Dictadores

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3. Cultos a la personalidad

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A mediados del decenio de 1930 el culto a Lenin ya estaba en decadencia, agotado por el nuevo culto a Stalin. «Stalin es el Lenin de hoy», decía el lema del Partido. El día de Año Nuevo de 1934 Pravda publicó un artículo de Karl Radek, exlíder el Partido que había caído en desgracia durante las luchas por el poder en los años veinte, con el título de STALIN, ARQUITECTO DE LA SOCIEDAD SOVIÉTICA. Radek, amigo íntimo del «constructor de Dios» Lunacharski, presentaba a Stalin como el verdadero sucesor de Lenin como ser supremo del Partido. El artículo se publicó en forma de panfleto, del que se hizo una tirada de 225 000 ejemplares y sirvió para dar mucha publicidad a la construcción formal del nuevo culto a Stalin[59]. Durante los años treinta se hacía más referencia a Stalin que a Lenin como mentor revolucionario del pueblo. En 1934, todas las escuelas recibieron ejemplares del discurso de Stalin ante el XVII Congreso del Partido, con la orden de explicar el entusiasmo de todo el Partido «al proclamar su apego a su guía, el camarada Stalin[60]». GUÍA INSPIRADO DE TODO EL PROLETARIADO, STALIN EL GRANDE, decía un titular de Pravda en 1935; MAESTRO DE LA SABIDURÍA, EL HOMBRE MÁS SABIO DE NUESTRO TIEMPO aparecieron en 1936.

En la película de 1937 Lenin en octubre (Lenin y Octiabr), Stalin tiene más categoría que Lenin, que no da ningún paso sin antes pedir su consejo[61]. Stalin nunca abandonó del todo la conexión que había construido entre él y el legado del difunto Lenin y que utilizaba para protegerse de las críticas. No permitía que se usara el término «estalinismo» para referirse a sus aportaciones a la teoría[62]. No obstante, sí se apropió de la veneración popular que había sostenido el culto a Lenin en los años veinte.

La idea de que Stalin era ahora el guía principal de la Revolución como sucesor de Lenin entrañaba un mito de omnisciencia e infalibilidad, como ocurría también en el mito que se construyó sobre el Führer. El líder como guía distante que lo ve todo y, pese a ello, es omnipresente era una imagen subrayada por el estatus iconográfico de los dos dictadores. La imagen visual era esencial para comunicar el culto. En todos los edificios públicos tenía que haber retratos de Hitler y en 1934 el ministro del Interior, Wilhelm Frick, anunció que se utilizarían fondos del Estado para sufragar el coste de instalar fotografías aprobadas del Führer en todas las oficinas[63]. Bustos, postales, carteles baratos, todo contribuía a que Hitler fuera excepcionalmente visible, pero de forma seleccionada con cuidado. Desde los comienzos de su carrera Hitler fue consciente de la importancia de los retratos. El primer retrato oficial apareció en tres formatos en septiembre de 1923. El retrato, al igual que la mayoría de los subsiguientes, fue obra del fotógrafo Heinrich Hoffmann, uno de los compañeros más íntimos de Hitler. Se ponía mucho cuidado en la expresión y la pose en todas las imágenes públicas de Hitler. En los años veinte había en Alemania vivo interés por la cultura de representación facial, en parte como resultado del creciente interés por la biología racial y en parte por razones estéticas. En 1927, Ernst Benkard publicó en Alemania un volumen popular, con el título de El semblante eterno, que contenía imágenes de las mascarillas de los famosos sobre un sencillo fondo negro, entre ellas la del compositor Richard Wagner. Hitler se apropió de la idea para uno de los carteles más notables de las campañas electorales de 1932: una fotografía en la que se veía solo el rostro de Hitler sobre un sencillo fondo negro con una sola palabra, «Hitler», escrita con letras grandes al pie[64].

