Dictadores

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2. El arte de gobernar

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La crisis se resolvió en una prolongada pugna política en los años comprendidos entre 1936 y 1938. El principio lo señaló la creación del plan cuadrienal en octubre de 1936 y el final llegó con la creación del Mando Supremo de las Fuerzas Armadas en febrero de 1938, bajo la jurisdicción directa de Hitler. En ambos casos lo que Hitler pretendía hacer no era multiplicar, de forma deliberada o no, el mímelo de instituciones encargadas de la misma tarea, sino todo lo contrario: centralizar la toma de decisiones y simplificar la ejecución de la política para sustituir un proceso fragmentario y competitivo. El nombramiento de Göring personificó la transición de una política económica y militar dictada por la jefatura del ejército y el Ministerio de Economía, cuyo titular era el banquero conservador Hjalmar Schacht, y abrió las puertas a un rearme a gran escala y una economía dirigida militar[92]. La decisión de Hitler de nombrarse a sí mismo comandante supremo de las fuerzas armadas en 1938 fue consecuencia de la frustración que causó en él la actitud poco entusiasta que adoptaron los jefes militares ante una política exterior más activa y violenta. El nuevo cargo le dio el control central, en la práctica, de la mayoría de los asuntos relacionados con la política militar y exterior y eliminó toda posibilidad de que los círculos conservadores siguieran obstruyendo el avance de la guerra[93]. Durante un periodo de dieciocho meses Schacht se vio empujado a dimitir en noviembre de 1937, los jefes del Ejército fueron desposeídos del mando en enero y febrero de 1938 y el ministro de Asuntos Exteriores, Constantin von Neurath, que no era nacionalsocialista, fue destituido aquel mismo mes. La crisis no se planeó por adelantado, sino que avanzó paso a paso en una lucha subterránea por el poder cuyo resultado fue poner fin a la coalición formal con la opinión conservadora y producir una estructura política llena de destacadas figuras del Partido.

Este ejemplo demuestra lo importante que es no ver las dictaduras como sistemas fijos e ideales de autoridad centralizada que luego resultaron debilitadas por «limitaciones» extensas, impuestas por la realidad social e institucional que cada una de ellas abrazó, sino dar la vuelta a esta forma de verlas. El papel de los dictadores consistía en tratar de eliminar las restricciones al ejercicio del poder y la formulación de la política a partir de una posición inicial en la que su poder aún distaba mucho de ser absoluto. El poder de Hitler no disminuyó con la evolución de la dictadura, sino que se hizo más fuerte; Stalin era una figura mucho más absoluta después de la crisis de modernización económica de lo que fuera durante la misma. El proceso de centralización significaba identificar los límites de la formulación de la política, adaptarse a ellos o eliminarlos. La consecuencia fue un proceso en el cual el dictador se apropiaba continuamente de más autoridad sin restricciones y no un sistema en el cual una dictadura teóricamente ilimitada se viese comprometida continuamente por las restricciones.

Dos ejemplos servirán para ilustrar la medida en que ambos dictadores consiguieron superar estas limitaciones y reducir las trabas a la toma de decisiones. Ambas cosas se hicieron en un contexto en el cual importantes figuras de los estamentos político y militar discrepaban de la opinión del dictador, y ambas decisiones condujeron a un resultado que demostró que el resto del estamento tenía razón y el dictador estaba equivocado. El primero es la decisión de Hitler de hacer la guerra contra Polonia en septiembre de 1939, convencido de que sería un conflicto localizado. El segundo es la decisión de Stalin de no tomar medidas serias en previsión de un ataque alemán en el verano de 1941, porque estaba convencido de que, desde el punto de vista militar, Hitler no se hallaba en condiciones de hacer nada contra la Unión Soviética, ni deseaba renunciar al acuerdo político al que los dos habían llegado en agosto de 1939, una semana antes de que Hitler atacase a Polonia.

La decisión de prepararse para la guerra contra Polonia la tomó Hitler solo y también fue él quien ordenaría a las tropas alemanas que cruzaran la frontera. No hizo ninguna de las dos cosas sin tener en cuenta el orden internacional, que alimentó su percepción de las oportunidades que ofrecía la aparente debilidad occidental ante la fuerza de voluntad dictatorial. Puede que haya algo de verdad en el argumento según el cual el irredentismo alemán, en las zonas fronterizas polacas, empujó a Hitler a adoptar una actitud enérgica contra Polonia, pero también esto pasaría por alto el hecho de que Hitler estaba decidido a tener una pequeña guerra en 1939, si podía, y siguió presionando a los polacos para que les resultase imposible aceptar un acuerdo con el fin de evitar un conflicto; los preparativos detallados de la campaña estuvieron a cargo de las fuerzas armadas, que en esta etapa aún podían salirse con la suya en los cuestiones de importancia meramente técnica.

