Dictadores

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1. Stalin y Hitler: caminos a la dictadura

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La cosmovisión puede esbozarse rápidamente. Hitler se aferró a sus contornos principales durante toda su vida, aunque los detalles cambiaron con el tiempo. Hitler creía estar presenciando uno de los cataclismos periódicos de la historia del mundo, provocado por la Revolución francesa y la era de individualismo desenfrenado y egoísmo económico que la siguió. La división de la sociedad europea en clases, que favoreció los intereses de la burguesía, creó envidia y el culto al dinero, sentó mal a las clases trabajadoras de la nación y fomentó un internacionalismo revolucionario que amenazaba con debilitar la civilización europea. La clave de la supervivencia era reconocer que la historia avanzaba por medio de la lucha racial en vez de la lucha de clases y que una comprensión apropiada de la importancia de la raza (o la nación) era la clave para trascender la era de las clases y dar entrada a la revolución nacional[55]. La raza, así como la cultura y las instituciones sociales que generaba la comunidad racial, debía preservarse por encima de todo. Al modo de ver de Hitler, ésta era la tarea fundamental de la política. Su nacionalismo radical iba más allá de la sencilla reafirmación del interés nacional, que era común a los nacionalistas de todo tipo.

Hitler quería que la nación representara un tipo particular de comunidad, con «camaradas de raza» en lugar de clases, una economía controlada en nombre del pueblo y una sangre común como forma definidora de la lealtad. Esta combinación la plasmó deliberadamente el término «nacionalsocialista», que debía tanto a la herencia austriaca de Hitler como al entorno alemán del nacionalismo radical[56]. El enemigo principal de estas ambiciones era el judío. Al terminar la guerra Hitler absorbió el argumento antisemita popular en el sentido de que los judíos tenían la culpa de la derrota de Alemania: ya fuera como marxistas que predicaban una ideología de purulenta descomposición social, o como capitalistas que movían los hilos del mercado mundial, o como desafío biológico a la pureza de la sangre, los judíos y lo judío pasaron a ser para Hitler una metáfora histórica que explicaba la crisis alemana[57].

Su visión de la práctica política era cínica y manipuladora. Las multitudes a las que agitaba su retórica importaban sólo en la medida en que dieran impulso revolucionario al movimiento político. Hermann Rauschning recordó una conversación con Hitler sobre el secreto de su éxito con la multitud: «Las masas son como un animal que obedece sus instintos. No sacan conclusiones razonando… En un mitin de masas se elimina el pensamiento[58]». Hitler veía las relaciones humanas como una lucha entre personalidades: «El dominio siempre significa la transmisión de una voluntad fuerte a una más débil», lo cual, a su modo de ver, seguía «algo parecido a un proceso físico o biológico[59]». Su visión de la raza era rigurosamente exclusiva y rechazaba todo material humano que no reuniera las condiciones necesarias. «Todos los que no sean de buena raza en este mundo», escribió en Mi lucha, «son broza[60]». El desprecio que le inspiraba gran parte de la humanidad se mezclaba con un odio profundo a cualquiera a quien se definiese como enemigo. El vocabulario de Hitler estaba salpicado siempre de expresiones que reflejaban el carácter absoluto de estas animosidades obsesivas: «erradicar», «aniquilan», «destruir». Cualquier persona que le contrariase se convertía en un paria; al igual que la de Stalin, su memoria era larga y vengativa. De acuerdo con las ideas políticas de Hitler, los demás debían ser seducidos y dominados o excluidos y eliminados.

Éstos eran los puntos de vista y las actitudes que Hitler llevaba consigo cuando dejó de ser un agitador nacionalista radical para transformarse en jefe de Estado y dictador. El político maduro mostraba mayor decoro y una gravedad consciente, aunque sus arrebatos de furia persistieron. Con el tiempo serían un instrumento político que encendía y apagaba deliberadamente por el efecto que tenían en las negociaciones, aunque Hitler continuó siendo capaz de perder por completo el dominio de sí mismo de una forma que no tenía nada de fingida. Había en él una honda tensión nerviosa que se manifestaba por medio de numerosas enfermedades, tanto reales como imaginadas[61]. Aunque aplaudía la decisión como virtud política, a menudo se le veía indeciso y nervioso. Era asimismo capaz de momentos de certeza y «férrea resolución» que aparecían bruscamente tras días de titubeo o que eran el resultado de una energía impulsiva, pero en los dos casos eran incontrovertibles una vez se habían presentado. La apariencia de una profunda capacidad de juzgar de forma intuitiva era una de las técnicas que creó Hitler para reforzar las percepciones que el pueblo tenía de él como mesías de Alemania. En sus relaciones cotidianas, Hitler sacaba partido de la diferencia entre su aspecto externo de persona normal y la naturaleza excepcional que se atribuía a su personalidad. Vestido con sobriedad, pero elegantemente, Hitler desarmaba a los invitados y a las visitas con una normalidad aparentemente plácida. La sonrisa de bienvenida y un apretón de manos, «con el brazo recto y bajo», iban seguidos de un silencio a la vez desconcertante e inesperado. Era el momento en que Hitler miraba fijamente, con intensidad escudriñadora, a los ojos de la persona que tenía delante. El efecto podía ser hipnótico, como si un conejo hubiera quedado paralizado por los ojos de una serpiente. Uno de sus intérpretes comentó que los ojos permanecían «clavados sin moverse» en la víctima; «los que podían soportar esta mirada eran aceptados», los que se achicaban o se mostraban indiferentes, eran rechazados[62].