La presentación de Hitler como la personificación de la raza alemana se encontraba con el evidente problema de que Hitler carecía del perfil firme, la estatura elevada y el pelo rubio del estereotipo racial que quería preservar. Max von Gruber, presidente de la Academia Bávara de las Ciencias y partidario del eugenismo, escribió después de ver a Hitler por primera vez: «Apariencia y cabeza de mala raza, mestizo. Frente baja y deprimida. Nariz poco atractiva, pómulos anchos, ojos pequeños, pelo negro[65]». Hoffman procuraba presentar a Hitler de la mejor forma posible y para ello se concentraba en los ojos, que tenían un aspecto soñador, visionario en muchas imágenes. A partir de 1933 los retratos oficiales realzaban una imagen más retraída, austera y seria del estadista-visionario enfundado en un elegante uniforme o traje. Al pintar el retrato de Hitler los artistas abandonaban toda pretensión de mostrar al hombre real y en su lugar ofrecían imágenes idealizadas de un Hitler más alto, más robusto y distinguido, en pose de soldado, profeta o estadista. En 1936, Hoffmann publicó un libro de fotografías, Imágenes de la vida del Führer, del que se vendieron dos millones de ejemplares. En 1939, Hoffmann publicó 200 000 ejemplares de un segundo libro, más pequeño que el anterior, que se titulaba sencillamente El semblante del Führer y contenía 16 retratos que abarcaban la vida política de Hitler desde 1919. Las imágenes se habían mostrado juntas por primera vez en el periódico del Partido Illustrierte Beobachter en 1936, con el título de UN ROSTRO FORJADO POR LA LUCHA para contrarrestar los comentarios poco halagüeños sobre la fisonomía de Hitler que publicó en el exilio la revista satírica Simplicissimus, pero poco podían hacer para eliminar la impresión de que el rostro de Hitler no era el ideal para el Nuevo Orden[66].

El rostro de Stalin también se usó exhaustivamente para fomentar el culto a su personalidad. A partir de mediados del decenio de 1930 el aparato propagandístico produjo una serie interminable de imágenes de Stalin en poses paternales con niños u obreros, Stalin como filósofo del Partido, con un libro en la mano, los ojos clavados en el futuro socialista. La visibilidad del líder era un recordatorio perpetuo y omnipresente del culto, pero las imágenes también se construían cuidadosamente para crear el máximo efecto. Ya en 1918 Lenin concibió la idea de representar públicamente a los héroes socialistas por medio de estatuas, bustos o bajorrelieves, aunque pensaba principalmente en héroes ya fallecidos[67]. A partir de 1924 los carteles, los retratos públicos y las estatuas empezaron a incluir bolcheviques vivos. Puede que en el caso de Stalin el cambio de signo fuera el desfile del Primero de Mayo de 1932, cuando en la plaza Pushkin de Moscú se colgaron retratos colosales, pero del mismo tamaño, de Lenin y Stalin, unos al lado de os otros. A partir de entonces aparecieron retratos de Stalin en todos los espacios públicos y en muchos domicilios particulares (aunque quien fuese lo bastante tonto como para colgar uno en el retrete se arriesgaba a ser procesado). A diferencia de las imágenes de Hitler, a veces los primeros retratos mostraban a Stalin sonriente o relajado, aunque sin el menor rastro de la piel picada de viruelas ni de la tez morena. Las imágenes rígidas, propias de un estadista, no predominarían hasta años más tarde; en muchos retratos se ve a Stalin mirando a lo lejos, inmóvil, como una roca[68]. En 1935, la revista oficial Arte publicó directrices «sobre los retratos de líderes», que describían minuciosamente lo que estaba y lo que no estaba permitido al representar a Stalin. Lo mismo se hizo en el caso de la publicación de historias populares o libros ilustrados. En 1939, con motivo de la celebración del sexagésimo cumpleaños de Stalin, se dieron más instrucciones sobre «lo que hay que escribir sobre la vida y las actividades del camarada Stalin[69]». En 1929, Pravda había anunciado que no tardaría en salir una biografía popular y sencilla de Stalin «para todos los obreros y campesinos que sepan leer[70]», pero el libro no se publicó hasta diez años más tarde. Para el cumpleaños de Stalin en 1939 salió finalmente una Breve biografía autorizada, de la cual se hizo una segunda edición ocho años después, que, al igual que los libros sobre Hitler, contenía retratos desde la juventud hasta la época de estadista maduro, empezando por una imagen sincera del joven seminarista y terminando por la de un Stalin canoso y más entrado en carnes con el uniforme de generalísimo que llevaría durante la guerra. Las siete últimas páginas de un libro que compraron millones de ciudadanos soviéticos describen todos los ingredientes del culto a la personalidad: el vínculo con Lenin, el heroico guía y padre de su pueblo, el azote de los enemigos, el constructor sin la ayuda de nadie del comunismo soviético, el sobrio líder-filósofo[71].

