Dictadores

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3. Cultos a la personalidad

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Cultos a la personalidad

No hay en el planeta un nombre como el de Stalin. Brilla como una luminosa antorcha de libertad, ondea como un estandarte de guerra para millones de trabajadores de todo el mundo; ruge como un trueno, advirtiendo a las clases condenadas de propietarios de esclavos y explotadores… ¡Stalin es el Lenin de hoy! ¡Stalin es el cerebro y el corazón del Partido! Stalin es la bandera de millones de personas en su lucha por una vida mejor.

Pravda, 19 de diciembre de 1939,

con motivo del 60.o cumpleaños de Stalin[1]

¡Mi Führer! Heme aquí en este día ante tu retrato. ¡Cuán poderoso, fuerte, hermoso y exaltado parece! ¡Tan sencillo, amable, afectuoso y sin pretensiones! Padre, madre, hermano, todos y aún más en uno solo… Tú eres el Führer, aunque no das órdenes. Vives y eres la Ley. Eres el Amor, eres el Poder.

Das schwarze Korps, abril de 1939,

con motivo del 50.o cumpleaños de Hitler[2]

Cuando Stalin murió el 5 de marzo de 1953, toda la nación le lloró. Habían transcurrido sólo unas horas desde su óbito cuando el cuerpo fue llevado al laboratorio del mausoleo de Lenin con el fin de prepararlo para exponerlo al público. Sería embalsamado, como el de Lenin, y colocado en un catafalco al lado del padre de la Revolución. Inmensas multitudes, los rostros lívidos y los ojos llenos de lágrimas, se congregaron alrededor de la Casa de los Sindicatos para ver el cadáver. La aglomeración era tan grande que varios centenares de personas perecieron asfixiadas y varios caballos de la policía murieron pisoteados. Incluso los que odiaban a Stalin eran conscientes de la fuerza del culto que le sostenía. «De algún modo», escribió Andréi Siniavsky, «fui mentalmente capaz de resistir aquel imán increíblemente poderoso cuyo epicentro irradiaba letalmente por toda la ciudad… aquella noche su presencia era más palpable en las calles que allí dentro con las coronas y la guardia de honor[3]» Para los verdaderos creyentes, como el soldado Piotr Grigorenko, la muerte de Stalin fue «una gran tragedia». Stalin permaneció «sin tacha» en medio de un grupo de consejeros corruptos o malévolos. El joven Piotr Deriabin recordaría más tarde la pregunta angustiada de su suegra al llegar la noticia del fallecimiento de Stalin: «¿Qué haremos ahora que el camarada Stalin ha muerto? ¿Qué haremos?»[4].

Hitler se suicidó el 30 de abril de 1945 pegándose un tiro en la boca. Su cuerpo fue depositado sin ceremonias en el jardín posterior de su cancillería, a continuación lo rociaron con gasolina y lo quemaron hasta resultar irreconocible. Los hombres de las SS que protegían su búnker en Berlín se emborracharon con el alcohol que quedaba. Albert Speer, el ministro de Armamentos, que varias semanas antes había dado vueltas a la idea de asesinar a Hitler para impedir la destrucción total de Alemania, pero no tuvo ánimos para hacerlo, sacó la fotografía autografiada que Hitler le había dado y lloró sin disimulo al enterarse de la muerte de su líder: «Hasta ese momento no se rompió el hechizo, no se extinguió la magia», escribiría más adelante[5]. No hubo entierro, ni monumento conmemorativo. Al cabo de pocas semanas toda Alemania conocía los horrores perpetrados por el régimen. El temor de los Aliados de que después de la derrota se siguiera rindiendo culto a Hitler resultó infundado, pero los censores británicos interceptaban las cartas que se escribían los alemanes al terminar la guerra cuando expresaban deseos desesperados de que Hitler siguiera vivo y, en un caso, la esperanza ferviente de que en aquel momento, en alguna parte del país, estuviera naciendo un niño que algún día se alzase para vengar a Alemania[6]. Una encuesta entre jóvenes alemanes que se hizo en octubre de 1945 reveló que el 48 por ciento creía que un nuevo Führer era la respuesta para el renacer de Alemania; todavía en 1967 una tercera parte de los alemanes occidentales encuestados pensaban que Hitler se habría contado entre los más grandes estadistas alemanes de no haber sido por la guerra[7]. Durante la contienda millones de alemanes murieron por el Führer y la patria, más millones murieron por Stalin y la patria. Aunque diferentes en la muerte, tanto Hitler como Stalin gozaron de una lealtad popular de fuerza e intensidad excepcionales durante su vida.

La fuente de esa popularidad se encuentra en considerable medida en lo que ha dado en llamarse el «culto a la personalidad». La adulación sistemática de que eran objeto los dos líderes era un rasgo que definía ambas dictaduras y así se comprendía entonces. El pintor y novelista Wyndham Lewis escribió en 1939 un libro titulado The Hitler Cult [El culto a Hitler]; en 1937 apareció en Zúrich un libro con el título de Der Mythos Hitler [El mito de Hitler] que comparaba a Hitler con Mahoma y a sus seguidores con los fanáticos musulmanes[8]. Los detractores contemporáneos del régimen estalinista se concentraban en las estrafalarias exageraciones de la persona de Stalin, «el líder legendario[9]». Estas formas extravagantes de culto político, que también eran evidentes en el caso de Mussolini, distinguían las dos dictaduras de otras formas de autoritarismo, por ejemplo la dictadura militar o la monarquía no constitucional, porque florecieron sólo en virtud del artificio político, por medio de la construcción y la comunicación del culto, y no en virtud de la fuerza o la deferencia habitual. La proyección de la «superpersonalidad» era a la vez causa y efecto de su poder.

