Dictadores

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1. Stalin y Hitler: caminos a la dictadura

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Hitler tuvo que afrontar un último obstáculo antes de que se le ofreciera la cancillería en enero de 1933. Aunque Gregor Strasser nunca negó su lealtad personal a Hitler, continuó siendo un colega en lugar de un ayudante. En 1928, fue nombrado líder de organización del Partido y racionalizó y perfeccionó su estructura y sus procedimientos para hacer frente al gran aumento del número de afiliados que provocó la crisis económica después de 1929. Era un político popular y muy respetado y la figura parlamentaria más eficaz y notoria del Partido. En 1930, empezó a abandonar los elementos más socialistas de su pensamiento para centrarse en la necesidad de poder político real. Sostuvo conversaciones con otros partidos políticos y sus portavoces; a diferencia de Hitler, que no quería saber nada de coaliciones que no le proporcionasen la cancillería, Strasser temía que la tozudez de Hitler hiciese perder al Partido la oportunidad de alcanzar el poder, ya fuera compartido o de otro tipo. En el verano de 1932 las probabilidades de fracasar parecían tan grandes como las de triunfar y Strasser comenzó a impacientarse. En octubre abogó por la formación de un bloque con los sindicatos y con otros partidos nacionalistas: «quien quiera acompañarnos será bienvenido[109]». Negoció con el Partido del Centro, que era católico; negoció con jefes del Ejército y se alió con Kurt von Schleicher, ministro de Defensa y partidario de una amplia alianza nacional-social a la que también se sentían atraídos otros líderes además de Strasser. Cuando las elecciones de noviembre de 1932 registraron una marcada disminución de los votos a favor de los nacionalsocialistas, Strasser avanzó hacia una ruptura abierta, con la esperanza de poder llevarse consigo a elementos importantes del Partido, o de persuadir a Hitler a aceptar una coalición y la dirección colectiva. El 3 de diciembre Schleicher ofreció a Strasser la vicecancillería en un Gobierno de coalición; después de diez años en la oposición la tentación era evidente. En un tenso enfrentamiento cara a cara en el Kaiserhof Hotel de Berlín, Hitler ordenó a Strasser que no celebrara más negociaciones. En lugar de escindir el Partido y entrar en el Gobierno, el 8 de diciembre Strasser dimitió súbitamente y se retiró casi por completo de la política, incapaz, a última hora, de negar la importancia que Hitler tenía para la revolución nacional que quería ver hecha realidad en Alemania[110].

Tanto a Strasser como a Bujarin se les ha considerado auténticas alternativas históricas de las dictaduras que los echaron a un lado. Si Strasser hubiera conseguido reducir la autoridad de Hitler, o substituirle en una coalición nacionalista a principios de 1933, tal vez se habría evitado la dictadura personal. Si Bujarin hubiese aprovechado su condición de «favorito de todo el Partido», como le llamaba el testamento de Lenin, y hubiera promovido con éxito su propia versión de la Revolución, quizá Stalin habría sido apartado del poder u obligado a aceptar una asociación[111]. No cabe duda, en ninguno de los dos casos, de que la historia de Alemania y de la Unión Soviética habría sido diferente, si los dos hombres se hubieran ganado la confianza de su partido. Pero es importante no ver ninguna de las dos alternativas como el rostro aceptable del comunismo o del nacionalsocialismo, sombras moderadas de la realidad fanática. Strasser era un antisemita extremo, un enemigo encarnizado del marxismo, un revisionista en política exterior y sus ideas políticas eran contrarias al sistema parlamentario. Bujarin empezó su carrera soviética en el ala revolucionaria extrema y su compromiso con la prudencia económica no le hacía más demócrata; como miembro importante del Politburó apoyó toda una serie de medidas autoritarias que se introdujeron en los años veinte. Más que alternativas de Hitler o Stalin, eran variantes de ellos.

Llegado el momento, ni Bujarin ni Strasser fueron lo bastante fuertes como para superar las graves dificultades que debían afrontar todos los que se oponían a los futuros dictadores.

Ambos hombres tenían una personalidad franca y sin complicaciones cuya sencillez fue un obstáculo para hacer frente a las maniobras políticas encubiertas o tortuosas de Stalin y Hitler, que disfrutaban con el arte de la política y eran despiadados en su práctica. Ninguno tenía la ambición, la determinación o la fuerza de voluntad que se necesitaba para hacerse con la dirección del Partido, como demostró su débil reacción al producirse el enfrentamiento. Las diferencias doctrinales de los dos hombres con sus rivales dominantes han sido exageradas por historiadores interesados en poner de relieve otros posibles resultados de las crisis de los años veinte[112]. Sobre todo, ninguno de los dos logró convencer a las masas del Partido o a la población en general de que era capaz de cumplir más eficazmente las promesas políticas clave. Tanto Hitler como Stalin llegaban a la masa de militantes corrientes del Partido pasando por encima de los líderes y la masa acabaría considerándolos indispensables para el futuro del Partido. Strasser y Bujarin corrieron una suerte horrible, no obstante, por representar en ambos partidos un auténtico sentimiento crítico ante el estilo de dirección que adoptaron Hitler y Stalin. Strasser fue detenido en su domicilio el 30 de junio de 1934 con el pretexto de que estaba conspirando para derribar el Estado y horas después un capitán de las SS (Schutzstaffel o Cuerpo de Protección) le pegó un tiro en una celda de la Jefatura de la Policía Secreta en Berlín. Bujarin se aferró a una carrera limitada en el Partido y fue humillado por Stalin durante ocho años, hasta que finalmente, en marzo de 1938, fue acusado de terrorismo contrarrevolucionario y juzgado. Condenado a muerte, escribió una breve nota a Stalin la noche que fue fusilado, el 15 de marzo de 1938: «Koba, ¿por qué necesitas que yo muera?»[113].