No obstante, la decisión de empezar una guerra la tomó Hitler por cuenta propia cuando el 3 de abril, después de que el Gobierno polaco no aceptara voluntariamente el traspaso de territorios a Alemania en marzo de 1939, ordenó a las fuerzas armadas que preparasen el «Caso Blanco» para la invasión y la ocupación de toda Polonia a finales del verano. La guerra, según arguyó en su directriz, «extirparía la amenaza» de Polonia «para siempre», pero la condición previa para la guerra era el aislamiento diplomático de Polonia. Hitler percibía la guerra como un conflicto germano-polaco local que, a lo sumo, causaría protestas y amenazas de Occidente[94].

El convencimiento de que Occidente no intervendría para salvar a Polonia continuó siendo fundamental en la visión de la guerra que tuvo Hitler durante todo el verano de 1939. El 12 de agosto se ordenó a las tropas que ocuparan sus posiciones y se fijó el día X, el de la invasión, para el 26 de agosto. El problema no era la guerra con Polonia, que contaba con cierto apoyo popular, sino que fuese una guerra localizada. Durante los meses del verano los Gobiernos francés y británico dejaron claro que, si Polonia era invadida, declararían la guerra. Una guerra general no era del agrado del público alemán ni de los jefes militares y los líderes del Partido. Hitler se aferró a la opinión de que Occidente era demasiado débil desde el punto de vista militar, estaba demasiado dividido desde el político y era demasiado cobarde para oponerse a demostraciones reales de voluntad política —«Nuestros enemigos son gusanillos; los vi en Múnich»— y los servicios de inteligencia le proporcionaron material del que sacó las pruebas que quería ver para apoyar estas suposiciones[95]. A medida que la crisis se acercaba a su momento culminante, la incertidumbre sobre las reacciones occidentales afectó incluso a Hitler. El 23 de agosto se firmó apresuradamente un pacto que garantizaba la neutralidad de la Unión Soviética. Hitler lo utilizó para demostrar triunfalmente a su séquito que Occidente no tenía ahora ninguna esperanza de impedirle conquistar Polonia. Volvió a titubear el 25 de agosto, el día en que debía dar la orden de empezar la invasión; el día X se aplazó hasta el 1 de septiembre. Durante los últimos días los miembros del círculo de allegados expresaron sus dudas. Göring se quejó a Goebbels de que no habían trabajado con buenos resultados durante seis largos años «con el fin de arriesgarlo todo en una guerra». El diario de Goebbels refleja sus propios temores de que Hitler estuviera equivocado, pero también la seguridad que Hitler había expresado el día antes de que empezara la guerra: «El Führer no cree que Inglaterra intervenga[96]». La orden se dio el 31 de agosto y no se retiró; tres días después Gran Bretaña y Francia declararon la guerra a Alemania.

La decisión de atacar a Polonia haciendo caso omiso de todos los indicios de que la invasión provocaría una guerra general, que Hitler no quería (la guerra con Francia, le oyó decir su ayudante del Ejército a finales de agosto, «era un problema para más adelante»; Polonia «permanecerá aislada»), debe interpretarse como la expresión de la percepción que Hitler tenía de su propia autoridad. Un año antes había planeado otra pequeña guerra, contra Checoslovaquia, pero el miedo a una intervención de Occidente, el escaso entusiasmo de la opinión pública y la intervención directa de Göring, en una dramática reunión en la cancillería la mañana del 28 de septiembre, le habían empujado a aceptar lo que sería la Conferencia de Múnich y una resolución acordada. Hitler no lo consideraba una victoria de la intimidación diplomática, sino la derrota de sus planes de guerra. «El Führer ha acabado cediendo, y por completo», escribió en su diario un testigo. En 1939, Hitler estaba decidido a no volver a echarse atrás en público y desistir de la guerra por segunda vez como comandante supremo de Alemania, fueran cuales fuesen los peligros. «Siempre he aceptado un gran riesgo con el convencimiento de que puede dar buen resultado», dijo a sus comandantes. «Ahora también es un gran riesgo. Nervios de hierro. Resolución de hierro.» Se le vio «excepcionalmente irritable, implacable y seco» con quienes le aconsejaron prudencia en agosto de 1939[97]. Cuando el día de la invasión de Polonia Ribbentrop le habló de las advertencias llegadas de París, en el sentido de que Francia lucharía, Hitler replicó: «He decidido por fin prescindir de la opinión de la gente que me ha informado mal en una docena de ocasiones… Confiaré en mi propio juicio[98]». En septiembre de 1939 cerró los ojos ante la evidencia de que una guerra general era inevitable e hizo caso omiso de los intentos de restringir su autoridad que hicieron el Partido, las fuerzas armadas, la opinión pública y los estadistas extranjeros. La guerra contra Polonia fue una expresión clásica de dictadura obstinada.