El abismo entre las pretensiones mesiánicas del dictador y la naturaleza vulgar de su personalidad se ensanchó con el paso del tiempo. El Hitler que fue capaz de saltarse el Tratado de Versalles, de reactivar el poderío militar de Alemania, de declarar la guerra a medio mundo y de aniquilar a millones de personas era incomprensiblemente distinto del Hitler pequeñoburgués, moralista y de miras estrechas cuya comida diaria favorita era el té de la tarde. El Hitler corriente era quisquilloso y maniático, sus gustos culturales eran limitados y conservadores, su régimen personal era remilgado y ascético y lo fue de forma progresiva durante la guerra. A partir de 1933 Hitler llevó una vida limitada por la rutina banal. Su aislamiento era cada vez mayor, al tiempo que controlaba su vida cuidadosamente, incluso de forma obsesiva. Después del suicidio, en 1931, de su sobrina, Geli Raubal, a la que estaba profundamente apegado, guardó las distancias con las mujeres. El contraste con Stalin, campechano, tosco y gregario, es notable. Hitler detestaba el hábito de fumar; Stalin fumó durante toda su vida. En las residencias de Hitler —la cancillería de Berlín y el refugio alpino en la población bávara de Berchtesgaden— había habitaciones separadas para que los fumadores y los no fumadores se retirasen a ellas después de las comidas. Nadie se atrevía a fumar tranquilamente en su presencia. Hitler era casi abstemio (se permitía tomar un poco de coñac con la leche para dormir mejor y se le vio con una copa de champán en la mano la mañana en que Japón atacó a Estados Unidos en Pearl Harbor); prefería beber agua mineral en las comidas e infusiones de manzanilla o tila en otros momentos[63]. Hitler era un vegetariano que detestaba cazar; Stalin comía cantidades generosas de carne, bebía vino o vodka y decían que nunca se sentía tan relajado como cuando empuñaba una escopeta de caza o una caña de pescar[64]. Hitler sabía ser cortés de forma obsequiosa. Se comportaba como un caballero con el sexo opuesto y juraba tan raramente que una secretaria, al escribir sus memorias en la posguerra, todavía recordaba cómo maldijo a los italianos por rendirse a los Aliados en septiembre de 1943[65]. Aunque Hitler se veía a sí mismo como artista convertido en político, sus gustos no tenían nada de bohemios. Su ópera favorita, a pesar de Wagner, era La viuda alegre; disfrutaba con las novelas del Oeste del autor alemán Karl May; entre las pertenencias culturales de Hitler que se encontraron escondidas en una mina de sal en 1945 había un ejemplar de la canción Soy el capitán de mi bañera[66].

Interpretar los motivos del poder explica hasta cierto punto el ancho abismo entre, por un lado, la aburrida persona privada con gustos poco intelectuales y, por otro lado, la agotadora vida pública que llevó conscientemente en medio de la historia del mundo. Hitler, al igual que Stalin, no iba tras el poder sólo por el poder. Parece ser que los signos externos del poder tenían muy poca importancia para él; puede que la frágil personalidad de Hitler encontrara un refuerzo psicológico en el poder después de años de fracasos y resentimiento, pero ese poder tenía un fin determinado. Hitler consideraba el poder de que disfrutaba como un don de la Providencia al pueblo alemán, un don que debía usarse exclusivamente para sacar a Alemania de su estado de debilidad y vergüenza. «Éste es el milagro de nuestro tiempo», dijo en una concentración del Partido en noviembre de 1937, «que me hayáis encontrado, que me hayáis encontrado entre tantos millones. Y que yo os haya encontrado a vosotros. Ésa es la suerte de Alemania[67]». Hitler se veía a sí mismo como salvador de Alemania; su poder personal era un poder concedido por la historia del mundo, sus humildes orígenes y su vida sencilla eran meramente un reflejo del hecho de que la sabia Providencia había elegido a Hitler entre las masas mismas para su misión. Poco después de la crisis que llevó a la eliminación de Ernst Röhm en junio de 1934, hizo una grave afirmación en el Reichstag: «en esta hora fui responsable del destino del pueblo alemán…»[68]. Hitler estaba tan obsesionado por la salvación de la nación alemana como Stalin lo estaba por la supervivencia de la Revolución. Se convenció de que era el instrumento con el que la historia aseguraría la salvación, del mismo modo que Stalin estaba convencido de ser indispensable para la construcción del comunismo. Este hondo sentido de un destino cumplido concuerda con toda la carrera política de Hitler, desde los primeros años de la posguerra, durante los cuales sus discursos y sus escritos muestran una mente poco ilustrada, pero nada convencional, que lucha con las lecciones de la historia del mundo, hasta el testamento final que dictó en 1945 y en el que reivindicaba su lugar en la historia: «He sembrado la buena semilla. He hecho que el pueblo alemán se diera cuenta de la importancia de la batalla que está librando por su existencia misma…»[69].

