Dictadores

Dictadores


Introducción: Dictaduras comparadas

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Introducción:
Dictaduras comparadas

En Rusia y en Alemania —y dondequiera que penetró el totalitarismo— los hombres eran impulsados por una fe fanática, por una certeza absoluta y ciega que rechazaba la actitud crítica del hombre moderno. El totalitarismo en Rusia y Alemania rompió los diques de la civilización que el siglo XIX había creído que eran duraderos.

Hans Kohn, 1949[1]

La tentación de comparar a Hitler y Stalin es muy fuerte. Por regla general, se les considera los demonios gemelos del siglo XX, responsables, por razones diferentes y de diferentes maneras, de más muertes violentas que cualquier otra figura histórica. No pueden compararse con otros dictadores de su tiempo o de épocas anteriores. Poner a Stalin al lado de Hitler representa juntar a dos gigantes históricos de la era moderna cuyas dictaduras chocaron de frente en el mayor y más costoso de todos los conflictos armados.

Inmediatamente se plantean dos preguntas: ¿pueden compararse las dictaduras de Stalin y Hitler? ¿Deberían compararse? Tzvetan Todorov, en un libro reciente sobre la crisis del siglo XX, ha contestado afirmativamente a ambas preguntas, basándose en que las dos dictaduras tenían la característica común de un género político único: el totalitarismo[2]. Esta respuesta tiene un largo historial. En los años cincuenta, cuando Occidente se enfrentó al comunismo soviético tan poco tiempo después de combatir contra Hitler, era fácil ver a ambos hombres como líderes «totalitarios» que dominaban sistemas que pretendían imponer una autoridad absoluta y despiadada a los pueblos que se hallaban bajo su control central. Los politólogos occidentales trataron de comprender cómo habían derrotado a una dictadura monstruosa y ahora se encontraban ante otra que, al parecer, era aún más siniestra e implacable que la primera. Sin embargo, la creación de un modelo de régimen totalitario ideal o típico pasó por alto diferencias muy reales entre sistemas clasificados como «totalitarios». El término mismo llegó a considerarse una descripción del aparato de poder y represión, lo cual hacía caso omiso de las ambiciones más amplias de índole social, cultural y moral del régimen, que eran lo que al principio abarcaba el término, cuando se acuñó en los años veinte en la Italia de Mussolini. Por lo general, en los años sesenta, los historiadores ya volvían la espalda a la idea de un sistema «totalitario» genérico y preferían hacer hincapié en el carácter peculiar de cada dictadura nacional y quitar importancia a las semejanzas.

Tras la caída del comunismo europeo en 1989-1991, se ha replanteado el análisis de las dos dictaduras. Se ha creado una definición del totalitarismo que es históricamente más compleja y pone de relieve la medida en que los sistemas eran impulsados por una visión positiva de una exclusiva utopía social y cultural (a la que con frecuencia se da el nombre de «religión política»), al tiempo que se reconocía que las prácticas políticas y sociales del régimen eran a menudo muy distintas de las aspiraciones utópicas. Ya no es necesario recurrir a un tosco modelo politológico del «totalitarismo» para definir las dos dictaduras; durante los últimos doce años el conocimiento histórico detallado tanto del régimen alemán como del soviético ha experimentado una transformación, gracias, por un lado, a las revelaciones de la glasnost en la Unión Soviética y los Estados sucesores y, por otro lado, a una ola de críticas eruditas en Alemania, que han puesto al descubierto muchos aspectos del régimen hitleriano que hasta entonces se habían silenciado. Estos estudios nos permiten decir con confianza, al igual que Todorov, que los dos sistemas eran también «significativamente distintos entre sí», a la vez que tenían un carácter totalitario en común[3].