Los dos dictadores abordaron el culto a la personalidad desde direcciones opuestas. Para Hitler la personalidad era el criterio que definía el liderazgo; era fundamental en su concepto de la política. En Mi lucha dedicó un capítulo entero al tema. Hitler arguyó que la finalidad principal del Estado era elevar a las personalidades superiores a posiciones de autoridad: «no se edifica sobre la idea de la mayoría, sino sobre la idea de la personalidad». Un Estado moderno eficaz «debe tener el principio de la personalidad anclado en su organización». Hitler daba por sentado que las «mentes superiores» no eran elegidas, sino que de algún modo surgían en el transcurso de la lucha por la existencia dentro de un pueblo dado, «con sólo la vida imponiendo los exámenes». Estos seres superiores se apartaban por su propia naturaleza de las masas: «Los genios extraordinarios no permiten ninguna consideración para la humanidad normal». En los primeros tiempos del movimiento Hitler era demasiado modesto para verse a sí mismo como esta figura excepcional. «Necesitamos un dictador que sea un genio», anunció en 1920[10]. Hasta después del fracaso del Putsch de 1923 no empezó a creer que él era, en verdad, la personificación de su argumento, según el cual los grandes hombres surgen de sociedades en crisis. Mi lucha era una expresión de la idea de la lucha como escuela del genio. En 1926, cuando el Partido le confirmó como Führer, se presentó como prueba palpable de que la clave del liderazgo político supremo era la personalidad y no la aptitud, la riqueza o el título. Durante el Tercer Reich el culto a la personalidad fue para Hitler un resultado natural en vez de una aberración histórica.

Hitler veía el concepto de Führer como una forma única de liderazgo apropiado para una edad moderna en la cual el conjunto de la gente debía tener voz y voto en la elección de sus líderes. En las conversaciones que sostuvo durante la guerra, y que están documentadas, Hitler volvió a hablar varias veces del mejor título que debía darse a la personalidad principal. Rechazó el de «canciller», porque daba a entender que había algún «jefe supremo» por encima de él. También desechó el de «presidente»: «¡Imagínese! ¡El presidente Hitler!». Sentía una honda aversión a la idea de la autoridad de los reyes y se alegraba de que con el título popular de «Führer» había acabado con «los últimos vestigios de servilismo, aquellas reliquias de la era feudal». Pensaba que el último Kaiser, Guillermo II, era ejemplo de «cómo un mal monarca puede destruir una dinastía» y, a partir de 1933, rechazó toda sugerencia de que se permitiera al Kaiser volver a Alemania desde su exilio en los Países Bajos. En su opinión, la monarquía hereditaria era un «disparate biológico»; los eslabones más débiles de la línea llevaban inevitablemente al «debilitamiento y la decadencia» del Estado. «En las monarquías hereditarias», prosiguió Hitler, durante una cena en marzo de 1942, «había como mínimo ocho reyes de cada diez que no habrían sido capaces de llevar bien una tienda de comestibles.»[11] La aversión era recíproca. Guillermo II publicó en 1934 un libro sobre simbolismo oriental en el que señalaba que una esvástica con los brazos doblados hacia la izquierda (como en la Alemania de Hitler) era símbolo de noche, infortunio y muerte[12].

Stalin surgió de un movimiento revolucionario cuyo objetivo era eliminar el Gobierno personal del zar y crear la dictadura de un partido de masas que representara a la gente corriente, al menos de manera formal. «El poder soviético», escribió Stalin en 1924, mientras Hitler estaba ocupado dictando Mi lucha en la cárcel de Landsberg, «tiene un carácter de masas sumamente pronunciado y es la organización estatal más democrática de todas las que son posibles[13]». Los escasos pasajes de sus escritos que hablan del liderazgo son la antítesis misma de los de Hitler. Se centran en el papel del Partido en la tarea de dirigir y preparar a la masa de esforzados obreros y campesinos para la transición a un futuro colectivista y democrático y en el carácter colegiado de la toma de decisiones. Esto era leninismo tradicional. La única pista del estatus posterior de Stalin como objeto de extravagante adoración quizá se encuentre en una pregunta retórica que formuló en los mismos comentarios sobre el poder soviético: «¿quién puede dar la orientación correcta a los millones de proletarios?». La respuesta de Stalin se basaba en la visión de Lenin del Partido Bolchevique como la vanguardia o fuerza directriz, pero Stalin fue más lejos y sugirió que el Partido también debía formar un núcleo interno propio que dictara al resto de la organización. Tal vez sea posible detectar aquí las semillas de su posterior dominación personal e inflexible incluso sobre los cuadros superiores del Partido. Escribió que en los periodos de crisis la historia exige «la concentración de todas las fuerzas del proletariado en un solo punto, la reunión de todos los hilos del movimiento revolucionario en un solo lugar[14]».

El énfasis que todos los escritos teóricos de Stalin dan a la necesidad de que el Partido tuviera una única línea, de la disciplina férrea, de la centralización total, es sin duda compatible con la idea de que en alguna etapa un solo líder podría crear estas condiciones, pero hay pocos indicios de que Stalin realmente pensara así en los años veinte. En 1931, al preguntarle el biógrafo alemán Emil Ludwig, en una entrevista, cómo justificaba su elevada posición en la jerarquía comunista, Stalin contestó que el marxismo «nunca ha negado el papel de los héroes». Aunque, de forma más modesta, agregó que «En mi lugar podría haber otra persona», no negó que una figura heroica fuese necesaria, sino todo lo contrario, «porque alguien tenía que ocuparlo[15]». Sin embargo, Stalin no hizo ningún intento de proporcionar una base teórica para un culto a la personalidad heroica. Leyó mucho sobre la historia de los grandes gobernantes de Rusia, en particular Iván VI «el Terrible» y Pedro el Grande, ambos rehabilitados en los años treinta, a instancias de Stalin, como héroes históricos rusos. Admiraba a Dostoyevski, cuya obra Crimen y castigo examinaba la idea de que las figuras históricas del mundo podían hacer lo que quisieran, prescindiendo de las restricciones morales o ideológicas que a la sazón predominaran. Stalin es recordado por un comentario muy poco retórico, «el pueblo necesita un zar», que a menudo se interpreta como explicación del abandono del liderazgo colectivo por el de un solo hombre[16].

