Dictadores

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2. El arte de gobernar

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El abandono de la toma «colectiva» de decisiones resultó explícito a causa de la decadencia del papel del gabinete. Después de 1934 Hitler asistió a sus reuniones cada vez con menos regularidad y su número disminuyó hasta quedar reducido a sólo seis en 1937 y una sola en 1938, la última, el 20 de febrero. Había reuniones de grupos más pequeños de ministros, pero no eran regulares ni frecuentes. A Hitler no le gustaban las reuniones de los comités y, al igual que Stalin, prefería hablar de los asuntos con una o dos personas solamente, a veces cara a cara en su estudio oficial, otras veces en Berchtesgaden, su retiro en las montañas de Baviera, o durante el almuerzo o la cena. A partir de 1936 Hitler trató la mayoría de los asuntos políticos en sesiones desprovistas de formulismos, sin actas ni protocolos. A finales de agosto de 1936, por ejemplo, Göring fue llamado a Baviera, donde durante un largo paseo por la campiña alpina se trató y acordó su nombramiento como jefe de un nuevo y poderoso organismo de planificación económica. En 1941, el recién nombrado líder del Partido en Viena, Baldur von Schirach, exjefe de las Juventudes Hitlerianas, fue invitado a almorzar con Hitler. Antes de la comida, Hitler se lo llevó a un lado, al aire libre, donde nadie pudiera oírles, y le dio instrucciones sobre la expulsión de los judíos de Viena[47]. Los diarios y las agendas de citas de ministros importantes —Himmler, Goebbels, Speer, Göring— indican que se celebraban encuentros regulares a puerta cerrada cuyo contenido se conserva, si es que se conserva, sólo en recuerdos incompletos de conversaciones. Al igual que Stalin, gran parte de la tarea de gobernar rodeaba la figura del propio dictador; el séquito se acostumbró a un proceso político irregular, secreto y fragmentario, que protegía a su líder de la sensación de encabezar un comité. «Desde luego, no soy el presidente de ningún consejo de administración», dijo Hitler a líderes del Partido reunidos en 1937 para oír sus opiniones sobre el liderazgo[48].

La autoridad de Hitler dependía menos que la de Stalin de la manipulación del Estado secreto. Tenía acceso a los informes regulares de los servicios de inteligencia, y las oficinas centrales del Partido en Berlín y Múnich tenían expedientes sobre todos los miembros del Partido, pero gracias a su imagen pública como líder del pueblo y a sus poderes legislativos oficiales y extraoficiales, su dominio del poder era más seguro que el de Stalin en los años treinta. Utilizaba sus cancillerías personales, una para las responsabilidades de Estado y otra para el Partido, como filtros con los que controlaba el volumen de trabajo y el número de visitas, pero no para construir un Estado aparte, secreto, Al consolidarse la dictadura, la cancillería del Partido empezó a interpretar un papel más importante en la iniciación o la organización de los pocos aspectos de la política, en particular la política racial, que debían ocultarse al resto del aparato[49]. En 1934, la Cancillería era dirigida por Philipp Bouhler con la colaboración del segundo de Hitler, Rudolf Hess. Después del vuelo de Hess a Escocia en mayo de 1941, Martin Bormann se hizo cargo de ella. Bormann era el Poskrebyshev de Hitler, escogido por sus cualidades burocráticas y su adusta personalidad, y caía mal a la mayoría de los ministros que tenían que tratar con él cuando querían ver a Hitler. Bajo Bormann la cancillería del Partido se injirió cada vez más en la dirección del Gobierno, hasta que en 1944 todas las leyes del Estado debían presentarse a la aprobación de la cancillería antes de promulgarlas[50]. El secretariado de Bormann se convirtió en un complemento importante del ejercicio del poder por parte de Hitler, del mismo modo que la cancillería secreta del Kremlin pasó a ser un instrumento indispensable para la dominación, más oblicua, del Estado soviético por parte de Stalin.

Aunque su actitud ante el poder dictatorial fuese diferente, había rasgos comunes en la forma en que Hitler y Stalin ejercían su autoridad. Ambos crearon una pauta de gobierno que dependía de su presencia física directa en lugares definidos, más o menos del mismo modo que los reyes ejercían su autoridad en la era del absolutismo. La autoridad viajaba con ellos. En septiembre de 1935 los diputados del Reichstag fueron transportados físicamente a Núremberg para que pudiesen ratificar leyes que Hitler quería anunciar en el Congreso del Partido[51]. Cuando Stalin se retiró por poco tiempo a su dacha de Kuntsevo a finales de junio de 1941, a raíz de la invasión alemana, el sistema gubernamental se sumió en la confusión durante breve tiempo hasta que sus colegas lograron persuadirle a regresar al Kremlin[52]. Una orden verbal de los dos hombres bastaba para que se tomasen medidas. Puede que las reuniones a puerta cerrada, las llamadas telefónicas de las que no quedaba constancia y las conversaciones oficiosas dejaran sólo rastros muy leves, pero es casi seguro que llegaron a tener más importancia para el arte de gobernar que los comités y la correspondencia oficiales que se encuentran en los archivos. No se trataba de una autoridad «oculta», toda vez que era muy real para los que aprendieron a trabajar a la sombra de la dictadura, pero era en gran parte atributiva, ya que dependía de que el resto del aparato oficial del Gobierno o del Partido estuviese psicológicamente dispuesto a aceptar la expresión de la voluntad dictatorial, como sustituto de los procesos normativos de gobierno y legislación. El uso mismo de títulos conocidos y populares, Führer o khozian (jefe), subrayaba hasta qué punto esta relación era distinta del mundo de la política tradicional.