Ni Hitler ni Stalin eran normales. No eran, en la medida en que puede juzgarse, dos desequilibrados mentales en ningún sentido clínico del término, por tentador que haya sido dar por sentado que sus actos monstruosos y la locura debían ir de la mano. Eran hombres de personalidad excepcional y energía política extraordinaria. Los dos eran impulsados por un compromiso hondo con una sola causa, de la cual, y por razones diferentes, se veían a sí mismos como ejecutores históricos. Ante semejante destino ambos contrajeron una morbosidad exagerada. Stalin sentía un temor profundo a la muerte y al envejecer temió lo que su desaparición podía significar para la Revolución a la que creía proteger. También a Hitler le consumía el temor a no vivir lo suficiente. «Oprimido por el terror que le inspiraba el tiempo», comentó Albert Krebs, líder del Partido en Hamburgo, «quiso comprimir un siglo en dos decenios[70]». Los dos eran despiadados, oportunistas y flexibles en sus tácticas, y su práctica política se centraba sin desviarse en su supervivencia personal. Ambos fueron infravalorados por sus colegas y rivales, que no acertaron a ver que personalidades tan discretas y modestas en reposo ocultaban un duro núcleo de ambición, implacabilidad política y desprecio amoral para con los demás en el juego de la política. A ambos les absorbían los desafíos diarios de la vida política; ambos tenían que construir su camino a la dictadura valiéndose de sus propios esfuerzos y venciendo resistencias. La determinación y la gran fuerza de voluntad que ambos exhibieron en los años veinte no les llevaron automáticamente a la posición de autoridad sin restricciones de la que los dos gozarían en los años treinta. La dictadura no era preordinada. No se sabe a ciencia cierta exactamente cuándo se dio cuenta Stalin de que su poder personal podía ser un camino más seguro para llegar a la Revolución que el liderazgo colectivo: tal vez en los últimos meses de vida de Lenin. Hasta su estancia en la cárcel en 1924 no se identificó Hitler, al principio de forma tentativa, con la figura enviada a salvar Alemania. Estas imágenes de ellos mismos tardaron tiempo en formarse y fue necesario todavía más tiempo para comunicarlas de modo convincente a círculos más amplios del Partido o del público. Para empezar, tanto Stalin como Hitler tuvieron que dominar su propio partido antes de que pudieran aspirar al poder.

«Estamos en contra de que las cuestiones relacionadas con el liderazgo del Partido las decida una sola persona», escribió Nikolái Bujarin en 1929. «Estamos en contra de la sustitución del control por una colectividad con control por parte de una persona…»[71]. El Partido Bolchevique en los años veinte, después de la muerte de Lenin, tenía que ser un partido dirigido por su comité central. En los primeros años después de 1924 no hubo ninguna figura dominante en el Comité Central o el Politburó. Las decisiones sobre la política que debía seguirse se tomaban después de un debate en las instituciones centrales del Partido. La voz de Stalin era sólo una entre muchas. El núcleo de la dirección central lo constituían Zinoviev, Kámenev, Bujarin, Trotski y el primer ministro que se nombró para suceder a Lenin al morir éste en 1924, Alexei Rykov. Sin embargo, en 1930 todos ellos ya habían sido expulsados de la primera fila del Partido y muchos consideraban que Stalin era el «jefe», la figura más importante entre los líderes. «Cuando hace su entrada», afirmó una de sus primeras biografías, publicada en 1931, «las espaldas se enderezan, la atención se concentra: el público se halla en presencia del gran líder…»[72]

Los cinco años que van de 1924 a 1929 fueron decisivos en la carrera de Stalin. Durante este periodo aprovechó su puesto de secretario general para maniobrar y dejar atrás a sus colegas. Su primera arma fue apropiarse del legado del difunto Lenin. En octubre de 1923, a medida que la salud de Lenin decaía lentamente, Stalin sugirió a otros líderes del Partido que se embalsamara el cuerpo de Lenin después de su muerte, pero Trotski se burló de él y Bujarin se mostró condescendiente y rechazó la idea por considerarla «un insulto a su memoria[73]». Sin embargo, al morir Lenin cuatro meses después, Stalin ya había conseguido que la mayoría del Politburó aceptase su sugerencia. La preservación del cadáver de Lenin la supervisó un aliado de Stalin, Felix Dzerzhinski. Stalin fue uno de los dos principales portadores del féretro en el entierro de Lenin. Tres meses después, en la Universidad de Sverdlov, que era del Partido, en Moscú, pronunció una serie de conferencias sobre la aportación de Lenin a la teoría marxista. Publicadas con el título de Fundamentos del leninismo, dieron forma coherente al pensamiento de Lenin y mostraron a Stalin como el único líder del Partido que afirmaba comprenderlo del todo. Dedicó el libro a los comunistas jóvenes que estaban entrando en el Partido desde la Revolución, para los cuales era esencial una sola y clara orientación sobre los fundamentos leninistas del Estado revolucionario. Stalin logró que el pueblo le identificara como el único ejecutor auténtico de la teoría revolucionaria[74].

Stalin necesitaba el legado de Lenin para subrayar la importancia de la unidad y el liderazgo del Partido. Hizo del ataque a las facciones y los disidentes un puntal para alcanzar la supremacía en el Partido. En su alocución ante el Congreso de los Soviets, que se reunió al cabo de sólo dos días de la muerte de Lenin, Stalin puso en primer lugar la solidaridad sin concesiones: «Al dejarnos, el camarada Lenin nos encareció que veláramos por la unidad de nuestro partido como la niña de nuestros ojos[75]». En Fundamentos del Leninismo Stalin reiteró enfáticamente la resolución de Lenin aprobada en el X Congreso del Partido en 1921, «Sobre la unidad del Partido», aunque sus propios escritos del periodo revolucionario también estaban llenos de exhortaciones a favor de una única línea del Partido. Éste requería «unidad de la voluntad» y «unidad absoluta de acción»; esta voluntad unida, según escribió Stalin, «descarta todo faccionalismo y división de la autoridad en el Partido[76]». Es casi seguro que Stalin creía que ésta era la piedra angular de la estrategia política, pero también favorecía sus propios intereses políticos y le presentaba como el apóstol de la unidad. Todos los miembros del Partido cuya autoridad debilitó Stalin en los años veinte fueron acusados de ser faccionarios, acusación que Stalin introdujo insidiosamente en sus discursos y artículos para aislar a sus rivales y socavar la base de su resistencia.

