cognitivas. Las investigaciones en el ámbito de la genética parecen ir por el camino adecuado. Estoy convencido de que en los próximos años asistiremos a la publicación cada vez más frecuente de estudios sobre posibles genes implicados tanto en el incremento del número de neuronas del neocórtex y del tamaño del cerebro de los homínidos como en su conectividad. Seguiremos leyendo titulares llamativos sobre la relación entre estos genes y la inteligencia, que sin duda nos irán aproximando a la realidad. Pero nos estaremos dejando en el tintero un aspecto fundamental: el ambiente. En el capítulo duodécimo del libro trataré del progreso cultural y tecnológico de la humanidad, un fenómeno extremadamente variable en una especie que teóricamente comparte todos los genes que he mencionado y otro muchos que se estudiarán en años venideros.

NEUROPLASTICIDAD

Somos conscientes de que nuestro comportamiento como seres humanos es extraordinariamente flexible. Existe una impresionante variedad de formas de expresión lingüística, costumbres, tradiciones culinarias, danzas, canciones populares, refranes, etc., que se mantienen generación tras generación. La cultura es una parte fundamental de nuestra adaptación, porque contribuye a la socialización y la cooperación entre los individuos de cada grupo. En este aspecto tan importante de las sociedades del pasado y del presente no interviene el genoma de manera directa, pero sí lo hace de manera indirecta porque posibilita la plasticidad del cerebro.

Todos tenemos una idea muy clara del concepto de plasticidad. En algún momento de nuestra vida hemos utilizado la plastilina y sabemos la cantidad de formas que podemos generar moldeando esta sustancia. Por supuesto, la comparación de la plastilina con el cerebro es una aproximación muy grosera, pero con ese símil podemos hacernos una idea del concepto que subyace en la plasticidad de este órgano, y que los expertos denominan neuroplasticidad.

Esta idea conlleva varios fenómenos. Por una parte, la posibilidad de eliminar y producir nuevas conexiones sinápticas es impresionante. Si nuestro cerebro se sobrecarga de información, podemos eliminar aquello que ya no necesitamos mediante una poda sináptica. Por otra, también es posible redirigir las fibras largas de las neuronas y mapear o cartografiar el cerebro en respuesta a factores ambientales, incluyendo los aprendizajes que experimentamos cada día. Por otro lado, si sufrimos un problema neurológico en determinada parte del cerebro, otras regiones del encéfalo pueden sustituir al menos en parte las funciones perdidas. Siendo una especie tan social, bien podemos imaginar que nuestras interacciones con otros individuos son constantes, salvo que vivamos aislados del mundo en regiones remotas. No tenemos más que pensar en el contacto social que tenemos en una gran ciudad, especialmente si nuestro trabajo se produce en instituciones públicas y privadas en contacto diario con un gran número de personas. Si añadimos la información que nos llega a través de múltiples dispositivos electrónicos, un porcentaje muy elevado de habitantes del planeta está recibiendo información continua en su cerebro. La mayor parte de los seres humanos percibimos un exceso de información durante el día, que puede llegar a estresarnos e impedirnos dar una respuesta correcta a los problemas a los que nos enfrentamos. El trabajo que realizan las neuronas produce sustancias de desecho, que habremos de eliminar. Las células gliales, que acompañan a las neuronas, se encargan de la limpieza de los metabolitos que generan las neuronas. Esta función también forma parte de la neuroplasticidad. La limpieza se produce mientras dormimos y, al día siguiente, solemos ver todo con más claridad.

La investigadora Aida Gómez-Robles lideró un artículo, publicado en la revista de la Academia de Ciencias de Estados Unidos en 2015, en el que un equipo de expertos examinó la heredabilidad de la anatomía del neocórtex en chimpancés y humanos. Para entender el alcance de este trabajo, primero hay que definir la heredabilidad, que puede medirse estimando la influencia que tienen los genes en el fenotipo. En otras palabras, nos interesa cuantificar lo que tiene que ver directamente con los genes y lo que tiene que ver con las influencias ambientales. Para medir la heredabilidad se estudian individuos directamente emparentados. En particular, es ideal recurrir a los gemelos monocigóticos (idénticos), formados del mismo óvulo. Gómez-Robles y sus colegas investigaron mediante un procedimiento muy complejo las dimensiones del cerebro en una muestra de 206 chimpancés y 218 humanos, y llegaron a la conclusión de que nuestro neocórtex cerebral tiene una heredabilidad menor que la de estos simios. Dicho de otro modo, el neocórtex humano se desarrolla en mayor medida bajo la influencia de factores ambientales. Estos resultados nos dan una buena idea de que nuestro cerebro es muy flexible y puede moldearse de maneras muy distintas en función de las interacciones que recibamos del ambiente, aunque hayamos nacido de la misma madre.

