Dictadores

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1. Stalin y Hitler: caminos a la dictadura

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Stalin y Hitler:
caminos a la dictadura

Entonces se plantea el interrogante: ¿existe una personalidad destacada idónea? No nos corresponde a nosotros buscar a semejante individuo. Ó es un don del cielo o no lo es. Lo que nos corresponde a nosotros es preparar la espada que necesitará cuando aparezca. Lo que nos corresponde es dar al Dictador, cuando venga, una nación que esté preparada para él…

Adolf Hitler, 4 de mayo de 1923[1]

Es la primavera de 1924. El pleno del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética (bolcheviques) se reunió el 18 de mayo, unos días antes del XIII Congreso del Partido. Aquel mismo día la viuda de Lenin entregó al comité una carta sellada que su esposo, inválido, había dictado con gran esfuerzo en diciembre de 1922. Se hicieron cinco copias y todas se sellaron con lacre. Las instrucciones de Lenin a su esposa decían que entregara la carta al siguiente Congreso del Partido en 1923, porque él estaba demasiado enfermo para dirigir personalmente la palabra a los delegados, pero la esposa esperó hasta después de la muerte de Lenin, acaecida un año más tarde, el 21 de enero de 1924. La carta contenía su testamento político. Fue abierta y leída ante un grupo selecto de miembros de las delegaciones que asistían al congreso y comentada por el Comité Central. El testamento se recuerda principalmente porque Lenin condena en él a Stalin: «El camarada Stalin, habiéndose convertido en secretario general [en abril de 1922], ha concentrado un poder sin límites en sus manos, y no estoy convencido de que sepa usar siempre ese poder con suficiente cuidado[2]». Stalin conocía el contenido de la carta incluso antes de que la abrieran, porque uno de los secretarios de Lenin, preocupado por las posibles repercusiones del testamento, se lo había enseñado instantes después de que Lenin terminara de dictarlo. Tras hacerlo circular entre un puñado de líderes del Partido, Stalin había ordenado al ayudante de Lenin que lo quemase, sin saber que otras cuatro copias ya estaban guardadas bajo llave[3]. Lo que tampoco sabía Stalin era que al cabo de unos días Lenin dictó un apéndice que habría podido arruinar su carrera política. Furioso a causa de la tosquedad y la arrogancia de Stalin, Lenin había aconsejado al Partido que «ideara un medio de librarse de él» y que nombrara un substituto «más tolerante» y «menos caprichoso[4]».

La propuesta de Lenin, que quizás, por haber transcurrido tan poco tiempo desde su muerte, habría influido en los fieles del Partido, no se presentó al congreso. El Comité Central la debatió a puerta cerrada. Un testigo presencial recordaba que Stalin se hallaba sentado en los escalones del estrado del comité mientras se leía el testamento en voz alta, y se le veía «pequeño y digno de lástima»; aunque su expresión externa era serena, «se veía claramente en su cara que su destino estaba en juego[5]». Grigori Zinoviev, respaldado por el presidente del comité, Lev Kámenev, que ahora se sentaba ante la mesa en el sillón de Lenin, propuso que se hiciera caso omiso del testamento, porque Lenin no estaba en sus cabales al dictarlo. Se dice que Stalin se brindó a presentar la dimisión, pero que sus aliados en la dirección del Partido no la aceptaron. En el congreso se fingió un poco que se alentaba a Stalin a tomar en serio la censura de Lenin y a comportarse con mayor decoro. Lo que salvó a Stalin no fue sólo su alarde de falsa modestia, sino también las realidades de la lucha por el liderazgo tras la muerte de Lenin. Los sucesores obvios no se podían ver. Zinoviev y Kámenev no querían que el extravagante y dotado comisario de Defensa, Lev Trotski, heredase el cargo de Lenin. Creían que, si apoyaban a Stalin, tendrían un aliado en la pugna con su rival. No sabemos si, después de leer la carta de Lenin, una reacción hostil del Comité Central en el congreso habría derribado a Stalin, pero no cabe ninguna duda de que la decisión de no hacer caso de la última petición de Lenin dio a Stalin un afortunado indulto político al que se asió con las dos manos. Doce años más tarde Zinoviev y Kámenev fueron ejecutados tras el primero de los grandes procesos estalinistas[6].

Aquella misma primavera, en Alemania, en un proceso celebrado en la ruinosa aula de una antigua escuela de instrucción de infantería en un barrio periférico de Múnich, Adolf Hitler esperaba conocer el destino que le aguardaba por haber dirigido un golpe contra el Gobierno bávaro en noviembre del año anterior. El Putsch de 9 de noviembre tenía que ser el preludio de una ambiciosa «Marcha sobre Berlín» cuyo propósito era derribar la República y hacerse con el poder nacional. El intento fracasó bajo una lluvia de balas de la policía. Hitler amenazó con pegarse un tiro al día siguiente en la casa donde estaba escondido, pero la señora de la casa, que había aprendido jiu-jitsu poco antes, tuvo la precaución de desarmarle[7]. Fue capturado aquel mismo día y al cabo de unas semanas fue juzgado por alta traición, al lado de otros líderes de su pequeño Partido Nacionalsocialista y del general Erich Ludendorff, veterano de la Primera Guerra Mundial. El exintendente del Ejército alemán había avanzado con Hitler hacia las filas de policías y soldados que cortaron el paso a la marcha el 9 de noviembre y no se había arredrado ni siquiera después de que la policía empezase a disparar y su compañero huyese. El delito de alta traición era grave y llevaba aparejada una posible condena a veinte años de trabajos forzados. Después de amenazar con declararse en huelga de hambre, Hitler decidió aprovechar el juicio para hacer propaganda de su versión del nacionalismo revolucionario. Tuvo la suerte de que le juzgara el Tribunal Popular (Volksgericht) de Múnich, cuyo cierre estaba previsto para finales de marzo de 1924 junto con otros tribunales de emergencia creados en la posguerra inmediata. Se concedió una prórroga de un mes y medio para que el llamado «proceso de Hitler» pudiese celebrarse en Baviera en lugar de en Berlín[8]. El juicio duró veinticinco días, del 26 de febrero al 1 de abril, fecha en que se dictó sentencia definitiva. En las inmediaciones del tribunal improvisado había soldados armados que montaban guardia detrás de alambradas de espino. La mayor parte de la sala del tribunal la ocupaban tres bloques de asientos reservados para la prensa, que acudió a informar de la extraordinaria función de teatro político que tenía lugar en ella[9].