Al lado de las fotografías, cuadros y estatuas, estaban las palabras de los propios líderes. El libro Mi lucha de Hitler fue un gran éxito de ventas y se convirtió en la Biblia del Partido. Publicado por primera vez en dos volúmenes en 1926 y 1927 y al precio, a la sazón considerable, de 24 marcos, se vendió moderadamente. En 1931, se publicó una versión en un solo volumen al precio de ocho marcos y las ventas empezaron a aumentar, hasta que a finales de 1933 ya habían alcanzado más de un millón. En abril de 1936 se ordenó al Registro Civil que diera un ejemplar a todos los recién casados. Se calcula que al final del Tercer Reich se habían vendido entre ocho y nueve millones de ejemplares[72]. Stalin escribió mucho más que Hitler. Sus libros se vendían en ediciones baratas a cargo del Partido y superaron en número incluso a los de Marx y Lenin. Entre 1932 y 1933, el público compró 16,5 millones de libros y panfletos de Stalin y 14 millones de Lenin. En los años cuarenta se publicó una edición oficial de las obras completas de Stalin en 13 volúmenes, honor del que hasta entonces sólo había gozado Lenin. Al morir, Stalin había vendido 706 millones de ejemplares, Lenin 279 millones y Marx y Engels sólo 65 millones[73]. Entre estas obras se encontraba Breve curso de historia del Partido Comunista de la Unión Soviética, que se escribió bajo la dirección de Stalin en 1937 y se publicó en 1938. Aunque el nombre de Stalin no aparece en el largo índice de materias, el libro estaba lleno de largas citas de sus obras (26 en las últimas 100 páginas) y era una versión totalmente mendaz de la historia de la Revolución en la cual se atribuye a Stalin el mérito de «dirigir el levantamiento» de octubre de 1917[74].

El Breve curso demostró la medida en que las leyendas y los mitos que rodeaban a los dictadores podían crearse deliberadamente reescribiendo la historia. Los cultos a la personalidad garantizaban que la nueva historia tuviese poca relación con la realidad; tampoco se pretendía que la tuviese. El objeto era demostrar que dos hombres corrientes habían asumido papeles históricos extraordinarios. Pese a seguir unidos al pueblo, se presentaba a Hitler y Stalin como hombres que soportaban el peso de su elevado cargo, trabajando incesantemente por la nación o la Revolución, hombres que lo veían y sabían todo, y que, más que nada, eran buenos pastores que cuidaban tiernamente de sus rebaños, vigilando para defenderlos de los lobos que, de no ser por ellos, podrían devorarlos. Los dictadores se convirtieron en representaciones alegóricas de los sistemas que dominaban, pero el poder de los cultos se basaba en la disposición de las poblaciones alemana y soviética a reconocer y aceptar la versión novelada de la personalidad sobre la cual se fundaba la alegoría.

Se ha sugerido con frecuencia que los alemanes y los soviéticos fueron víctimas de alguna forma de hipnosis colectiva y se dejaron llevar sin chistar por líderes sin escrúpulos. Este argumento nunca ha sido convincente. El éxito de los dos cultos a la personalidad se basó en la participación activa y entusiasta de millones de personas que suspendieron su incredulidad y sancionaron y magnificaron las personalidades exageradas que construyeron las autoridades. Los cultos florecen en dos direcciones, desde arriba y desde abajo, como había reconocido Weber. El carácter evidentemente voluntario de la adulación en estas y otras dictaduras modernas es un indicador significativo de cómo funciona la dictadura popular. Hay un acto de complicidad entre el gobernante que proyecta la imagen de héroe mítico y los seguidores que la santifican y sustancian. El lazo emocional que crea el acto ata a ambas partes. Los dictadores no pueden abandonar libremente la representación que han ayudado a producir. «Tampoco Stalin tenía derecho alguno a despojarse de su pipa pensativa o su bigote de caramelo», escribiría Andréi Siniavsky es un momento posterior del periodo soviético. Condenado a hacer todo lo que «los fieles exigen a su dios», Stalin ya no era una persona, «se había convertido en un retrato[75]».