La época de la maternidad es un ejemplo extraordinario de neuroplasticidad. Las mujeres experimentan un cambio endocrino muy significativo en esta fase de su vida, debido a la descarga en el torrente circulatorio de hormonas esteroides. Esta descarga supone un incremento de progesterona[56] hasta quince veces más de lo habitual, así como un aumento importante de los estrógenos. Está bien demostrado que ese incremento tan significativo tiene efectos en el número de neuronas y en el patrón de la red sináptica. El aumento de hormonas esteroides provoca cambios en la proporción de sustancia blanca y gris en determinadas zonas del neocórtex cerebral, que se observan mediante la técnica de imagen de resonancia magnética (MRI, por sus siglas en inglés[57]). Ya sabemos que la sustancia blanca debe su nombre al color blanquecino de la mielina, que protege a las fibras largas de las neuronas. Pues bien, parece que en las mujeres embarazadas y en las madres disminuye la cantidad de sustancia gris en favor de la sustancia blanca en una región del neocórtex cerebral que se extiende desde la región interna del córtex frontal hasta la corteza cingulada anterior, así como en la región del precúneo y en la parte posterior de la corteza cingulada. Esta última se localiza en regiones internas del neocórtex y forma una especie de collar que rodea el cuerpo calloso. Además de regular la presión sanguínea y el ritmo cardíaco, la corteza cingulada está implicada en funciones tales como la toma de decisiones, la empatía y las emociones.

Durante la maternidad también disminuye la sustancia gris en la corteza bilateral temporal y en el hipocampo. Las regiones afectadas por estos cambios tienen un papel importante en las funciones sociales y están relacionadas con la denominada teoría de la mente. Ya sabemos que esta última define la capacidad que tenemos los seres humanos para atribuir pensamientos e intenciones a otros individuos. Según la teoría de la mente, tenemos la habilidad cognitiva de comprender, reflexionar y proponer hipótesis sobre nuestro estado mental y el de los demás.

Es muy posible que los cambios en el cerebro de las mujeres embarazadas y de las que ya son madres estén relacionados con la mielinización de esas regiones y la correspondiente madurez de la mente, que las prepara para la maternidad. Los bebés necesitan muchos cuidados y una atención especial, que precisa de lazos muy especiales entre ellos y su madre. Los recién nacidos se convierten en el centro del mundo para la madre y su cerebro se prepara para ello. La neuroplasticidad proporciona a las mujeres la capacidad mental necesaria para afrontar su maternidad, al menos durante los dos primeros años de vida de sus hijos. Se sabe que las madres pueden tener ciertas lagunas de memoria, relacionadas con las modificaciones en el hipocampo. También sabemos que la memoria se recupera muy pronto y el cerebro vuelve a reajustarse para regresar a la normalidad previa al embarazo y los dos primeros años de maternidad. En definitiva, gracias a la flexibilidad del cerebro pueden ocurrir cambios incluso durante una parte muy concreta de nuestra vida.

La neuroplasticidad nos permitirá aprender a leer, escribir en uno o más idiomas, o a formarnos a lo largo de la vida para una determinada actividad. Es más, podremos especializarnos en diferentes profesiones si así lo deseamos. Cambiaremos de ideas, modificaremos el sentido de nuestro voto si vivimos en una democracia, o nos transformaremos en peligrosos terroristas si recibimos información en determinadas circunstancias. Por supuesto, iremos adquiriendo esas tradiciones culturales que cohesionan los grupos. Pero ¿y los genes?, ¿dónde queda el determinismo genético de ciertas aptitudes cognitivas? Cierto, ya he mencionado el genoma en párrafos anteriores y no me olvido de ello.

