Dioses y mendigos

Dioses y mendigos


13 Conducta humana

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13Conducta humana

A lo largo de las páginas de este libro se han descrito algunos de los aspectos físicos y fisiológicos más relevantes del ser humano. El bipedismo o el tamaño del cerebro se pueden ver a simple vista y se comparan muy fácilmente si nos fijamos en otros tipos de primates. Sin embargo, no somos conscientes de que compartimos muchos rasgos de nuestro comportamiento con esas especies. La etología es un ámbito de la biología y la psicología experimental que estudia el comportamiento de los animales en su medio natural, pero también en medios artificiales. Cuando se observa el comportamiento en el laboratorio muchos expertos prefieren hablar de conducta. Los dos términos podrían ser empleados indistintamente. Sin entrar en debates semánticos, y si se me permite el capricho, voy a quedarme con la idea que distingue el comportamiento en el medio natural de la conducta en el ambiente del laboratorio. En ese sentido, no estoy muy seguro de si la cultura puede considerarse definitivamente como nuestro medio natural. Creo que nos hemos transformado en algo muy parecido a verdaderos especímenes de laboratorio con un modo de vida peculiar. Por eso pienso que, siguiendo el criterio anterior, podría ser apropiado hablar de la conducta humana. Una gran parte de la población mundial se encuentra ya atrapada en urbes infinitas, en jaulas no siempre tan doradas como algunos soñaron cuando decidieron abandonar las zonas rurales.

VIOLENCIA

Dejando a un lado esta reflexión, quiero centrarme en algunas de esas conductas generales, que pueden percibirse con facilidad a poco que pensemos en ellas. Antes del Neolítico, los grupos de cazadores-recolectores se movían con libertad por aquellos lugares que ofrecían recursos para la subsistencia. Exploraban y explotaban los recursos de un determinado territorio y, cuando se encontraban con otros grupos, podían mostrar signos de violencia hacia los intrusos. La territorialidad y la violencia asociada parecen haber sido una constante a lo largo de nuestra evolución. Los hallazgos en determinados yacimientos del Pleistoceno permiten realizar inferencias incuestionables.

Un ejemplo muy cercano para quien escribe estas líneas es el nivel estratigráfico TD6 del yacimiento que rellena por completo la cueva de la Gran Dolina, en la sierra de Atapuerca. Muy pocos días después del hallazgo de los primeros fósiles humanos, que a la postre serían incluidos en la especie Homo antecessor, nos dimos cuenta de que aquellos restos presentaban marcas de descarnado, golpes contundentes, evidencias de astillado de los huesos largos más frágiles, etc. Todos estos estigmas se produjeron inmediatamente después de la muerte de los individuos. En definitiva, habíamos encontrado un patrón que es habitual en los fósiles de herbívoros, como los ciervos, caballos o jabalíes, y que formaron parte del espectro de las especies abatidas para su consumo. Los humanos encontrados en el nivel TD6 también habían sido descuartizados y, muy posiblemente, consumidos por otros humanos. Puesto que no parecía lógico pensar en el encuentro fortuito de dos especies humanas diferentes en aquel remoto lugar de Eurasia, que nos llevaría a calificar el suceso como un caso de depredación, lo más sensato era atribuir aquella matanza a un evento de canibalismo. Es decir, la muerte y el consumo de los cadáveres habría sucedido entre miembros de la misma especie. La violencia que se desprendía del aspecto de los restos fósiles era aterradora, ya no solo por los golpes en el cráneo y otras partes del cuerpo, sino porque se aprovechó al máximo la carne y la grasa del tuétano de los huesos de los cadáveres. Además, más de la mitad de los individuos que se podían identificar eran muy jóvenes, en edad infantil o juvenil. Es posible que los restos de los niños más pequeños jamás aparezcan en futuras excavaciones. El aprovechamiento de sus cuerpos, sin huesos osificados, habría sido completo. Sé que suena muy duro, pero los fósiles nos describen la realidad de lo que sucedió hace ochocientos mil años en la sierra de Atapuerca. Cuando los geólogos determinaron que el nivel TD6 estaba formado por varias capas formadas en momentos diferentes y que al menos dos de ellas contenían fósiles de Homo antecessor, supimos que el canibalismo había sido un hecho recurrente. Esa conducta formaba parte de la cultura de la especie.

Los huesos humanos se encontraban dispersos y mezclados con los de otras especies animales, abundantes en la región. Esas especies, el polen de las plantas obtenidos en TD6 y los restos de los pequeños vertebrados (anfibios, aves y reptiles) sugerían que el clima de hace unos ochocientos mil años fue muy benigno y, probablemente, algo más cálido que el actual. Había agua de sobra para mantener una vegetación frondosa capaz de alimentar a corzos, ciervos, jabalíes o potros. En definitiva, no podemos proponer que aquel suceso de canibalismo, que acabó de manera muy violenta con algún grupo del Pleistoceno, tuviera relación con necesidades alimentarias. No había hambrunas, sino rivalidad entre grupos que deseaban conservar o conseguir por la fuerza un territorio rico en recursos. Por descontado, ni siquiera se han planteado cuestiones simbólicas, mágicas o religiosas para este caso. Que sepamos, todavía no se habían desarrollado estos conceptos en la mente de los humanos del Pleistoceno Inferior.