Se autorizó a Hitler a pronunciar un larguísimo discurso en defensa propia. Se presentó a sí mismo y a los demás acusados como honrados patriotas alemanes que ansiaban salvar a Alemania de la condición de «esclavitud permanente» a la que la habían condenado al terminar la guerra los traidores que habían aceptado los acuerdos de Versalles en 1919. El juez que presidía la sala, Georg Neithardt, simpatizaba sin disimulo con la derecha nacionalista de Baviera y concedió a Hitler todo el tiempo que necesitaba para hablar. La última mañana de la vista, Hitler dominó el tribunal. La sesión empezó instantes después de las 9:00 y terminó a las 11:17. Aunque había otros cinco acusados, el discurso final de Hitler ocupó casi dos tercios de la mañana. Terminó con una floritura retórica sobre la redención histórica: «Aunque pronunciéis mil veces vuestro “culpable”, esta diosa eterna [la Historia] del tribunal eterno se reirá mientras rompe en pedazos la petición del fiscal y se reirá cuando rompa también la sentencia del tribunal ¡porque nos declara libres!»[10]. Hasta el fiscal se dejó seducir y afirmó que Hitler era un hombre «llamado a ser el salvador de Alemania». Neithardt impuso una condena de cinco años de cárcel (tres menos de los que había pedido el fiscal del Estado) y una multa de 200 marcos de oro. Debería haber ordenado la deportación de Hitler, toda vez que éste aún no era ciudadano alemán, sino austriaco. Incluso una condena de cinco años habría podido poner fin a la carrera política de Hitler, pero, a raíz de un informe favorable sobre su comportamiento ejemplar en la prisión de Landsberg (recibía gran cantidad de alimentos y flores que le mandaban sus simpatizantes, se negaba a participar en los deportes de la prisión —«Un líder no puede permitirse perder partidos»— y dictó Mi lucha), fue puesto en libertad el 20 de diciembre de 1924[11]. Neithardt fue recompensado más generosamente que Zinoviev y Kámenev; cuando Hitler se convirtió en canciller en enero de 1933, se le hizo presidente del Tribunal Supremo de Baviera y, en la fiesta con que celebró su jubilación en 1937, se leyó en voz alta una carta de Hitler que alababa el patriotismo sin límites que el juez había mostrado durante toda su carrera[12].

Tanto Stalin como Hitler superaron las crisis de 1924 gracias en buena medida a la suerte. Si la dirección del Partido hubiese decidido cumplir los últimos deseos de Lenin, la continuidad de Stalin en el corazón mismo del aparato del Partido tal vez habría sido más problemática; si Neithardt se hubiera mostrado menos comprensivo, quizá Hitler habría acabado luchando por convertirse en el Führer de Austria en vez del de Alemania. No obstante, ninguno de los dos aceptó que la buena suerte hubiera intervenido en su supervivencia política. En una entrevista con el periodista estadounidense Walter Duranty, Stalin reaccionó ásperamente a una pregunta sobre cuánto debía su carrera a la buena suerte. Con irritación inusitada en él, descargó un puñetazo sobre la mesa: «¿Quién se ha creído que soy… una abuelita georgiana que cree en dioses y diablos? Soy un bolchevique y no creo en ninguna de esas tonterías». Tras una pausa, agregó: «Sólo creo en una cosa: el poder de la voluntad humana». Hitler solía atribuir la buena marcha de su carrera a la mano invisible del Destino. Poco después de la guerra, Albert Speer escribió que Hitler «tenía el firme convencimiento de que toda su carrera, con sus numerosos acontecimientos desfavorables y reveses, la había predestinado la Providencia para llevarle a las metas que le había fijado». Esta «fe inquebrantable», prosiguió Speer, era la principal característica «patológica» de Hitler[13]. Con todo, las crisis de 1924 nos recuerdan que en ninguno de los dos casos la subida al poder dictatorial fue, en ningún sentido, preordinada ni irresistible. Hitler no fue el resultado necesario de la historia alemana, del mismo modo que Stalin no fue el fruto inevitable de la Revolución que Lenin capitaneara en 1917. La casualidad, así como la ambición y la oportunidad, rigió su ascensión al poder supremo.

No cabe duda de que la personalidad de Hitler y la de Stalin eran muy diferentes. Hay semejanzas superficiales, pero es necesario ir con mucho cuidado al sacar conclusiones basadas en la coincidencia de ciertos factores en sus respectivas biografías. Ambos, según se dice, eran golpeados sin piedad por un padre tiránico: el de Stalin era un zapatero remendón borracho; el de Hitler, un ordenancista pequeño-burgués. Ambos tenían mucho apego a su madre. Ambos se rebelaron contra la educación religiosa cuando eran niños. Ambos estaban fuera, tanto social como nacionalmente, de la corriente principal de las sociedades rusa y alemana, Stalin por ser georgiano y Hitler por ser austriaco. Ambos conservaron un acento muy marcado que ayudaba a identificarles como hombres alejados de dicha corriente. Ambos empezaron como terroristas su carrera en los bajos fondos de la política, Stalin en el Partido Socialdemócrata ruso antes de 1914, Hitler en el turbio mundo del nacionalismo radical en Alemania después de 1918. Los dos estuvieron en la cárcel por sus creencias políticas. Ninguna de estas comparaciones era notable ni singular. Centenares de europeos de comienzos de siglo fueron encarcelados por sus creencias; muchos eran «intrusos», ya fuera en la izquierda o la derecha de la política. La mayoría de los europeos recibía algún tipo de educación religiosa; a finales del siglo XIX eran pocos los chicos que se libraban de las palizas, pero los malos tratos regulares y brutales que sufrieron tanto Stalin como Hitler también estaban generalizados. En la mayoría de las demás comparaciones de rasgos de personalidad, hábitos cotidianos o costumbres los dos hombres no se parecían.