Además de aquellas variantes genéticas que determinan el número de neuronas, el número de conexiones, la forma del cerebro o su distribución en áreas concretas, todos sabemos que determinadas personas nacen con un patrimonio genético que les permite tener aptitudes especiales para desarrollar determinadas habilidades, hablar en varias lenguas o dominar las matemáticas. Pero si esas aptitudes no se cultivan, de nada servirá que los genes se expresen en sus proteínas correspondientes. Un ambiente propicio será imprescindible para que una persona con talento para la música llegue a componer melodías extraordinarias. El cerebro no descansa ni cuando dormimos. Es más, esa parte de nuestra jornada es importantísima para fijar conexiones y ver con claridad lo que durante el día anterior nos ha podido trastornar con pensamientos negativos, como expliqué más arriba. Lo aprendido durante la parte activa de una jornada se consolida durante la fase de sueño. Además, la posibilidad de eliminar recuerdos tristes o de aparcarlos en algún lugar del cerebro es una bendición. Sin esa resiliencia estaríamos rememorando problemas traumáticos durante toda nuestra vida. La plasticidad del cerebro debemos entenderla, por tanto, como una capacidad adaptativa de carácter inmediato a nuestro medio cambiante. Y las evidencias demuestran que esa adaptación es extraordinaria, dada la velocidad con la que se desarrollan los acontecimientos en nuestro mundo actual.

Y como en otros aspectos tratados en este libro, recomiendo que no nos sintamos especiales y privilegiados. Los primates, y en particular los simios antropoideos, también disponen de una neuroplasticidad muy notable, con la que pueden llegar a modificar su comportamiento. Es bien sabido que en muchas especies de primates se han observado costumbres que son únicas para cada población de la especie. Si uno o más individuos introducen una costumbre en el grupo, se produce primero una imitación y, más tarde, una transmisión cultural a la siguiente generación. Así que deberíamos dejar de pensar que somos únicos entre los primates en lo que a la cultura se refiere. Bien es verdad que nuestro cerebro es mayor y que hemos desarrollado de manera extraordinaria esa neuroplasticidad, que supone una enorme ventaja.

Como dije antes, ese logro también tiene que ver con los genes. Varios de ellos están implicados en la capacidad para formar sinapsis y mejorar, por tanto, la plasticidad con respecto a otros primates. Hay evidencia de duplicación de ciertos genes, que mejoran esa capacidad, incluyendo el conocido FOXP2, del que hablaré con más detenimiento a propósito del lenguaje en el duodécimo capítulo. Este gen está implicado en la capacidad para que se formen conexiones entre el neocórtex y el cuerpo estriado, que facilitan los mecanismos de la plasticidad precisamente para comprender un determinado lenguaje. También hemos hablado en páginas anteriores del gen SRGAP2. Los seres humanos llevamos en nuestro genoma cuatro duplicados de este gen, mientras que otros primates solo llevan una copia. La forma C de este gen (SRGAP2C), presente en el cerebro humano embrionario, parece ser capaz de ralentizar el proceso de migración de las células madre de las neuronas hasta su ubicación en el futuro cerebro, así como de enlentecer la formación de dendritas y sus correspondientes sinapsis. Con ese proceso, el cerebro madura más despacio, como ya hemos tenido ocasión de contar en el capítulo anterior. Durante el desarrollo cerebral se han observado proteínas relacionadas con determinados genes, que actúan durante un largo período de tiempo y que muy posiblemente están relacionadas con la plasticidad del cerebro. Es más, existen evidencias moleculares que demuestran la persistencia de la plasticidad hasta la adultez y, prácticamente, durante toda nuestra vida. Por ejemplo, muchos estudios han examinado el ARNm[58] y la expresión de determinadas proteínas en el cerebro de los seres humanos y de otros primates, observando que no se produce un decrecimiento de esa expresión con la edad. En otras palabras, el cerebro de los adultos sanos continúa con su capacidad de cambio para seguir con el proceso de plasticidad.