El dominio del Partido no basta para explicar la llegada de la dictadura, aunque era una condición previa indispensable. La mejor explicación de la transición a la dictadura personal es que fue fruto de dos periodos de crisis intensa, uno en la Unión Soviética y el otro en Alemania. Las crisis fueron distintas desde el punto de vista histórico, pero ambas fueron de índole revolucionaria. En la Unión Soviética, durante el periodo que empezó en 1928, tuvo lugar una excepcional conmoción social con el comienzo de la colectivización, los planes quinquenales y un ataque prolongado a la cultura, las ideas y la pericia tachadas de «burguesas» que el régimen había tolerado o explotado en los años veinte. La llamada «segunda revolución» volvió a la trayectoria radical y los conflictos sociales de los primeros años posrevolucionarios de guerra civil, con el fin de acelerar la creación del socialismo. En Alemania la excepcional crisis social y política que acompañó a la depresión económica en 1929 generó una revolución nacionalista que rechazaba por completo el sistema político, la cultura y los valores sociales de la República y buscaba una comunidad nacional «alemana» auténtica. Esta revolución también era hostil a los valores «burgueses» por juzgarlos occidentales, cosmopolitas y divisivos. La regeneración nacional se consideraba un retorno a la trayectoria de afirmación nacional que la guerra y la derrota habían interrumpido.

Hitler y Stalin surgieron de las luchas internas de signo político de los años veinte como representantes supremos de las dos revoluciones y de los círculos de la población de ambos países que las apoyaban y participaban en ellas. Ninguna de las dos fue, sencillamente, orquestada por ellos, aunque tanto Stalin como Hitler interpretaron papeles importantes en el fomento de la crisis y la explotación de las oportunidades políticas que ofrecía. Las revoluciones fueron el resultado de fuerzas sociales y circunstancias históricas que eran difíciles de predecir o controlar; generaron violencia y conflictos políticos a gran escala. La inestabilidad de ambas sociedades, que estaban profundamente sumidas en una crisis, alentó la búsqueda de figuras de estatura política y dignas de confianza que pusieran fin al desorden, al tiempo que aseguraban el resultado revolucionario. En el paso a la dictadura plena Stalin y Hitler se apoyaron en el respaldo popular y en la percepción generalizada, incluso entre los que no eran partidarios de ellos, de que podían ser fuente de estabilidad política, representación del orden revolucionario. Ninguno podía usurpar el poder de forma cruda y directa. Las dictaduras fueron el resultado de una coyuntura histórica única en la cual las pretensiones de los dos líderes se ajustaron, aunque fuese de forma imperfecta, a las aspiraciones de aquéllos a quienes querían representar.

La «segunda revolución» soviética fue fruto de la paradoja evidente que había en el centro del ordenamiento posrevolucionario en 1921, cuando Lenin hizo aprobar la Nueva Política Económica. La decisión de permitir la agricultura y el comercio privados tuvo repercusiones obvias en una sociedad donde cuatro quintas partes de la población trabajaban la tierra y muchos «trabajadores» todavía eran artesanos y tenderos. La decisión que se tomó aquel mismo año de poner fin al faccionalismo y acabar con cualquier fuerza política alternativa creó un partido revolucionario predominantemente urbano, comprometido oficialmente con la edificación de un Estado obrero moderno y una industria a gran escala, que tenía a su cargo una comunidad en la que era difícil imponer el socialismo modernizador. Esta contradicción fue inevitable después de que muchos miembros del Partido comprendieran que no habría revoluciones en otras partes de Europa en los años veinte. El motivo de las disputas entre Trotski y Stalin eran las consecuencias implícitas que había que deducir de esta realidad. Trotski representaba a un grupo reducido que pensaba que la Revolución acabaría fracasando, si no podía propagarse; Stalin era el principal portavoz del resto del Partido, que aceptó que la construcción ejemplar del socialismo en la Unión Soviética era el preludio del fomento de la Revolución en otras partes. Tras la derrota de Trotski, el Partido tuvo que afrontar la lógica de su propia posición. Las condiciones sociales y económicas debían transformarse radical y rápidamente, si la Unión Soviética quería —sola— demostrar cómo era una sociedad socialista. En un discurso que pronunció ante directores de industrias en febrero de 1931, Stalin, repitiendo comentarios que había hecho en el Comité Central en noviembre de 1929, presentó la transformación económica como asunto fundamental para la supervivencia de la Revolución: «Vamos cincuenta o cien años detrás de los países avanzados. Debemos salvar esta distancia en diez años. O la salvamos o nos hundimos[114]». Stalin recordó a sus oyentes que la transformación de la Unión Soviética era el modelo para el proletariado mundial, que miraría al Estado modernizado y declararía: «¡He aquí mi avanzadilla, mi brigada de choque, mi poder estatal obrero, mi patria!»[115].

El proceso de construcción del Estado socialista modelo fue en realidad violento, socialmente destructivo y a menudo se supervisó de forma caótica. El momento crítico llegó en los años 1927 y 1928. Durante el invierno de 1927 el abastecimiento de cereales a las ciudades disminuyó mucho. En noviembre y diciembre quedó reducido a la mitad del nivel de 1926[116]. La causa de la crisis de los cereales fue en parte el hecho de que la industria no suministrara bienes de consumo; los campesinos se guardaron sus cereales para incrementar su capacidad de negociación con el Estado. Sin embargo, al mismo tiempo, los planificadores económicos estatales habían trazado las líneas generales de lo que sería el primer Plan Quinquenal, cuyo objeto era tratar de elevar los niveles totales de la producción industrial, en particular los de la industria pesada, con mayor rapidez. La crisis de los cereales comprometió el plan industrial; también demostró que las fuerzas del mercado que había en el centro de la Nueva Política Económica amenazaban con desplazar el equilibrio de la sociedad soviética hacia los grandes sectores que se dedicaban al comercio y la producción privados. En la primavera de 1928 cada vez eran más las voces que se alzaban en el Partido contra los campesinos especuladores o kulaks y a favor de un crecimiento industrial más rápido. En enero se habían introducido medidas extraordinarias bajo el artículo 107 del Código Penal sobre la especulación, con el fin de arrancar más cereales del campesinado y castigar a los que no quisieran suministrarlo. En 1928, se puso en marcha el Plan Quinquenal en la industria pesada, en vez de en el sector de bienes de consumo; el Partido envió a agentes a los poblados para reducir la amenaza de acaparamiento por parte de los agricultores, que estaban furiosos, porque no había nada que comprar. «No podemos permitir que nuestra industria», afirmó Stalin a comienzos de 1928, «dependa del capricho de los kulaks,»[117]