El poder atribuido no era algo que surgiera automáticamente. La adquisición de autoridad consuetudinaria era, sobre todo, un proceso, como su nombre da a entender. Tanto el poder de Hitler como el de Stalin eran más ilimitados a finales de los años treinta que en 1934; la autoridad de Stalin era mayor después de la victoria de 1945 que en 1941. Fue un proceso complejo en el cual los dos dictadores desempeñaron un papel fundamental al identificar los logros del régimen con su propia persona, para legitimar sus singulares pretensiones al poder. La medida en que ese poder dependía de la manipulación de la opinión pública y de la imagen dictatorial, o de la ficción de la «representación» popular, o del activismo político del Partido, o de la amenaza de persecución por el Estado constituye el tema de gran parte del resto del libro.

¿En qué medida era absoluto el poder que ejercían Hitler y Stalin? Es una pregunta cuya respuesta daban por sentada las primeras historias de las dos dictaduras, que presentaban a ambos hombres ejerciendo un poder ilimitado, total. Sin embargo, el paradigma del poder totalmente libre de restricciones, ejercido en un sistema de gobierno coherente y centralizado por hombres excepcionalmente implacables, que no toleraban ninguna limitación o disconformidad, era y continúa siendo una fantasía politológica.

Después de que la investigación histórica abandonase la imagen de un poder total, centralizado, se ha empezado a ver tanto a Stalin como a Hitler como, en cierto sentido, dictadores «débiles». El proceso comenzó con Hitler. La evidencia de que en el Tercer Reich existían otros centros de poder que competían por tener acceso a Hitler, que se enzarzaban en interminables peleas burocráticas en defensa de sus feudos, que formulaban iniciativas políticas que promovían soluciones más radicales de lo que Hitler tal vez hubiera querido (proceso que el historiador alemán Hans Mommsen llama «radicalización acumulativa»), que estaban empeñados en subvertir los procedimientos regulares de gobierno en beneficio propio, todo ello hacía pensar que Hitler nunca mandó del todo en su propia casa[53]. La falta evidente de algo que pareciese una pauta regular de gobierno —ningún gabinete central o comité ejecutivo, una autoridad suprema que se ausentaba a menudo de Berlín, acumulación de papeles que no se leían ni firmaban, horarios impredecibles e irregulares— pinta una imagen de dictadura desordenada, incluso caótica, claramente alejada del ideal de poder total en el que la imagen de Hitler se apoyara en otro tiempo[54]. Aunque en realidad era una caricatura de los hábitos de trabajo de Hitler, el retrato del gobernante-artista más interesado por la arquitectura que por la administración, que se levantaba tarde por la mañana y veía películas hasta altas horas de la noche ha fomentado la creencia de que Hitler era un dictador diletante cuyo arte de gobernar era autodestructivo y cuyo Estado era confusión en lugar de orden[55]. Desde la caída del comunismo en el este de Europa, se ha sometido el Gobierno de Stalin a la misma revisión crítica. El caos y la incompetencia evidentes en la campaña de modernización de los años treinta y las voces confusas y discordantes que se alzaban en el aparato político central, al tratar de poner orden en el caos, han abierto una nueva ventana desde la que puede verse un sistema que en otro tiempo hacía alarde de su unidad y sus claras líneas de mando. Stalin aparece ahora como un magnate político más temeroso, reactivo e inseguro de lo que en otro tiempo hacía pensar la imagen tradicional del centralizador implacable y el déspota desenfrenado[56].

Parte de esta nueva imagen histórica es indiscutible, pero la idea de «dictadura débil» sólo se sostiene en la medida en que esta historia se coloque al lado del supuesto ideal de autoridad total, absoluta, ejercida con suprema coherencia por hombres con ambiciones planeadas. Comparada con las expectativas exageradas del «totalitarismo» genérico, la dictadura será siempre algo menos: cuanto más se considere que estos conceptos abstractos de poder absoluto, ilimitado y premeditado son una manifestación de «fuerza», más débil parecerá la realidad histórica. Esta dicotomía es absurda desde el punto de vista de la lógica. El poder dictatorial no es incompatible con sistemas de gobierno que estén descentralizados, o que dependan de una delegación extensa, o cuyas pautas decisorias estén mal definidas o sean discordantes, o cuya realidad social no sincronice con las ambiciones políticas del régimen. Las dictaduras podrían alcanzar sus fines de maneras menos contradictorias o ineficientes desde el punto de vista social, pero la relación de poder entre los dictadores y el pueblo al que conducen o representan duran mientras continúen reivindicando ese poder y el pueblo continúe atribuyéndolo. Puede que ese poder no sea ilimitado, entre otras razones, porque la dictadura popular busca su legitimación en la aclamación del pueblo, pero permanece por encima o fuera de la ley, al igual que el todopoderoso Leviatán de Thomas Hobbes. Ni Stalin ni Hitler eran absolutistas ideales, pero el dictador perfecto es un invento que está más allá de la historia.