El biógrafo de Stalin tiene que vencer dos obstáculos: por un lado, existe un ancho abismo entre la historia real de la carrera revolucionaria de Stalin y las falsedades que contaban las hagiografías de los años treinta; por otro lado, las descripciones de la personalidad de Stalin que tenemos gravitan de forma desenfrenada entre la imagen de un déspota implacablemente cruel, huérfano de cualidades humanas, y el retrato de un ser humano callado, sencillo y afectuoso, el tipo de hombre, según dijo el enviado estadounidense Joseph Davies, en cuya rodilla «a un niño le gustaría sentarse[14]». Stalin era un hombre de muchas caras y esas caras cambiaron con el paso del tiempo. Captar al Stalin «verdadero» es reconocer que los rasgos fijos, en cualquier descripción, en realidad se ven determinados por el tiempo y las circunstancias de cuando se hizo. El Stalin callado, grosero y vigilante que aparece en muchas crónicas contemporáneas de su adolescencia política se convertiría en el estadista paternal, reservado y caprichoso de los años cuarenta. Los detalles de sus primeros años son muy conocidos. Nacido el 6 de diciembre de 1878 en la pequeña ciudad georgiana de Gori, en la lejana frontera caucasiana del imperio ruso, hijo de un zapatero y una lavandera, los orígenes de Stalin eran notablemente vulgares para un hombre que ascendió al pináculo del poder cincuenta años más tarde. Su vida empezó como debe empezar la de un revolucionario proletario: desfavorecida y sin privilegios. Fue a una escuela local, donde su notable memoria impresionó al maestro lo suficiente como para conseguirle una plaza en un seminario de la capital de Georgia, Tiflis. En ella, el chico de rostro chupado y picado de viruelas, un poco patizambo, con el brazo izquierdo cuatro centímetros más corto de lo normal por culpa de una úlcera debilitante, tuvo su primer contacto con el movimiento socialdemócrata ruso[15].

Se afilió al movimiento cuando tenía 18 años de edad y fue expulsado del seminario. Le atrajeron la perspectiva revolucionaria intransigente del marxismo ruso y las sencillas lecciones de la lucha de clases. Se unió al movimiento clandestino y vivió en sus lóbregas y peligrosas catacumbas durante los siguientes diecisiete años de su vida. Allí aprendió a sobrevivir borrando su propia persona; Iosif Dzhugashvili, el nombre con que fue bautizado, se convirtió primero en «Koba», luego en «David», «Nizhevadze», «Chizhikov», «Ivánovich», hasta que finalmente, poco antes de que estallara la guerra en 1914, tomó la palabra rusa que significaba acero, «Stalin». Se concentró por completo en la lucha, leyó mucho, escribió más de lo que sus detractores estarían dispuestos a reconocer y atracó bancos con el fin de obtener fondos para la causa. Fue detenido por lo menos cuatro veces y exiliado a Siberia. Se escapó, lo que en el exilio zarista significaba poco más que subir a un tren con destino al oeste. Asistió en calidad de delegado a conferencias del Partido en el extranjero, entre ellas el IV Congreso en Estocolmo y el V en Londres, pero un factor crucial para su posterior elevación fue la decisión de ponerse del lado de la facción bolchevique o «mayoritaria», cuando el Partido Socialdemócrata se escindió en 1903 a causa de discrepancias sobre las tácticas revolucionarias. Stalin se quedó en la rama capitaneada por el joven abogado Vladimir Ulyanov, cuyo nombre de guerra como revolucionario era Lenin. En 1912, pese a estar en la cárcel, fue nombrado miembro del Comité Central bolchevique, órgano rector del Partido, y continuó siéndolo, con la excepción de un breve periodo sabático durante la Primera Guerra Mundial, durante los siguientes cuarenta años. En 1913, empezó un exilio de cuatro años en Turujansk con un estipendio del Gobierno de 15 rublos al mes; allí pasaba gran parte del tiempo cazando y pescando. Un compañero de exilio en 1916 recordaba al joven de 36 años, que ahora ya era un envejecido veterano de la lucha revolucionaria de la juventud: «fornido, de estatura mediana, bigotes lacios, pelo espeso, frente estrecha y piernas más bien cortas… su forma de hablar era aburrida y seca… un hombre intolerante, fanático». Stalin era desdeñoso y taciturno, su actitud ante quienes le rodeaban era «grosera, provocativa y cínica[16]». La personalidad de Stalin ya presentaba los rasgos que aún serían reconocibles en el dictador de años después.