Tampoco nos queda muy lejos el estudio llevado a cabo por nuestra compañera Nohemi Sala acerca de la agresión que sufrió el individuo XV de la Sima de los Huesos de la sierra de Atapuerca. Recordemos que este yacimiento está datado en 430.000 años. El cráneo catalogado con el número 17, que pudo pertenecer a una hembra joven, presenta dos perforaciones en el hueso frontal, una al lado de la otra, y muy similares. Nohemi Sala realizó un estudio muy detallado de la forma de estos agujeros, que resultaron ser prácticamente idénticos. Aquella joven murió seguramente por los dos golpes contundentes que recibió en la cabeza, que perforaron por completo el hueso y afectaron al cerebro. La muerte debió ser instantánea. Nadie sabe las circunstancias de esta agresión. Podemos imaginar docenas de escenarios. Pero tan solo se puede constatar que la muerte de aquella chica sucedió con un grado extremo de violencia. Entonces, ¿cabe la posibilidad de especular sobre la muerte de los restantes veintiocho individuos recuperados en la Sima de los Huesos? Bueno, sin datos que apunten en esa dirección no se puede afirmar nada. Pero se puede examinar la curva de mortalidad de este grupo y comprobar que se ajusta mejor a un tipo de perfil de muerte catastrófica, con un exceso importante de individuos fallecidos en plena época reproductora.

También me viene a la memoria el hallazgo realizado en la década de 1950 por Raymond Dart, autor de la especie Australopithecus africanus. Dart encontró una acumulación muy notable de huesos, dientes y astas de gacelas y antílopes en el yacimiento sudafricano de Makapansgat. Después de muchos análisis y reflexiones, consideró que aquel hallazgo debía interpretarse como un verdadero arsenal de los australopitecos. Estos homínidos guardaban allí sus armas, que empleaban ocasionalmente durante sus enfrentamientos con otros grupos. Dart consideró que estas acumulaciones pertenecían a lo que él denominó cultura osteodontoquerática, un término que se hizo muy popular en los medios de comunicación. Dart pensó que los ancestros de la humanidad habían sido extremadamente violentos desde siempre. De manera intencionada, éramos capaces de conservar verdaderos depósitos de armas dentro de algunas cuevas. Es evidente que en aquellos años todavía estaba demasiado reciente el recuerdo de la segunda guerra mundial y la imaginación se dejaba correr con facilidad. El escritor y guionista Robert Ardrey (1908-1980) tomó buena nota y escribió un libro titulado African Genesis (Dell, Nueva York, 1969), en el que popularizó la teoría del simio asesino. Ardrey defendía en él la idea de que la agresión y la violencia habían constituido el motor fundamental de nuestra evolución. La caza de grandes presas exigía poseer estas cualidades, que se habrían fijado en la biología de nuestros ancestros durante el Plioceno, favorecidas por la selección natural. Ya sabemos que una parte de la película de Stanley Kubrick 2001: Una odisea del espacio está muy influida por las ideas de Robert Ardrey.