El resultado fue el fin de la colaboración social y la moderación económica de los años veinte. En el campo los activistas del Partido, que estaban resentidos con un campesinado que era capaz de hacer chantaje a la Revolución, empezaron una nueva lucha de clases contra todo campesino al que se definiera como capitalista, a menudo con muy pocas pruebas de que lo fuese. Se movilizó a los campesinos pobres y los trabajadores rurales para llevar a cabo una revolución social en el campo. Se utilizó la tradicional asamblea de poblado o skhod como instrumento para aislar a los campesinos «ricos» y a quienes se opusieran a la política estatal, e incrementar su cupo de suministro al Estado hasta niveles que eliminaran su fuerza en el mercado. Se fomentó el carnaval tradicional y los rituales humillantes contra los kulaks, a los que se hacía desfilar por las calles de los poblados, se les obligaba a llevar cuellos de alquitrán o se les apaleaba en público[118]. La estrategia consistente en utilizar al campesinado mismo para llevar a cabo lo que quería el Partido —y que Stalin llamó el «método Urales-Siberia», puesto que fue allí donde se practicó por primera vez con buenos resultados— produjo un ímpetu revolucionario que en 1929 dio paso a una lucha de clases manifiesta y violenta y, a finales de año, a una política oficial de «deskulakización». Durante dicho año el Partido tomó medidas a favor de la agricultura colectivizada: granjas extensas organizadas por el Estado, en lugar de las pequeñas parcelas de los campesinos, y la destrucción del mercado independiente de productos agrícolas. La colectivización en masa empezó en octubre; un mes después Stalin anunció lo que denominó «el Gran Giro» en el proceso de creación de una agricultura moderna y socializada. A su modo de ver, la crisis era fundamental para la supervivencia de la Revolución: «O tenemos éxito», dijo al pleno del Comité Central, «o nos hundimos[119]». El 27 de diciembre de 1929 Stalin pidió finalmente una política sin concesiones cuyo objetivo era «liquidar a los kulaks como clase». El vocabulario de la lucha de clases violenta impregnaba toda la política rural.

La reanudación de la lucha de clases revolucionaria avanzó en otros frentes, alentada por los líderes del Partido, que, al igual que Stalin, temían que la era de la Nueva Política Económica causara un lento renacer de la sociedad capitalista. En marzo de 1929 el Soviet Supremo confirmó el plan industrial máximo, lo cual supuso el comienzo de un programa que transformó físicamente la Unión Soviética y provocó un éxodo masivo del campo a los nuevos centros industriales. El Partido utilizó la conmoción social para poner en marcha una proletarización agresiva de la sociedad soviética. Las fábricas reclutaron a centenares de miles de nuevos miembros del Partido, que abrumaron a la vieja generación de bolcheviques prerrevolucionarios. Se controló la producción cultural para excluir las formas de expresión más experimentales, a las que se tildó de formalistas o burguesas, al tiempo que se patrocinaba el auténtico arte proletario. La revolución cultural fue una faceta de una guerra prolongada contra los restos de la clase burguesa y sus valores, que se señaló en marzo de 1928 con el juicio de un grupo de ingenieros de las minas de carbón de Shajti, en el sur de Ucrania. Los cincuenta y tres ingenieros fueron acusados de sabotaje deliberado y de actividades «destructivas» contra la Revolución. La mayoría fue declarada culpable y cinco fueron ejecutados. El juicio significó el fin del periodo en el que los expertos supuestamente burgueses eran bien acogidos como colaboradores. En abril de 1928 Stalin arguyó que el juicio había puesto de manifiesto una forma nueva de contrarrevolución burguesa «contra la dictadura del proletariado». El temor a renovadas «ofensivas contra el poder soviético» por parte de fuerzas capitalistas nacionales se usó como excusa para acosar, detener, encarcelar o ejecutar a miles de miembros de la antigua intelectualidad que trabajaban en la industria y la burocracia, entre ellos varios de los principales economistas y estadísticos del país que habían hecho posible la planificación industrial de finales de los años veinte[120].