Lo mismo cabe decir de la insistencia de Stalin, durante la primavera y el verano de 1941, en que no había que temer ningún ataque alemán. También en este caso había cierta racionalidad en la opinión de Stalin. Hitler estaba en guerra con el Imperio británico y su aliado italiano le había arrastrado a un conflicto en los Balcanes. Stalin, según el embajador soviético en Washington, Maxim Litvinov, pensaba que sería una «locura» que Hitler «atacase a un país tan poderoso como el nuestro» antes de terminar la guerra en el oeste[99]. En abril de 1941 la Unión Soviética firmó un acuerdo que garantizaba la neutralidad de Japón y que le permitió concentrar más fuerzas en sus zonas occidentales. Stalin ordenó la entrega puntual y completa de pertrechos a Alemania, en virtud de los acuerdos comerciales firmados entre 1939 y 1941, y la Unión Soviética prestó ayuda limitada a las fuerzas alemanas que atacaban a Gran Bretaña desde el aire y el mar. En la primavera de 1941 escribió una carta personal a Hitler, que sigue inédita, en la que pedía seguridades en el sentido de que los alemanes no estaban concentrando tropas en el este con fines hostiles; Hitler respondió que las tropas estaban descansando antes de invadir Gran Bretaña. Pero junto a esta interpretación verosímil de las intenciones alemanas había un cúmulo de pruebas de toda clase de que Alemania preparaba un asalto masivo. Los alemanes ocultaron sus planes con un complejo engaño, pero el movimiento gradual de tres millones de hombres y pertrechos hacia sus futuras posiciones de combate no podía ocultarse de forma permanente. Había información abundante, parte de ella proporcionada por simpatizantes comunistas en el bando alemán que se pasaron al territorio soviético, sobre las intenciones alemanas. Como mínimo llegaron a Moscú 84 advertencias, pero, a instancias de Stalin, se consideraron provocaciones deliberadas o información falsa que propagaban los ingleses en un intento de involucrar a la Unión Soviética en la guerra. En una reunión de la sección de guerra del Comité Central el 21 de mayo la información se recibió con tanto nerviosismo que los asistentes se olvidaron de aplaudir, como de costumbre, al mencionarse el nombre de Stalin. Los que rodeaban a Stalin intentaron que se tomara la información en serio, pero se negó rotundamente. El general Proskurov, jefe del servicio de inteligencia soviético, discutió personalmente con Stalin y fue arrestado y fusilado[100].

El convencimiento de Stalin se convirtió en obsesión. Según algunas crónicas, Stalin sentía un profundo temor a movilizar las fuerzas armadas para responder a la amenaza alemana, porque en julio de 1914 la movilización zarista había provocado la crisis que llevó a la Primera Guerra Mundial. Rechazó la sugerencia del jefe del Estado Mayor del Ejército, el general Gueorgui Zhúkov, de poner fuerzas soviéticas en estado de alerta el 14 de junio con estas palabras: «¡Eso significa guerra!»[101]. A estas alturas los espías y simpatizantes soviéticos en el extranjero habían proporcionado detalles de la fecha exacta en que tendría lugar el ataque alemán, así como de su magnitud y su escala. Incluso Stalin tenía dudas, como las había tenido Hitler en agosto de 1939. Pero cuanto más le asaltaban las dudas, más decidido estaba a imponer su autoridad. Aunque a mediados de junio los soldados del Ejército Rojo destacados en la frontera ya alcanzaban a ver las fuerzas que se estaban reuniendo ante ellos, y los observadores soviéticos registraron 180 vuelos de reconocimiento a cargo de aviones alemanes que se adentraron mucho en territorio soviético, Stalin siguió empeñado en no ver lo que era obvio, apoyado por los miembros de su séquito que buscaban su aprobación. Años después Molotov aún defendería a Stalin: «Los provocadores son innumerables en todas partes. Por eso no puedes fiarte de la información». La dominación de Stalin perjudicó a los propios soviéticos. Beria, que como jefe de la seguridad del Estado era el encargado de acabar con los provocadores y los derrotistas que hacían correr rumores falsos de belicosidad alemana, escribió a Stalin el 21 de junio, horas antes de que comenzara la invasión más grande de la historia: «Mi gente y yo, Iosif Vissarionovich Stalin, recordamos firmemente tu sabia predicción: ¡Hitler no atacará en 1941!»[102].