Cuando los hallazgos de Raymond Dart se estudiaron con mayor detenimiento, se pudo comprobar que aquellas acumulaciones de astas, dientes y huesos habían sido realizadas por carnívoros. Sus dentelladas en los huesos los delataron y absolvieron de culpa a los australopitecos. El pacifismo y el movimiento hippie, surgidos en la década de 1960 a raíz de la guerra de Vietnam, fueron el contrapunto a las ideas de la violencia como forma de entender el mundo. Pero este movimiento tan peculiar y tan bien definido por una serie de características en la vestimenta o en el aspecto físico tuvo poca duración. Desde entonces han surgido otros movimientos similares en contra de diferentes conflictos y de formas de practicar la política. ¿Tal vez espejismos de la cruda realidad de nuestra especie? Es posible que en el caso de la cueva de Makapansgat los australopitecos fueran inocentes, pero el registro fósil reciente nos ha seguido mostrando signos de violencia. A medida que nos hemos ido acercando al presente, la violencia ha ocupado, si cabe, un lugar cada vez más predominante en la historia de la humanidad. Sin duda, porque somos muchos y tenemos que repartir los escasos recursos de los que disponemos. Marta Mirazón Lahr, Robert Foley y su equipo de colaboradores de la Universidad de Cambridge describieron en 2016 un caso de violencia entre grupos de cazadores-recolectores africanos de hace unos diez mil años de antigüedad. Diez de los veintisiete esqueletos encontrados en el sitio de Nataruk, próximo a la ribera oeste del lago Turkana, en Kenia, presentan signos de una violencia brutal. Algunos muestran proyectiles de piedra incrustados en sus esqueletos y varios cráneos aparecen aplastados por golpes contundentes. Esas evidencias hablan de una lucha sin cuartel entre grupos rivales, seguramente por el control de un pequeño territorio. Nadie se preocupó de enterrarlos. Estos autores también citan otro caso de violencia en la localidad sudanesa de Jebel Sahaba, en el que fallecieron hasta cincuenta y ocho individuos, veintitrés de los cuales presentan signos de violencia. Su antigüedad se cifra entre catorce mil y doce mil años. En esta ocasión al menos alguien se preocupó de enterrarlos. Aunque la densidad de las poblaciones del Plioceno y del Pleistoceno siempre ha sido muy baja y casi siempre hubo recursos para todos los grupos, los ejemplos de violencia llenan las páginas de muchos artículos científicos. Las pruebas de este comportamiento nos llegan del pasado con mucha frecuencia, una conducta que lamentablemente forma parte de nuestra cotidianidad. Según nos acercamos al momento actual, la violencia ha estado y está presente de manera muy cruel en la historia de la humanidad. Me gustaría pensar que en algún momento llegaremos a vivir en un mundo mucho más pacífico. Pero la tendencia a ser violentos en determinadas circunstancias está presente de alguna manera en nuestro patrimonio genético. Cambiar esa realidad me parece casi una utopía.

TRIBUS Y TERRITORIOS

Vamos a regresar de nuevo al Neolítico y recordar que en esa época aceleramos un crecimiento demográfico que todavía experimentamos en la actualidad. En este período, con el asentamiento de los seres humanos, se reforzó la idea de pertenencia a un grupo. Esa realidad se haría cada vez más fuerte cuando se añadieron símbolos de identificación —hoy en día, el símbolo por excelencia es la bandera.

Los pequeños grupos del Pleistoceno se reunieron para formar tribus. No existe una definición de consenso para este término, que ha sido empleado de maneras distintas y con intereses dispares. De modo muy general, podemos entender que una tribu incluye a conjuntos de grupos familiares con una ascendencia común, unidos por lazos lingüísticos y culturales. Las tribus serían más o menos numerosas dependiendo de los recursos del territorio. Disponían de instituciones concretas, como el consejo de ancianos, que tomaban las decisiones más importantes. La diversidad de configuración de las tribus es tremendamente compleja y forma parte de estudios antropológicos especializados, que tratan aspectos como las cuestiones religiosas, la jerarquía, las peculiaridades de la cultura, la estratificación social, etc. Es más, en la actualidad ha surgido el concepto de tribu urbana, que tiene poco que ver con la definición general y se relaciona, en cambio, con formas de cultura muy concretas. Los individuos sin lazos familiares se reúnen en torno a un símbolo, a una idea o a una forma de entender la vida. Las tribus urbanas representan una de las consecuencias de nuestro estilo de vida. Pero no tienen nada que ver con el nacimiento de las agrupaciones humanas en un territorio muy poco definido, donde las cosechas, los animales domésticos y las viviendas sencillas y agrupadas permitieron el desarrollo de una época concreta de la humanidad.

Las tribus nacieron por necesidad, pero no habrían sido posibles sin nuestra herencia de primates sociales. La sociabilidad está en nuestros genes, y también nos llega desde el pasado remoto. Si añadimos el ingrediente cultural y una mayor inteligencia, el grupo creció primero hasta la formación de tribus incluso de más de un centenar de individuos. Poco a poco, estas agrupaciones pasaron a ser entidades numéricas superiores hasta constituir las sociedades complejas de la actualidad, reunidas en Estados políticos. La formación de tribus durante el Neolítico conllevó cierta violencia, porque los bienes no estaban a disposición de todos y los límites de los territorios eran difusos. Esa violencia creció en la medida que aumentó el número de componentes de una tribu o la asociación de varias para constituir grupos humanos mucho más numerosos, bien organizados por una jerarquía de la que hablaré enseguida. Fue entonces cuando resultó imprescindible marcar los territorios de una manera más precisa.