El carácter de ambas dictaduras lo forjaron, sobre todo, realidades históricas que determinaron los rasgos agitados, dinámicos, con frecuencia descoordinados o contradictorios de cada sistema. Ambas dictaduras se crearon y sostuvieron en su mayor parte sobre un trasfondo de crisis excepcional. La dictadura de Stalin nació en la llamada «segunda Revolución» después de 1928, se consolidó durante el periodo de colectivización y terror político, luego se vio precipitada a la guerra con Alemania y terminó con la reconstrucción de un país devastado por un conflicto y enfrentado al comienzo de una guerra fría contra un Occidente hostil. Hitler fue hijo de la depresión económica y la guerra civil política de Alemania; el régimen consolidó la revolución nacional lentamente, antes de embarcarse en un rearme y una expansión militar masivos, una guerra de proporciones extraordinarias y ambiciosos planes de remodelar Europa en tomo a un «Nuevo Orden» alemán después de 1939. Algunas de estas circunstancias fueron fruto de las extravagantes ambiciones a largo plazo de los propios dictadores, otras no; durante gran parte del tiempo los dictadores tuvieron que reaccionar a lo inesperado en vez de planear y ejecutar un proyecto dictatorial. Las dictaduras avanzaron impulsadas por la crisis, que aumentó el poder personal de los dictadores. Los dos regímenes llevaban incorporadas estrategias de lo que ahora se denomina «gestión de crisis», pero la consecuencia fue la creación de sistemas políticos y administrativos de emergencia que se vieron obligados a afrontar problemas y buscar soluciones innovadoras, improvisadas y, a veces, contradictorias. En la Unión Soviética las medidas excepcionales que se adoptaron en los años treinta para hacer frente a la crisis económica y social después de 1928 quedaron institucionalizadas[57]. En el Tercer Reich las instituciones y los procedimientos administrativos de siempre competían con cargos nuevos y hombres nombrados por el Partido para cumplir los deseos de Hitler o resolver contratiempos temporales. Con demasiada frecuencia, el resultado era una arrebatiña desorganizada en pos de prioridad y una búsqueda de métodos que sortearan los trámites burocráticos o evitaran el extendido fenómeno llamado Doppelarbeit, que consistía en que dos cargos hacían el mismo trabajo[58]. En ninguno de los dos sistemas hubo jamás un periodo de equilibrio. La sensación de crisis, de obstáculos que debían superarse, de guerras sociales y guerras militares, se utilizó para mantener ambas sociedades en un estado de movilización casi permanente.

La segunda realidad debería ser evidente. Ambos Estados poseían estructuras de leyes, seguridad, administración y gestión económica que eran grandes, complejas y poliestratificadas y en las cuales los funcionarios trabajaban a su manera para convertir la política en realidad. Aunque gran parte de lo que hacían dependía esencialmente de decisiones políticas, o de prescripciones ideológicas generadas desde el centro, los círculos intermedios y periféricos de la administración tenían que interpretar las instrucciones y transformarlas en realidades jurídicas, sociales o económicas. Abundaban en todo el sistema las oportunidades de interpretación subjetiva, improvisación local limitada, riñas jurisdiccionales, incluso deslealtad consciente. Los datos detallados de la ejecución de los planes quinquenales en los años treinta indican que en muchos casos los gestores no habrían cumplido los objetivos centrales de no haber recurrido a actos ilegales como sobornar a los trabajadores, procurarse suministros extraoficiales o falsificar sus estadísticas[59]. De ninguno de los dos dictadores cabía esperar que pudiera supervisar directamente la formulación de toda la política y su cumplimiento. Estas limitaciones normales de la puesta en práctica de la política eran casi imposibles de evitar, incluso en la Unión Soviética, donde proliferaron las comisiones de control precisamente para tratar de verificar los grados de cumplimiento[60]. En este sentido las dos dictaduras se diferenciaban poco de cualquier otro Estado moderno complejo. La competencia entre cargos, las discusiones a causa de la política, la diferencia entre los planes centrales y las realidades locales, o las iniciativas independientes de titulares de cargos que se encontraban lejos del centro del sistema son propias de los Estados modernos, tan evidentes en Estados Unidos de Roosevelt como en la Alemania de Hitler. Los detalles operacionales del régimen son de escasa utilidad para evaluar el grado de autoridad de que gozaban los principales poseedores del poder, aunque explicarán por qué el cumplimiento de algunas políticas resultó mucho más difícil que el de otras.

Una circunstancia que fue más responsable que cualquier otra de la idea de la «dictadura débil» es la contradicción entre las tendencias centralizadoras del poder dictatorial y la realidad de la delegación generalizada. También esta conclusión debe tratarse con prudencia. La delegación era evidentemente inevitable, pero no reducía forzosamente el grado de poder personal de que gozaba Hitler o Stalin, aunque comprometía necesariamente el grado de responsabilidad directa de que gozaban para ejecutar la política. «Stalin no trabajaba solo», recordaría Molotov a un entrevistador años más tarde. «Reunió a su alrededor un grupo bastante fuerte[61]». Un rasgo de ambos sistemas era la necesidad de que los dos dictadores crearan un estrecho círculo de colegas y subordinados leales que formaban un cuerpo de líderes en el cual el dictador continuaba siendo indiscutiblemente el jefe. «Muchos de ellos eran gente muy capacitada», prosiguió Molotov, «pero en el pináculo sobresalía Stalin y nadie más.»[62] Los círculos de allegados siguieron siendo notablemente constantes durante ambas dictaduras, aunque el equilibrio de poder entre el séquito y su grado de acceso al dictador fue siempre menos estable. En las dos cortes dictatoriales la camarilla gobernante se disputaba el favor con tanta avidez como los cortesanos de Luis XIV.