La revelación de la escala y la premeditación de los asesinatos en masa cometidos por el estalinismo ha contribuido a crear la opinión de que Stalin no era mejor que Hitler. «Nazismo y comunismo, igualmente criminales», rezaba el título de un artículo que, en 1997, publicó en Francia Alain Besançon. Incluso se ha sugerido que podría existir un análisis matemático del mal que permitiera determinar con más precisión científica cuál de los dos hombres era más malvado, aunque esto no era lo que pretendía Besançon[4]. La conmoción que para los exmarxistas y compañeros de viaje del comunismo soviético supuso el descubrimiento de que el régimen de Stalin se edificó realmente sobre sangre derramada sin escrúpulos, así como sobre ideales tergiversados hasta hacerlos irreconocibles, provocó una reacción violenta. En 1997, la publicación en Francia de El libro negro del comunismo, escrito por exmarxistas franceses, demostró lo mucho que había avanzado la izquierda al reconocer que la dictadura de Stalin se basaba en una criminalidad salvaje[5]. Un estudio reciente no deja ninguna duda de que Stalin era un psicópata y los estudios de la «mente» de Hitler se centran en la patología del mal[6]. La suposición implícita de que Stalin y Hitler estaban cortados por el mismo patrón ensangrentado ha hecho borrosa toda distinción real entre ellos. Sin embargo, desde el punto de vista intelectual, esta comparación es tan estéril como el anterior intento de meter a todos los dictadores en el mismo saco del totalitarismo, sin hacer diferencias. Nadie pone en duda los horrores que había en el centro de las dos dictaduras, pero de nada sirve comparar la violencia y la criminalidad de los dos regímenes con el fin, sencillamente, de hacer que parezcan más semejantes entre sí; ni tratar de descubrir, mediante la reconstrucción estadística, cuál fue más criminal. La tarea del historiador no consiste en demostrar cuál de los dos hombres era más malvado o estaba más desquiciado, sino en intentar comprender los diferentes procesos históricos y estados de ánimo que empujaron a ambas dictaduras a asesinar a escala tan colosal.

El presente libro es una aportación a ese intento de comprender. A pesar de los esfuerzos por definir las dictaduras de Hitler y Stalin como modelos de un impulso totalitario compartido, o de una depravación moral común, igualmente culpable de crímenes incalificables, llama la atención que se hayan escrito tan pocas obras que ofrezcan una comparación histórica directa, en vez de polémica. Al llegar aquí, es necesario explicar lo que no es este libro. Dictadores no es una biografía doble, aunque Hitler y Stalin aparecen a lo largo de toda la narración. Alan Bullock, en su monumental biografía dual Vidas paralelas, publicada en 1991, entretejió la historia personal de los dos dictadores y ese método no necesita repetirse[7]. Existen ahora excelentes biografías individuales de ambos hombres que han reconstruido de forma minuciosa y detallada todos los aspectos de sus vidas[8]. Estas vidas se han examinado con más atención que la de cualquier otro personaje histórico. Tampoco es Dictadores una sencilla historia narrativa de los dos sistemas. Hay numerosas crónicas excelentes de ambos que tampoco necesitan reiterarse[9]. Dictadores se ha escrito con dos propósitos: en primer lugar, proporcionar un fundamento empírico para construir sobre él todo análisis de las similitudes y las diferencias entre los dos sistemas; en segundo lugar, escribir una historia «operacional» comparada de los dos sistemas, al objeto de responder a las importantes preguntas históricas sobre cómo funcionaba realmente la dictadura personal. La respuesta a esta pregunta es fundamental para comprender cómo surgieron las dos dictaduras y qué las mantuvo vivas hasta la muerte de los dos dictadores.