La delimitación territorial no fue ningún problema, porque este comportamiento también forma parte de nuestro genoma. De hecho, es una conducta que hemos heredado de nuestro ancestro común con los chimpancés. Ya sabemos que los chimpancés son territoriales. Estos primates defienden su espacio con todas sus fuerzas, porque en él se encuentran los recursos que necesitan para sobrevivir. Los chimpancés pueden llegar a matar por su territorio y, en casos extremos, los miembros de la especie Pan troglodytes practican el canibalismo matando a las crías de sus adversarios. De ese modo, rompen la base genética del grupo. La territorialidad ha llegado hasta nuestros días, mezclada con la cultura. Por ejemplo, a nadie le sorprende que el mapa de su país esté presente en sus vidas desde que acude por primera vez a la escuela. Cierto es que, llegado un momento, tendremos que sabernos las capitales de otros Estados, que distinguiremos bien por una serie de líneas que los separan; pero en el centro de nuestras vidas estará siempre el mapa de la región, provincia, comunidad, país, etcétera, donde vivimos. Nuestro hogar es inviolable o debería serlo, porque en ese pequeño territorio de pocos metros cuadrados reside nuestra familia. Haremos lo que sea necesario para evitar que los extraños penetren en él (alarmas, cerraduras, rejas, vallas protectoras, etc.). Si es necesario, en algunos países se puede recurrir a la violencia, porque las armas están permitidas y constituyen un lucrativo negocio. Existen leyes para proteger nuestros hogares y otras propiedades personales (fincas, huertas, etc.). La violación de esos territorios se lleva a cabo para conseguir recursos, como ha sucedido siempre.

El sentido de territorialidad, que surge de lo profundo de nuestro ADN, se ha mezclado con el sentimiento de pertenencia a un lugar bien delimitado por fronteras, que la cultura ha potenciado con la aparición de diferentes lenguas y la creación de símbolos. Las banderas y los himnos representan una forma más de la cultura del conjunto de las tribus que habitan un territorio. El expresidente del Parlamento Europeo, Josep Borrell, decía no hace mucho que «las fronteras son las cicatrices que la historia ha dejado grabadas en la piel de la tierra. Grabadas a sangre y fuego». En efecto, las fronteras han ido cambiando con el tiempo. Las guerras cruentas se han encargado de modificar esas cicatrices, que deberían hacernos reflexionar. Durante prácticamente toda la evolución de Homo sapiens no hemos tenido conciencia de pertenencia a una única unidad biológica. Y cuando una cierta cantidad de miembros de la especie ha tenido consciencia de ello, no ha hecho nada en absoluto para eliminar las barreras. Más bien al contrario, obedeciendo a nuestros genes y a nuestra formación aprendida desde niños, hemos potenciado la segregación en nombre de excusas insostenibles. Sorprende la candidez con la que nos creemos a pie juntillas que las guerras han sucedido y se producen en la actualidad por cuestiones religiosas o ideológicas. Por descontado, estos factores ayudan y potencian el objetivo más importante para llevarlas a cabo: los recursos, que cada vez escasean más para sostener el desarrollo «insostenible» de varios miles de millones de seres humanos. Me sorprende que la Unión Europea se esté manteniendo durante tanto tiempo, aunque ya estamos asistiendo a deserciones muy notables. Europa ha sido siempre un crisol de tribus que nunca se han conseguido unir de manera duradera y complaciente bajo una misma bandera. La insignia azul con las estrellas en círculo es imprescindible para representar a una institución, pero incapaz de despertar pasiones entre los europeos. La territorialidad aflora entre los componentes de la Unión Europea en cuanto existe un problema serio, como la pandemia de la covid-19 que se inició en 2020. Por otro lado, no debe sorprender el fracaso de las grandes potencias en sus intentos de conquistar otros territorios. Es admirable la enorme resistencia de los pueblos a la hora de defender una región determinada. Lo llevamos grabado en el genoma y no lo podemos evitar. Si alguien piensa que lo que denominamos patriotismo es un pensamiento noble y elevado, propio de nuestra presunta superioridad, me temo que tiene una idea un tanto confusa de ese concepto. Ese sentimiento emana de un conocimiento promovido por el aprendizaje que proporciona la cultura. Nuestros deseos territoriales siguen siendo tan básicos como los de otros primates con un comportamiento similar.

JERARQUÍA Y POLÍTICA

Cuando hablamos de territorios, regiones, comunidades, países, etcétera, nos viene a la memoria la imperiosa necesidad de una jerarquía. Es absolutamente imprescindible que uno o varios seres humanos tomen las riendas y se establezca un sistema jerárquico. Es algo tan natural que también lo llevamos impreso en el genoma. Si nos fijamos en un grupo de Pan troglodytes, no tardaríamos en descubrir la presencia del macho alfa, que parece dirigir los destinos del grupo. Y así lo hará durante un tiempo, con la ayuda de otros machos que ostentan una jerarquía menor. Si nos fijamos ahora en la especie Pan paniscus, nos daremos cuenta de que son las hembras quienes detentan esa jerarquía. Son maneras diferentes y positivas desde el punto evolutivo de mantener la viabilidad de los grupos. La jerarquía ha sido favorecida por la selección natural en las especies de primates territoriales, porque su función es ayudar al grupo y, por tanto, a tus propios genes. ¿Y qué sucede con nuestra especie? Por descontado, necesitamos la jerarquía y la asumimos sin mayores problemas. Imaginemos un ejército sin jerarquía. Sería inviable.