Los efectos de la reanudación de la lucha de clases revolucionaria fueron, a corto plazo, desastrosos. La vieja generación de expertos fue reemplazada por cuadros de substitutos proletarios preparados apresuradamente. La industria entró en expansión, pero fue un estallido de proyectos a medio terminar, cupos incumplidos y producción de baja calidad, lo cual dio pie a sucesivas oleadas de persecución por sabotaje. Las consecuencias más perjudiciales se sintieron en el campo, donde millones de campesinos se resistieron violentamente a la súbita transformación de su existencia e hicieron que partes de la Unión Soviética rural viviesen una guerra civil no declarada. Se destruyeron o incendiaron máquinas y edificios. Los agricultores sacrificaban su ganado para evitar que cayese en poder del Estado: entre 1928 y 1933 la cabaña de ganado vacuno disminuyó en un 44 por ciento, la de ganado lanar en un 65 por ciento y la de caballos, que eran imprescindibles para arar en una época anterior al tractor, en más de la mitad. La producción de cereales descendió, pero la adquisición central aumentó, dejando gran parte del campo sumida en una desesperada escasez de alimentos[121]. La resistencia de los campesinos provocó una espiral de violencia cuando miembros del Partido Comunista, funcionarios y policías se trasladaron de las ciudades a las provincias para combatir los sabotajes campesinos. Los choques violentos y los actos de terrorismo aumentaron de poco más de mil incidentes en 1928 a 13 794 en 1930. Ese año hubo 1198 asesinatos y 5720 tentativas de asesinato y agresiones graves, la mayoría contra activistas del Partido y campesinos que ingresaron voluntariamente en las colectividades. Los disturbios y las manifestaciones se multiplicaron también y en 1930 hubo más de trece mil, que afectaron, según cálculos oficiales, a un total de más de 2,4 millones de campesinos[122]. Las autoridades se encogieron ante la ofensiva y en marzo de 1930 Stalin anunció una tregua temporal y culpó a los activistas comunistas de estar «mareados por el éxito» en el campo. En octubre la proporción de granjas colectivizadas en Rusia bajó del 59 por ciento al 22 por ciento[123]. El régimen se reagrupó y al año siguiente empleó la fuerza para llevar a cabo la colectivización: más de dos millones de agricultores fueron deportados a los campos de trabajo del norte y el este y dos millones más, a otros lugares de sus propias regiones[124].

En 1932, la crisis produjo finalmente una hambruna masiva. Se calcula que en una vasta extensión que iba desde el Kazajistán hasta Ucrania pasando por el norte del Cáucaso, como consecuencia de los excesivos niveles de adquisición, la pérdida de mano de obra y de caballos, la desmoralización y la resistencia de los campesinos, entre cuatro y cinco millones de personas murieron de desnutrición y enfermedades causadas por el hambre en el invierno entre 1932 y 1933. Ese año la crisis provocada por la segunda revolución alcanzó su apogeo. La producción industrial disminuyó y la inflación aumentó. En abril estalló una oleada de huelgas entre los obreros industriales de Moscú como reacción a la escasez de alimentos. La situación en Ucrania, donde el Partido insistía en extraer los cupos máximos para castigar a los campesinos por su resistencia, era tan desesperada que indujo a Stalin a comentar, en una carta urgente que escribió en agosto de 1932, «puede que perdamos Ucrania», aunque su reacción fue, una vez más, insistir en que se tomaran medidas más duras contra los saboteadores y los criminales[125]. En marzo de 1932 un grupo de comunistas reunidos alrededor de Martem’ian Ryutin, candidato al Comité Central, produjo un documento de 200 páginas titulado «Stalin y la crisis de la Dictadura del Proletariado» que analizaba detalladamente los fallos de la segunda revolución. En septiembre la llamada «plataforma» de Ryutin envió al Comité Central una «Carta de los Dieciocho Bolcheviques» que instaba a todos los miembros del Partido a sacar el país «de la crisis y el callejón sin salida» mediante «la liquidación de la dictadura de Stalin y su camarilla[126]». Todos fueron expulsados del Partido en octubre de 1932, aunque sus puntos de vista reflejaban una preocupación más amplia en el Partido a causa de la crisis rural. Aunque Stalin quería que Ryutin fuera ejecutado, el Politburó puso reparos a ello y el dictador tuvo que conformarse con que se le condenara a la cárcel.

El régimen retuvo el control durante la crisis de la segunda revolución gracias en parte al apoyo popular a lo que muchos veían como un esfuerzo real por devolver por fin a la Revolución sus principios socialistas esenciales. La resistencia en masa en el campo también fue acompañada de mayor entusiasmo por parte de los trabajadores rurales pobres o sin tierra, que cooperaron denunciando a los supuestos kulaks. Los nuevos cuadros integrados por miembros más proletarios del Partido, que formaba brigadas de «obreros de choque» revolucionarios en las fábricas o visitaban los pueblos portando buenas noticias revolucionarias, acogieron con agrado a la nueva dirección, debido a las ventajas que prometía para una clase obrera que se había beneficiado poco de la Nueva Política Económica. Molotov, que se convirtió en primer ministro en 1930, instó a «soltar las fuerzas revolucionarias de la clase obrera y los campesinos pobres y medianos[127]». El principal beneficiario de este movimiento fue el propio Stalin, que apoyó deliberadamente la nueva oleada de lucha de clases. La gente llegó a ver en él una figura indispensable para el Partido y el país durante los años críticos de reconstrucción revolucionaria. «Sucedió», se quejó Bujarin en 1936, «que se convirtió en una especie de símbolo del Partido, y las filas inferiores, los obreros, el pueblo creen en él.»[128] Incluso aquéllos a quienes no gustaba lo que Stalin representaba se sintieron empujados a apoyar su activismo revolucionario. «No soporto la inacción», escribió Ivan Smirnov, expartidario de Trotski. «¡Debo construir!»[129] Stalin consiguió imponer su autoridad como símbolo de solidez en un mundo cambiante. Incluso en 1932, en el punto más alto de la crisis, esta impresión de que era necesario superó la creencia de Ryutin de que no lo era. «La lealtad a Stalin», escribiría Alexandr Barmin más tarde, «se basaba principalmente en el convencimiento de que no había nadie capaz de ocupar su lugar… detenerse ahora o intentar una retirada significaría perderlo todo.»[130] La primera Revolución se identificó con Lenin; la segunda fue un amplio movimiento de avance cuyo objetivo era completar los procesos que había desencadenado la primera. Se identificaría con la revolución de Stalin y su aspiración a la autoridad suprema creció con la crisis misma.