El comentario de Siniavsky es de la mayor importancia para entender el culto a la personalidad. Los dictadores crearon las metáforas necesarias de sí mismos, pero se convirtieron rápidamente en propiedad de todo el pueblo, que las aceptaría o rechazaría, como entendió muy bien Siniavsky: «¿Quién mueve los hilos? Tal vez los movemos nosotros mismos, sin darnos cuenta[76]». Fue la sanción popular y entusiasta la que dio a los cultos la forma grotesca que adquirieron en su apogeo. No cabe duda de que parte del impulso para esta transformación la generaron la propaganda y el aparato del Partido, que consideraban que un aspecto de su función era asegurarse de que Hitler y Stalin fueran adorados de la forma apropiada. Stalin observaba atentamente lo que se imprimía en Pravda e Izvestiia, día tras día. Cuando un autor joven, Alexandr Avdeenko, fue amonestado por concluir un discurso con las palabras «gracias, poder soviético», le dijeron que el poder soviético «era, sobre todo, Stalin[77]». Al cabo de unas semanas, en febrero de 1935, Pravda reimprimió un segundo discurso de Avdeenko cuya fraseología absurdamente empalagosa hubiera sido reconocida como satírica en una cultura política menos ferviente:

«Los hombres de todas las generaciones pronunciarán Tu nombre, que es fuerte, hermoso, sabio y maravilloso. Tu nombre está grabado en todas las fábricas, todas las máquinas, todos los lugares de la tierra y en los corazones de todos los hombres…»[78].

Se trata de un ejemplo extremo. A pesar de ello, demuestra hasta qué punto se apropió del culto y lo reflejó un público que comprendía su propio papel en la construcción del mito.

Los cultos son tradicionalmente fenómenos religiosos en lugar de políticos. Tanto en Alemania como en la Unión Soviética la distinción entre ambas cosas perdió claridad en la mente del público. El culto a Hitler era el más conscientemente religioso de los dos. De Hitler se decía que él mismo era Dios o un don de Dios. Alois Spaniel, líder del Partido en el Sarre, dijo que Hitler era «un Jesucristo nuevo, más grande y más poderoso». Hans Kerrl, ministro de Asuntos Eclesiásticos, afirmó que Hitler era «el verdadero Espíritu Santo». En el programa de treinta puntos del Movimiento Cristiano Alemán, que era pronacionalsocialista y se creó en 1933, se encontraba lo siguiente:

«… el más grande documento escrito de nuestro pueblo es el libro de nuestro Führer, Mi lucha. [El movimiento] es del todo consciente de que este libro da cuerpo no sólo a la más grande, sino también la más pura y más verdadera ética para la vida presente de nuestro pueblo[79]».

El movimiento nacionalsocialista ideó su propia liturgia, con su credo, su bautismo y su ceremonia nupcial. Se instalaron pequeños «altares de Hitler» en lugares públicos y domicilios particulares, como los «rincones de Lenin» del culto soviético[80]. Los entierros de las figuras públicas del Partido brindaban oportunidades de organizar exageradas demostraciones de religiosidad. Los mártires de la causa, a quienes se recordaba todos los años en el aniversario del Putsch de noviembre de 1923, eran venerados como santos.

En la Unión Soviética la alusión directa a la imaginería cristiana era más difícil por ser un Estado que era ateo, al menos oficialmente. No obstante, la creación del culto popular estuvo impregnada, como en Alemania, de metáforas que eran desvergonzadamente sagradas. Los conceptos de Stalin como salvador, como la fuente de un poder sobrenatural, como profeta o redentor, se tomaron de las tradiciones de la religión popular rusa, con la que aún estaba familiarizada la mayoría de los rusos corrientes, aunque fueran hostiles a ella. En algunas de las primeras imágenes de Lenin se advertían claros ecos iconográficos, y los «rincones de Lenin» copiaban sin ningún reparo la tradición de los rincones sagrados que había en los domicilios de los fieles ortodoxos. En los años treinta a veces se presentaba a Stalin con el brazo alzado sobre un fondo rojo, como las imágenes iconográficas de Cristo. Puede que las imágenes fotográficas en las que Stalin miraba fija y directamente, en lugar de oblicuamente como era costumbre en los años veinte, también fueran eco de la imaginería religiosa[81]. Los elogios dedicados a Stalin reflejaban la nueva religiosidad. «Vuestro genio incomparable asciende a los cielos», escribió un poeta en 1936; «más Vos, oh Stalin, sois más alto / Que los más altos lugares de los cielos», escribió otro. «Oh Gran Stalin, Oh Líder de los Pueblos / Vos que disteis a luz el hombre / Vos que hicisteis fértil la tierra» apareció en Pravda en agosto del mismo año[82]. Una carta escrita al presidente Kalinin afirmaba sencillamente: «Eres para mí como un hombre-dios, e I. V. Stalin es Dios[83]».