La Revolución de febrero de 1917 hizo a Stalin. Regresó de Siberia a Petrogrado y entró a formar parte de un grupo de activistas experimentados que esperaban usar la caída de la monarquía rusa como peldaño para llegar a la revolución social. La versión heroica de la aportación revolucionaria de Stalin que se escribió en los años treinta nos lo muestra en todas partes, en el centro de la crisis. Se convirtió en el colaborador más íntimo de Lenin y trabajó sin descanso preparando el camino para la toma del poder por parte de los bolcheviques en octubre[17]. La realidad era distinta, aunque durante el año revolucionario Stalin no fue tan discreto como inducen a pensar revisiones posteriores de su papel. Respaldó a Lenin cuando en abril de 1917 anunció que no quería llegar a ningún acuerdo con el Gobierno provisional. Sus artículos y discursos son los de un revolucionario inquieto e inflexible que denuncia los peligros de la contrarrevolución por parte de socialistas menos decididos u oportunistas e insta al Partido y a la población a tomar la iniciativa traspasando el poder a los trabajadores de la sociedad rusa. Sus opiniones cerradas sobre la unidad y la línea del Partido, que fueron características de los años treinta, se desarrollaron plenamente en la agitación ideológica y organizativa entre las dos revoluciones. En mayo, en el Pravda de los soldados, apeló a «una sola opinión común», «un solo objetivo común», «un solo camino común[18]». Fue Stalin quien entregó el informe del Comité Central que en julio de 1917 pidió la ruptura con los otros partidos socialistas, los mencheviques y los socialrevolucionarios, porque apoyaban al Gobierno «burgués». Sus discursos reflejan una comprensión clara de las realidades políticas y un rumbo invariablemente revolucionario. Al producirse la crisis final del Gobierno provisional en octubre de 1917, Stalin votó con la mayoría del Comité Central a favor de un golpe de Estado. Su discurso, que fue recogido en unas breves actas, terminó con la siguiente prescripción: «debemos tomar firme y resueltamente el camino de la insurrección[19]».

Puede que parte de este entusiasmo revolucionario se inyectase más adelante, cuando en los años cuarenta se publicaron las obras completas de Stalin. El golpe de octubre de 1917 no necesitó a Stalin para triunfar, pero no cabe duda de que Stalin prosperó bajo el aire luminoso de la política legítima. Nadie ha dudado jamás de que fuera un revolucionario comprometido que, durante todo 1917, consideró que la Revolución consistía en traspasar el poder a los hombres y las mujeres corrientes y destruir por completo la sociedad privilegiada que los explotaba. Ésta era su misión, su razón para vivir. Al formarse el primer Gobierno bolchevique el 26 de octubre de 1917, Stalin fue recompensado con el cargo de comisario para las Nacionalidades. En el contexto de un Estado multiétnico en plena desintegración, era un cargo importante, que Stalin utilizó para impedir que las regiones fronterizas que no eran rusas, incluida su Georgia natal, se separaran de la nueva comunidad revolucionaria. En 1922, la firmeza de su política provocó un conflicto grave con Lenin, que prefería una federación menos rígida, y contribuyó a las alusiones poco halagadoras en el testamento de Lenin. Stalin era uno de los más de doce hombres que constituían la dirección de los bolcheviques. En octubre de 1917 fue elegido miembro de un «buró político» del Comité Central, que estaba integrado por siete hombres y que fue el precursor del Politburó oficial que se crearía en 1919 y del cual también formaría parte Stalin. En noviembre se convirtió en uno de los cuatro líderes del Partido —los otros eran Lenin, Trotski y Yakov Sverdlov— que podían tomar decisiones sobre asuntos de emergencia sin consultar con nadie[20]. Su despacho estaba cerca del de Lenin, para el cual trabajó como jefe de gabinete en los primeros y críticos años del régimen, durante los cuales hizo frente a la guerra civil y el derrumbamiento de la economía. En 1919, recibió un nombramiento más, el de comisario de la Inspección de Obreros y Campesinos (Rabkrin) para que tratase de asegurarse de que el aparato del Estado funcionara eficazmente y para que se ocupara de las quejas de las personas corrientes. En vista de que tenía tantas responsabilidades, no es extraño que fuera elegido secretario general del Partido en abril de 1922, cuando se decidió que había que reforzar el aparato que servía y apoyaba al Comité Central.

Muchas descripciones de Stalin durante el primer periodo de su vida pública son contradictorias, pero en la mayoría de ellas aparece como una nulidad o peso ligero en política. El origen de este juicio negativo estaba en las memorias que en 1922 publicó un personaje que no era bolchevique, Nikolái Sujanov, y calificó memorablemente a Stalin de «borrosa mancha gris». Más adelante Trotski confirmó este juicio con su mordaz comentario en el sentido de que Stalin era la «mediocridad sobresaliente» del Partido[21]. La opinión de que la personalidad de Stalin era anodina e incolora y de que su capacidad mental era limitada se hallaba muy extendida. Kámenev, que estuvo exiliado en Siberia con él durante la guerra, desechaba lo que decía Stalin con «comentarios breves, casi despectivos[22]». Se dice que Lenin justificó el nombramiento de Stalin para un puesto en el Gobierno en octubre de 1917 diciendo que «no se necesita inteligencia»; el nombre de Stalin ocupaba el último lugar en la lista de doce comisarios recomendados que hizo Lenin[23]. Uno de los primeros apodos que se le dieron reflejaba bien la imagen de burócrata soso y acomodaticio: «camarada archivo» (tovarich kartotekov[24]). El comportamiento y la personalidad del propio Stalin reforzaban esta imagen. Por fuera era modesto y sencillo, sin la extravagancia y la confianza intelectual de muchos de sus colegas. Su voz era recordada como «monótona»; sus habilidades de orador eran flojas y leía despacio los guiones que llevaba preparados, con pausas y tartamudeos ocasionales y las inflexiones justas, donde fuera necesario, para dar énfasis a textos que eran metódicos o formularios. Críticos posteriores opinarían que hablaba como el artículo de fondo publicado por Pravda el día anterior, probablemente escrito por él[25]. En las reuniones era frecuente verle sentado a un lado, diciendo poco o nada, fumando cigarrillos o una pipa cargada con tabaco apestoso, pero vigilante y atento.