Sobre todo, Stalin se identificaba con los intereses generales de los afiliados corrientes. Tenía la ventaja de que su pasado era auténticamente plebeyo. Siempre definió el Partido como una organización de obreros y campesinos pobres, aunque gran número de sus líderes eran intelectuales más privilegiados. Su discurso sobre la muerte de Lenin empezó con esta afirmación: «Nosotros los comunistas somos gente especial», pero seguidamente definió los afiliados ideales como «los hijos de la clase obrera, los hijos de la necesidad y la lucha, los hijos de privaciones increíbles[77]». En las conferencias de Sverdlov señaló que los intelectuales y otros elementos pequeñoburgueses que entraban en el Partido como oportunistas empeñados en la fragmentación ideológica deberían ser expulsados por los verdaderos proletarios mediante una «lucha despiadada», estrategia que él mismo utilizaría implacablemente contra la elite intelectual del Partido en los años siguientes[78]. Stalin pudo fomentar la proletarización del Partido, en parte, por medio de su creciente control de los nombramientos de personal en su aparato. Puso seguidores suyos en los puestos del Comité Central y el secretariado responsable de la organización y de la adjudicación de nombramientos. Siempre fue consciente de los detalles del equilibrio de poder en los comités y las asambleas, aunque a veces se exagera la medida en que esto hizo que la maquinaria del Partido estuviera sometida a él. La mayoría de los cargos los nombraba oficialmente el Comité Central y no Stalin. Una explicación más verosímil de su éxito entre los nuevos fieles del Partido residía en su capacidad de parecer que era el único líder que siempre anteponía el Partido a sus propios intereses políticos o ambiciones. Para las reuniones de los comités ideó una táctica que le permitía decir la última palabra, pero a la vez dar la impresión de ser el portavoz de la línea oficial. «En las reuniones Stalin nunca participaba en un debate hasta después de que éste terminase», informó Boris Bazhánov, que trabajó con Stalin en el Kremlin. «Luego, cuando todos habían hablado, se levantaba y decía con pocas palabras lo que era en realidad la opinión de la mayoría.»[79] En los congresos de mayor importancia se presentaba como la voz del sentido común del Partido y parodiaba, ridiculizaba y vilipendiaba cualquier indicio de desviación de la línea del mismo, aunque en realidad ésta podía ser objeto de tergiversación creativa cuando le convenía a él. Gran parte de los afiliados llegarían a considerar a Stalin como el representante leal de la línea del Partido y el paladín más seguro de su unidad.

Había, no obstante, asuntos reales de estrategia revolucionaria que dividían a los líderes del Partido. Mucho antes de la muerte de Lenin, Trotski, que había mandado las fuerzas soviéticas durante la guerra civil en calidad de comisario para el Ejército de Obreros y Campesinos, se identificó con posturas políticas que le apartaron de la corriente principal del leninismo. Seguía empeñado en un mayor grado de democracia en el Partido y de debate auténtico sobre su línea; era hostil a la Nueva Política Económica que se introdujo en 1921 como medio de restaurar una economía de mercado que funcionase en la agricultura y el comercio en pequeña escala, y en su lugar era favorable a la producción socializada de alimentos y la industrialización rápida a gran escala; finalmente, Trotski creía que la labor internacional del movimiento revolucionario («esperar la revolución mundial, dándole un empujón») era esencial para la tarea de construir el socialismo en la Unión Soviética, cuyo sistema, en caso contrario, sería meramente «temporal[80]». Trotski era un protagonista ambicioso que durante 1924 empezó a distanciarse del leninismo y a reducir la leyenda del papel de Lenin en 1917, justo en el momento en que Stalin consolidaba su propia pretensión de ser el sucesor de Lenin. Zinoviev y Kámenev, que habían apoyado a Stalin en lo referente al testamento de Lenin, también empezaron a volverse contra él al darse cuenta de que podía perjudicar su propia perspectiva de alcanzar el liderazgo. Sin embargo, a finales de 1924 Stalin ya se sentía lo bastante fuerte como para lanzar un salvaje ataque público. En una conferencia titulada «¿Trotskismo o Leninismo?» acusó a Trotski de fundar un centro para los «elementos no proletarios» del Partido que pretendían destruir la Revolución proletaria[81]. Al cabo de un mes Stalin publicó en Pravda una carta que Trotski había escrito en 1913 y que se había encontrado en los antiguos archivos de la policía. La carta iba dirigida a un menchevique georgiano y quitaba importancia a Lenin: «todo el edificio del leninismo en la actualidad está construido sobre mentiras y falseamientos[82]». La carta perjudicó gravemente la autoridad moral de Trotski en el Partido, y en enero pidió que se le relevara de su puesto de comisario para la Defensa.