La imaginería religiosa también floreció en otro campo de la cultura rusa tradicional, el cuento popular. Durante los años veinte las autoridades soviéticas veían con malos ojos la tradición oral rusa de fábulas y cuentos de hadas, porque la consideraban una manifestación de atraso cultural. Pero en los primeros años treinta el folclorista Yuri Sokolov sugirió que los cuentos populares podían utilizarse como puente entre la sociedad tradicional y el partido modernizador. En 1932, fue nombrado jefe de la sección folclórica de la Unión de Escritores Soviéticos. Bajo su guía, se movilizó el folclore para el Partido. Se resucitó el poema épico tradicional (bylina) junto con las canciones populares tradicionales, bajo una forma soviética moderna (noviny) y se alentó a sus autores a pensar en una nueva generación de héroes revolucionarios populares. La célebre intérprete de canciones populares Marfa Kryukova recibió el encargo de recorrer el país en busca de inspiración para canciones nuevas sobre Stalin y en 1937 se publicó una antología nacional de narraciones, poemas y canciones populares[84].

No todos los nuevos cuentos y canciones populares hablaban de Stalin, pero las que sí lo hacían subrayaban el culto. «La Gloria a Stalin será eterna» era el tema de una novina de 1937 en la cual Stalin conoce a Lenin y decide fundar el Partido Bolchevique. La canción resume la idea de Stalin, lejos en Moscú, pero siempre presente entre su pueblo: «Y desde aquella torre [del Kremlin] día y noche / Con su uniforme militar / Con un telescopio en la mano / Con una alegre sonrisa / Observa y gobierna su país con esmero». En un lamento tradicional se aconseja a una viuda «Ve a la ciudad de Stalin: / Ill’ich [Lenin] dio a Iosif / Todo su conocimiento a Iosif[85]». El más famoso de la generación soviética de fabulistas, I. F. Kovalev, invocó el mundo de brujería, magos y demonios para fines políticos. Lenin y Stalin luchan con una espada mágica y una bola destructora que pesa 1000 puds (1638 kg). En el cuento «El héroe de rizos negros», Stalin clava un poste mágico en el suelo con el propósito de hacer que la tierra se mueva en la dirección contraria y libra a Rusia del zar, sacerdotes y militares[86].

La evolución popular de los cultos tomó muchas otras formas, pero todas ellas tenían en común una cultura de hipérbole política que llegó a adquirir existencia propia, independiente del objeto real de la adulación, al competir escritores, artistas y funcionarios por expresar el superhombre metafórico. El culto al héroe infectó todos los ámbitos de la vida pública. En Alemania se crearon nuevos días de celebración: el Día de Hitler para conmemorar su cumpleaños el 20 de abril; el Día de la Madre Alemana en el cumpleaños de la madre de Hitler; el Día de los Caídos, el 9 de noviembre, para honrar a los que habían muerto luchando por la causa nacionalsocialista; festejos extravagantes el 30 de enero de todos los años para conmemorar el día en que Hitler se había convertido en canciller. En toda Alemania calles y plazas fueron rebautizadas en honor del Führer; se plantaban «Robles de Hitler»; miles de desdichados niños alemanes fueron bautizados con el nombre de Adolf, el cual, según un entusiasta filólogo, «se componía de “ath” (acto divino o espiritual) y “uolfa” (creador[87])».