Con todo, numerosos testigos de los años de dictadura personal recuerdan el aparente malestar que causaba a Stalin el culto popular que se le rendía. «Al principio», recordaría luego Molotov, «se resistía al culto a la personalidad, la adulación no acababa de gustarle.» Hasta más adelante, después de la guerra, no empezó a «gustarle un poquito». Molotov pensaba que el Stalin posterior se había vuelto bastante «engreído[17]». En un discurso que pronunció en noviembre de 1937 Stalin insistió en que «la personalidad no es lo más importante» y en que él no era un «hombre excepcional», sino un laborioso y concienzudo servidor del pueblo[18]. En una carta que escribió en febrero de 1938 a una editorial de libros infantiles, Stalin se quejó de que un libro que se proponían publicar con el título de Historias sobre la Infancia de Stalin estaba lleno de «errores de hecho, tergiversaciones, exageraciones, elogios inmerecidos». Esto, a su modo de ver, no era lo peor: «el libro tiende a grabar en la mente de los niños (y de la gente en general) el culto a las personalidades, los líderes, los héroes libres de pecado». Ordenó que quemasen el libro[19]. Puede que al final Stalin explotara el culto no porque pudiera justificarse ideológicamente, sino porque aseguraba su papel de principal legatario de la Revolución de Lenin y satisfacía el anhelo popular de una figura central fuerte. No hay razones para pensar que no se percatara y gozara de los evidentes beneficios políticos que podían derivarse del culto, pero su opinión sobre éste era oportunista y cínica, mientras que la de Hitler era muy sincera.

Para explicar los dos cultos desde el punto de vista histórico, hay que situarlos en el contexto cultural y político más amplio de la época, porque la idea de la «personalidad» fue uno de los descubrimientos críticos de la Europa finisecular. El filósofo-poeta alemán Friedrich Nietzsche, que escribió en los decenios de 1870 y 1880, rechazó lo que llamó la «mentalidad de rebaño» que imperaba en la moderna e industrializada sociedad de masas. Nietzsche valoraba a los individuos capaces de trascender el etos predominante, de orden social apagado y convencionalismo sofocante, y expresar su autonomía moral y su independencia psicológica de los valores y las instituciones del mundo moderno. Dio a estas personalidades singulares el nombre de Übermenschen o «superhombres». El término se convirtió en una de las palabras clave de principios del siglo XX. El uso vulgar no tardó en trasladar el concepto al reino de la teoría social y la política, que no es lo que Nietzsche había querido. Muchos intelectuales europeos creían que las sociedades modernas debían rechazar el crudo igualitarismo de la izquierda y el liberalismo y tratar de crear incubadoras sociales para la «personalidad» excepcional. El libro de Ernst Bertram Nietzsche, intento de una mitología, publicado por primera vez en 1918 y reimpreso siete veces en los años veinte, ponía de relieve la idea de un profeta enviado a salvar a la nación de sí misma[20]. Otro alemán, el teórico social Max Weber, uno de los pensadores más influyentes de su generación, creó la idea de que la forma de autoridad política más deseablemente auténtica en la era moderna se derivaba de fomentar lo que denominó la «personalidad carismática», en vez de confiar en la deferencia heredada o el simple mérito[21].

Weber definió lo que él consideraba que eran las características esenciales de esta forma de liderazgo. Creía que el buen líder tenía que ser independiente de las limitaciones de las circunstancias y confiar en su propia fuerza psicológica y de voluntad. «Lo único que conoce», escribió Weber, «es la determinación y la limitación internas.»[22] Tenía que trascender los intereses egoístas de clase o corporación e inspirar la confianza en que actuaría basándose en su propia voluntad, con «decisión». Weber pensaba que William Gladstone, primer ministro británico en el siglo XIX era un ejemplo claro. En «La naturaleza de la dominación carismática», publicada en 1922, Weber argüía que un líder fuerte, popular, surgido del pueblo, pero no sumergido en él, era fruto de periodos de crisis: «los líderes “naturales” en tiempos de emergencia espiritual, física, económica, ética, religiosa o política eran… los que poseían dones físicos y espirituales específicos que se consideraban sobrenaturales[23]». Estos poderes debían ser reconocidos por la masa de la población, porque eran la única fuente de legitimidad. Weber reconocía que en la era moderna la fuerte voluntad del individuo excepcional podía expresarse como poder político sólo mientras «sus dones carismáticos sean certificados por la creencia de sus seguidores», de alguna forma plebiscitaria. Si aquéllos a quienes quiere rescatar «no reconocen su misión», entonces continúa siendo un extraño. Si le aceptan, «continúa siendo su maestro» mientras la prueba de sus poderes singulares pueda sostenerse. Weber sacaba la conclusión de que esta forma de liderazgo era «característicamente inestable[24]».