La «revolución nacional» en Alemania se ha identificado siempre con Hitler y el nacionalsocialismo, toda vez que el resultado final fue una dictadura de Hitler; de ahí que los historiadores se hayan esforzado en identificar las razones del éxito electoral del Partido y la naturaleza exacta de su apoyo social como explicaciones de su subida al poder. Sin embargo, en realidad Hitler se convirtió en representante de un movimiento mucho más amplio de nacionalismo político que surgió mucho antes de que el Partido Nacionalsocialista tuviera importancia electoral y que colaboró con el nacionalsocialismo después de que éste se transformara en un movimiento de masas. Numerosos alemanes que no eran miembros convencidos ni votantes del Partido vieron con satisfacción el fin de la República de Weimar y el renacimiento de Alemania; los primeros años del Gobierno de Hitler fueron años de coalición nacionalista; Hitler llegó al poder sólo porque un grupo de nacionalistas conservadores que rodeaba al envejecido presidente, el mariscal de campo Paul von Hindenburg, elegido como símbolo de la nación en 1925, juzgó, a regañadientes, que Hitler era esencial para llevar a término la revolución nacional más amplia. Los años de crisis que siguieron a 1929 fueron explotados por el nacionalsocialismo con más éxito que cualquier otro movimiento nacionalista, pero ese éxito se basó principalmente en la capacidad del Partido de hablar un lenguaje de resurgimiento social y afirmación nacional que gozó de amplia resonancia popular. La autoridad política última de Hitler dependía de su representatividad.

Presentar la crisis económica como una serie de gráficos en acusado descenso no es suficiente para dar idea de su gravedad. Durante cuatro años la segunda potencia industrial del mundo vio cómo el comercio disminuía en más de la mitad, cómo dos quintas partes de su población activa se quedaban sin empleo, mientras el resto trabajaba jornadas reducidas o cobraba salarios igualmente reducidos, cómo los tenderos y pequeños comerciantes se empobrecían y cómo el Estado se encontraba al borde de la bancarrota[131]. Desde 1919 la mayoría de los alemanes había conocido sólo dos o tres años en los cuales el crecimiento económico alcanzó los niveles de antes de la guerra, y la súbita caída de la economía que vino después tuvo tremendas repercusiones sociales y políticas. En el Reichstag la coalición de liberales y socialdemócratas se deshizo en 1930 en medio de discusiones sobre los pagos de la seguridad social, y desde entonces hasta 1933 el país fue gobernado por medio de decretos presidenciales de emergencia y medidas administrativas por parte del canciller. Las elecciones al Reichstag celebradas en 1930 y en el verano de 1932 solo sirvieron para poner de manifiesto que la opinión moderada estaba de capa caída, al tiempo que subían los partidos comprometidos con actividades contra y fuera del Parlamento: los votos que, en conjunto, el nacionalsocialismo y el Partido Comunista alemán aumentaron del 31 al 52 por ciento entre las dos elecciones. El resurgir del comunismo contribuyó en gran medida a despertar de nuevo los recuerdos populares de la revolución alemana de la posguerra; el derrumbamiento económico hizo temer que el fin del capitalismo significara la desintegración de la sociedad y la guerra civil. «Resultaba deprimente por conocido», escribió un testigo, «olía a 1919 o 1920.»[132] Se consideraba que la política estaba relacionada con asuntos fundamentales para el futuro de Alemania. La violencia política y el aumento de la criminalidad que caracterizaron los años posteriores a 1929 se veían como síntomas de una profunda crisis moral. Sólo en 1932 murieron 155 personas en choques por motivos políticos, entre ellas 55 nacionalsocialistas y 54 comunistas[133]. Varios miles más resultaron heridas o fueron amenazadas. Gregor Strasser fue suspendido del Parlamento por agredir a otro diputado. La policía luchaba por contener la violencia, El uso de armas de fuego para resolver disputas era común. A veces el propio Hitler llevaba una pistola cargada. Los sentimientos políticos degeneraron en expresiones de hondo rencor y odios violentos.

Las fuerzas nacionalistas alemanas hablaban a menudo de la necesidad de la «revolución». Era una palabra que Hitler usaba con frecuencia para referirse a la destrucción del orden existente y los planes del Partido de construir una nueva Alemania[134]. Sin embargo, en los años veinte el nacionalismo estaba dividido, no sólo por cuestiones de personalidad, sino también por las versiones diferentes de la nación. Hasta 1929 el nacionalsocialismo fue una parte pequeña del estamento político nacionalista y los demás nacionalistas desconfiaban de él. «La mayoría de la gente nos miraba como a exaltados inmaduros», explicó un hombre de la SA en un ensayo que escribió en 1934 para el investigador social Theodore Abel, «que sacrificaban su tiempo y su dinero por una causa quimérica.»[135] Hitler, según recordó otro testigo, «todavía era considerado por muchos una figura un tanto embarazosa con un pasado nada brillante[136]». El estamento nacionalista incluía el Partido Nacional del Pueblo Alemán, dirigido a partir de 1928 por el magnate de la prensa Alfred Hugenberg, el Partido del Pueblo Alemán y una serie de partidos más pequeños y grupos de presión que compartían en gran medida la perspectiva de los nacionalistas alemanes. Había organizaciones paramilitares y de excombatientes cuyos afiliados se contaban por millones y la mayor de las cuales era la llamada Stahlhelm o «casco de acero» de Franz Seldte. Había asociaciones gremiales y sindicatos, como la gran Asociación Nacional Alemana de Empleados de Comercio, cuyos puntos de vista eran nacionalistas en líneas generales. Había una influyente intelectualidad nacionalista radical, cuyos portavoces, muy pocos de los cuales eran nacionalsocialistas, daban forma a las expectativas de regeneración nacional y reforma social. Estos grupos numerosos estaban unidos por la hostilidad a la política de la República, el entusiasmo por el autoritarismo, el militarismo y la revisión de los tratados y, en algunos casos, aunque en modo alguno en todos, por el deseo de edificar un nuevo orden social.