En general, el culto a Hitler no era tan despiadado ni tan burdo como el culto a Stalin en la Unión Soviética. Después de que la adulación pública de Stalin se permitiera oficialmente, la URSS presenció extravagantes arrebatos de halagos sin restricciones, aunque no siempre espontáneos. La literatura soviética de los años veinte aún contenía retratos críticos de Stalin, pero a partir de los primeros años treinta todas las formas literarias se adaptaron al culto a la personalidad. Pocas fueron más irónicas que un cuento popular de la región siberiana de Neneks, Stalin y la Verdad, publicado en 1936, en el cual un joven Stalin es desterrado a la tundra por el zar, debido a su amistad con la Verdad. En su gélido destierro demuestra ser un verdadero héroe y lleva a la gente corriente a un futuro más feliz y sin zar[88]. Otra novela publicada el mismo año, En el este, recuerda a un líder más maduro al escuchar la heroína «la voz de nuestra patria, la sencilla, clara, infinitamente honrada, ilimitadamente bondadosa, pausada y paternal voz de Stalin[89]». Como mínimo una parte de esta adulación tenía raíces tradicionales en las sociedades asiáticas, donde el elogio desenfrenado de los gobernantes poseía un significado cuyo simbolismo era reconocible. Uno de los primeros poemas declaradamente cultuales lo escribió el poeta iraní A. A. Lakhuti: «Maestro Sabio, Jardinero Marxista / Estáis cuidando la vid del comunismo[90]». Incluso la adulación tenía sus límites. En agosto de 1936, en el momento culminante de la primera oleada del culto, un artículo de fondo de Izvestiia confesó sinceramente que cuando se trataba de Stalin «los escritores ya no saben con qué compararte y nuestros poetas ya no tienen perlas lingüísticas suficientes para describirte[91]».

Los funcionarios locales competían entre ellos por dar el nombre de Stalin a poblados, ciudades, teatros y granjas colectivas. En los años cuarenta el mapa de la URSS ya mostraba, además de Stalingrado, las ciudades de Stalinsk, Stalinogorsk, Stalinbad, Stalinski, Stalinogrado, Stalinisi y Stalinaoul. En 1937, el Partido recibió varias cartas que sugerían cambiar el nombre de Moscú por el de «Stalinodar» o «Stalindar» (dádiva de Stalin). Otro entusiasta propuso que el calendario empezara desde el nacimiento de Stalin en vez del de Cristo. Esto resultó demasiado para Stalin, que rechazó ambas propuestas[92]. En los años inmediatamente anteriores al estallido de la guerra, el culto se moderó de forma deliberada. Una carta anónima que un comunista comprensivo envió en julio de 1938 a Andréi Zhdanov, amo y señor de las artes en la Unión Soviética, se quejaba de que «Todo es Stalin, Stalin, Stalin… Al final puede que este nombre sagrado y amado —Stalin— haga tanto ruido en la cabeza de la gente que… surta el efecto contrario[93]». Sin embargo, la reducción de la intensidad del culto fue solo relativa. Se decía que, cuando el nombre de Stalin se mencionaba en las reuniones del Comité Central antes de la guerra, todos los presentes aplaudían. La guerra y la victoria trajeron consigo una nueva oleada de idolatría sin restricciones. Entre 1945 y 1953 el culto se institucionalizó y nadie discutía la imagen de Stalin como padre de su pueblo y arquitecto de la victoria, ni siquiera cuando los productores de la película La caída de Berlín mostraron a Stalin solo, examinando mapas del Estado Mayor, planeando la derrota de Hitler. En el apogeo del estalinismo era posible creer que el Stalin del mito de antes de la guerra se había convertido en la realidad del estadista-héroe de la posguerra.

El puro irracionalismo de ambos cultos en los años treinta plantea la cuestión de la credulidad. Incluso para los que aceptaban los cultos al liderazgo como actos de fe, el entusiasmo exagerado de los fieles y las cualidades fabulosas que se atribuían a ambos líderes poseían un evidente carácter metafórico. Cabe argüir que ambos dictadores habrían podido conservar su poder con un nivel de idolatría mucho más bajo. ¿Por qué, pues, tanto los actores como el público se permitieron estas formas extravagantes de teatro político? ¿Para qué servía el culto a la personalidad?