Algunas convergencias son claramente visibles, aunque las diferencias no son menos evidentes. Ambos dictadores surgieron en un momento histórico especial y debían algo a fuerzas históricas que pueden compararse provechosamente. Ambos representaban de forma extrema la idea de la «superpersonalidad», cuyas raíces se dice que están en la obra del filósofo-poeta alemán Friedrich Nietzsche. Ambos mostraban obvias similitudes operacionales, en la naturaleza del aparato de seguridad estatal, la explotación a gran escala del campo de concentración, el control total de la producción cultural o la construcción de una utopía social sobre una montaña de cadáveres. No son éstas comparaciones fortuitas. Ambos sistemas eran conscientes uno del otro y reaccionaban a ese conocimiento. La dictadura de Hitler acabó emprendiendo una guerra de aniquilamiento cuyo objetivo era erradicar la dictadura de Stalin. Ambos dictadores también reflexionaron brevemente sobre las consecuencias que habría podido derivarse de haber cooperado en vez de combatirse. «Junto con los alemanes», dicen que comento Stalin, «habríamos sido invencibles[10]». Hitler, en febrero de 1945, al valorar las opciones que hubiera podido seguir en el pasado, dio por seguro que «con espíritu de implacable realismo por ambas partes» él y Stalin habrían podido «crear una situación en la cual un entendimiento duradero hubiera sido posible[11]». Afortunadamente, la humanidad se salvó de esta siniestra asociación, porque las cosas que dividían las ambiciones de los dos hombres eran más que las que las unían.

Las dictaduras no las edificó y dirigió un solo hombre, por ilimitada que fuera la base teórica de su poder. El reconocimiento de que las dictaduras florecieron gracias a una amplia complicidad, alimentada por motivos diversos que iban del idealismo al miedo, hace que su durabilidad y los horrores que ambas perpetraron sean más fáciles de comprender. Ambas eran regímenes con amplio respaldo popular, así como persecución deliberada. Eran sistemas que, en un periodo extraordinariamente corto, transformaron los valores y las aspiraciones sociales de sus pueblos. Ambos eran sistemas revolucionarios que desataron enormes energías sociales y una violencia terrible. La relación entre gobernante y gobernados era compleja y multidimensional, en lugar de basarse sencillamente en la sumisión o el terror. Ya no cabe ninguna duda de que las dos dictaduras dependían del apoyo o la cooperación de la mayoría del pueblo al que gobernaban y que no duraron sólo gracias al terror que inspiraban. Las dos formularon un sentido muy fuerte de su propia legitimidad, que compartía gran parte de la población; ese sentido de certeza moral sólo puede comprenderse deshaciendo el tejido del atuendo moral que vestían los dos sistemas.

Durante la redacción de Dictadores se hizo evidente lo importante que era reconstruir tan fielmente como fuera posible el mundo en el que actuaron, por extraño o fantástico que gran parte de él parezca ahora, al cabo de sesenta años. Con este fin, ha sido imposible pasar por alto las palabras de los propios dictadores, ya fueran escritas o pronunciadas. En lo que se refiere a la mayoría de los personajes históricos, esto podría parecer una perogrullada, pero en estos dos casos ha habido poca disposición a ocuparse de los puntos de vista de unos hombres cuyas acciones parecen más elocuentes que sus palabras. Los escritos de Hitler suelen desecharse por irracionales, confusos o pesadísimos. A Stalin siempre se le ha considerado un pigmeo intelectual que poco o nada aportó a la corriente principal del marxismo. No obstante, los dos dictadores dijeron o escribieron mucho y sobre una variedad de temas excepcionalmente amplia. Ambos se veían a sí mismos como figuras en un lienzo histórico muy grande. Tenían opiniones sobre la política, el liderazgo, el derecho, la naturaleza, la cultura, la ciencia, las estructuras sociales, la estrategia militar, la tecnología, la filosofía y la historia. Estas ideas deben interpretarse en sus propios términos, porque influyeron en las decisiones que tomaron ambos hombres, determinaron sus preferencias políticas y, debido a la naturaleza de su autoridad, influyeron a su vez en el amplio círculo de políticos y funcionarios que les rodeaban. Éstos no eran intelectuales (por quienes ninguno de los dos sentía mucho respeto: «Son totalmente inútiles y perjudiciales», afirmó Hitler en una ocasión[12]), pero en cada caso definieron los parámetros del discurso político público y excluyeron las ideas y las actitudes que desaprobaban. Su papel en la determinación de la ideología fue central y no marginal, como lo fue el papel de la ideología en la determinación de las dictaduras[13].