Éste era el variado estamento nacionalista que después de 1929 luchó por encontrar una solución que evitase el retorno al Gobierno parlamentario y pudiera proteger a la nación del comunismo, al mismo tiempo que reactivaba la economía y el poderío de Alemania. En el verano de 1929 se fundó el denominado «Comité del Reich», en el que se encontraban los nacionalistas de Hugenberg, los excombatientes de Seldte y la conservadora y nacionalista Liga Pangermánica de Heinrich Class. El movimiento de Hitler también estaba vinculado a él, pero durante 1930 y 1931 el nacionalsocialismo procuró superar a sus aliados fomentando un mensaje nacionalista más estridente y radical. Muchos de los movimientos menores se fundieron con el partido de Hitler u ordenaron a sus afiliados que votasen a los candidatos nacionalsocialistas. En 1932, el nacionalsocialismo ya se había convertido en el elemento más importante del movimiento nacionalista gracias a la eficacia de su propaganda y su organización. Su atractivo fundamental se basaba en presentar a Hitler como el hombre que Alemania llevaba tiempo buscando. En noviembre de 1932 los carteles electorales declaraban: HITLER, NUESTRA ÚLTIMA ESPERANZA. El descenso de los votos nacionalistas en esas elecciones no reflejó necesariamente una disminución del entusiasmo por el renacimiento nacional, sino sólo por la capacidad de Hitler de llevarlo a cabo.

Hitler se salvó gracias a que entre los nacionalistas conservadores, muchos de los cuales veían con repugnancia la violencia callejera y el populismo del movimiento, iba en aumento el temor de que la crisis política irresuelta de 1932 allanara todavía más el camino al comunismo y la guerra civil. El 30 de enero de 1933 fue invitado a formar un «Gabinete de Unidad Nacional» en el que los nacionalsocialistas tenían sólo tres puestos. El nombramiento de Hitler no dio entrada a la dictadura, pero sí señaló el punto en el cual la revolución nacional dejó de ser una aspiración y se convirtió en una realidad. Durante el año y medio siguiente tuvo lugar en toda Alemania un proceso al que se dio el nombre de «coordinación» (Gleichschaltung); miles de personas fueron desposeídas de sus puestos, porque no habían participado en la lucha revolucionaria nacional y miles más acabaron en las cárceles y los campos, víctimas de una oleada de brutalidad e intimidación sin freno. La mentalidad de guerra civil no distinguía entre los nacionalsocialistas y los demás, sino entre los nacionalistas y los demás, y la violencia que marcó los primeros meses del régimen fue dirigida contra los supuestos enemigos de la nación, principalmente los socialistas, los judíos y los cristianos que se oponían de forma activa al movimiento. La revolución nacional avanzó impulsada por una amplia coalición de fuerzas nacionalistas que no empezó a cristalizar en una versión más específicamente nacionalsocialista de la revolución hasta que se abolieron todos los demás partidos políticos en el verano de 1933. Incluso después de esto continuó la coalición con los nacionalistas conservadores. El banquero nacionalista Hjalmar Schacht se hizo cargo del importante Ministerio de Economía, Seldte se convirtió en ministro de Trabajo y el Ministerio de Hacienda se confió a un burócrata de carrera. Ninguno de ellos era miembro del Partido.

Es evidente que Hitler fue quien más se benefició de la revolución nacionalista. El hecho de que el Partido contara con masas de seguidores legitimó la pretensión de Hitler de representar a esa revolución. La popularidad de Hitler entre alrededor de un tercio del electorado en 1932 reforzó su aspiración al liderazgo político frente a la de cualquier otra figura de los movimientos nacionalistas. Strasser titubeó en disputarle el liderazgo a Hitler en 1932, porque en su fuero interno creía que perjudicaría las perspectivas futuras de Alemania, si causaba una escisión en el Partido. Al igual que Stalin, Hitler explotó en provecho propio el miedo a la lucha de clases. Cuanto más predicaba sobre la amenaza del comunismo, táctica que alcanzó su apogeo cuando en la primavera de 1933 obtuvo el medio legal de destruir el movimiento comunista, más veía el pueblo en Hitler al hombre que salvaría a Alemania. La crisis era esencial para este propósito. En 1929, Strasser había reconocido esta realidad al decir «queremos una catástrofe… porque sólo una catástrofe… abrirá camino a las tareas nuevas que nombremos los nacionalsocialistas[137]». Incluso los que desconfiaban de Hitler, como el político católico Franz von Papen, que contribuyó a persuadir al presidente a nombrar a Hitler canciller, pensaban que sólo Hitler podía unir a las dispersas fuerzas nacionalistas en 1933. En las elecciones de marzo de 1933 los nacionalsocialistas cosecharon el 44 por ciento de los votos, pero los partidos nacionalistas juntos obtuvieron una mayoría: el 52 por ciento. Muchos nacionalistas seguían teniendo aversión al radicalismo social y la violencia racial de los seguidores de Hitler, pero muy pocos querían que Alemania volviera a sumirse en el caos económico y las guerras civiles de carácter político de los primeros años treinta[138]. En este sentido, la creciente autoridad de Hitler, al igual que la de Stalin, se basaba en evaluaciones que eran a la vez positivas y negativas. Entre los partidarios de la dictadura había quienes la apoyaban con entusiasmo y otros que lo hacían a regañadientes y con calculada complicidad, temerosos de que la alternativa provocara un retroceso del sistema y se perdiera lo que se había ganado con la segunda revolución o que la salvación de la nación resultara perjudicada. Una crisis prolongada era inseparable de este proceso; en cada caso las ambiciones o el sentido del destino que impulsaban a Hitler y a Stalin les permitieron, en la coyuntura crítica, hacerse pasar por representantes de todos los que anhelaban un cambio con estabilidad. Sin la crisis es más difícil creer que los dos políticos hubieran podido transformarse en algo de mayor envergadura, es decir, en dictadores.