En el pasado, los grupos de cazadores-recolectores necesitaron líderes que los guiaran en circunstancias muchas veces adversas. El crecimiento demográfico posibilitó la diversificación de las formas de jerarquía, que siempre nacieron de una necesidad biológica dirigida por impulsos genéticos. Puesto que somos un tanto especiales, muy inteligentes y con un alto grado de sociabilidad, nuestra jerarquía no solo debería ayudar a la supervivencia de nuestros propios genes, como sucede en otras especies de primates territoriales, sino también favorecer a todos y cada uno de los miembros de una población muy numerosa. Sin embargo, en muchos casos, la jerarquía está viciada precisamente por nuestra gran inteligencia y por la cultura que hemos desarrollado. La historia nos habla con mayor o menor veracidad de dirigentes de todos los pelajes y condiciones. En épocas recientes de la humanidad han existido líderes poderosos capaces de manejar voluntades y convencer a los demás de sus ideas. Muchos de esos personajes han inspirado más miedo que respeto. Pueden estar en el poder gracias a contar con colaboradores muy cercanos. Dictan órdenes que tienen que cumplirse sin rechistar y, como es bien sabido, viven instalados en un ego gigantesco. Por descontado, estos individuos utilizan la inteligencia para sus fines. La suma de esa inteligencia y de la fuerza por la fuerza consigue moldear mandatarios muy peligrosos para los colectivos que se opongan a sus decisiones. Este modelo puede aplicarse tanto a poblaciones de gran tamaño como a grupos reducidos. La experiencia demuestra que los grupos liderados por este tipo de individuos están abocados al fracaso más tarde o más temprano, porque su poder suele estar íntimamente ligado a una corrupción sistémica moral y económica.

Por suerte para la humanidad, el desarrollo de la inteligencia ha posibilitado que muchos dirigentes controlen de manera sabia la tiranía de las emociones e impongan la cordura en sus acciones. Los líderes naturales, ya sean hombres o mujeres, comparten responsabilidades, generan confianza y entusiasmo, elevan la autoestima de las personas a las que guían, no temen la crítica y aprenden de ella. Además, si estos líderes dejan a un lado el ego, fomentan el éxito de la comunidad, sea esta grande o pequeña. El éxito de nuestra especie está íntimamente ligado a la capacidad para sintetizar los valores y capacidades de los grupos humanos en logros que nos hagan prosperar o, simplemente, sobrevivir en casos extremos. Esta empresa solo es posible desde liderazgos responsables en los que el ansia individual por el poder deja paso al interés por el éxito del grupo. Por desgracia, esa sed de poder es mucho más común de lo que parece.

Muchas personas desean tener una mínima capacidad de mando. Las sociedades tan complejas como las nuestras necesitan muchos cargos intermedios; es decir, la escala jerárquica es considerable, como sucede en los ejércitos. Pero no todo el mundo está capacitado para dirigir. Es más, es muy raro que una persona reúna todas las características necesarias siquiera para ocupar un mando intermedio. Una vez conseguido y tras un breve tanteo de pocos meses, las personas que obtienen ese poder cambian por completo la percepción de la realidad. Observan que los demás obedecen, porque no les queda más remedio. Poco a poco, sus personalidades van cambiando hasta proceder de una manera más tiránica, distante y paternalista con las personas a sus órdenes. Olvidan que están al servicio de los otros y no al contrario. En algunos casos, como todo el mundo sabe, pueden llegar a la corrupción económica. Este tipo de comportamientos son, por desgracia, muy normales, porque la selección natural ya no actúa. La jerarquía se reparte entre muchas personas sin capacidades naturales para el ejercicio del poder. Es por ello que pocas instituciones, grupos, etc., son capaces de prosperar. Cuando pienso o escribo sobre esta cuestión, siempre tengo presente una frase que aprendí hace algunos años. El general y genial estratega militar José Francisco de San Martín (1778-1850), libertador de Argentina, Chile y Perú, decía que «la soberbia es una discapacidad que suele afectar a pobres infelices mortales que se encuentran de golpe con una miserable cuota de poder». Cuánta razón tenía. San Martín ocupó algunos cargos civiles, pero enseguida renunció a ellos. Se conocía bien a sí mismo y sabía que sus capacidades eran otras. Algunas personas consiguen la sabiduría de aceptar sus limitaciones y renuncian a honores y reverencias impostadas, para dedicar su vida a lo que mejor saben hacer. Me parece un peldaño hacia la categoría del ideal de ser humano.