La idea de la personalidad excepcional y obstinada pasó a ser fundamental en muchas disciplinas, aparte de las ciencias políticas. Los partidarios de la eugenesia la aplicaron a las ideas de reproducción racial; los teóricos sociales —Vilfredo Pareto en Italia, Joseph Schumpeter en Austria— la usaron para explicar la forma en que surgieron las modernas elites políticas e industriales; los psicólogos extrapolaron de Nietzsche la idea de que la personalidad verdaderamente grande sólo podía criarse entre unos cuantos individuos excepcionales. En 1934, el año en que tanto Hitler como Stalin consolidaron sus respectivas dictaduras personales, el psicólogo suizo Carl Jung publicó un ensayo titulado El desarrollo de la personalidad en el cual argüía que el interés popular predominante por la personalidad se derivaba del hecho histórico de que los grandes logros de la historia del mundo fueron obra de «personalidades destacadas» y nunca de «la masa inerte». Jung sancionó la creencia de que las personalidades auténticas eran contadísimas, impulsadas por la «necesidad bruta» a hacer lo que les viniera en gana y, finalmente, a convertirse en «líder[25]».

La acogida popular que encontró la idea de la personalidad en Alemania coincidió con un rechazo profundo de las ideas occidentales de individualismo, a las que se consideraba superficiales y materialistas. La Primera Guerra Mundial fomentó la fragmentación de la cosmovisión burguesa liberal con su énfasis en la igualdad cívica y el ciudadano serio, activamente responsable. De la experiencia de la guerra y la derrota salió el anhelo de redención nacional en torno a una personalidad heroica, «el Hombre que Vendrá», como lo llamó Franz Haiser[26]. El pueblo no pedía la restauración del desacreditado emperador. Los que expresaban el anhelo de un mesías alemán en los años veinte se centraban en la idea de un hombre surgido del pueblo. El deseo creció con total independencia de Hitler, que, sin embargo, pudo explotarlo para sus propios fines. Cuando sobrevino la depresión económica después de 1929, muchos no la vieron simplemente como la bancarrota del individualismo económico sin restricciones, otro puntal de la era liberal, sino también de la política parlamentaria tradicional y de las elites burguesas imperantes. En 1932, el economista Werner Sombart, uno de los fundadores del Partido Democrático Alemán en 1919, dijo a un público integrado por hombres de negocios que Alemania debía buscar ahora un líder único y de voluntad firme: «sin él nos sumiremos en el caos[27]». El culto a la personalidad de Hitler no fue algo que se injertó en la cultura política alemana, sino que su atractivo nacía de la expectativa general, aunque en modo alguno universal, de un redentor alemán.

La impresión que Nietzsche causó en Rusia fue igualmente honda. Su idea del rechazo heroico del presente encontró un público entusiasta entre un sector del movimiento marxista ruso. El novelista Máximo Gorki expresó el anhelo de un «superhombre» ruso que barriera de una vez para siempre el viejo orden. La idea del individuo heroico enfrentando la corrupción del sistema zarista y la pasividad de la masa atrajo a un movimiento revolucionario comprometido con ideales de activismo del Partido[28]. La literatura de la Rusia prerrevolucionaria tenía un tono marcadamente apocalíptico; las expectativas de Revolución se mezclaban con ideas románticas de redención y de la personalidad idealizada. La idea de un redentor que arrancara a Rusia de las garras del pervertido zarismo tenía otras raíces en la mitología popular: los campesinos esperaban que el «Zar Blanco» los sacara de la pobreza y redistribuyese la tierra; los cristianos sectarios esperaban el Segundo Advenimiento; los intelectuales radicales, a quienes repelía el socialismo científico, unieron sus aspiraciones revolucionarias a tradiciones más antiguas de creencias mesiánicas. El poeta expresionista Alexandr Blok se hizo eco de los discípulos bíblicos en su poema sobre un grupo de revolucionarios, «Los Doce», escrito en 1918: «Y envuelto en nieve virgen a la cabeza de ellos / Enarbolando la bandera roja como la sangre… Delante de ellos va Jesucristo[29]». Ni siquiera el Partido Bolchevique fue inmune al atractivo del simbolismo, el mito y el culto al ser excepcional. Anatoli Lunacharski, que se convirtió en el primer comisario para la Educación en 1918, era el representante más destacado del movimiento llamado de «construcción de Dios» en el Partido, que pretendía vincular la religión y el socialismo rusos postulando la creación del «organismo perfeccionado» o «superhombre», el héroe divino de un movimiento revolucionario que Lunacharski calificó de «la más religiosa de todas las religiones[30]». Aunque los libros de Nietzsche fueron prohibidos en las bibliotecas soviéticas en 1922, porque, según se alegó, eran una expresión de misticismo burgués, la visión idealizada de la personalidad siguió existiendo entre los «constructores de Dios».

Rusia ya sabía lo que era un zar. Mucho antes de 1917 ya existía una tradición de adulación sistemática. El monarquismo popular en Rusia, en particular el de la mayoría campesina, percibía al zar como esencialmente bueno y justo, vengativo contra los enemigos del pueblo, un «padrecito» protector que salvaría a sus hijos de los funcionarios corruptos y los terratenientes codiciosos[31]. Esta percepción empezó a disminuir en los años anteriores a 1914 y sufrió una rápida erosión durante la Primera Guerra Mundial, pero la cultura de adulación popular sobrevivió a la Revolución, trasladada a los nuevos líderes. El concepto de «zar» se convirtió en una metáfora revolucionaria; en lugar de un monarca había líderes sentados en el lejano Moscú, preocupándose día y noche por su pueblo, administrando dura justicia a los enemigos de clase, padrecitos solícitos para los hijos de la nueva Rusia. «Moscú duerme», decía un poema publicado con motivo del cumpleaños de Stalin en 1939, «Sólo Stalin está despierto / A esta avanzada hora… / Piensa en nosotros… Incluso puede oír la canción / Que un pastor canta en la estepa / El niño pequeño escribirá una carta a Stalin / Y siempre recibirá una respuesta del Kremlin.»[32] Lenin deploró que perdurasen estos hábitos mentales prerrevolucionarios, pero ni tan siquiera sus colegas eran inmunes. «Líder por la gracia de Dios», escribió en 1918 Zinoviev, refiriéndose a Lenin[33].