Es fácil ver por qué tantos coetáneos suyos subestimaron al hombre que se refugiaba detrás de la máscara de torpe modestia e inseguridad intelectual. Stalin era un maestro del disimulo. Donde algunos veían sólo una mente en blanco, había una inteligencia astuta, informada, cautelosa y organizada. Stalin no era tonto. Leía vorazmente, con espíritu crítico, y marcaba sus libros con interrogantes, comentarios y subrayados. En los años treinta, su biblioteca contaba con 40 000 volúmenes[26]. Escribió mucho, tanto antes de 1917 como en los años veinte; obras y discursos que llenaron 13 tomos cuando se publicaron. Su marxismo estaba muy meditado y lo presentaba por medio de argumentos aparentemente claros, lógicos, consecuentes y mesurados. Su prosa, aunque más adelante se presentaría como modelo de claridad socialista, era pedestre y falta de imaginación, si bien de vez en cuando contenía alguna metáfora fascinante, realzada por los pasajes ampulosos que la rodeaban. Era partidario de lo que en 1917 llamó «marxismo creativo» y el grueso de su propio pensamiento político muestra una mente que está tan dispuesta a adaptar el marxismo a las realidades del momento como lo había estado Lenin[27]. Nunca se apartó de lo principal, que era crear una sociedad comunista. Su visión del comunismo era sencilla más que cerrada. En los comienzos de su carrera pública lo veía como una necesidad histórica, a pesar de que la historia real a la que hicieron frente los bolcheviques en los años veinte hacía que el comunismo pareciese sencillamente utópico.

Aunque Stalin no era tonto, tampoco era un «intelectual», palabra que él convirtió en insulto. En comparación con Lenin y Trotski, su personalidad en los años veinte era más obviamente plebeya. Era un hombre basto y directo; juraba con frecuencia, e incluso insultaba a la esposa de Lenin, lo cual dio origen al apéndice condenatorio del testamento. La costumbre de jurar separaba a la verdadera clase marginada del movimiento de la refinada y educada intelectualidad bolchevique, y pasó a ser endémica en el nuevo grupo gobernante del que se rodeó Stalin en los años treinta. Incapaz de soportar la cortesía, carente de preparación para la vida social (en una cena con líderes aliados en 1943 tuvo que pedir, avergonzado, que le enseñaran a utilizar correctamente los cubiertos), con escasa presencia física, Stalin recurría a unos modales bruscos, incluso autocráticos[28]. Se mostraba sencillo ante las personas a las que quería cautivar, pero a veces era irascible, vulgar, distante o autoritario en el trato con los subordinados, e implacablemente cruel con aquéllos a quienes por sus propias razones consideraba enemigos. Puede incluso que Stalin fuera vengativo e inseguro por naturaleza; puede que tomara la cultura de la vendetta de su Georgia natal; según Kámenev, había leído y releído a Maquiavelo durante su exilio en Siberia; nada se sabe con certeza del origen de su forma de ver las relaciones políticas[29]. Pero como político transformó el uso y el abuso de los hombres en un arte mayor.

Hay una anécdota reveladora, tal vez adornada (dado que su fuente era Trotski), según la cual después de una cena en 1924 Stalin, Kámenev y el jefe del servicio de seguridad, Felix Dzerzhinski, se desafiaron a decir lo que más les gustaba. Stalin escogió lo siguiente: «Lo más dulce de la vida es señalar una víctima, preparar cuidadosamente el golpe, asestarlo con fuerza y luego irse a la cama y dormir tranquilamente[30]». Sea cierta o no, la anécdota revela un elemento central en la naturaleza política de Stalin. Su visión de los demás era cínica y oportunista: mimaba a las personas que le eran útiles mientras las necesitaba, a las que se interponían en su camino no les hacía frente, sino que se valía de maniobras para apartarlas. Su costumbre de vigilar era la de un predador que observa su presa. Stalin era secretista y desleal, aunque muy capaz de ganarse la confianza de la misma persona a la que quería derribar. «Vigilad atentamente a Stalin», se dice que repetía Lenin. «Siempre está dispuesto a traicionaros[31]». Stalin hizo pocos amigos íntimos, aunque sabía ser jovial y amistoso cuando quería. Durante toda su carrera albergó una desconfianza profunda hacia los demás, que lindó en lo patológico en sus últimos años. Debido a ello, sus instintos eran vengativos y caprichosos, aunque su imagen pública en los años treinta era, según uno de los numerosos visitantes extranjeros a los que encantó, la de «un hombre envejecido, agradable y sincero[32]».

Stalin era fruto evidente de los largos años de política clandestina, en la que era difícil confiar en alguien, había espías y provocadores policiacos en todas partes, el secretismo y la necesidad de confiar sólo en uno mismo eran una segunda naturaleza y la traición era un hecho cotidiano. Absorbió los valores de los bajos fondos y, después de que los afinasen las duras experiencias de la guerra civil, los aplicó a la alta política. En los años treinta y cuarenta, cuando era dictador de la Unión Soviética, se comportó como si la infiltración, la ocultación, la traición y las discusiones amargas y divisivas por asuntos de ideología y táctica —el mundo material de la política clandestina— siguieran existiendo en el entorno maduro de un Estado de partido único. No obstante, al envejecer, Stalin se convirtió en un hombre más eficaz y estable que el joven airado de la clandestinidad. Sacaba partido de las limitaciones de su personalidad. La taciturnidad se convirtió en imperturbabilidad; su torpe inseguridad se transformó en modestia natural; sus artificiosos discursos dieron paso a exposiciones orales lentas, deliberadas e irónicas que podían durar tres o cuatro horas. Sus expresiones faciales ofrecían pocas pistas sobre su estado de ánimo. Sólo los ojos, que eran de color castaño amarillento y nunca perdieron el hábito de moverse rápidamente de un lado a otro, como si buscaran los puntos vulnerables de los demás, revelaban que detrás de la calma externa había una mente despierta[33].