¿Y la política?, ¿qué sabemos de este comportamiento tan supuestamente ligado al ser humano? ¿Cuándo ideamos esta capacidad para dirigir a los pueblos? Pues resulta que esa conducta también está grabada en nuestros genes desde tiempo inmemorial. Estoy convencido de que muchos lectores y lectoras sabrán que los chimpancés practican la política. Cierto. Y lo hacen de un modo que difiere muy poco de lo que hacemos nosotros. El macho alfa de cualquier grupo de la especie Pan troglodytes está emparentado con todos los demás machos del grupo, porque son las hembras las que se mueven buscando reproducirse en otros grupos para evitar la endogamia. Los machos beta y otros machos de menor jerarquía actúan bajo las órdenes del macho alfa en la defensa del territorio y en la búsqueda de recursos.

El macho alfa mantiene su estatus gracias a su poderío físico y su inteligencia, siempre a la espera de ser destronado por otro macho más joven. Para ello no basta solo con la fuerza, sino que los aspirantes a la máxima jerarquía emplean alianzas y coaliciones más o menos duraderas con otros machos y con las hembras para conseguir su propósito.

Esta forma de proceder formaría parte de lo que en la actualidad denominamos la oposición. Por supuesto, esta oposición no es tan descarnada y explícita como en nuestras democracias, sino mucho más silenciosa, porque no necesitan los votos de nadie. Nuestros políticos no solamente vociferan y se faltan al respeto sin ningún pudor, sino que actúan de manera sibilina. Pero esta forma de actuar tampoco es exclusiva de nuestra especie. Con una inteligencia obviamente menor, los chimpancés también saben moverse en la sombra. En los bonobos, que parecen algo más inteligentes, su alto grado de sociabilidad es mucho más valioso que la fuerza bruta a la hora de practicar la política. Puesto que compartimos un ancestro común con los chimpancés, la política es tan vieja como el origen de la filogenia humana. Con independencia del sistema político de cada país, las alianzas, coaliciones, prebendas, manipulaciones, prevaricaciones, conspiraciones, etcétera, son imprescindibles para conseguir y mantener el poder. Somos más inteligentes que los chimpancés y nuestra práctica de la política tiene muchos más recursos. Pero la esencia es la misma.

Figura 17. Los simios antropoideos tienen las mismas emociones que nosotros. Su comunicación es mucho más compleja de lo que podemos imaginar, aunque carezcan de un leguaje simbólico como el nuestro. Entre ellos se transmiten toda la información que necesitan para coordinarse en grupos muy bien organizados.

 

Todos practicamos la política dentro del grupo social en el que nos ha tocado vivir, aunque no seamos profesionales de este ámbito. Actuamos para conseguir una serie de fines en cada una de nuestras profesiones particulares. No podemos renunciar a un rasgo que llevamos grabado en el genoma.

SEXO

En cuanto al sexo, es muy difícil averiguar qué modelos existieron en la prehistoria. Es posible que los grupos del Plioceno y del Pleistoceno recurrieran a estrategias similares a las que se observan en los chimpancés para evitar la endogamia. Es decir, las hembras pudieron cambiar de grupo entre los diferentes clanes, mientras que los machos permanecían en su grupo toda la vida. Acabamos de explicar que la cooperación de los machos se explica en buena parte porque todos ellos tienen lazos sanguíneos. Es más, las hembras pueden tener relaciones sexuales con varios machos del grupo sin que se produzcan conflictos. Estando todos ellos relacionados por lazos sanguíneos, existe una gran permisividad. En ese modelo no intervienen para nada pensamientos reflexivos, emocionales o morales, sino la propia selección natural. Un estudio del ADN del pequeño grupo de neandertales del yacimiento de El Sidrón, en Asturias, nos mostró las diferencias genéticas de la única hembra identificada con las del resto del grupo, todos machos. Sin duda, esa hembra procedía de otro grupo, sugiriendo un comportamiento similar al de los chimpancés. Pero es una única evidencia como para generalizar un patrón definido. Tampoco es posible proponer modelos generales como la monogamia o la poligamia. Quizá todo dependía de las circunstancias de cada uno de los grupos dispersos por África y Eurasia. Por descontado, cualquier comparación con los modelos actuales es una temeridad, porque en cuestiones de sexo la cultura ha tomado un papel importantísimo. Cada sociedad ha tenido y tiene sus modelos sexuales y costumbres, de acuerdo con la moralidad de cada momento histórico. Además, hemos de preguntarnos por el significado de algo tan importante como la sexualidad permanente durante todo el año y no de manera estacional, un rasgo que compartimos con los chimpancés. La posibilidad de procrear no se limita a una época del año, cuando los recursos abundan, sino que sucede sin restricciones temporales. La sexualidad es permanente, aunque no tenga un objetivo reproductor. Es seguro que esta posibilidad tiene un sentido evolutivo.