Los grupos gobernantes se componían enteramente de hombres que de forma casi exclusiva procedían de la dirección del Partido, aunque la mayoría de ellos eran titulares de una cartera ministerial o de un comisariado también. La pertenencia al Partido era el vínculo principal con el dictador, solía ser anterior a la adquisición de un cargo estatal y los definía como elite que se distinguía de las estructuras formales del Gobierno y el Estado, al tiempo que ilustraba la importancia del papel que interpretaban los partidos, directa e indirectamente, en la dirección de los dos regímenes. En la mayoría de los casos, aunque no en todos, los miembros del grupo de allegados eran también amigos íntimos. En el círculo de Stalin existía el hábito de dirigirse unos a otros con la palabra «amigo», pero hablaban de «nuestro gran amigo» al referirse a Stalin[63]. Todos los miembros del Politburó vivían cerca unos de otros en el recinto del Kremlin o en sus proximidades. El círculo de Hitler era menos privilegiado y sus componentes vivían más separados unos de otros. En algunos casos, Hitler no utilizaba la forma familiar «du» (tú) ni siquiera al dirigirse a colegas íntimos. Su estilo de liderazgo era más distante y protocolario que el de Stalin: Hitler era «mi Führer» y no un amigo. Mientras que Stalin veía a su círculo de allegados casi todos los días, cuando era posible, en el caso de Hitler los intervalos entre las entrevistas con sus colegas solían ser largos. Para ellos una encuentro o una comida con Hitler era un acontecimiento terapéutico especial que les inspiraba o vigorizaba, o a veces intimidaba[64]. De ambos grupos Hitler y Stalin esperaban y recibían lealtad incondicional. Incluso después de su muerte y de la revelación de los regímenes criminales que dirigieron, generalmente el círculo de allegados continuó siendo leal. En los interrogatorios ante el tribunal de Núremberg sólo uno de los acusados, Albert Speer, que entró tarde en el círculo de íntimos de Hitler, condenó esa lealtad, si bien reconoció su carácter abrumador[65]. En los años setenta el envejecido Molotov, cuya esposa, que era judía, había sido víctima de la represión de Stalin, continuaba siendo leal: «¡A pesar de los errores de Stalin, veo en él a un gran hombre, un hombre indispensable! ¡En su tiempo no había nadie igual!»[66].

Viacheslav Molotov, hijo de un contable, era el hombre de mayor categoría entre los que rodeaban a Stalin. Por breve tiempo había servido en calidad de «secretario responsable» del Partido (puesto precursor del de secretario general), durante doce meses, antes de que Stalin asumiera el cargo. Bolchevique de antes de la guerra, que adoptó la palabra rusa que significaba «Martillo» como seudónimo revolucionario, era un hombre imperturbable, muy leído y bastante puritano que vestía de forma más convencional que los demás líderes bolcheviques, pues usaba traje y corbata, tenía escaso sentido del humor y el hábito de hablar implacable y extensamente con el fin de imponer su punto de vista, lo cual le valió el apodo poco halagador de «culo de piedra[67]». Permaneció en el secretariado del Partido bajo Stalin en los años veinte y fue nombrado primer ministro a instancias de Stalin en 1930. En 1939, se convirtió también en comisario para Asuntos Exteriores, puesto que ocupó hasta 1949, momento en que Stalin, cada vez más olvidadizo, caprichoso y paranoico, empezó a maniobrar para alejarle del círculo de allegados después de más de veinte años. Aparte de Molotov, la persona que había servido a Stalin durante más tiempo era Kliment Voroshilov. Exobrero metalúrgico que se afilió al Partido en 1903, era uno de los pocos proletarios auténticos entre los líderes del Partido en los años veinte. Entró en el círculo de Stalin después de luchar en la guerra civil para salvar la ciudad de Tsaritsin (la futura Stalingrado) bajo la dirección política de Stalin. En 1925, fue nombrado comisario para la Defensa, cargo que desempeñó hasta que su evidente falta de competencia militar o administrativa provocó su caída en 1940. Era universalmente considerado tonto de remate. Su rostro ansioso y risueño, como el de un pequeño roedor, aparece detrás del hombro de Stalin en numerosas fotografías. Stalin se burlaba de él sin piedad y lo utilizaba como bufón. Voroshilov bebía mucho. Su débil personalidad y su escasa inteligencia no impidieron que se convirtiera en una heroica figura militar a ojos del público. Era una amenaza demasiado insignificante para que Stalin se librara de él y, después de morir éste, fue presidente de la Unión Soviética. Fue un ejemplo de triunfo basado exclusivamente en la mediocridad[68].

La tercera figura de los años veinte que también empezó su carrera en el secretariado de Stalin fue Lazar Kaganovich. Botero del Asia central que entró en el Partido en 1908, era un hombre alto y basto y un administrador muy trabajador y duro, con fama de excepcional severidad, que le valió el apodo de «Lazar de Hierro». Conoció a Stalin en 1918 y se unió a él en Moscú en 1922 como jefe de educación del Partido; ingresó en el Politburó en 1926 y permaneció en él durante toda la dictadura. Aunque era un hombre poco instruido y un político nada original, subió rápidamente y en los años treinta formaba parte del pequeño grupo de políticos que se entrevistaban con Stalin casi todos los días. Tuvo que soportar el suicidio de su hermano mayor, a quien Stalin había señalado como desviacionista en el apogeo del terror de los años treinta. Stalin le utilizaba para resolver problemas y crisis como emisario especial suyo, pero dándole mucha libertad para que hiciese lo que creyera más conveniente[69].

Kaganovich, Voroshilov y Molotov fueron los supervivientes más duraderos, trabajaron con Stalin desde los primeros años veinte y vivieron hasta mucho después de su muerte. En los años treinta apareció un segundo grupo de colaboradores íntimos que, con una sola excepción, sobrevivieron a la dictadura: Andréi Zhdanov, Gueorgui Malenkov, Lavrenti Beria y Nikita Jruschov. Zhdanov, según Molotov, era objeto de «excepcional estima» por parte de Stalin[70]. Hombre regordete y pretensioso, «de ojos inexpresivos» y caspa, que bebía desmesuradamente, Zhdanov era uno de los pocos líderes soviéticos que pretendía tener cierta educación y estar familiarizado con la cultura. Stalin le utilizó como supervisor cultural en los años treinta y cuarenta hasta que, tenso, obeso y aquejado crónicamente de hipertensión arterial, murió de una dolencia cardiaca en 1948, justo cuando Stalin había empezado a retirarle su protección[71]. Malenkov era todavía menos atractivo que Zhdanov; mofletudo, el cuerpo con forma de pera, siempre obediente a Stalin, se sentía constantemente celoso de los demás miembros del grupo. Empezó a trabajar en el secretariado de Stalin a finales de los años veinte y estuvo muy allegado a él durante toda la dictadura, favorecido por su ciega lealtad, su brutalidad y sus habilidades organizativas. Beria y Jruschov eran relativamente nuevos en el grupo y Stalin los escogió a finales de los años treinta, porque tenían fama de ser duros azotes de las delegaciones locales del Partido. Ambos vivieron lo suficiente para disputarse con otros, la sucesión después de la muerte de Stalin.