Sus métodos de trabajo evolucionaron con su personalidad. Nunca fue el afable oficinista del Partido que presentan los mitos populares, el burócrata convertido en dictador. Nikolái Bujarin, director de Pravda en los años veinte y víctima principal de las posteriores purgas de Stalin, escogió la «pereza» como rasgo principal de Stalin, opinión que no concuerda con la imagen de funcionario infatigable que deja atrás a sus rivales a fuerza de vigor administrativo[34]. Stalin trabajaba incansablemente, pero la política era su trabajo. Descuidó sus obligaciones de comisario hasta tal punto que Lenin le censuró públicamente. La burocracia no le gustaba y en 1924 se retiró de sus dos comisariados. Del trabajo rutinario del secretariado del Partido se encargaba un numeroso grupo de funcionarios y ayudantes que Stalin formó después de 1922. Stalin era un activista y un revolucionario y continuó siéndolo mientras pudo. Sus costumbres personales en los años treinta se han contrastado a menudo con las de Hitler, pero había semejanzas. Se levantaba tarde y se retiraba también tarde; dedicaba tiempo a las reuniones y la correspondencia la mayoría de los días, pero a veces se ausentaba para ir a alguna de sus dachas y en los años treinta se tomaba vacaciones largas. Las veladas podían consistir en una cena, quizás el pase de una película en la sala de cine del Kremlin y debates a altas horas de la noche. Bebía poco, normalmente un vino georgiano ligero, pero disfrutaba contemplando las borracheras de sus invitados. Le agradaba la compañía femenina y trataba a las mujeres con un encanto que rozaba la galantería. Por lo demás, comía con sencillez en el piso de tres habitaciones y amueblado modestamente que le instalaron en el Kremlin. Se casó dos veces, pero el suicidio de su segunda esposa en 1931 le afectó hondamente y le dejó solo durante el periodo de su dictadura, aunque raras veces célibe[35]. Nunca usaba su poder para ostentar, porque no le gustaba la ostentación y se burlaba de la ajena. Seguía odiando los privilegios, aunque el anciano estadista y político mundial de después de 1945 vestía de forma más convencional y mostraba mayor dignidad que el político de partido de los años treinta.

Toda crónica de la vida de Stalin hace que nos preguntemos qué era lo que le impulsaba a avanzar. Su primer biógrafo ruso después de la glasnost, Dmitri Volkogonov, dio por sentado, como dictaba el sentido común, que era el poder: «cuanto más poder acumulaba y conservaba en sus manos, más poder quería[36]». Robert Tucker, en su clásica biografía, dio por seguro que lo que quería Stalin no era sólo poder, sino también fama: «La gloria… seguía siendo su meta[37]». Bujarin y Trotski opinaban que a Stalin lo impulsaban profundos defectos de la personalidad: envidia, celos, ambiciones mezquinas[38]. Stalin casi no dejó ninguna explicación de sus motivos. Una vez, durante la guerra civil, en la victoriosa defensa de la ciudad de Tsaritsin, a orillas del Volga, Stalin comentó que estaba dispuesto a sacrificar al 49 por ciento, si de esta manera podía «salvar al 51 por ciento, esto es, salvar la Revolución[39]». Puede que la envidia le empujase a arruinar a hombres más afortunados o ambiciosos que le rodeaban, puede que le gustaran los aplausos de la dictadura (aunque hay muchas pruebas de que deploraba la extravagante glorificación de que era objeto), pero el único elemento constante en toda esta actividad era la supervivencia de la Revolución y la defensa del primer Estado socialista. Parece que el poder, en el caso de Stalin, era el poder de preservar y engrandecer la Revolución y el Estado que la representaba, en lugar de sencillamente el poder por el poder. La ambición de salvar la Revolución se convirtió para Stalin en una ambición personal, porque en algún momento de los años veinte, quizá después de la muerte de Lenin, Stalin empezó a verse a sí mismo como el único líder bolchevique capaz de mostrar el camino sin detenerse ante nada, con firmeza absoluta. Su instinto de supervivencia, el aniquilamiento insensible de miles de camaradas de su partido, su política maquiavélica, todo ello no indica una personalidad deformada por un sadismo egocéntrico, sino un hombre que utilizó las armas de que disponía para alcanzar el propósito central al que había dedicado su vida desde la adolescencia. Las consecuencias de todo ello para la sociedad soviética fueron hondas y desgarradoras, pero a Stalin debían de parecerle justificadas por el único y supremo imperativo histórico de construir el comunismo.

La biografía de Hitler es más abierta. Los detalles de su vida se conocen mejor y sus opiniones sobre numerosos asuntos se conservan en sus escritos y en conversaciones documentadas. La leyenda de Hitler que se forjó en los años treinta se acercaba más a la verdad que la versión oficial del pasado de Stalin. Sin embargo, los pensamientos más íntimos de Hitler, que podría haber vertido en un diario o en una correspondencia privada regular, siguen siendo tan herméticos como los de Stalin. Comprender la personalidad de Hitler es una tarea extraordinariamente difícil. El abismo entre el individuo torpe, mediocre y muy reservado y el Hitler público y político, demagogo y profeta, parece prácticamente insalvable, mientras que en Stalin el carácter privado se reflejaba en el personaje público. Tan notable es el contraste en el caso de Hitler que siempre se ha especulado con la posibilidad de que poseyera algún elemento psicológico o físico raro, apenas comprendido, que fascinase y extasiara tanto a los que se encontraban en su órbita material directa como a las multitudes a las que empezó a arengar a partir de los primeros años veinte. Ni siquiera se descartó lo sobrenatural. Dos ingleses invitados a una concentración hitleriana celebrada en Berlín en 1934 se sentaron a poca distancia detrás de él en el estadio y vieron cómo cautivaba a sus oyentes con la pasión creciente y la voz discordante habituales. «Entonces sucedió algo asombroso», proseguía la crónica, «ambos vimos surgir un relámpago azul de la espalda de Hitler… Nos sorprendió que no matara a todos los que estábamos cerca de él». Los dos hombres se preguntaron después si Hitler no estaría poseído por el diablo en algunos momentos: «Llegamos a la conclusión de que sí lo estaba[40]».