Durante los dos años siguientes Stalin persiguió implacablemente tanto a Trotski como a sus antiguos aliados Zinoviev y Kámenev. Stalin y sus seguidores en el Partido llegaron a identificarles como una «Oposición Unida» que estaba empeñada en dividir el Partido tratando de forzar el ritmo del cambio económico y negando que la Unión Soviética fuera capaz de edificar un sistema socialista independiente. La habilidad táctica de Stalin radicaba en la gran atención que prestaba a los detalles y en la manera lenta y deliberada de permitir que dichos detalles mermasen la reputación de sus víctimas. En 1924, por ejemplo, dispuso que no se diera el nombre de Trotski a más poblaciones, granjas o fábricas. Asimismo, ordenó que se borrara de los folletos de educación política del Ejército que lo presentaban como jefe del Ejército Rojo[83]. Se hicieron correr rumores anónimos y difamaciones callejeras que explotaban el hecho de que Trotski había sido menchevique durante la mayor parte de su carrera y no se había afiliado al Partido hasta 1917. Las mismas tácticas se emplearon contra Zinoviev y Kámenev, cuya decisión de no apoyar el llamamiento del Partido a la insurrección en octubre de 1917 fue convertida por Stalin en ejemplo de sabotaje contra la Revolución. Al celebrarse el XIV Congreso del Partido en diciembre de 1925, los rivales de Stalin ya habían tenido que ponerse a la defensiva y su posición se veía debilitada por la tendencia de los tres a atacar personalmente a Stalin, mientras que éste siempre parecía atacarles en los términos más abstractos de la amenaza que representaban para la Revolución. Cuando Kámenev empezó un discurso para condenar a Stalin como líder del Partido, los delegados en el congreso le obligaron a callar gritando: «¡Stalin! ¡Stalin!»[84]. En un discurso que pronunció un año después. Stalin empezó afirmando que procuraría al máximo «evitar el elemento personal en mi polémica» y acto seguido se embarcó en un furibundo ataque personal contra su blanco[85]. Empleaba recursos retóricos burdos, pero eficaces, para evitar la impresión de que se trataba simplemente de una pelea entre aspirantes indisciplinados al trono de Lenin. En sus discursos solía referirse a sí mismo en tercera persona, como si representara al Partido incluso contra sus propios intereses.

La oposición aprovechó otra oportunidad desesperada para tratar de aventajar a Stalin, aunque no fue una «encrucijada histórica», como diría Trotski en su autobiografía[86]. En octubre de 1927, cuando ya se les había expulsado del Politburó y se les negaba todo cargo oficial, el Comité Central convocó un pleno para expulsar a Trotski y a Zinoviev. Trotski aprovechó la ocasión para hacer circular una larga carta sobre la historia del Partido, en la cual exponía las partes del testamento de Lenin que condenaban a Stalin y pedía su destitución. Se reimprimieron y distribuyeron copias en secreto. El 23 de octubre de 1927 tuvo lugar un último enfrentamiento dramático en el pleno. Trotski se levantó para denunciar a Stalin en términos apasionados como el verdadero peligro para el Partido, un ogro centralizador y burocrático del que el movimiento debería haberse librado cuando Lenin le había invitado a hacerlo. Le interrumpieron los habituales gritos de «¡Calumnias!», «¡Faccionario!»; otros miembros del Comité le escucharon sin poner mucha atención. Stalin, furioso y a la defensiva, consciente de que ya se habían hecho preguntas embarazosas sobre por qué se había restringido la circulación del testamento de Lenin, dio una respuesta que, a pesar de las acusaciones de Trotski de que era incapaz de expresar sus pensamientos o sostener un argumento, mostró un resentimiento controlado tan fuerte que anuló por completo el último ruego de Trotski.

Stalin agradeció los ataques a su persona: «Pienso que sería extraño y ofensivo», dijo a los delegados, «que la oposición, que está tratando de destruir el Partido, alabase a Stalin, que está defendiendo los fundamentos leninistas del Partido[87]». Reconoció inequívocamente que era «demasiado rudo», como dijese Lenin, pero volvió el argumento al revés. «Sí, camaradas. Soy rudo con los que de manera escandalosa y pérfida destruyen y dividen el Partido.» Stalin instó al pleno a aceptar que la «rudeza» era un atributo necesario y no un defecto. Pidió la expulsión de los que le habían denunciado y rogó al pleno que le reprendiera por la suavidad con que los había tratado antes. En medio de jocosos gritos de «¡Eso, eso! ¡Te reprendemos!» y de una tempestad de aplausos, Stalin salió victorioso[88]. La oposición fue expulsada del Comité Central y, al mes siguiente, del Partido. En enero de 1928 Trotski fue desterrado a Asia central y un año más tarde, a Turquía.

Durante gran parte del periodo de lucha contra la llamada «oposición izquierdista» Stalin había contado en el Politburó y el Comité Central con el apoyo de un grupo de líderes que rodeaba al economista del Partido y director de Pravda Nikolái Bujarin. Éste era una figura popular en el Partido y todo lo contrario de Stalin. Sencillo, sociable, sin prejuicios, cortés, distinguido por su pelo rojo, su bigote recortado y su perilla, Bujarin tenía una inteligencia notable y unos conocimientos enciclopédicos. Era hijo de un maestro, había estudiado economía en la Universidad de Moscú, se había afiliado al Partido en 1906, había huido al extranjero en 1910 y regresado a Rusia después de la Revolución. Radical en 1917 y durante la guerra civil, partidario de que la guerra revolucionaria propagase el comunismo por Europa y de una movilización económica rígida y coactiva, en los años 1922-1923 se convirtió en un moderado que estaba a favor de la Nueva Política Económica y de un modesto desarrollo industrial a un ritmo que pudieran seguir los comerciantes pequeñoburgueses y los pequeños agricultores, equilibrio que se logró gracias a su insistencia en que «la ciudad no robe a la aldea[89]». En política era inepto y cándido, pero a mediados de los años veinte muchos le consideraban como el principal pensador del nuevo sistema soviético y probable sucesor de Lenin. Sus relaciones con Stalin eran amistosas, pero también había sido compañero intelectual íntimo de Trotski. Su círculo incluía al líder del Partido en Moscú, Nikolái Uglanov, al presidente de los sindicatos, Mijaíl Tomski, y al primer ministro, Alexei Rykov. No constituían una facción o asociación clara, pero tenían en común el compromiso con un crecimiento económico equilibrado y una sociedad posrevolucionaria estable, lo cual se considera la cara aceptable del comunismo ruso y una alternativa deseable a la dictadura estalinista[90].