Los miembros del círculo de allegados vivían muy cerca unos de otros entre los muros del Kremlin. Stalin insistía en saber dónde estaban todos los días, vigilaba sus conversaciones y desconfiaba de ellos, si trataban de llevar una vida social independiente. El ambiente en el Kremlin era sofocante y amenazador, interrumpido con regularidad por bromas pesadas de un infantilismo asombroso: demasiada pimienta en los platos de la cena, tomates en los asientos de las sillas y jarros de agua que en realidad contenían vodka[72]. Stalin observaba atentamente su círculo y provocaba peleas en su seno cuando le convenía, trasladando las responsabilidades de unos a otros y otorgando o retirando su protección para evitar que alguno se convirtiera en una figura dominante o amenazara su propia supremacía. Fue siempre tan leal como podía ser al grupo principal que le rodeaba, que se reduciría sólo por la muerte, el suicidio o el asesinato: Kírov en 1934, Grigorii «Sergo» Ordzhonikidze (comisario para la Industria Pesada) en 1936, el envejecido presidente Mijaíl Kalinin en 1946, Zhdanov en 1948. Esta imagen no concuerda con su fama de hombre tan paranoico que ningún otro líder comunista podía durar mucho. El estudio de la tasa de supervivencia de los líderes del Partido ha demostrado que los miembros del grupo de íntimos tuvieron muchas más probabilidades que los comunistas más jóvenes y más educados durante toda la dictadura, muy pocos de los cuales entraron en el sanctasanctórum, y los que entraron, como el notable y joven economista Nikolái Voznesenski (muerto en 1950 por orden de Stalin), despertaban desconfianza como usurpadores en potencia[73].

Hitler, al igual que Stalin, estuvo rodeado en los años treinta por un grupo de líderes del Partido que habían trabajado con él desde los años veinte y constituyeron una camarilla relativamente estable durante toda la dictadura. El más importante desde el punto de vista político, Hermann Göring, era hijo de un diplomático, se alistó en un regimiento prusiano de elite antes de la Primera Guerra Mundial, se distinguió luchando y fue muy condecorado como piloto, se afilió al Partido en 1922 después de escuchar a Hitler y resultó gravemente herido en la ingle durante el Putsch de noviembre de 1923. Huyó al extranjero, pero regresó al amparo de una amnistía en 1928 a tiempo para convertirse en uno de los 12 diputados del Partido elegidos aquel año.

En 1932, ya era presidente del Reichstag y uno de los pocos nacionalsocialistas que entraron en el Gobierno de Hitler en enero de 1933, primero como ministro sin cartera, luego como ministro de Aviación y, en 1935, como comandante en jefe de la recién fundada fuerza aérea. Lugarteniente entusiasta, chillón, sin escrúpulos, pero de una lealtad inquebrantable, Göring era una gran personalidad política; era ambicioso y vanidoso, pero lo bastante astuto como para saciar su sed de medro a la sombra del dictador. En diciembre de 1934 fue declarado oficialmente sucesor de Hitler y a finales de los años treinta desempeñaba con mucha independencia, aunque sin asomo de insubordinación, su papel en los asuntos nacionales y en la política exterior de Alemania. Durante la guerra se vio desbancado cada vez más por el propio Hitler, que en los últimos días del conflicto le condenó a muerte por atreverse a sugerir que se haría cargo de un Gobierno que Hitler ya no podía controlar desde su asediado búnker de Berlín[74].

Otro veterano de los primeros tiempos del movimiento, Joseph Goebbels, permaneció con Hitler hasta el final y se suicidó con toda su familia. Hijo de un obrero de Düsseldorf, jefe de fábrica por breve tiempo, Goebbels era un hombre de baja estatura y complexión delgada, rasgos muy definidos e ingenio agudo, con un pie contrahecho y visceralmente hostil a la elite de la Alemania de antes de la guerra. Era uno entre varios líderes del Partido que podía alardear de haberse doctorado en la universidad. Se afilió al Partido en 1925 y adquirió fama en el Berlín de los últimos años veinte como propagandista y terrorista político; su capacidad de conmover a sus oyentes era casi tan notable como la de Hitler. En 1933, fue recompensado con la cartera de Propaganda y Educación Popular. Probablemente se entrevistaba con Hitler de forma más regular que los demás miembros del círculo íntimo, aunque es difícil calibrar su influencia como uno de los líderes más radicales del Partido. En 1944, Hitler le eligió para el cargo de comisario especial para la Guerra Total por su lealtad, su implacabilidad y su optimismo. Su dependencia emocional de Hitler, al que consideraba ciegamente como el mesías alemán, era profunda y le llevó al suicidio[75]. El tercer miembro del círculo de allegados era Heinrich Himmler, que ascendió hasta colocarse al frente de todo el sistema de seguridad del Reich y las SS, la elite uniformada de negro que en los últimos años veinte había sido la guardia personal de Hitler. Himmler procedía de una respetable familia católica de Baviera, pero después de la derrota alemana en una guerra en la que no llegó servir por sólo unas pocas semanas, se metió de lleno en la política nacionalista radical y en 1923 se afilió al Partido, donde se hizo famoso por su sentido eficaz y exageradamente ordenado de la organización y su obsesión por la supervivencia biológica de los pueblos nórdicos. Era un individuo delgado, pálido, discreto, de voz queda, barbilla poco desarrollada y labios cuya sonrisa regular, casi automática, parecía cordial y a la vez amenazadoramente insincera. Padecía en su fuero interno un complejo, a causa de su físico y su masculinidad, que disimulaba con un barniz de dureza exagerada ante sus hombres. En 1936, se convirtió en comandante supremo de la policía y las fuerzas de seguridad alemanas y en 1939 pasó a ser comisario especial para la protección de la raza alemana, dos tareas que durante la guerra compaginó en su papel de organizador de las deportaciones en masa y del genocidio. En el transcurso de la contienda se acercó más a Hitler al decaer la estrella de Göring, pero, al igual que éste, trató de suplantar a Hitler en los últimos días del Reich[76]. Ambos hombres se suicidaron: Himmler al ser capturado por los ingleses el 21 de mayo de 1945; Göring, para evitar que le ejecutasen, el 15 de octubre de 1946, después de que el Tribunal Militar Internacional de Núremberg le condenara a muerte.