Adolf Hitler nació el 20 de abril de 1889 en la pequeña ciudad austriaca de Braunau am Inn, cuarto hijo del tercer matrimonio de su padre, aunque sus tres hermanos murieron en la infancia. Su padre era funcionario de aduanas y la familia era decididamente de clase media baja. El padre de Hitler murió en 1900 y la madre, Klara, en 1907. Hitler estudió en escuelas locales, donde mostró cierta aptitud, pero en la escuela secundaria de Linz perdió el interés por aprender. Al igual que Stalin, tenía la suerte de poseer una memoria excepcional. Dejó la escuela a los 16 años y se mudó de Linz a Viena, donde esperaba llegar a ser artista o arquitecto. No era pobre, como afirmaría más adelante, sino que vivía de una herencia bastante cuantiosa y de la venta de los cuadros que pintaba, la mayoría paisajes urbanos, y exponía en galerías de la ciudad. En 1907, la Academia de Bellas Artes de Viena lo rechazó. Pasaba los días en compañía de varios desocupados vieneses y las veladas en las salas de conciertos, donde escuchó las óperas de Wagner dirigidas por el compositor Gustav Mahler[41]. Hay pocos indicios del futuro político en los cinco años que pasó en Viena durante la adolescencia; le interesaba la política popular y le atraía el nacionalismo pangermánico, pero no hay señales claras de que en esta etapa primeriza su nacionalismo fuera también explícitamente antisemita. Sin embargo, en el joven tímido, cortés, torpe en sociedad, capaz de mostrarse a veces grosero, dogmático, taimado, egocéntrico e insensible con sus amigos cabe reconocer el yo escindido de los años treinta.

En mayo de 1913 Hitler huyó de Viena a Múnich para librarse del servicio militar austriaco. Las autoridades dieron con él, pero durante casi un año consiguió que no le deportaran, hasta que, en febrero de 1914, cuando contaba 24 años de edad, fue obligado a regresar a Salzburgo, donde los inspectores médicos le declararon «no apto para el servicio militar o servicios auxiliares» y libre de volver a Alemania[42]. En agosto de aquel año, en la Odeonplatz de Múnich, escuchó el anuncio de que había estallado la Primera Guerra Mundial. Dos días después se alistó voluntariamente para luchar en las filas del Ejército alemán, que le declaró totalmente apto. Después de una breve instrucción que duró dos meses, fue enviado a la campaña de Bélgica y el norte de Francia. Al igual que miles de jóvenes europeos que acudieron a combatir, confesó que se sentía «tremendamente excitado[43]». La guerra hizo a Hitler del mismo modo que la Revolución hizo a Stalin. Hitler fue ascendido a cabo después de un mes y obtuvo la Cruz de Hierro de segunda clase después de dos («El día más feliz de mi vida», dijo en una carta que mandó a su casero de Múnich). La Cruz de Hierro de primera clase le sería otorgada finalmente en agosto de 1918. Personalmente era valeroso y las exigencias extremas que el conflicto hacía a todos los soldados le estimulaban: «arriesgar la vida todos los días, mirar a la Muerte cara a cara[44]». Que siguiera vivo al cabo de cuatro años, tras ver morir a miles de sus camaradas, fue pura casualidad. La guerra fue una influencia mucho más formativa que los años que había pasado en Viena. En Mi lucha la llamó «la época más grande y más inolvidable de mi existencia terrenal[45]». Hitler se fundió psicológicamente con la lucha; se inmunizó, según su propia confesión, contra el miedo paralizante a la muerte. No hay ninguna razón para dudar de que, como joven soldado que había experimentado años de guerra implacable en las condiciones anormales y embrutecedoras del frente, la derrota le resultara insoportable. Puede que Hitler adornase su descripción cuando recordó la noche del armisticio, en la que nació en él un odio feroz a los que habían entregado Alemania a los Aliados, pero durante el resto de su carrera su comportamiento político hace pensar que era totalmente incapaz de separar su propio estado psicológico de la realidad histórica que intentaba afrontar. Se tomó la derrota nacional como si fuera una humillación directa y personal. Llevaba dentro de él un ansia incontrolable de venganza que a veces rayaba en la locura[46].

Hitler empezó la vida en la posguerra como agitador del Ejército en Múnich, empleado para espiar a políticos radicales y pronunciar alguna que otra charla sobre los peligros del marxismo y los judíos. En septiembre de 1919 se afilió a un pequeño partido político de Múnich que el 9 de enero de aquel año había fundado un relojero, Anton Drexler, que antes había sido miembro del Partido de la Patria, creado en 1917 por un grupo de nacionalistas radicales y políticos pangermánicos con el fin de recabar apoyo a la guerra. Hitler empezó con el número 555 del Partido de los Trabajadores Alemanes (la afiliación empezó con el número 501); en noviembre de 1919 fue nombrado jefe de propaganda del Partido. En febrero de 1920 cambió su nombre por el de Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores y publicó su programa, que constaba de 25 puntos. El 29 de julio de 1921 Hitler fue elegido presidente del Partido y, ocupando este cargo, organizó el Putsch que en 1924 le llevaría a la fortaleza de Landsberg y le convertiría, de la noche a la mañana, en una figura política nacional. Las impresiones que causó el joven político son muy variadas. Los que le oyeron hablar o se vieron atraídos a su círculo le describían empleando términos que habrían podido aplicarse a un predicador popular dotado de la facultad de la revelación. «Dentro de él ardía un fuego desconocido», recordó su amigo íntimo Max Amann[47]. Pero muchos testimonios inducen a pensar que se le consideraba un inadaptado; su aspecto y su comportamiento, cuando no actuaba, eran anodinos y sus intentos de presentarse como tribuno de un pueblo traicionado solían resultar ridículos. El característico impermeable sucio, el bigote fino y negro, el flequillo caído, la cara pálida y un poco abotargada, incluso los ojos de color azul grisáceo que a veces aparecían ausentes e inexpresivos, todo esto hacía que Hitler fuese fácilmente reconocible, pero no más atractivo.