Estas ideas no nacieron en un vacío. Ninguna de las dos dictaduras se impuso desde fuera como la visita de algo extraño. Ninguna fue una aberración histórica que no pueda explicarse racionalmente, aunque a veces se tratan como si fueran historias especiales, diferenciadas, sin relación con lo ocurrido antes y con lo que vendría después. Las dos dictaduras deben situarse en el contexto para comprender las ideas, el comportamiento político y las ambiciones sociales que las definían. Ese contexto es tanto europeo como, en sentido más restringido, ruso y alemán. Fueron fruto de fuerzas políticas, culturales e intelectuales que eran normales en la Europa de comienzos del siglo XX. Eran también, y de forma más directa, fruto de sociedades en particular cuyas historias anteriores determinaron en gran medida el carácter y la dirección de los dos sistemas.

El común denominador fueron los efectos de la Primera Guerra Mundial. Sin ese cataclismo, ninguno de los dos dictadores habría obtenido el poder supremo en dos de los Estados más extensos y poderosos del mundo. La guerra causó un terrible trauma a la sociedad europea, pero fue un cataclismo más profundo para las sociedades alemana y rusa que para los Estados prósperos y políticamente estables de Europa occidental y América del Norte. Stalin fue una criatura de la revolución bolchevique de octubre de 1917, que transformó la Rusia monárquica en cuestión de años; el nacionalismo radical de Hitler se forjó a partir del desorden moral y material de la Alemania derrotada, al desmoronarse el antiguo orden imperial. Los dos Estados tenían mucho en común. Ambos habían sido vencidos en el sentido más limitado de que habían pedido un armisticio, porque no podían continuar luchando. En cada uno de ellos el fracaso en la guerra abrió las puertas a una transformación del paisaje político. Rusia pasó de imperio zarista a república comunista en nueve meses; Alemania, de imperio autoritario a república parlamentaria en menos de una semana. Esos cambios provocaron violencia política y crisis económica generalizadas. Los bolcheviques no lograron consolidar el dominio del antiguo imperio hasta 1921, tras cuatro años de guerra civil y la instauración de un Estado autoritario de partido único. En Alemania, hubo dos movimientos revolucionarios diferentes, uno comunista y uno nacionalista; el segundo se usó para derrotar al primero en los comienzos de la República alemana, pero luego fue sofocado, cuando los victoriosos Aliados ayudaron brevemente al Gobierno republicano a estabilizar el nuevo sistema. Ambos Estados sufrieron una hiperinflación que destruyó la moneda por completo y desposeyó de su riqueza monetaria a todos los ciudadanos que la tenían. En la Unión Soviética esto favoreció la Revolución, porque arruinó a la burguesía; en Alemania arruinó a toda una generación de ahorradores, cuyo resentimiento contribuiría a alimentar la ascensión del tipo de nacionalismo de Hitler[14]. Ambos Estados eran considerados parias por el resto de la comunidad internacional: la Unión Soviética, por ser comunista; Alemania, por ser considerada responsable del estallido de la guerra en 1914. Esta sensación de aislamiento empujó a ambos Estados hacia una forma más extrema de política revolucionaria y la posterior aparición de la dictadura.

Las reacciones de Alemania y la Unión Soviética a los cambios sísmicos de la política y la sociedad producidos por la Primera Guerra Mundial fueron determinadas por su carácter diferente. Alemania era un Estado más desarrollado: dos tercios de su población trabajaba en la industria y los servicios; tenía una burocracia consolidada, un eficaz sistema nacional de escolarización y fama mundial en el campo científico. Rusia era predominantemente rural, ya que alrededor de las cuatro quintas partes de sus habitantes trabajaban en el campo, aunque no todos como agricultores; tanto la asistencia social como la educación estaban subdesarrolladas en comparación con el resto de Europa y las diferencias regionales eran más acentuadas, debido a las grandes variaciones del clima y al carácter imperial de la expansión rusa en Asia durante el siglo XIX. Sin embargo, en algunos aspectos importantes a veces se exagera la división entre Alemania como Estado «moderno» y Rusia como Estado «atrasado». Rusia tenía una burocracia extensa y moderna, una cultura muy desarrollada (Dostoyevski era especialmente popular en Alemania antes de 1914), una economía industrial y comercial en rápido crecimiento (que en 1914 ya era la quinta en orden de importancia) y un sector científico y de ingeniería pequeño, pero de gran calidad, entre cuyos logros se contaba el primer bombardero pesado de varios motores, construido en 1914.