Varias investigaciones han dedicado su esfuerzo para conocer cómo se expresan los genes en el cerebro y más concretamente en el lóbulo prefrontal. En ciertos primates, como los chimpancés o los macacos, cientos de genes dejan de expresarse al llegar a la etapa adulta por un proceso que técnicamente se llama metilación. Este proceso silencia la capacidad de los genes para transmitir información al ARNm. Pues bien, esos estudios demuestran que el cerebro humano tiene una capacidad mayor para responder al medio ambiente, porque su ADN nuclear no se desactiva mediante la metilación y continúa activo durante años. Los estudios que exploran el cerebro humano y el de otros primates son numerosos y quizá no tardaremos mucho en saber cómo funciona esa capacidad tan impresionante para conseguir que el cerebro se modifique como un buen trozo de plastilina y durante muchos más años que en otros primates.

Ya hemos hablado de la altricialidad secundaria y las posibilidades que ofrece para el aprendizaje. También sabemos ya que la formación de mielina en nuestra especie se demora hasta el final de la tercera década de la vida. Y ahora añadimos la plasticidad como un componente esencial en lo que nos define como especie, y que ha propiciado el desarrollo de la cultura. Cada día estamos sometidos a un cierto estrés y llamados a solventar problemas sobrevenidos. Pero el cerebro está preparado para moldearse en consecuencia y solucionar todos los inconvenientes. Además, recibimos de manera constante nueva información a ritmo creciente, que hemos de incorporar a nuestros circuitos neuronales para sobrevivir en un mundo cambiante. Si nuestro cerebro no tuviera esa capacidad de adaptación para acomodarse y cambiar, podríamos perecer. Pero no es así. Modificamos a gran velocidad los circuitos y la estructura cerebral para acomodarlos a la nueva información. Aprendemos con relativa rapidez y nos adaptamos a las circunstancias.

Durante miles de años la cultura apenas cambió en el seno de las poblaciones del pasado remoto. Aunque nos trasladáramos de hábitat, las migraciones eran lo suficientemente lentas para que nuestro cerebro asumiera con relativa tranquilidad la presencia de nuevos peligros. Su plasticidad era capaz de acomodarse a las nuevas circunstancias. Sin embargo, resulta asombrosa la capacidad del cerebro para asumir el vertiginoso advenimiento de las nuevas tecnologías de las últimas décadas. Los niños del siglo XXI han nacido con teléfonos móviles, ordenadores, tablets y otros artilugios electrónicos, que aprenden a manejar con una habilidad asombrosa. Y lo más increíble es que a medida que esta tecnología se renueva, lo hacen también sus cerebros. En otras palabras, los seres humanos estábamos ya preparados desde hace milenios para experimentar esos cambios. De no ser así, habríamos sido incapaces de generar esa tecnología y tampoco podríamos asumirla. Además, sabemos bien que no hay un límite de edad para enfrentarnos al reto de las nuevas tecnologías, excepto en momentos muy avanzados de nuestra vida.

En el capítulo decimocuarto abordaré la relación entre biología y cultura, un aspecto de enorme relevancia en el futuro de nuestra especie. Nos asombramos de esa capacidad, por supuesto; pero es importante recordar que las especies pueden responder ante cambios ambientales inesperados si están preparadas —preadaptadas— para ello. Por ejemplo, la especie del Plioceno que dio lugar a la filogenia humana y a la de los chimpancés muy posiblemente era omnívora, puesto que tanto estos simios como nosotros comemos de todo. En lo que se refiere a la dieta, hemos cambiado de hábitat en numerosas ocasiones, pero nunca hemos tenido problemas para sobrevivir con independencia del alimento disponible. Nuestro sistema digestivo estuvo preparado desde siempre para cualquier circunstancia.

Por otro lado, en la vida no hay nada gratis. Las enormes ventajas de la plasticidad cerebral tampoco se regalan. Hay que pagar un alto precio por ello. Ya vimos que el cerebro consume aproximadamente un 20 % de todas las calorías que gastamos cuando estamos en reposo. Esas cifras se disparan hasta el 56 % en los recién nacidos y hasta el 65 % en los niños. En otras palabras, el cerebro de quienes están en pleno desarrollo requiere mucho más de la mitad de todas las calorías que se consumen al cabo del día. Podemos imaginar un escenario en el que los niños no reciben suficientes calorías para alimentarse correctamente. Aunque el resto de su cuerpo pueda resistir una hambruna y recuperarse cuando el alimento es suficiente, su cerebro podría quedar dañado para toda su vida. Podemos presumir de tener plasticidad cerebral en etapas avanzadas de la vida, pero si la calidad de los alimentos no es suficiente, e incluso en ausencia de enfermedades, empezamos a perder habilidades cognitivas con el paso de los años. Gastamos demasiadas calorías en el desarrollo y la plasticidad del cerebro para mantenernos activos y seguros en un mundo cambiante y dedicamos mucha energía a sacar adelante a nuestros hijos. Esto pasa factura y nuestro cerebro termina por deteriorarse a partir de un cierto momento de nuestra vida. No quiero especificar edades concretas, porque cada individuo es un mundo y su legado genético es también determinante de su longevidad, de su lucidez mental y de la ausencia o presencia de determinadas enfermedades neurodegenerativas.