En relación con esto último, nuestra inteligencia ha diseñado algo tan refinado como el erotismo, que puede considerarse un paso adelante en la sexualidad y el cortejo necesario de todas las demás especies. En el registro del Pleistoceno Inferior y el Pleistoceno Medio no hay datos para conocer el origen del erotismo. Hemos de llegar a épocas relativamente recientes para encontrar claras evidencias de la práctica de esa conducta, que por el momento solo están ligadas a nuestra especie. Cuando nos encontramos con esas evidencias, en forma de grabados, pinturas y esculturas, que no tienen más de treinta mil años de antigüedad, el erotismo ya aparece en todo su esplendor. Si esta conducta ya se había socializado hace tanto tiempo, es casi seguro que sus orígenes son algo más antiguos. No dejo de insistir en la idea de que la socialización masiva de un hecho cultural deja pruebas abundantes, pero no reflejan el momento inicial de ese hecho en sí mismo.

Las investigaciones del médico Javier Angulo y del arqueólogo Marcos García nos han ayudado a desmitificar hechos tan comunes y naturales como el erotismo o la homosexualidad, que estuvieron presentes sin tapujos en la prehistoria más reciente. La mayoría de las culturas modernas se han empeñado en esconder y convertir en reprobable y censurable lo que un día fue uno de los mayores descubrimientos de Homo sapiens y quién sabe si también de otras especies, como los neandertales.

SOLIDARIDAD

Otro rasgo de la conducta humana que llama la atención es la solidaridad, un comportamiento que se nos antoja como algo muy propio de nuestra especie. Sin embargo, esta ha sido ya observada e investigada en los chimpancés. Estos primates comparten la comida aun en tiempos de escasez, defienden a sus congéneres, ayudan a la supervivencia de los que se encuentran en peligro a costa de su propia vida y tienen un sentido de lo que consideran justo e injusto. Si creíamos que este tipo de conductas eran exclusivas de Homo sapiens, ya podemos ir borrándolas de la lista. Es más, podemos ir hacia atrás en el tiempo para comprobar que el comportamiento solidario ya estaba presente en las especies más antiguas del género Homo.

Un ejemplo que llamó la atención de los medios de comunicación, pero que también nos dejó sin palabras a los especialistas en evolución humana, apareció en el yacimiento de Dmanisi, en la actual República de Georgia. Los cinco individuos identificados en este yacimiento tienen aproximadamente 1,8 millones de años y algunos expertos han incluido estos fósiles en la especie Homo georgicus, como ya expliqué en el segundo capítulo. Uno de los individuos, que apareció en la campaña de 2002, y que se identifica por el neurocráneo D 3444 y la mandíbula D 3900, está totalmente desdentado. Es difícil estimar su edad de muerte, porque en esa época el desarrollo sería muy diferente al actual. Pero no nos equivocaríamos mucho si le asignamos una edad de unos cincuenta años, puesto que las suturas de los huesos del cráneo ya estaban cerradas. Sin duda, se trataría de un caso de longevidad extrema para aquella época. Parece increíble que un individuo pudiera vivir hasta esa edad y sin un solo diente. El hueso alveolar de todos los dientes se había reabsorbido por completo. Su edentulismo, o pérdida de todos los dientes, podía haber sido consecuencia de algún traumatismo importante, que le hizo perder todas las piezas, o sencillamente las fue perdiendo con la edad. Este individuo vivió muchos meses sin dientes, en una época en la que los alimentos no se cocinaban. Además, es fácil imaginar que un individuo de esa edad no estaba en condiciones para valerse por sí mismo en un ambiente hostil. No se trataba de un anciano sin fuerzas para nada, pero su capacidad de resistencia estaría ya muy mermada. Si los miembros de su grupo no hubieran cargado con el peso de ayudarle a sobrevivir durante muchos meses, aquel individuo habría perecido con enorme facilidad. Este es un ejemplo que hemos tenido la suerte de conocer, pero la solidaridad entre los miembros de los grupos pudo ser la norma. Los humanos de entonces no solo se ocupaban de proteger a los más pequeños, sino que tampoco dejaban atrás a sus mayores.

Por descontado, este comportamiento no es un rasgo compartido por todos y cada uno de los seres humanos. El grado de solidaridad es sumamente variable entre los miembros de nuestra especie. Si esta característica también nos ha llegado a través de nuestro antecesor común y la compartimos con los chimpancés, resulta evidente que la solidaridad está impresa en nuestro genoma y surge de manera espontánea ante situaciones muy concretas, como la ayuda ante un evento catastrófico. El auxilio a una persona accidentada o lo que nos empuja a intentar salvar la vida a una persona enferma en una situación como la que vivimos con la enfermedad de la covid-19 requieren impulsos poco meditados. Las consecuencias pueden ser negativas para quienes llevan a cabo ese acto solidario, pero no se tienen en cuenta en el momento de la acción. Si añadimos además la mayor capacidad cognitiva de Homo sapiens, la premeditación y la planificación de la solidaridad pueden adquirir una dimensión extraordinaria. Por lo que sabemos del comportamiento de otros primates, la solidaridad de los humanos no resulta un hecho extraordinario en sí mismo. Es más, podemos entenderla como un rasgo de conducta favorecido por la propia selección natural, si con ello ayudamos a la supervivencia de la especie. Así que lo que resulta anómalo y un sinsentido es precisamente lo contrario: la insolidaridad.