En 1920 Hitler se reunió con un grupo de personalidades en la villa que el compositor Clemens von Franckenstein tenía en Múnich. Este encuentro es muy revelador acerca de la mezcla de inseguridad social y demagogia estridente. Hitler llegó con otros invitados pertenecientes al teatro y al mundillo artístico. Llevaba polainas, un sombrero blando y una fusta en la mano, aunque no sabía montar a caballo, con la que de vez en cuando se golpeaba las botas. También trajo su perro. Parecía «el estereotipo del jefe de camareros»; se sentó, torpe y reservado, en presencia de su aristocrático anfitrión. Al final aprovechó una excusa para embarcarse en un monólogo político cuyo estilo conservaría durante toda su vida política. «Nos soltó un sermón digno del capellán de una división del ejército», recordó otro invitado. «Me produjo una impresión de estupidez básica». Sin que nadie le interrumpiera, Hitler empezó a gritar en vez de predicar. Los criados entraron corriendo para proteger a su amo. Después de que se fuera, los invitados, según consta, permanecieron sentados como los pasajeros de un tren que de pronto se hubieran dado cuenta de que «en su compartimento había un psicópata[48]». Debido a la sensación de profunda torpeza o embarazo que Hitler era capaz de causar a cualquiera que no se sintiese cautivado por sus alardes oratorios, resultaba difícil hacerle callar cuando el discurso ya había empezado. Hitler aprendió a usar esto para defenderse de los que pretendían contradecirle o poner objeciones y apabullaba a su interlocutor hasta someterle. Hermann Rauschning, líder del Partido en Danzig, comentaría en 1933 que las diatribas de Hitler representaban «una superación de las inhibiciones», lo cual explicaba «lo necesarios que sus gritos y su ritmo febril eran para su elocuencia[49]».

De alguna forma, en los años veinte Hitler logró convertir las desagradables peroratas privadas en la triunfal oratoria pública que pasó a ser su atributo más notable como líder del Partido y, más adelante, como dictador. Era consciente de la impresión que causaba y su humor era demasiado escaso para tolerar las críticas, la falta de atención o las risas. Según Heinrich Hoffmann, su fotógrafo, al que nunca se le permitió retratarle con gafas o en traje de baño, a Hitler «le horrorizaba parecer ridículo[50]». Ensayaba y coreografiaba con esmero sus discursos. Al principio los escribía él mismo, igual que Stalin, pero más adelante los dictaría. Pronunciaba el discurso tal como quería que lo oyera su público y esperaba que sus secretarios lo reprodujeran a medida que hablaba, sin consultar notas. El discurso que pronunció en el décimo aniversario de la dictadura se escribió así. Su secretario tuvo que hacer un esfuerzo para oírle durante los primeros minutos, porque Hitler empezó a hablar despacio y en voz baja, paseando de un lado a otro. Acabó gritando a la pared, de espaldas a su secretario, pero de forma totalmente audible[51]. Repasaba sus discursos hasta quedar convencido de que el resultado total sería eficaz. Desde los comienzos de su carrera se percató del poder de su voz gutural, áspera, con su marcado acento austriaco, ora deliberada y tranquila, ora estridente, ruidosa e indignada; de vez en cuando, pero sólo brevemente, histérica. Opinaba que en política hablar siempre superaba al hecho de escribir: «el poder que siempre ha puesto en marcha las religiones y las avalanchas políticas más grandes de la historia», escribió en Mi lucha, «ha sido desde tiempo inmemorial el poder mágico de la palabra hablada». Las pasiones políticas sólo podía despertarlas «la tea encendida de la palabra lanzada a las masas[52]».

En los numerosos estudios históricos que se ocupan de Hitler suele darse por sentado que el contenido de sus discursos importaba menos que la forma en que los pronunciaba. Normalmente, las ideas de Hitler se consideran derivativas y mal planteadas, fruto de una inteligencia perezosa y de gustos diletantes. Muchos opinan que Mi lucha es una mezcla de biografía interesada y mendaz y plagio ampuloso de ideas ajenas. «Hitler era el prototipo del hombre medio educado», escribió su exministro de Economía en 1945. «Había leído muchísimo, pero lo había interpretado todo de acuerdo con sus propias luces… sin mejorar su conocimiento[53]». Esto es sólo una verdad a medias: Hitler leía para apoyar sus propias ideas; su biblioteca, que se conserva, muestra que leyó mucha filosofía popular moderna, ciencias políticas y economía y que subrayaba cuidadosamente o indicaba en el margen los pasajes que le gustaban o no le gustaban. Leyó a Schopenhauer; leyó a Lenin; leyó a Paul de Lagarde, el apóstol decimonónico del «principio del líder»; leyó a Houston Stewart Chamberlain, tal vez el más conocido de la generación de teóricos de la raza de las postrimerías del siglo XIX[54]. Pero es evidente que Hitler se basó en estas numerosas fuentes para formarse su propia cosmovisión y sus propias ideas sobre la práctica y el comportamiento políticos. En la mayoría de los casos se convirtieron en ideas fijas e influyeron en su posterior carrera política del mismo modo que el marxismo creativo de Stalin gobernó la de éste. Que Hitler fuera hombre de miras estrechas y selectivo, ciego ante las objeciones racionales o críticas, intelectualmente ingenuo o banal no quita valor a sus ideas como fuente histórica para comprender su subida al poder y la dictadura subsiguiente. Mi lucha continúa siendo una fuente invaluable para comprender su forma de ver el mundo.

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