Es curioso que una parte sustancial de las tradiciones culturales nos lleguen a través de partes del cerebro de las que quizá no hemos oído hablar y que son importantísimas. La denominada área ventral tegmental, o tegmentum, es un grupo de neuronas que se localizan en la parte inferior del cerebro. Esta área forma parte del sistema de recompensa del cerebro y produce dopamina[59]. Para darnos cuenta de su importancia, esta área tiene relación con aspectos tales como el orgasmo o la adicción a las drogas. Pero también tiene un papel fundamental en la cognición, que es lo que me interesa señalar. Esta pequeña parte del cerebro también está en contacto con el denominado núcleo accumbens, otra región del encéfalo relacionada con el sistema de recompensa y de la aparición de la sensación de placer, la risa y la recompensa, pero también con el miedo, la agresión, la adicción y el efecto placebo. Si percibimos placer ante un hecho concreto, como escuchar buena música o la lectura de este libro (o eso espero), segregaremos dopamina y nos sentiremos bien. Tanto es así que desearemos repetir. Si una determinada película nos ha gustado, seguro que añoramos volver a visionarla. Y si estudiamos una determinada materia que despierta en nosotros una cierta emoción es seguro que le dedicaremos más tiempo y, posiblemente, aprobaremos los exámenes con sobresaliente. Nuestra memoria actuará con más eficacia, se producirán miles de nuevas conexiones sinápticas y nuestro cerebro experimentará una nueva adaptación, quién sabe si es a la que dedicaremos nuestra futura vida profesional.

Además, la plasticidad de nuestro cerebro incrementa nuestra innata capacidad de curiosidad, como sucede con otros primates. Pero esa curiosidad está aumentada, hasta el punto de preguntarnos con insistencia por el mundo que nos rodea. De ahí que muchas personas dediquen su vida a la ciencia, o sencillamente a buscar soluciones ingeniosas para problemas concretos mediante nuestra capacidad para la invención. La ciencia, por ejemplo, requiere reflexión, capacidad deductiva, aplicación de la lógica, etc. La plasticidad del cerebro es imprescindible en esta profesión, porque cualquier evidencia puede eliminar nuestras hipótesis de partida. Tendremos que desechar algunas ideas previas y sustituirlas por ideas alternativas, adaptando el cerebro a nuevos escenarios. Por descontado, un chimpancé es capaz de experimentar diferentes opciones para alcanzar su propósito de conseguir un cierto logro. Por ejemplo, buscará la manera de obtener el alimento deseado si la primera rama del árbol se termina rompiendo. En nuestro caso, hemos desarrollado una capacidad extraordinaria para insistir en nuestro propósito de conocer cuanto nos rodea, incluido el universo o nuestro propio cerebro. Y el secreto reside en la neuroplasticidad.

Las comparaciones genéticas entre los seres humanos, los neandertales y los denisovanos[60] se desarrollan desde hace pocos años. Pero ya existen resultados muy interesantes. Por ejemplo, la versión moderna del gen FOXP2 se ha encontrado también en Homo neanderthalensis y en los denisovanos, lo mismo que la versión C del gen SRGAP2. Esta similitud demuestra que los tres grupos comparten la plasticidad que proporcionan estos genes, y que la han heredado de su ancestro común. Sin embargo, las investigaciones también han demostrado que la regulación del gen FOXP2 es única en Homo sapiens, por lo que tal vez tendríamos alguna ventaja en términos de neuroplasticidad sobre los otros dos grupos humanos, desde que nos separamos hace casi ochocientos mil años.

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