La solidaridad está estrechamente relacionada con la empatía, esa capacidad que tenemos para sentir lo mismo que otras personas y tratar de conocer sus pensamientos. Nosotros hemos desarrollado la empatía cognitiva gracias a un mayor desarrollo de zonas de la corteza, como la somatosensorial, la corteza premotora o el área de Broca, donde se ubican las neuronas espejo. Todo el mundo ha escuchado alguna vez acerca de la existencia de este tipo de neuronas, que se activan cuando otro individuo ejecuta una acción, expresa un sentimiento o manifiesta una emoción. A nivel cognitivo, la empatía está relacionada con la teoría de la mente, que los lectores interesados seguramente conocerán y que podrán repasar en libros especializados. A nivel emocional, nuestra empatía no es sino una más de las conductas compartidas con otros primates. ¿Es que acaso un simio puede emocionarse igual que nosotros ante una situación determinada? Por supuesto. Me llamó la atención una fotografía tomada por Phil Moore en 2012 en el Parque Nacional Virunga, de la República del Congo, declarado en 1979 patrimonio de la humanidad por la Unesco. En ese lugar se acoge a gorilas huérfanos de la especie Gorilla beringei. Estos primates sufren muchas pérdidas de vidas no solo por la caza incontrolada de furtivos, sino por los conflictos armados. La fotografía de Moore inmortaliza la imagen de uno de los cuidadores del parque, Patrick Karabaranga, consolando a una hembra joven de gorila que acababa de perder a su madre. La expresión de ambos es muy similar y refleja la empatía entre el simio y su cuidador humano. Seguramente, la joven huérfana sentía un profundo dolor por la muerte de su madre y su cuidador estaba empatizando los mismos sentimientos. Recordemos que los chimpancés poseen, según los expertos, un cierto grado de metacognición; es decir, estos primates son capaces de reflexionar acerca de sus propios pensamientos y tomar decisiones, igual que lo hacemos nosotros. Tienen conciencia y control sobre los procesos de pensamiento y aprendizaje. No resulta, pues, extraño que gorilas y chimpancés sientan una gran pena por el fallecimiento de un familiar, porque reflexionan y tienen consciencia sobre lo que ha sucedido. Estamos muy cerca de los chimpancés, de los que todavía tenemos mucho que aprender.

En este capítulo se han revisado algunas de las características más señaladas de nuestra conducta, que determinan con fuerza nuestro destino como sociedades modernas y organizadas. Por descontado, existen multitud de rasgos del comportamiento que definen el carácter particular de cada individuo y que podrían ser catalogadas como buenas o malas de acuerdo con nuestros parámetros morales. Encontramos a individuos orgullosos, celosos, egoístas, avariciosos, envidiosos, etc., en los que tales rasgos pueden rayar en lo patológico. En contraste, hallamos personas con nobleza de carácter, altruistas, bondadosas, etc. ¿Hasta qué punto son hereditarios estos rasgos que definen la personalidad de cada uno? Los expertos podrán opinar, pero seguramente estarán de acuerdo en que nuestro carácter y nuestra conducta pueden estar muy influidos por el ambiente en el que cada individuo se desarrolla durante la infancia, la niñez o la propia adolescencia. Ya expliqué en los capítulos dedicados al cerebro, y en particular al fenómeno de la neuroplasticidad, que las neuronas se conectan y desconectan en función de muchos parámetros, entre los que los ambientales juegan un papel decisivo. Ese tipo de conductas son extremadamente variables y unipersonales. Se diría que forman parte de la identidad única e intransferible de cada individuo, por lo que no pueden generalizarse a toda la humanidad. Es posible que los estudios en curso sobre cuestiones como el altruismo o el egoísmo de los chimpancés encuentren respuestas generales. Pero me parece menos sencillo definir la personalidad de los chimpancés a nivel individual y con gran detalle, pese a que numerosos estudios encuentran rasgos bien definidos como los que he mencionado antes, incluyendo el sentido de la moralidad. No sería extraño, porque estamos muy cerca de ellos. Lo que no me parece razonable es que tengamos que recurrir a experimentos perjudiciales para la salud psicológica de los simios en experimentos estresantes. ¿No sería más razonable dejar que manifiestaran su propia personalidad en la paz de los reductos que les hemos dejado? Las comparaciones con los chimpancés ya nos han dado mucha información y hay aspectos que no se podrán estudiar con datos fiables. Todos los comportamientos que definen la personalidad de cada ser humano están fuertemente influidos por la complejidad de nuestra cultura, un determinante de primer orden que acaba por enmascarar la esencia misma de cada rasgo y de la que carecen los chimpancés.

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