La decisión de Stalin tuvo tanto de afirmación pública de su dictadura como la de Hitler dos años antes. Ambas decisiones tuvieron que ver con asuntos de la mayor importancia; ambas se tomaron haciendo caso omiso de los hechos; ambas se tomaron sin tener en cuenta las dudas que expresaron destacadas figuras militares y civiles; ambas se tomaron a pesar de acuciantes dudas propias, o tal vez debido a ellas. Las consecuencias fueron graves, pero en ninguno de los dos casos se vio la dictadura debilitada por la constatación pública de un error de cálculo provocado por la tozudez. «Stalin», comentaría más adelante Molotov, «todavía era insustituible.» Hitler se sintió conmovido en su fuero interno. «Resultaba obvio que estaba conmovido», escribió un testigo[103]. Estaba furioso por lo que, a su modo de ver, era la estupidez y la arrogancia occidentales. Su séquito daba muestras de «consternación perpleja[104]». La reacción de Stalin fue ponerse furioso, a causa de la doblez de Hitler, pero también lo estaba consigo mismo. «Lenin fundó nuestro Estado», dijo entre dientes, al salir de una reunión informativa sobre las desastrosas derrotas soviéticas una semana después de empezar la invasión, «y nosotros lo liemos jodido.»[105] En ambos Estados se dirigió un llamamiento al público y a las fuerzas armadas. Se presentó la guerra como algo de lo que tenían la culpa otros: Gran Bretaña y Francia por rodear a Alemania otra vez y emprender una guerra injustificada, Alemania por un acto de agresión fascista no provocada. En Alemania varios oficiales de alta graduación habían dado vueltas a la idea de derrocar a Hitler en un golpe de Estado, pero desistieron a causa de su evidente y extensa popularidad. Stalin se dirigió por radio al pueblo soviético el 3 de julio de 1941, su primer discurso público desde que empezara la invasión, y pidió a sus «hermanos y hermanas» que se resistieran a la agresión dentro de sus posibilidades. La mayoría de la población recibió su llamamiento con alivio. Hitler dictó una alocución en seguida, el 3 de septiembre de 1939. Empezó, quizás inadvertidamente, con las palabras «queridos camaradas del Partido», pero luego las substituyó por «Al pueblo alemán», al que pidió que luchase hasta morir[106]. Ninguno de los dos dictadores perdió prestigio ante el público a causa del fracaso, lo cual demuestra hasta qué punto su poder era ilimitado incluso en las circunstancias más adversas.

No todas las decisiones que tomaron los dos dictadores fueron tan claramente propias. Lo importante de las dos que acabamos de describir es que fueron, en un sentido muy real, una forma de poner a prueba los límites del poder dictatorial. Ni Hitler ni Stalin podían echarse atrás sin perjudicar la imagen de su autoridad, pero tampoco había personas o instituciones capaces de frenarlos, si se hubieran avenido más a razones. Las dos crisis revelaron los efectos inhibitorios no de tener demasiado poco poder, sino de tenerlo en exceso. Si había puntos débiles en las dos dictaduras, no era porque el centro no ejerciese un control «total» sobre la sociedad a la que gobernaba, lo que evidentemente no era posible, sino que se debía a la extraordinaria autoridad que realmente tenían los dictadores para influir en la política y los acontecimientos cuando querían. Eran gobernantes excepcionales que ejercían una forma de autoridad consuetudinaria, directa, que se basaba en la aclamación generalizada del pueblo y era única en la historia de ambos países, antes o después; los dos dictadores se veían a sí mismos como hombres excepcionales, llamados a llevar a cabo una tarea histórica en tiempos de crisis.