En lo que se refiere a la cultura política, la diferencia también era menor de lo que podía parecer a primera vista. Ambos países eran sistemas federales con mucha descentralización administrativa; ninguno era un Estado parlamentario con todas las de la ley, aunque el zar gozaba de más poderes que el Kaiser, y lo que es más importante: en ninguno de los dos sistemas había partidos políticos modernos que tuvieran el tipo de responsabilidad política en el Gobierno que les preparase de forma apropiada para lo que sucedería después de la guerra. En los dos Estados existía también una marcada polarización política y un lenguaje de exclusión política contra los enemigos radicales del imperio. Ambos estaban dominados por elites conservadoras, tenían un cuerpo de policía política y consideraban el nacionalismo radical y el marxismo como fuerzas que había que contener y combatir. Aunque en Rusia y Alemania existía un liberalismo político de tipo más occidental antes de 1914, no era una fuerza poderosa en ninguno de los dos y no tardó en ser desechado en los años veinte. Si los dos Estados que dieron origen a la dictadura tenían algo en común, era la actitud ambivalente ante el modelo de desarrollo occidental. En las circunstancias desfavorables de los años veinte, fuerzas políticas importantes en la Unión Soviética y Alemania volvieron la espalda al Occidente victorioso y siguieron un rumbo más revolucionario. En ninguno de los dos casos fue la dictadura el resultado inevitable o necesario de esa historia, sino un resultado comprensible, si se atiende a la cultura política y la perspectiva moral que la precedieron, así como al fracaso de otros modelos de evolución histórica. Las circunstancias determinaron la aparición de la dictadura en la misma medida que las ambiciones de sus protagonistas principales. Si se reconoce que las dos dictaduras fueron fruto de una serie concreta de circunstancias históricas, disminuye la tentación de verlas solo como una monstruosa cesura histórica, para cuya disección los historiadores se ven obligados a usar instrumentos quirúrgicos especiales.

La estructura de Dictadores es narrativa sólo en el sentido amplio de la palabra. Empieza con la subida al poder y termina con guerra y racismo, pero lo que queda entre los dos extremos se analiza por medio de diversos temas centrales que son esenciales para comprender cómo y por qué la dictadura funcionó como funcionó. No se le da el mismo peso a todo. El libro se ocupa poco de la política exterior o de la marcha del conflicto militar, excepto cuando es obvio que viene al caso. Algunos episodios conocidos, y dramáticos, no se tratan de forma detallada, si no contribuyen directamente a la explicación. El método temático tiene una ventaja en particular. Ha resultado posible separar algunos asuntos importantes que normalmente se tratan como una unidad. Por ejemplo, el «Gran Terror» de 1937-1938 en la Unión Soviética tiene muchos componentes distintos que poseen sus propios orígenes y trayectorias. Un «Gran Terror» coherente es un concepto histórico más que una realidad. El terror aparece, en la mayoría de los capítulos del libro, como fruto de varias presiones y ambiciones distintas que se unieron para producir una coyuntura mortal a mediados del decenio de 1930. Lo mismo puede decirse del Holocausto. El antisemitismo alemán también está presente en todos los capítulos, pero los factores que contribuyeron al genocidio —la política biológica, la «conspiración judía» mundial, la guerra con el «bolchevismo judío», los asuntos relacionados con la definición y la identidad nacionales— no son coherentes hasta que, en las postrimerías de 1941 y comienzos de 1942, finalmente se tomaron las decisiones clave encaminadas a resolver esos numerosos y diferentes asuntos por medio del asesinato en masa y sistemático. La realidad es más fragmentaria e históricamente menos definida de lo que inducen a pensar muchas de las crónicas convencionales de las dos dictaduras.