Lenin provocó el primer culto a la personalidad en la Rusia posrevolucionaria. No tuvo nada de extraño que así fuera. Su personalidad —ascética, trabajadora, ordenada— le distinguía de los numerosos inconformistas que militaban en el movimiento socialista. Su abrumador convencimiento de que comprendía mejor que nadie la marcha de la lucha revolucionaria se manifestaba en un notable esfuerzo por imponerse en el seno del movimiento y un rechazo intolerante de todo lo que juzgase cismático o superficial desde el punto de vista intelectual. Después de la Revolución de Octubre, Lenin fue la fuerza motriz del nuevo sistema. Instaló su despacho en el palacio del Kremlin, en Moscú, donde los campesinos y obreros que acudían a verle tenían que pasar por una habitación donde eran desinfectados antes de ser conducidos a su presencia[34]. A pesar suyo, Lenin parecía la imagen del buen zar: sencillo, modesto, deseoso de mezclarse con las personas corrientes y compartir sus problemas, pero al mismo tiempo el divino creador del nuevo orden. Al principio, en 1918, para referirse a él se utilizaba el término vohzd o «líder» (aplicado tradicionalmente a los comandantes militares), que entró a formar parte del uso popular en los años veinte y se aplicaba a todas las figuras principales del Partido como vohzdi colectivos[35]. La veneración popular por Lenin resultó imposible de suprimir y, en la crisis de la guerra civil, el Partido mismo explotó el creciente culto para su propia supervivencia política.

En el mundo simbólico creado en los primeros años de la Rusia revolucionaria influyó con fuerza el pasado religioso del país. La guerra civil se convirtió en una pugna maniquea entre las fuerzas del bien y las del mal, entre santos revolucionarios y demonios contrarrevolucionarios. Sólo de forma gradual se llegó a ver a Lenin como el santo principal, el autor, como dijo un poeta el Primero de Mayo de 1918, de «La Santa Biblia del Trabajo[36]». A raíz de un atentado contra su vida en agosto de 1918, el culto empezó a afirmarse. Una semana después, Zinoviev habló en Petrogrado de Lenin, el apóstol y evangelista del socialismo ruso: «Es realmente el elegido de millones… Es la figura auténtica de uno de los líderes que nacen cada quinientos años en la vida de la humanidad[37]». Hasta su muerte, acaecida en 1924, Lenin logró impedir que la propaganda oficial adoptara la religiosidad exagerada que era cada vez más evidente en las actitudes populares ante él como redentor parecido a Cristo, pero después de su fallecimiento al culto popular se unió un «culto oficial a Lenin» que persistió durante toda la historia de la Unión Soviética.

En el núcleo del culto oficial estaba la decisión de embalsamar el cadáver de Lenin y exponerlo en un suntuoso mausoleo comunista en la Plaza Roja. Se dijo que la idea salió de Stalin, en octubre de 1923, meses antes de morir Lenin, aunque no hay constancia directa de la reunión en la que hizo la sugerencia. Cuando el Comité Central creó una «Comisión Fúnebre» el día de la muerte de Lenin, el deseo de preservar al líder fallecido ya había arraigado en los debates sobre el futuro del cadáver. Al frente de la comisión se hallaba Felix Dzerzhinski, jefe de la policía de seguridad, y el resto lo formaban miembros importantes del Partido (aunque Stalin no estaba entre ellos). Hubo fuertes discusiones sobre lo que había que hacer con los restos mortales de Lenin, que, después de la autopsia, se habían preservado temporalmente para su exposición. La comisión ya había enviado «comunicados de luto» oficiales a toda la Unión Soviética, en los que se ofrecía al público una versión poco veraz de la vida del difunto. No hubo discrepancias sobre el uso de la muerte del líder para reafirmar los logros revolucionarios entre la población en general, ni sobre presentar a Lenin de una forma que fomentase un culto popular[38]. Lo que causó divisiones fue el embalsamamiento.

Los partidarios de embalsamar el cadáver basaban sus argumentos en la conveniencia política. Dzerzhinski recomendó que se expusiera a Lenin a las masas soviéticas como encarnación simbólica de la Revolución. Otros pusieron objeciones al simbolismo fuertemente religioso de la santificación y el relicario típicos de la Rusia por cuyo derrocamiento había luchado Lenin. Mientras seguían las discusiones se utilizaba dinamita para excavar los cimientos de un mausoleo provisional de madera en el suelo de la Plaza Roja, que era duro como la piedra. El cuerpo pronto empezó a estropearse visiblemente: la piel se hizo oscura y se arrugó, los labios comenzaron a encogerse. Presa de pánico, la Comisión, que ahora era «para la Inmortalización del Recuerdo de Lenin», se puso a buscar científicos cuyos conocimientos de biología fueran suficientes para salvar el cadáver. En marzo se encontraron dos y finalmente se tomó la decisión de exponer a Lenin perpetuamente en un mausoleo nuevo y más suntuoso. La estructura de madera, que había quedado terminada en 1924, fue sustituida al final por un magnífico edificio de granito en 1930[39]. Lenin renació casi en el sentido cristiano de la palabra; el martirio, la resurrección y la inmortalidad eran los temas de su culto y «¡Lenin vive!» era el lema. Las primeras estatuas gigantescas de Lenin se erigieron en Stalingrado en 1925 y en la Estación Finlandia de Leningrado en 1926. En los años inmediatamente posteriores a su muerte, en toda la Unión Soviética se crearon capillitas —llamadas «rincones de Lenin»— en oficinas, fábricas y poblados, proyectadas de acuerdo con las directrices que dio a conocer el Partido en febrero de 1924. Se organizaban «veladas de Lenin» para celebrar su cumpleaños. En las tiendas aparecieron objetos kitsch relacionados con Lenin, recuerdos para los miles de peregrinos comunistas que desfilaban ante el céreo cadáver del gran líder, año tras año[40]. El Partido fomentó una veneración ritual que se convertiría, al cabo de un decenio, en el distintivo del nuevo culto a Stalin.