¿Cuándo se convirtieron en dictadores? He aquí una pregunta que no tiene una respuesta histórica clara. El principio de la dictadura de Stalin se data tradicionalmente en diciembre de 1929, cuando su cumpleaños se celebró de forma extravagante en las páginas de Pravda. No cabe duda de que fue el momento en que dominó la máquina del Partido, pero el público siguió viéndole como una entre varias figuras del Partido, quizás el primus inter pares, pero todavía sin la autoridad ilimitada de los últimos años treinta. Cuando en 1929 preguntaron a uno de los bedeles de la Universidad de Moscú a quién se refería al hablar del «nuevo zar», contestó que al presidente, Mijaíl Kalinin[139]. La presentación de Stalin como la figura que construiría la nueva comunidad socialista se creó durante la segunda Revolución, pero nadie salvo sus detractores le llamaba «dictador». La dictadura de Hitler, en cambio, parece apoyarse en terreno más sólido. Su nombramiento como canciller el 30 de enero de 1933 suele tomarse como punto de partida de la «dictadura de Hitler», aun cuando era canciller en un gabinete que se componía en gran parte de nacionalistas que no eran nacionalsocialistas, bajo un presidente que conservaba poderes extraordinarios que le permitían anular las decisiones de su canciller o prorrogar el Parlamento, si tenía buenos motivos para ello. En marzo de 1933 se aprobó una ley de autorización que otorgaba al Gobierno de Hitler poderes extraordinarios para legislar, pero no quedó claro si tal derecho sólo podía ejercerlo Hitler o el Gobierno en su conjunto[140]. La autoridad personal sin límites de Hitler, que llevaba tiempo ejerciendo en su partido, también nació durante la segunda revolución. Los historiadores han tanteado distintas fechas para definir el momento en que nació el poder dictatorial de ambos hombres, pero es obvio que la elección de uno u otro depende de cómo se defina la dictadura personal.

Hay buenas razones para optar por el año 1934 como momento crítico. Una década después de las crisis que habrían podido significar el fin de sus carreras políticas, Stalin y Hitler dominaban los congresos de sus respectivos partidos. Ambas ocasiones se utilizaron como oportunidades para resumir el reciente pasado revolucionario. En el XVII Congreso del Partido Comunista, el «Congreso de los Vencedores», que se reunió en enero de 1934 en Moscú, Stalin anunció que el antileninismo había terminado: «no queda nada que probar y, al parecer, nadie a quien combatir. Todo el mundo puede ver que la línea del Partido ha triunfado[141]». En una extraña farsa, Stalin permitió que todos sus antiguos enemigos, incluidos Zinoviev y Bujarin, pronunciaran discursos llenos de serviles alabanzas a él («nuestro líder y comandante», insistió Kámenev[142]). En septiembre de 1934 los nacionalsocialistas celebraron el «Congreso de la Unidad, Congreso del Poder». La alocución triunfal de Hitler fue leída en voz alta por el líder del Partido de Baviera, Adolf Wagner, ante una multitud extática en el Zeppelinfeld de Núremberg. «La forma de vida alemana», salmodió Wagner, «está claramente determinada para los próximos mil años. Para nosotros, el agitado siglo diecinueve ha terminado definitivamente.»[143]

Sin embargo, la llegada de la dictadura personal no la señalaron los dos congresos de 1934, sino dos asesinatos. El primero fue el de Ernst Röhm, el jefe de la SA, que fue muerto a tiros por orden de Hitler en una celda de la prisión Stadelheim en Múnich la tarde del 1 de julio de 1934. El segundo fue el asesinato del popular secretario del Partido Comunista de Leningrado, Serguéi Kírov, el 1 de diciembre de 1934, cuando se dirigía andando a su despacho en el Instituto Smolny. Tanto Hitler como Stalin utilizaron estas muertes como oportunidad para demostrar que ahora estaban por encima de la ley; esta expresión de poder personal sin restricciones fue el elemento esencial que definió la autoridad de los dos hombres como dictatorial.

El nombramiento de Röhm como jefe de la SA en 1930 se había hecho para recompensar a un viejo luchador del Partido y poner fin a las quejas sediciosas de los elementos revolucionarios encuadrados en la SA. El resultado fue todo lo contrario. Röhm edificó una organización mucho mayor y más militarizada y se veía a sí mismo, al igual que Strasser, como colega en vez de mero lugarteniente. En 1933, se utilizó la SA para desencadenar una oleada de violencia oficial y extraoficial contra los enemigos del movimiento. Los hombres de la SA esperaban que la revolución nacional les premiase con cargos o empleos, pero muchos siguieron en paro; se habló de que la SA asumiría funciones policiales, incluso el papel del Ejército alemán, el cual, con sólo los 100 000 hombres que permitía el Tratado de Versalles, representaba ahora únicamente una vigésima parte del tamaño de la milicia del Partido. Hitler no se atrevió a indisponerse con sus aliados conservadores en la coalición nacional y frenó a la SA en el verano de 1933. Pero durante el año siguiente aumentaron las aspiraciones de Röhm a una revolución nacional de mayor alcance. Acariciaba sin disimulo la idea de crear un ejército y una fuerza aérea de la SA que se hicieran cargo de la defensa del Reich; los hombres de la SA empezaron a aplaudir el culto a su propio líder en vez de a Hitler. En el verano de 1934 un radicalismo resentido imperaba en el ánimo de gran parte de la SA[144].