Comparación y equivalencia no son lo mismo. Cada uno de los capítulos temáticos se ha estructurado de manera que queden claros los contrastes entre los dos sistemas, no sólo las notorias disimilitudes en las circunstancias geográficas y sociales, sino también desemejanzas menos perceptibles en el campo de las ideas, en la práctica política y en la evolución de las instituciones. Hay diferencias claras entre los dos hombres: Stalin estaba obsesionado por los detalles de la política y el control diario de quienes le rodeaban; Hitler era hombre de grandes visiones y de intervenciones ocasionales, pero decisivas. No se ha hecho ningún intento de sugerir que tenían el mismo tipo de personalidad (porque es obvio que no lo tenían) o que estos dos ejemplos bastan para deducir un «dictador» genérico o una dictadura «genérica». Hay, no obstante, notables semejanzas en la forma en que funcionaban las dos dictaduras, la forma en que se buscó y se retuvo el apoyo popular, la forma en que se organizó la represión estatal y se subvirtió el sistema jurídico, en la apropiación y la explotación de la cultura, en la expresión del militarismo popular y en el modo en que se hizo la guerra total. A pesar de las diferencias en la circunstancia histórica, la estructura y la perspectiva política, las pautas de complicidad y resistencia, de terror y consenso, de organización y ambición sociales presentan claras semejanzas y, en algunos casos, una raíz europea común. Cada una de ellas fue fruto de movimientos revolucionarios definidos, violentos y utópicos que no pueden enmarcarse en una pulcra categorización política.

Queda por mencionar una diferencia esencial entre los dos sistemas que ninguna comparación debería pasar por alto. El régimen estalinista y el sistema soviético que lo produjo estaban comprometidos oficialmente con la construcción de una utopía comunista y encontraron fuera de la Unión Soviética miles de comunistas (cuyas versiones del marxismo a menudo tenían poco en común con la versión o la realidad soviéticas) que estaban dispuestos a apoyarlo, debido a su hostilidad frente al capitalismo contemporáneo. Hitler y el nacionalsocialismo odiaban el marxismo, como lo odiaban muchos europeos fuera de Alemania. Hitler estaba firmemente comprometido con la edificación de un nuevo orden europeo basado en la jerarquía racial y la superioridad cultural de la Europa germánica. A pesar de su rechazo común del liberalismo y el humanismo europeos, sus ambiciones sociales revolucionarias, su colectivismo —a la vez exclusivo y discriminatorio— y el papel importante que interpretaba la ciencia en la determinación de sus ambiciones sociales, las dos ideologías eran claramente distintas, lo cual explica la guerra por la hegemonía que habría entre ellas. El objeto del comunismo soviético era ser un instrumento para el progreso humano, por imperfecto que ahora parezca, mientras que el nacionalsocialismo era, por su propia naturaleza, un instrumento para el progreso de un pueblo en particular.

Puede que esta declaración de ambiciones sociales de la Unión Soviética resulte ahora muy falsa en vista de las revelaciones del carácter criminal del Gobierno de Stalin. Tal como señaló el escritor soviético exiliado Viktor Serge en su novela satírica sobre los años de Stalin, el desarrollo social bajo la dictadura soviética fue totalmente ambiguo: «Sin duda hay progreso bajo esta barbarie», reflexiona uno de los personajes comunistas condenados de Serge, «progreso bajo este retroceso. Todos somos muertos indultados, pero la faz de la tierra ha cambiado[15]». En ambas dictaduras el pueblo aceptó el coste en libertad política, dignidad humana o verdad que había que pagar para ser incluido en la nueva sociedad. Aunque las metas ideológicas eran claramente distintas, en cada una de las dos dictaduras había un gran abismo entre la meta declarada y la realidad social. Salvar el abismo era un proceso que estaba en el corazón de la dictadura, mientras tergiversaba la realidad y maltrataba terriblemente a quien se le oponía. Esos procesos estaban estrechamente relacionados en los dos regímenes, el soviético y el alemán; forman el núcleo del análisis de la dictadura que constituye el objeto principal de este libro.

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