Es evidente que Hitler y Stalin se beneficiaron políticamente de dos corrientes distintas de mesianismo político cuyas raíces estaban en el siglo XIX. El discurso contemporáneo sobre la personalidad única y ansiosa de poder se transformó, en la Rusia posrevolucionaria y la Alemania de la posguerra, en metáforas del salvador redentor, pero era un salvador salido del pueblo, un salvador que comprendía y mitigaba el sufrimiento del pueblo y luchaba contra fuerzas históricas inertes y malignas. «El héroe, el líder, el salvador», escribió Jung en su ensayo de 1934, «es alguien que descubre un camino nuevo que lleva a una mayor certeza.»[41] Sin una tierra cultural tan fértil, los cultos, que rodeaban a Hitler y Stalin nunca hubieran crecido tanto.

Todos los cultos a la personalidad son más o menos ficciones. La imagen exagerada de ambos dictadores tuvo que crearse. Esto no quiere dar a entender que, sin la imagen, Hitler y Stalin fueran hombres insignificantes, toda vez que la historia de su ascensión al poder, como ya hemos visto, cuando los cultos estaban en mantillas, demuestra que poseían muchas otras habilidades políticas y personales que eran del todo independientes del culto y que ellos explotaron. El problema con el que se encontraron ambos consistía en que esto era todo lo que tenían. No eran monarcas, ni victoriosos comandantes militares, ni hombres de grandes logros nacionales cuyo derecho al liderazgo fuese evidente. Dejando aparte las virtudes de su personalidad y su voluntad, ambos hombres comprendieron que su derecho a la autoridad suprema, consuetudinaria, debía estimularse y sostenerse artificialmente y, en cierto sentido, «exagerarse».

La construcción consciente de imágenes políticas es habitual en esta época de directores de comunicaciones y televisión, pero en los años treinta era una novedad. Sin embargo, la imagen era importantísima para los dos líderes, cuyo derecho a la autoridad se derivaba de la aclamación del público. Nunca eran sencillamente ellos mismos en la esfera pública. «Este hombrecillo del abrigo pardo, Herr Adolph Hitler», escribió Martha Dodd, hija del embajador estadounidense, «es un cuento de hadas.»[42] La ficción se construyó de muchas maneras triviales. Es bien sabido que Hitler se pasaba horas ensayando los discursos que pronunciaba en las grandes ocasiones públicas. Su teatralidad exagerada nunca fue tan espontánea como parecía. Una de sus secretarias, Christa Schroeder, al ser interrogada después de la guerra, recordó cómo Hitler ensayaba sus discursos hasta la saciedad, repasando el vocabulario una y otra vez, haciendo pausas para ensayar «con la misma voz y los mismos gestos» que utilizaría cuando finalmente llegara el momento de pronunciarlo[43]. Gran parte de su comportamiento en público era estudiado. No quería que le vieran ni fotografiaran llevando gafas (sólo se conserva una foto en que las lleva; Hitler era tan hipermétrope que, para evitar las gafas, los documentos tenían que mecanografiarse con letras grandes utilizando la llamada «máquina del Führer»). Aunque no se pavoneaba ni gesticulaba como Mussolini, su comportamiento personal en público era conscientemente propio del Elegido[44]. Martha Dodd observó cómo el «cuerpo delgado, la cara pálida, blanda y neurótica, el porte modesto» de antes de 1933 daban paso poco a poco a una figura «insolente y arrogante, con los hombros echados atrás pomposamente, que camina y marcha como si la tierra que pisa la hubiera hecho él[45]».

El comportamiento aparatoso, a veces casi histérico, de Hitler en un estrado ante miles de espectadores era la apoteosis de la imagen. Estos acontecimientos se escenificaban hasta el último detalle y se mostraban a un público tan numeroso como fuera posible. De la concentración del Partido en 1933 se hizo una película titulada La Victoria de la Fe que 20 millones de personas vieron en los cines alemanes. No fue un vehículo del todo afortunado para el culto, no sólo porque Hitler aparecía con frecuencia al lado de Ernst Röhm, sino también porque el final, en el que pronunciaba el discurso de clausura, no pudo filmarse por razones técnicas[46]. En 1934, la joven actriz y directora de cine Leni Riefenstahl fue invitada a realizar un documental de la concentración de aquel año. En la película, El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens), Hitler ya no era un hombre corriente. Su discurso de clausura coronaba la película con escenas de notable fuerza dramática e intensidad emocional. La segunda película mostraba de forma más adecuada que la primera la imagen ritualizada de un público lleno de adoración y expectación y de su único y heroico redentor. Esta yuxtaposición proporcionó la representación básica del culto durante todo el decenio de 1930. La periodista estadounidense Virginia Cowles dio testimonio gráfico de una de estas concentraciones, en un inmenso estadio donde había 200 000 personas:

«A medida que se acercaba el momento de la llegada del Führer, la multitud daba muestras crecientes de agitación. Pasaban los minutos y la espera parecía interminable. De repente aumentaron los redobles de los tambores y tres motos con estandartes amarillos ondeando en el parabrisas cruzaron velozmente las puertas. Al cabo de unos minutos una flota de automóviles negros entró rápidamente en el estadio; en uno de ellos, de pie en el asiento delantero, la mano extendida saludando al estilo nazi, estaba Hitler.