Hitler se encontraba ante una alternativa difícil, toda vez que la SA había crecido con el movimiento y simbolizaba su larga y sangrienta lucha por el poder. En junio de 1934 los jefes del Ejército amenazaron con actuar si no hacía nada y Hitler aceptó a regañadientes que debía eliminar a Röhm. La policía secreta tenía un grueso expediente sobre la ostentosa homosexualidad de los líderes de la SA y sobre los contactos de Röhm con Von Schleicher, el conspirador que había intentado atraer a Strasser al Gobierno en diciembre de 1932. Hitler, apoyado por los demás líderes principales, planeó un golpe para finales de junio de 1934 con el pretexto de que Röhm se disponía a derribar al Gobierno y entregar Alemania a las potencias extranjeras (acusación digna de los procesos que se celebraron durante las purgas que desencadenó Stalin). El 30 de junio, en medio de escenas de extraordinario dramatismo, los líderes de la SA fueron llevados a rastras a prisiones de Berlín, Múnich y otras ciudades y allí fueron muertos a tiros por hombres de las SS, la guardia de corps de Hitler. Schleicher, Strasser y muchos otros críticos y oponentes destacados fueron asesinados el mismo día con el pretexto de que también ellos estaban envueltos en el complot. Se ha identificado un total de 85 asesinatos, pero es casi seguro que fueron más, porque los líderes del Partido ajustaron cuentas pendientes[145].

Hitler detuvo personalmente a Röhm. Se trasladó en avión a Múnich y en automóvil a Bad Wiessee, al hotel donde se hospedaban Röhm y Edmund Heines, el líder de la SA en Breslau. Hitler irrumpió revólver en mano en el dormitorio del jefe de la SA y le gritó: «¡Quedas detenido, so cerdo!». El asustado Röhm fue entregado a dos hombres de las SS, que le arrojaron algunas prendas de vestir y lo metieron a empujones en el autocar que esperaba para llevarle a la prisión Stadelheim de Múnich. Fue uno de los últimos en morir. A Hitler, más calmado ahora, le costó ordenar la muerte de un viejo camarada. Recordó los días en que, diez años antes, él y Röhm habían sido juzgados juntos por alta traición en Múnich: «Una vez estuvo a mi lado en el Tribunal Popular», se quejó a Hess[146]. Al día siguiente decidió permitir que Röhm se pegara un tiro él mismo. Dejaron una pistola en su celda y le dieron diez minutos para decidirse. Al no oírse ningún disparo, el comandante de las SS en Dachau, el campo de concentración local, Theodor Eicke, entró en la celda y disparó a quemarropa contra Röhm, que estaba desnudo de cintura para arriba. Aquel día el jefe del Ejército, el general Werner von Blomberg, anunció que Hitler, «con decisión propia de militar», había salvado a la nación de la traición[147]. En una sesión del gabinete celebrada el 3 de julio se acordó promulgar una ley según la cual los asesinatos sin juicio eran «legítimos para la necesaria defensa del Estado». El ministro de Justicia, Franz Gürtner, jurista de avanzada edad que no era nacionalsocialista, confirmó que lo que había hecho Hitler era indiscutiblemente legítimo[148]. El 13 de julio Hitler explicó en el Reichstag las fantásticas dimensiones de lo que en realidad era un complot inexistente. Anunció que todo el mundo debía saber «para siempre» que a quienquiera que alzase la mano contra el Estado le esperaba «una muerte cierta». El presidente del Reichstag, Hermann Göring, que había organizado la purga de la SA en Berlín, dijo a los delegados reunidos que «Todos nosotros aprobamos, siempre, lo que haga nuestro Führer[149]». Hitler estaba pública y explícitamente por encima de la ley y podía, sin restricción alguna, ordenar la vida o la muerte.

Puede que Kírov fuera asesinado por orden de Stalin, pero la mayoría de las pruebas reunidas hasta ahora hace pensar que fue víctima de un asesino que actuó por cuenta propia. La importancia de la muerte de Kírov, como la de Röhm, radica en que representaba la última barrera posible ante el ejercicio sin restricciones de la autoridad por parte de Stalin. Serguéi Kóstrikov, hijo de un oficinista, eligió el nombre de Kírov como seudónimo bolchevique, era un poco más joven que Stalin y había hecho un carrera revolucionaria larga y respetable, que en febrero de 1926 le llevó a la jefatura del Partido en Leningrado, como enviado de Stalin, con la misión de acabar con la oposición de izquierdas. Era un líder inspirador, llevaba una vida agitada, bebía mucho, era enérgico, guapo, de cara ancha y juvenil, y un orador que, según alguien que le oyó en sus primeros tiempos en Leningrado, era «apasionado, convincente, inspirador[150]». Durante los años treinta se le consideró un leal partidario de Stalin y, al igual que Röhm, hacía ostentación extravagante de su lealtad en público. Su opinión privada era más crítica. Se dice que antes del Congreso de los Vencedores un grupo de bolcheviques de rango superior trató de animarle a competir por el puesto de Stalin, pero él se negó. En el congreso, sin embargo, no se sentó en el estrado, como le permitía su cargo, sino con la delegación de Leningrado. Al pronunciar su discurso, con las habituales hipérboles relativas a Stalin, habló sin notas, ardiente y apasionado, mientras que Stalin era sólido y aburrido. Los asistentes se pusieron en pie y tributaron a Kírov una ovación apoteósica. Al hacer el recuento de los votos correspondientes a las elecciones del Comité Central, se anunció que Stalin había recibido 1056 de 1059 y Kírov, 1055. Pero más adelante se supo que se habían destruido unas doscientas ochenta y nueve papeletas con el nombre de Stalin tachado y el de Kírov, señalado, lo cual habría convertido a éste en claro vencedor y habría amenazado la autoridad de Stalin, aunque sin derribarle. Stalin nunca volvió a presentarse como candidato al cargo de secretario general y a partir de entonces ni el Partido ni los documentos del Estado utilizaron este título para referirse a él[151].

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