Puede ser que Stalin tuviera siempre la intención de derribar a Bujarin, porque veía en él una amenaza con su fama de líder popular y simpático, pero el asunto que los dividió fue de índole doctrinal tanto como personal. A Stalin nunca le habían gustado las consecuencias implícitas del cambio de dirección económica que fue necesario hacer en 1921. En una larga conversación que en 1925 sostuvo con Bujarin sobre las perspectivas económicas, Stalin había hecho hincapié en que la Nueva Política Económica «sofocaría los elementos socialistas y resucitaría el capitalismo[91]». Stalin estaba a favor de un crecimiento más rápido de la industria para edificar un Estado proletario como era debido, pero en la pugna con las ideas de Trotski sobre la «superindustrialización» tuvo que situarse en una prudente posición intermedia. En el verano de 1927-1928, tras la derrota de la Oposición Unida, Stalin pudo avanzar hacia el desarrollo industrial rápido por el que siempre había sentido una acentuada preferencia. Esto significaba arrancar una plusvalía mayor del campesinado; en la primavera de 1928 Stalin consiguió finalmente que se aprobaran medidas extraordinarias sobre la recolección de cereales, que formaron la primera etapa de la Revolución en el campo con la cual siempre se ha asociado a Stalin. Fue el motivo de desacuerdo con Bujarin y llevó a la eliminación de éste y la destrucción del resto del grupo de líderes nacionales que le rodeaban.

Stalin jugó una partida de ajedrez político con su nueva víctima. Poco a poco introdujo en sus discursos insinuaciones en el sentido de que se estaba formando una nueva facción opositora que era contraria a la revolución económica. Bujarin y sus aliados, que carecían de una amplia base de poder y no lograron atraer a los elementos más proletarios del movimiento, se encontraron aislados. En Moscú, donde Bujarin sí tenía apoyo, Stalin manipuló las elecciones para el comité de la ciudad con el fin de hacerse con la mayoría y el líder de la ciudad, Nikolái Uglanov, fue destituido en noviembre. En enero de 1929 Stalin definió finalmente a Bujarin como el representante de un grupo «opuesto a la línea del Partido[92]». Aquel mismo mes Bujarin cometió el error de recordar a Stalin, una vez más, el juicio poco halagador de Lenin. En un artículo de Pravda titulado «El testamento político de Lenin», Bujarin trazaba las líneas generales de lo que, a su juicio, era el verdadero leninismo y acusaba a Stalin de debilitar el compromiso de Lenin con la democracia en el Partido. En una declaración que hizo pública el 30 de enero, Bujarin afirmó osadamente que el «régimen estalinista ya no es tolerable en nuestro Partido[93]». Stalin maniobró para lograr la mayoría en el Comité Central y luego acabó con la resistencia que quedaba. En un pleno del Comité Central celebrado en abril los partidarios de Bujarin atacaron a Stalin y su historial en el Partido. A cada desaire personal Stalin respondía con un «esto es trivial», pero luego concluyó su defensa propia citando la acusación que Lenin lanzara contra Bujarin en su testamento: que su marxismo era escolástico y poco ortodoxo. El Comité votó a favor de expulsar a la «oposición derechista» de sus puestos. Bujarin perdió el suyo en el Politburó en noviembre de 1929, así como la dirección de Pravda. Él, Rykov y Tomski fueron obligados a escribir una carta obsequiosa en la que confesaban sus errores. Tomski fue expulsado de la presidencia de los sindicatos y el puesto de Rykov, como primer ministro, lo ocupó Viacheslav Molotov, aliado íntimo de Stalin, en diciembre de 1930. La «oposición derechista» como grupo organizado fue en gran parte una ficción, pero existían verdaderas diferencias de opinión relacionadas con la estrategia política. Stalin no creía que Bujarin entendiera realmente el impulso revolucionario que había en el centro del leninismo. En una discusión que sostuvieron la víspera de la expulsión de Bujarin, Stalin le espetó: «Vosotros no sois marxistas, vosotros sois hechiceros. ¡Ni uno solo de vosotros entendió a Lenin!»[94].

En diciembre de 1929 se celebró en todo el país el quincuagésimo cumpleaños de Stalin; la lista de miembros del Politburó que Pravda siempre había dado por orden alfabético para indicar la dirección colectiva del Partido, se cambió para distinguir a Stalin como «primer alumno de Lenin» y guía del Partido. Fue el primer paso necesario para instaurar el Gobierno personal de los años treinta[95].

Hitler dominó su partido en un contexto muy diferente. No había posibilidad alguna de que estuviera dispuesto a tolerar la «dirección colectiva» en ningún sentido estricto de la expresión. Al salir de la prisión de Landsberg en diciembre de 1924, su objetivo era recobrar la posición de líder indiscutido del Partido que había perdido durante su estancia en la cárcel. Hitler, a diferencia de Stalin, tuvo que dominar un partido agitado cuyas perspectivas de subir al poder eran remotas, mientras que Stalin era miembro importante de un partido que gobernaba. El periodo que había pasado en la cárcel dejó a Hitler en una posición difícil. Su partido estaba prohibido en todas las provincias alemanas excepto Turingia[96]. En julio de 1924 Hitler abandonó por completo la actividad política hasta recuperar la libertad al finalizar el año. Fuera, los pequeños grupos nacionalsocialistas se dividieron en facciones diferentes y algunos se unieron a una organización que aglutinaba a nacionalistas radicales en el norte de Alemania; otros, a una pequeña asociación pangermánica en Baviera. El primer grupo, el Partido Nacionalsocialista de la Libertad, eligió al anciano general Ludendorff como líder suplente en ausencia de Hitler, pero el ala bávara no quiso aceptarle. El movimiento que recibió a Hitler al volver a la política en 1925 era minúsculo y estaba dividido; la editorial del Partido en Múnich, la Eher-Verlag, tenía sólo tres empleados[97]. Hitler reorganizó el Partido en gran parte alrededor de la lealtad a su propia persona. Su primer discurso público, el 27 de febrero de 1925, tuvo lugar en la misma cervecería de Múnich desde la que había lanzado el Putsch. Miles de personas rodearon el establecimiento, porque no encontraron asientos en el interior. Hitler pidió lealtad a su autoridad personal. Los líderes nacionalistas locales, que se arracimaron alrededor de Hitler cuando terminó de hablar, «tendieron la mano de la reconciliación», comentó un testigo, poniéndose a su disposición «incondicionalmente[98]».