»Luego Hitler empezó a hablar. La multitud enmudeció, pero los tambores siguieron sonando. La voz de Hitler tenía un sonido áspero bajo la noche y de vez en cuando la multitud prorrumpía en grandes vítores. Parte del público empezó a mover el cuerpo hacia atrás y hacia adelante mientras salmodiaba “Sieg Heil” una y otra vez, frenéticamente, en pleno delirio. Miré los rostros que me rodeaban y vi que las lágrimas surcaban las mejillas».

El éxito de Hitler como hombre que parecía desbordar la realidad se vio magnificado al contrastarlo con la desconcertante imagen que ofreció al abandonar el estrado. Cowles vio que la gran estrella de hacía unos momentos se convertía de pronto en un hombre «vulgar e insignificante[47]». Aunque comprobó que Hitler era capaz de arrebatos de «feroz amonestación», Wyndham Leris también sacó la conclusión de que «sería difícil encontrar una persona más prosaica[48]» cuando estaba lejos del escenario y del micrófono.

La imagen pública de Stalin quedaba muy lejos de los espectaculares y emocionales encuentros que se organizaban en Alemania entre el líder y sus súbditos. En las raras ocasiones en que aparecía en público, el clima era menos sensacional. En las reuniones prefería sentarse en un extremo de la habitación, hacer de observador silencioso en lugar de prima donna. Con frecuencia optaba por ser el último en hablar, no a modo de final triunfal, sino como modesta coda. Perfeccionó un estilo paternal (aunque sólo los estadounidenses le llamaban «Tío Joe»), subrayado por los poblados bigotes y la pipa y su forma lenta y deliberada de hablar. Se dice que en los años treinta consultó con miembros del Teatro Estatal de Moscú para que le aconsejaran sobre su estilo de imagen dictatorial. Le recomendaron que fuera una versión más grande de sí mismo, que usara la pipa como accesorio, que hablara despacio e hiciera largas pausas cargadas de suspenso, con alguna sonrisa sardónica de vez en cuando[49]. Si hablaba en público, lo hacía sin prisas, titubeando a veces. Los informes estenográficos no hablan de multitudes meciéndose con los ojos llenos de lágrimas, sino de «risas» o «fuertes risas» y ocasionalmente «fuertes y prolongados aplausos». Estaba permitido interrumpir a Stalin cuando hablaba, aunque a menudo era sólo para subrayar los sentimientos del líder («¡Los muy cerdos!», exclamó un oyente al oírle hablar de la resistencia de los kulaks). En los noticiarios cinematográficos se ve cómo Stalin, al terminar un discurso, aplaude al público que, puesto en pie, le aplaude a él[50].

Con todo, en algunos aspectos importantes los dos dictadores abordaron de forma muy parecida la construcción de sus respectivas imágenes. Ambos se presentaban como hombres modestos, sencillos, salidos del pueblo. Vestían modestamente guerreras y chaquetas sencillas. Hitler lucía sólo su Cruz de Hierro de primera clase; Stalin, su condecoración de Héroe del Trabajo Soviético. Sólo el hecho de ejercer el mando supremo durante la guerra alteró esta preferencia y ambos hombres vistieron uniforme militar completo en los actos oficiales. Pero Stalin nunca se sintió a gusto con el título de Mariscal de la Unión Soviética que le otorgaron en 1943, ni con el resplandeciente uniforme blanco que lo acompañaba: «¿Para qué necesito todo esto?», preguntó a Molotov. Rechazó la medalla de Héroe de la Unión Soviética que le ofrecieron en 1939[51]. A Stalin no le gustaban la ostentación y la distinción externas y hacía virtud de su falta de pretensiones. A Hitler le gustaba fingir que había compartido la vida del trabajador común cuando hablaba ante multitudes de obreros alemanes. Evitaba todo lo que le hiciera parecer extravagante, privilegiado o dado a los excesos.

La imagen de hombres sencillos, del pueblo, era deliberada, casi seguro que sincera y totalmente distinta de la pompa y la ceremonia de los emperadores de antes de la guerra. Esta pose permitía a ambos hombres parecer al mismo tiempo accesibles y distantes de su público. Por un lado, la gente podía identificarse con la figura del líder como alguien que compartía y comprendía sus problemas; por otro lado, ambos dictadores cultivaban la idea de que, a pesar de su humildad política, se veían obligados a apartarse de la vida cotidiana mientras dirigían los asuntos de la nación. Hitler vio más a su pueblo durante los años treinta que Stalin al suyo, pero durante la guerra ambos hombres se aislaron progresivamente de la población en general. Su vida privada se ocultaba al público. Hitler decidió deliberadamente seguir soltero, en parte, porque quería demostrar que estaba casado con la tarea histórica de reconstruir Alemania; en parte, tal vez, porque quería alentar a las mujeres alemanas a albergar una débil y persistente esperanza de que escogería a una de ellas[52]. Su amante, Eva Braun, se vio obligada a llevar una existencia misteriosa. Stalin tenía familia, pero hacía una clara distinción entre sus asuntos privados y su papel de dictador, e incluso llegó al extremo de sacrificar a uno de sus hijos, que cayó prisionero de los alemanes durante la guerra.