Los otros líderes que rodeaban a Hitler carecían de la estatura política, las habilidades y el talante implacable de los más íntimos. Rudolf Hess no reunía las condiciones necesarias para la pugna por influencia. Robert Ley, que era el jefe del Frente Alemán del Trabajo, creado en 1933 para sustituir a los sindicatos, dirigía la organización nacional del Partido y era otro «viejo luchador» que permaneció en su puesto durante toda la dictadura, discutiendo sin cesar con sus colegas por asuntos relacionados con la responsabilidad política. El alemán báltico Alfred Rosenberg, uno de los primeros miembros del Partido, se había autoproclamado filósofo del mismo. Su rostro, con sus ojos de mirada fija y bordes obscuros daban la impresión de resentimiento permanente e inquieto; se movía en la periferia del círculo y a veces era favorecido por Hitler, pero a menudo era el blanco de las intrigas de sus colegas. En el grupo allegado eran más raros los miembros que no se habían afiliado al Partido hasta los primeros años treinta. Joachim von Ribbentrop, presumido, sin sentido del humor, siempre engreído, se convirtió en portavoz del Partido para asuntos exteriores y, en 1938, ministro del ramo, totalmente dominado por Hitler, pero arrogante y presuntuoso en el trato con el resto de la gente. Albert Speer, que se afilió al Partido en 1931, ocupaba un lugar especial en los afectos de Hitler por ser el encargado de hacer realidad muchos de sus sueños arquitectónicos. En 1942, fue nombrado ministro de Armamentos, puesto que le hacía tratar regularmente a Hitler. Entró a formar parte del círculo íntimo de ayudantes, sirvientes y secretarios que se veían favorecidos con largas veladas de cena, películas y monólogos, aunque no era íntimo de los demás líderes, que en 1944 conspiraron con éxito para reducir su influencia. En los últimos meses de la guerra fueron los «viejos luchadores», que llevaban veinte o más años trabajando para el movimiento, quienes seguían dominando el sistema.

Hitler conservó hasta el final una fe miope en la calidad y la lealtad de los miembros del Partido que le rodeaban. «No puedo imaginar», se dice que comentó en abril de 1945, pocas semanas antes de suicidarse, «que en lo sucesivo Alemania esté desprovista de la elite que la llevó al pináculo mismo del heroísmo…»[77] Pero en realidad la personalidad de Hitler dominaba a su séquito, que llegó a ser tan dócil como los hombres prudentes o temerosos que rodeaban a Stalin. «Una cosa es segura», escribió Albert Speer poco después de terminar la guerra, «todos los colaboradores que habían trabajado estrechamente con él durante mucho tiempo dependían totalmente de él y le obedecían en todo.» En presencia de Hitler se volvían «insignificantes y tímidos» y «no tenían voluntad propia». Pero una vez alejados de la fuente de su propia emasculación psicológica, «más brutales y egocéntricos eran… para con sus subordinados[78]». Sin duda Hitler estaba al tanto de la competencia entre los miembros de su séquito y puede que, al igual que Stalin, procurara dividirlos para dominarlos, pero hay pocos indicios de que orquestara deliberadamente las tensiones que había entre ellos (o que ellos necesitaran que les azuzase). Durante los años que pasó muy cerca de Hitler, Speer observó que concedía o retiraba su favor de forma intuitiva o impulsiva, excluyendo a quienes le contradecían abiertamente y recompensando de forma arbitraria a quienes se ganaban su confianza. Hitler era capaz de reconocer las amenazas que se cernían sobre su propia posición, como ocurrió en el caso de Röhm y ocurriría más adelante al negarse a ampliar las ya considerables responsabilidades de Göring, cuando el Ministerio de la Guerra quedó vacante en 1938; pero, en general, toleraba al núcleo íntimo del Partido por más que algunos de sus miembros fueran inútiles, disolutos, incompetentes o ilusos.