Los dos años siguientes fueron decisivos en la carrera de Hitler. Reanudó su avance hacia la dominación del Partido desde posiciones poco prometedoras. El ala nacionalista radical de la política alemana era pequeña y fragmentaria. Hitler gozaba del apoyo total de unos cuantos miles de nacionalistas bávaros; la organización del norte de Alemania estaba dominada por nacionalistas revolucionarios que mostraban menos entusiasmo por el autoritarismo de Hitler: Ludendorff seguía siendo una gran personalidad en los márgenes del movimiento; y existía la figura imponente de un joven y ambicioso farmacéutico, Gregor Strasser, que, durante la ausencia de Hitler, había empezado a actuar como «fiduciario» del Führer encarcelado. Strasser era a Hitler lo que Bujarin era a Stalin. Aunque a menudo se le muestra como exponente de un ala «norteña» del Partido, Strasser era bávaro y había nacido en 1892 en el seno de una devota familia católica. Su padre era un modesto funcionario. Strasser, al igual que Hitler, luchó durante toda la guerra y también se ganó la Cruz de Hierro de primera y de segunda clase; al igual que Hitler, consideraba la guerra como la experiencia central de su vida. Su personalidad era, en muchos sentidos, la antítesis de la de Hitler. Strasser era de natural gregario, alegre, abierto y chistoso; su cuerpo grande y su voz fuerte, su sonrisa pronta y su aire de autoridad espontánea hacían de él un líder nato y una figura popular tanto dentro como fuera del Partido. Su visión de la política la determinó la experiencia en las trincheras: un fuerte nacionalismo revolucionario que rechazaba por completo el viejo orden imperial a favor de una comunidad nacional orgánica, que no se basaba en las divisiones y los privilegios de clase, sino en la labor común por la nación. «Porque nos habíamos hecho nacionalistas en las trincheras», dijo a sus oyentes en 1924, «no pudimos evitar hacernos socialistas en las trincheras.»[99] El movimiento de Hitler era un hogar natural para Strasser. Se afilió al Partido en 1922 y en marzo de 1923 se hizo cargo de un regimiento bávaro de la organización paramilitar del Partido, la Sturmabteilung (SA). Cuando Hitler se encontraba en la cárcel Strasser se perfiló como un de los miembros más destacados del bloque nacionalista radical que se creó para concurrir a las elecciones en lugar del Partido Nacionalsocialista, que estaba prohibido, y fue elegido para el Reichstag en diciembre de 1924. A diferencia de otros prominentes radicales de derechas, Strasser decidió unirse de nuevo a Hitler en febrero de 1925, pero en calidad de «colega» y no de «seguidor[100]».

Hitler aceptó la colaboración de Strasser en la tarea de reconstruir el maltrecho partido, pero siguió inequívocamente comprometido con la idea de que sólo él podía conducirlo a futuros triunfos. Este convencimiento se había afianzado durante los meses de cárcel, alimentado por las atenciones adulatorias de su secretario y amanuense Rudolf Hess, que compartió condena con un líder al que llamaba «el Tribuno». Después del mitin de refundación, Hess señaló que su jefe tenía una «creencia inquebrantable en su propio destino[101]». En su forma de ver la organización del Partido Hitler rechazaba las ideas de democracia que preconizaban algunos de sus funcionarios; su concepto del movimiento se basaba enteramente en la idea de que él era el salvador en potencia de Alemania y que sus ideas y su comportamiento político no debían estar sometidos a la voluntad o al consejo de otros. El 14 de febrero de 1926 Hitler convocó a los principales líderes del Partido a una conferencia en la ciudad de Bamberg, en el norte de Baviera. Entre los líderes se sentaron radicales del Partido que preferían la vía revolucionaría para llegar al poder. Estos elementos estaban organizados de forma poco rígida en un grupo de trabajo que Strasser había creado en julio del año anterior para coordinar la estrategia del Partido fuera de Baviera; Strasser también había redactado una versión modificada del programa de 1920 y albergaba la esperanza de que el Partido la adoptase. Hitler habló sin parar durante cinco horas. Insistió en que el programa del Partido era inalterable («el fundamento de nuestra religión, nuestra ideología»); rechazó la lucha revolucionaria como vía para alcanzar el poder y, en su lugar, se mostró a favor de la vía parlamentaria; sobre todo, dejó claro que él era indispensable para el éxito del movimiento[102]. Cinco meses después, en el primer congreso desde la refundación del Partido, celebrado el 4 de julio en la ciudad de Weimar, la autoridad personal de Hitler en el Partido fue aceptada por la mayoría y su posición de Führer del Partido, título que se aprobó oficialmente en Weimar, pasó a ser invulnerable por el momento.