Un ejemplo de esta mezcla de accesibilidad y distanciamiento fue el nuevo edificio de la Cancillería del Reich, que empezó a construirse a mediados de los años treinta y quedó terminado en enero de 1939. En el centro del monumental edificio había un inmenso estudio con una mesa de despacho enorme, de superficie despejada. No era un cuarto de trabajo. Era el lugar donde Hitler recibía a los invitados individualmente. Al llegar, después de desfilar por el pasillo de techo alto hasta la puerta del estudio, el invitado veía la figura solitaria del Führer, casi perdido en la vasta estancia donde se decía que trabajaba incansablemente por el futuro de Alemania. Entonces Hitler se levantaba y avanzaba unos pasos para recibir al recién llegado y de esta forma hacía que se sintiera como en casa. El efecto teatral era muy grande, a la vez íntimo e intimidante. El vínculo entre las dos sensaciones era la idea del individuo representativo. Hitler era un hombre del pueblo, pero al mismo tiempo era más que un hombre del pueblo. A los trabajadores que habían construido la nueva residencia les dijo: «Siempre que recibo a alguien en la Cancillería, no es el individuo particular Adolf Hitler quien le recibe, sino el Líder de la nación alemana… y, por tanto, no soy yo quien le recibe, sino Alemania por medio de mí[53]».

Esta idea compleja era fundamental en las ficciones que ocupaban el lugar central del culto a la personalidad. Stalin y Hitler se presentaban como hombres de algún modo ajenos al mundo cotidiano de la política (en la cual, de hecho, participaban activa y regularmente), en virtud de su papel histórico de líderes. En su lugar fomentaban la idea de que guiaban el Estado en nombre del pueblo, por encima de la política, pero, a pesar de ello, capaces de interpretar la voluntad del pueblo y ser mediadores de ella. Además del termino «líder», se utilizaba habitualmente el de «guía» para referirse a ambos. El mito fundamental de la dictadura de Hitler era la pretensión de poseer una afinidad única con el pueblo alemán, una relación íntima que hacía del líder, según dijo Carl Schmitt, el principal experto en Derecho constitucional de Alemania, una «presencia inmediata o real» para sus millones de seguidores alemanes[54]. En la concentración del Partido en Núremberg en 1934, el propio Hitler explicó la naturaleza de su vínculo con el pueblo: «Nuestro liderazgo no considera al pueblo como mero objeto de su actividad; vive en el pueblo, siente con el pueblo, y lucha por el pueblo[55]». Este «contrato continuo e infalible» permitía que la voluntad de todos quedara subsumida en la voluntad del líder. El pueblo estaba «personificado en el Führer», que lo guiaría hasta un destino histórico[56].

La pretensión de Stalin de estar guiando el destino del pueblo nació de circunstancias políticas peculiares de la Unión Soviética. Mientras que Hitler presentaba deliberadamente su liderazgo como algo enraizado en sentimientos de afinidad y unidad psíquica con el pueblo alemán, el culto a Stalin tenía sus raíces en un asunto muy práctico, como era la preservación de la Revolución de Lenin. Stalin se identificó con el legado de Lenin inmediatamente después de morir éste en enero de 1924. En la serie de conferencias que pronunció en la Universidad de Sverdlov en abril de 1924, publicadas más adelante con el título de Fundamentos del leninismo, Stalin expuso su opinión de que el Partido y sus líderes tenían la obligación histórica de preservar el «Partido del leninismo» a toda costa, y describió y defendió todos los aspectos de la aportación de Lenin al pensamiento revolucionario[57]. Es difícil datar el momento exacto en que Stalin comenzó a presentarse como el heredero de Lenin, liderando y guiando al Partido, viendo más allá de la clase obrera, aunque sosteniendo el mito de ser el representante verdadero del pueblo, la personificación del esfuerzo revolucionario; pero era una actitud que ya estaba muy arraigada al finalizar los años veinte, cuando se empezó a utilizar el término vozhd para referirse exclusivamente a Stalin, «líder y maestro» como Lenin.

A partir de este momento se consideró a Stalin devoto discípulo y compañero constante de Lenin. El aniversario de la muerte de Lenin en 1930 se fundió con las celebración del quincuagésimo cumpleaños de Stalin. Durante los primeros años treinta Stalin logró presentarse como el intérprete principal de la doctrina leninista. Las imágenes de Lenin aparecían al lado de los retratos de Stalin en carteles y periódicos, pero poco a poco la representación artística de los dos empezó a cambiar. En los años veinte Lenin ocupaba un lugar prominente en los carteles donde se veía a ambos hombres, con un Stalin más pequeño detrás de él, en algunos casos parcialmente oculto. Al principio, los carteles de los años treinta mostraban a los dos hombres visualmente iguales, pero a mediados del decenio, los carteles empezaron a mostrar a Lenin como un rostro en una bandera o una presencia fantasmal en un ángulo o al fondo, sonriendo a su sucesor, cuya corpulenta forma dominaba ahora el cartel. De los carteles de Stalin solía hacerse tiradas de 150 000 o 200 000 ejemplares, mientras que los de Lenin raramente eran de más de 30 000. En uno de los carteles más famosos de la dictadura, producido por Viktor Govorkov en 1940, STALIN EN EL KREMLIN SE PREOCUPA POR TODOS NOSOTROS, Stalin aparece sentado ante su escritorio escribiendo a la luz de una lámpara, a altas horas de la noche, pero no se ve ninguna imagen de Lenin. En uno de los últimos carteles de la dictadura, EL GRAN STALIN, FARO DEL COMUNISMO, de Viktor Ivanov, Lenin ha quedado reducido a su nombre, escrito de forma bien visible en la tapa del libro que Stalin tiene en la mano. En la voluminosa librería que hay directamente detrás de Stalin el único nombre que se ve claramente en los lomos de los libros es el de «I. Stalin[58]».

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