Está muy extendida la opinión de que la existencia de elites competitivas y ansiosas de poder alrededor de Hitler impuso limitaciones inherentes a su ejercicio de la dictadura. El término que se usó para referirse al sistema de autoridad resultante de ello fue el de «Gobierno policrático», un Estado político integrado por múltiples centros de poder y antónimo de «autocracia». Se arguye que semejante estructura reduce la independencia o la libertad de maniobra del dictador, al tiempo que pone a prueba la coherencia del sistema y obstaculiza su capacidad de poner en práctica la política[79]. Por este motivo, la delegación, aunque inevitable, también era contraproducente, porque fomentaba la formación de bloques de poder independientes unos de otros en torno a miembros de la elite, cuyo constante egoísmo político, celosa custodia de sus responsabilidades e inseguridad institucional empezaban por mermar la base de la delegación de funciones. Esta interpretación plantea asuntos fundamentales sobre el ejercicio de la dictadura que podrían aplicarse igualmente a la Unión Soviética. Sin embargo, en ninguno de los dos casos es fácil demostrar que existiera «policracia». El poder no debería confundirse con la responsabilidad. En ninguna de las dos dictaduras había otros centros de poder, ajenos a la voluntad de la figura central, cuya autoridad, consuetudinaria o de otra clase, podía invalidar toda decisión tomada en otra parte del sistema. Que esto nunca se hiciera de forma habitual se debía a la complejidad de los dos sistemas de gobierno, pero la falta de una revisión central permanente no afectaba al principio que permitía a Hitler o a Stalin insistir en un asunto, si opinaba que merecía su intervención. En ambas dictaduras los colaboradores más allegados estaban sometidos a un estrecho control político. El hijo de Beria observó el funcionamiento de la corte de Stalin durante más de un decenio: «Stalin logró someter a todos los hombres que le rodeaban… todos eran gobernados con mano de hierro». En sus recuerdos, Molotov, aunque orgulloso del «grupo fuerte» reunido en torno a Stalin, reconoció que «éramos como adolescentes» en su presencia: «Él guiaba, él era el líder[80]». El efecto de Hitler en hombres que, por lo demás, como dijo Speer, eran capaces de «un comportamiento enérgico en su propia esfera de influencia», era abrumador. En varias ocasiones se vio a Göring, al que todo el mundo consideraba la mayor personalidad política del Reich después de Hitler, salir de una entrevista privada y desagradable con los ojos llenos de lágrimas o pálido o diciendo incoherencias[81]. Ninguno de los dos dictadores toleraba contradicciones serias o sostenidas; es impensable que hubieran tolerado un sistema de gobierno basado en el ejercicio explícito de poder independiente en múltiples centros.

Merece la pena examinar más detenidamente lo que Hitler y Stalin esperaban de los demás líderes. En primer lugar, eran una caja de resonancia y un estímulo para las ideas del dictador. Ambos hombres necesitaban el círculo íntimo, porque ninguna de las dos dictaduras se ejercía aisladamente. En el Kremlin se debatían muchos asuntos; Stalin animaba a sus colegas a expresar sus opiniones, discutía con ellos y les pedía explicaciones y justificaciones. Le gustaba resumir los debates al terminar, dejando claro cuál era su propia opinión y excluyendo las ajenas. Hitler era casi incapaz de escuchar a los demás durante siquiera unos momentos, pero necesitaba que otros le escuchasen a él. Uno de sus intérpretes, Eugen Dollmann, que le observó durante varios años, dijo de él que era un hombre que «carecía del don de conversar en cualquier momento». Se le veía torpe; de pie ante los invitados o, al sentarse a la mesa, apenas decía nada «hasta que de pronto se sacaba a colación algún tema que le interesaba y entonces se embarcaba en un discurso que a veces duraba varias horas[82]». Speer recordaba a Hitler paseando de un lado a otro de la habitación, bombardeando a sus ayudantes con «comentarios incesantes y repetitivos» con el fin de tener claro un asunto en su propia cabeza «con todos sus detalles desde todos los ángulos[83]». Speer era una de las contadísimas personas que podían llevarle la contraria a Hitler y exponer su propio punto de vista sin provocar con ello una diatriba, pero esto se debía en parte a la naturaleza estrictamente técnica de los asuntos de los que hablaban los dos hombres y que estaban relacionados con la producción para la guerra o con la arquitectura[84].

En segundo lugar, el círculo de allegados se utilizaba como grupo político especial para resolver problemas de particular urgencia o importancia. La asignación de encargos especiales no suponía un reconocimiento de debilidad, sino que era la consecuencia de una forma de Gobierno personal en la cual el fracaso, la ineptitud o la resistencia de los cauces estatales normales para llevar a cabo la política se superaban mediante el nombramiento, con condiciones excepcionales, de miembros de confianza del círculo de íntimos. Para los dos dictadores lo prioritario no era la supervivencia de procedimientos seguros o racionales basados en el respeto a la práctica burocrática o las tradiciones de demarcación: lo que tenía prioridad para ellos era que se tomasen las medidas oportunas para obtener determinados resultados. En los círculos de íntimos había hombres que tenían sus propias y firmes opiniones y ambiciones políticas y que disponían de espacio para la iniciativa personal. Si la asignación de nuevas responsabilidades chocaba con los intereses institucionales arraigados, la cosa tenía poca importancia mientras la nueva organización y el encargado de ella pudiera cumplir lo prometido. Era este sistema de agencia lo que creaba la impresión de que en las dos dictaduras la asignación de las tareas administrativas era caótica y deficiente y de que existía una tensión permanente entre el centro y la periferia.

Hay numerosos ejemplos de nombramientos que fueron definidos por objetivos concretos y poderes excepcionales. Stalin encargó a Zhdanov la introducción de una estricta conformidad cultural en los años treinta; Jruschov fue enviado a Ucrania en 1938 para que acabase con los restos del Partido Comunista local y pusiera la región bajo un control más estrecho de Moscú; Kaganovich fue enviado al Kazajistán para que hiciese lo mismo; en 1945 se encomendó a Beria la más secreta de las misiones: producir una bomba atómica en tres años, sin reparar en gastos. El sistema soviético heredó del periodo de guerra civil el hábito de intervención irregular y coactiva por parte de representantes de la autoridad central dotados de poderes especiales, pero no hizo de estos delegados una fuente de poder por derecho propio. El poder lo recibían en préstamo de la autoridad central y era reforzado precisamente por esta conexión umbilical.