Estas formas de autoridad deben describirse con un vocabulario distinto del de la política convencional. Este modo de gobernar prescindía de las formas abiertas y sistemáticas de la toma de decisiones y la formulación de la política; gran parte del proceso era secreta, deliberadamente oculta o compartimentada. La imposición de la política no se basaba en líneas de autoridad y responsabilidad claramente delimitadas, sino en la medida en la que los agentes del dictador podían usar estados de emergencia o poderes excepcionales, y normalmente coactivos, para traducir la voluntad del dictador en política literal donde el aparato oficial del Estado fuera incompetente o refractario. Esta subversión de un sistema regular de gobierno se vio simplificada por la falta de un consenso claro sobre la naturaleza de la autoridad política en el periodo inmediatamente anterior a las dos dictaduras. La debilidad fundamental de la política marxista era el hecho de que no se describiera de forma clara la fuente de autoridad. Hasta la insistencia de Lenin en la «dictadura del proletariado» bajo la «fuerza directriz» del Partido dejó sin resolver el problema de cómo debía establecerse y ejercerse esa autoridad. La dictadura de Stalin fue el primer ejemplo de muchos Estados comunistas en los que habría que construir artificialmente un sistema de autoridad basándose en una doctrina que evitaba de forma específica los problemas relacionados con el poder. En Alemania el concepto de autoridad política estuvo en crisis durante los años veinte al rechazar millones de personas el sistema republicano, porque veían la política de partidos como algo inherentemente incapaz de ejercer poder decisivo. Ambos hombres explotaron el vacío que se abrió en los años veinte creando formas únicas y excepcionales de autoridad sancionada por el pueblo, pero absoluta, con las cuales podía identificarse gran parte de la población.

Ninguno de los dos líderes se vio seriamente constreñido en el ejercicio de ese poder. No se entrometían en todo, eran capaces de aceptar consejos, a veces escuchaban las objeciones y seguían atentamente la opinión pública. Sin embargo, nada de todo esto disminuía el poder que podían ejercer sobre los asuntos que juzgaban importantes. Aunque la imagen tradicional del déspota omnipotente que lo ve todo y se halla en el centro de una máquina política bien engrasada ha sido desacreditada sensatamente, ambos hombres tenían un poder potencialmente ilimitado (y el medio de afianzarlo con la aprobación popular y la delegación de la responsabilidad). Sin ese poder es imposible comprender los nefastos logros de los dos sistemas. La singularidad de esta forma de autoridad se vio claramente en los problemas que comportaba su reproducción. Hitler pensó mucho en la sucesión durante los años treinta, como era de esperar en un sistema en el que, según un filósofo nacionalsocialista, lo decisivo «no era el “cargo”», sino la «personalidad». En 1934, dio instrucciones para que Göring le sucediese, si moría o le mataban; en 1939 añadió la inverosímil figura de Hess («uno de los grandes chiflados del Tercer Reich», como dijo Speer), que debería suceder a Göring, si a éste le pasaba algo[107]. Pero la sucesión no era hereditaria en ningún sentido: Hitler insistió en que el siguiente Führer tendría que buscar la aprobación del pueblo y el Partido por medio de un plebiscito y un colegio electoral especial del Partido. Hitler creía que los futuros líderes tendrían que salir del pueblo, igual que él, de una manera que contravenía toda regla constitucional escrita[108].

Suele darse por sentado que la situación era diferente en la Unión Soviética, toda vez que un Estado autoritario dominado por el Partido precedió a Stalin y siguió existiendo después de su muerte. Pero también en este caso la autoridad especial de que gozaba Stalin nunca se reprodujo. Incluso antes de morir él sus sucesores en potencia empezaron a desmantelar los instrumentos que eran esenciales para la dictadura personal. La cancillería secreta fue transformada en un departamento oficial que servía a todo el sistema y no sólo al primer secretario del Partido. Las presiones obligaron a Stalin a convocar un congreso del Partido en 1952, el primero desde 1939, y el Comité Central empezó a reunirse con mayor regularidad. Después de su muerte se acordó adoptar la dirección colectiva. Cuando Jruschov, que había sido nombrado primer secretario en 1953, se perfiló claramente como sucesor de Stalin en 1956, sus poderes, aunque muy amplios, no eran ilimitados. Ocho años más tarde el Comité Central le destituyó[109].. Ni en Alemania ni en la Unión Soviética la autoridad consuetudinaria de que gozaban Hitler y Stalin y la forma personal y arbitraria de gobernar que la acompañaba fueron capaces de reproducirse. Ambas fueron fruto de un momento en particular de la historia que permitió que entre la población y el líder se formara un vínculo único que duró mientras el líder vivió.

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