No cabe duda de que Hitler explotó implacablemente su atractivo personal y su imagen carismática con el fin de eliminar posibles desafíos a su liderazgo y simplificar el proceso de formulación de la estrategia del Partido. No obstante, había en éste diferencias reales relacionadas con aspectos importantes de la doctrina y las tácticas. Strasser representaba los círculos del Partido que estaban a favor de una forma «germánica» enérgica de socialismo: «Somos socialistas», escribió en 1926 en un panfleto que señalaba las futuras tareas del movimiento, «[y] somos enemigos, enemigos mortales, del actual sistema económico capitalista[103]». Había círculos igualmente contrarios a la idea de que el Partido debiera centrar todos sus esfuerzos en convertirse en el representante nacionalista de las clases obreras urbanas. Esta diferencia se reflejó en una discrepancia relacionada con las tácticas: el ala «socialista» estaba a favor de una hostilidad más intransigente al Parlamento, mientras que los moderados abogaban por la vía legal al poder. Es tentador comparar la forma en que Hitler abordó la discusión con las tácticas de Stalin en el debate sobre la industrialización soviética. Ambos se opusieron a la opción radical, porque estaba asociada a círculos del Partido que constituían una posible amenaza para su propia posición política. Hitler compartía en gran parte, y siguió promoviéndola en los años treinta, la opinión de Strasser de que el antiguo orden económico estaba en bancarrota, era injusto y debía sustituirse por un sistema económico basado en «logros» para la nación[104]. Pero reconoció que el revolucionarismo sin concesiones alejaría a los electores y podía acabar por arrastrarle a él también.

A veces se exagera la fuerza y la coherencia de la oposición que encontró Hitler. No había ningún equivalente de la «Oposición Unida» con la que chocó Stalin, toda vez que la mayoría de los líderes del Partido aceptaron que sin Hitler el Partido no se distinguiría de los otros grupos escindidos de nacionalistas radicales que luchaban por sobrevivir. Las evidentes diferencias de perspectiva e ideología políticas reflejaban el origen heterogéneo de los numerosos grupos y asociaciones nacionalistas que absorbió el Partido. Tales diferencias sólo podían superarse por medio de la lealtad ciega a Hitler, del mismo modo que las no menos diversas posturas ideológicas del Partido Comunista soviético en los años veinte acabaron uniéndose sobre la base de la línea del Partido que dictó Stalin. Ambos partidos eran amplias coaliciones ideológicas, políticas y sociales en lugar de movimientos monolíticos. Antes de 1933 Hitler dedicó gran parte de su energía política a la tarea de dirigir el Partido, allanar diferencias, expulsar a los disidentes, unir a los líderes locales del Partido con una ronda constante de visitas conciliadoras, encuentros cara a cara y charlas destinadas a elevar su moral. Hubo, a pesar de ello, objeciones a la idea de que un partido pudiera depender principalmente del mito inventado de un mesías alemán. En una importante conferencia del Partido sobre la reforma organizativa que se celebró en agosto de 1928, Artur Dinter, que se opuso siempre a un movimiento centrado en Hitler y era exlíder del Partido en Turingia, presentó una moción cuyo propósito era limitar la autoridad de Hitler mediante el nombramiento de un Senado del Partido. En la subsiguiente votación Dinter fue él único que votó a favor. En octubre fue expulsado del Partido y Hitler mandó una circular para que todos los líderes del Partido la firmasen y confirmaran así su rechazo de toda limitación de su autoridad. Firmaron todos[105].

Otros desafíos serios los provocó el ala revolucionaria del movimiento, cuyas opiniones se vieron reforzadas cuando las elecciones al Reichstag de 1928 demostraron que por la vía legal se había avanzado muy poco hacia el poder. Los nacionalsocialistas ganaron sólo doce escaños y recibieron menos votos que el bloque nacionalista en 1924. La política del Partido abandonó la lucha por arrebatarle los obreros al marxismo y se puso a buscar votos entre los agricultores y las clases medias de las ciudades provinciales. No se abandonó la estrategia urbana, pero su socialismo se hizo menos manifiesto. Esto creó problemas especiales con el ala paramilitar del movimiento, ya que la SA era predominantemente urbana y en sus filas había una gran proporción de trabajadores manuales. Se refundó después que el Partido, en el otoño de 1926, y la mandaba un exlíder del Freikorps (milicias voluntarias), Franz Pfeiffer von Salomon. Éste quería que la SA fuera independiente del aparato central del Partido y, al igual que muchos otros jefes del movimiento, veía con malos ojos el exagerado liderazgo personal que le impuso Hitler[106]. En 1930, el descontento se desbordó y se produjo una ruptura abierta. En julio de 1930 Otto Strasser, que era hermano de Gregor Strasser y representaba a un pequeño grupo de revolucionarios anticapitalistas intransigentes, se separó del Partido tras declarar oficialmente que «los socialistas salen del NSDAP (Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei o Partido Obrero Alemán Nacionalsocialista[107])». En agosto Von Salomon presentó la dimisión en señal de protesta, porque el Partido no apoyaba las aspiraciones de la SA a convertirse en un protoejército que rivalizara con las fuerzas armadas oficiales. Hitler resolvió la consiguiente crisis declarando que se haría cargo personalmente de la SA y ofreciendo algunas concesiones de poca importancia. Sin embargo, durante la primavera siguiente estalló en el este de Alemania una auténtica rebelión de la SA capitaneada por Walther Stennes, que derribó brevemente a la dirección del Partido en Berlín el 1 de abril y declaró que la SA tenía el control, pero cedió después de que Hitler hiciera un llamamiento emocional sobre la necesidad absoluta de lealtad. La subsiguiente purga suspendió a todos los miembros de la SA y los sometió a una investigación política. Hitler centralizó el control de los nombramientos de la SA en la oficina central del Partido y obligó a todos los líderes de la SA a jurarle personalmente obediencia. Finalmente la SA quedó bajo el control de otro exlíder del Freikorps, Ernst Röhm, que había sido oficial superior de Hitler en 1919 y codefendido en 1924[108].

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