En el Tercer Reich la creación de poderes especiales de comisario no fue corriente hasta mediados de los años treinta. El modelo era la instauración del Segundo Plan Cuadrienal, convertido en ley el 18 de octubre de 1936, que daba a Göring, que debía ser su plenipotenciario, una forma singular de autoridad, definida en el decreto como «plenos poderes» (Vollmacht), para eliminar cualquier obstáculo político o institucional que impidiera llevar a cabo el plan[85]. Este poder era real y quien lo recibía lo utilizaba para hacer caso omiso de las objeciones de los líderes ministeriales, militares y empresariales y acelerar el rearme y la reconstrucción económica, pero era un poder, como dejaba claro el decreto, que se derivaba del propio Hitler. Hubo otros nombramientos irregulares relacionados con asuntos fundamentales: Himmler para las cuestiones raciales y de reasentamiento, R. Ley para la política social y asistencial del Nuevo Orden alemán; Fritz Sauckel, Gauleiter de Turingia, para expropiar los recursos laborales de Europa para la economía alemana; Goebbels como plenipotenciario para la Guerra Total. En todos estos nombramientos —a veces de plenipotenciario, a veces de comisario (título que no estaba empañado del todo por sus connotaciones soviéticas), a veces de comisionado— el poder para hacer cumplir la voluntad del Gobierno se derivaba de la autoridad central, pero no era independiente de ella. La naturaleza improvisada y no probada de esta clase de autoridad delegada era lo que producía tanta tensión política; aunque contaban con el respaldo directo del poder de Hitler, los nuevos cargos aún tenían que luchar para atravesar territorio burocrático hostil en el que ya habitaban intereses creados para hacer lo que quería el centro.

No había ninguna posibilidad de que ambos dictadores pudieran hacer todo esto sin ayuda, utilizando el aparato que se encontraba bajo su supervisión cotidiana directa. Hitler firmaba muchos de los papeles que ponían sobre su mesa sin prestarles demasiada atención. Algunos campos de la política estatal tenían un interés menos directo para él, aunque sería un error dar a entender que Hitler no se enteraba o no se interesaba por ellos cuando se trataba de asuntos de verdadera importancia. Los decretos, las leyes y las órdenes que promulgó durante la guerra indican que también aprobaba y sancionaba asuntos relacionados con la política interior, a pesar de las presiones que conllevaba la supervisión del esfuerzo militar. Durante la contienda Hitler trabajó con fanática determinación hasta que Speer pensó que se había convertido en un «esclavo del trabajo[86]». Stalin también trabajaba muchas horas, pero sólo podía ocuparse directamente de una parte de los documentos que le presentaban cada día y que, según los cálculos de uno de sus biógrafos, oscilaban entre cien y doscientos. Muchas decisiones se tomaban sin que constaran oficialmente por escrito. Stalin escribía una señal o sus iniciales con un grueso lápiz azul, si lo aprobaba, o escribía «conforme[87]». Molotov recordaba haber visto grandes legajos de documentos no firmados, amontonados sin abrir, «durante meses» en la dacha de Stalin. Los decretos se publicaban con su firma impresa. De lo contrario, añadió Molotov, «sencillamente se hubiera convertido en un burócrata», suerte que Stalin nunca había querido correr[88]. Hitler temía lo mismo. «No puedo imaginar nada más horrible», le oyó decir su ayuda de cámara, «que estar sentado en una oficina día tras día y leer documentos y pasarme así toda la vida.»[89] Ambos hombres concentraban sus esfuerzos en los asuntos de alta política que ellos u otros juzgaban que tenían importancia especial. Cuando le presentaban documentos Stalin preguntaba: «¿Es una cuestión importante?» y, si la respuesta era afirmativa, «leía atentamente el documento hasta la última coma[90]». Hitler centraba su atención en los aspectos de la política que él consideraba que correspondían exclusivamente a un líder y guía: la preparación y los conflictos militares, la política exterior, un duradero legado arquitectónico y la supervivencia racial.

En estos campos prioritarios de la actividad estatal, tanto Stalin como Hitler tuvieron que resolver gran variedad de problemas y eliminar impedimentos. Sus preferencias no eran capaces de soluciones fáciles. Los esfuerzos por construir un nuevo orden económico, remodelar la sociedad, combatir la religión, armarse para la guerra y ganarla cuando llegase se estudian detalladamente en las páginas siguientes. El resultado nunca fue óptimo, pero, a pesar de ello, fue importante. Sin logros visibles, ninguno de los dos dictadores habría podido expresar la misma pretensión de autoridad suprema. «Pero hizo mucho», comentó Molotov justificando a Stalin, «y eso es lo principal.»[91] Para alcanzar los objetivos hubo que resolver problemas parecidos en ambos sistemas. Por ejemplo, las tensiones entre el centro y la periferia produjeron un persistente afán centralizador para evitar que las presiones centrífugas o la pura inercia impidieran poner en práctica la política. Muchos de los conflictos políticos que surgieron en la Unión Soviética en los años treinta y el terror salvaje que provocaron se derivaban de los esfuerzos del Gobierno de Stalin por acabar con la influencia independiente de líderes locales del Partido y crear instrumentos de comunicación y supervisión centrales que mejorasen la concordancia entre los objetivos declarados de la política y el resultado final.

En la Alemania de Hitler el asunto se vio complicado por el poder social o la influencia política que se heredó de instituciones que eran un obstáculo para las prioridades del Führer. Los conflictos políticos de los años treinta no fueron fruto de un darvinismo institucional deliberado o involuntario, impuesto a la dirección del Partido, sino de un conflicto entre los líderes de éste y las fuerzas del nacionalismo y del poder social conservadores, concentradas en la jefatura tradicional del ejército, la sección del mundo empresarial que representaba a los antiguos sectores de la industria pesada, el cuerpo diplomático y los restos no nacionalsocialistas de la coalición nacionalista forjada en 1933. La tensión entre estas instituciones enraizadas y las aspiraciones del movimiento nacionalsocialista constituyó el obstáculo principal para hacer realidad una política racial y nacional más radical.

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