La mayoría de los intentos de responder a estas preguntas empiezan por los dictadores mismos. Sus motivos no son totalmente explícitos. Los esfuerzos de Stalin por moderar el culto raras veces se toman en serio, puesto que hay numerosos ejemplos de que intervino directamente para fomentarlo o sostenerlo. En el caso de Hitler el culto concordaba a la perfección con la idea de que el nuevo «Estado-Líder» se basaba en el principio de la personalidad. El culto en Alemania se interpretaba como corolario indispensable de la idea de liderazgo (Führung) y seguidores (Gefolgschaft)\ autoridad absoluta desde arriba, obediencia absoluta desde abajo[94]. Stalin es la anomalía.

Es tentador explicar el culto a Stalin atendiendo a las flaquezas de su propia personalidad. Se ha calificado a Stalin de diversas maneras: inseguro, codicioso, ambicioso y vanidoso. En esta explicación, el culto a la personalidad no era una extensión del sistema político, sino un accesorio psicológico. Stalin necesitaba crudas expresiones de glorificación que hinchasen su frágil autoestima. Puede que haya cierta verdad en esta descripción de su carácter, aunque es imposible demostrarlo. Stalin, al igual que Hitler, tuvo unos orígenes modestos y ejerció el poder supremo sobre uno de los grandes Estados de Europa y podría haber necesitado la reiteración constante de este éxito en su mente. Sin embargo, no hay suficientes pruebas históricas de que el culto reflejase una psicología frágil. Stalin aceptó a regañadientes el culto basándose en el cálculo político de sus ventajas. Una explicación más convincente de la evolución del culto se encuentra en la forma en que el sistema político se construyó en los años treinta y en la importancia cada vez mayor del Gobierno personal dentro de dicho sistema.

Nos encontramos una vez más ante algo que era común a Stalin y Hitler. Los contextos en los cuales surgió el Gobierno personal eran diferentes, como también lo era la sustancia de la dictadura —Hitler como redentor de la nación alemana, Stalin como custodio del legado revolucionario de Lenin—, pero el propósito del culto era, en ambos casos, apuntalar y asegurar la posición política dominante de los dos dictadores. Los procedimientos que se usaron a tal fin eran parecidos en líneas generales: adulación ritual, visibilidad o «presencia» perpetua, construcción de mitos heroicos, desviación de las críticas, yuxtaposición deliberada de inmanencia y distancia. Los cultos eran obras de arte construidas cuidadosamente, que explotaban el imperante anhelo político de un líder fuerte (Carl Jung, una vez más: «nuestra época pide la personalidad redentora, el hombre capaz de emanciparse del dominio ineludible de lo colectivo»)[95] y legitimaban la misión de los dos dictadores.

La movilización de cultos para apoyar al Gobierno personal produjo otros dividendos políticos. Tanto Stalin como Hitler se vieron liberados de restricciones morales. La idea de que la política podía reducirse a expresiones de la voluntad del líder permitió construir un universo moral distintivo. Que ambos dictadores tenían razón se daba por sentado basándose en los mitos de infalibilidad y omnisciencia generados por el culto a la personalidad. El comentario «Es una orden del Führer» ponía fin a toda discusión en el Tercer Reich (aunque no sofocaba necesariamente la opinión). Si bien Stalin continuó trabajando oficialmente por medio del Comité Central del Partido y el Consejo de Comisarios del Pueblo, sin su aprobación no podía tomarse ninguna decisión importante. La idea de la certeza moral abarcaba la justificación de actos obviamente inmorales. Stalin se inmiscuyó en la realización de la película de Serguéi Eisenstein sobre el zar Iván IV «el Terrible» y dijo al productor: «debes demostrar que era necesario ser implacable[96]». La Breve biografía celebraba «la despiadada severidad» y «la firmeza extraordinaria» con que Stalin trataba a los que ponían en peligro la unidad moral y política del Partido[97]. Gottfried Feder, que redactó el programa del Partido Nacionalsocialista, describió la naturaleza del Führer empleando los términos siguientes: «un impulso hacia dentro, sinceridad moral, voluntad apasionada… El dictador debe estar enteramente libre de todas las restricciones y escrúpulos innecesarios… En pos de su objetivo no debe detenerse ni siquiera ante el derramamiento de sangre y la guerra[98]». El culto a la personalidad magnificaba el ejercicio de la voluntad personal a la vez que justificaba a los dictadores cuando lo que quería esa voluntad era malévolo y represivo.

Los mitos de infalibilidad también podían explotarse como instrumentos de gestión política y control social. El periodo de Gobierno personal puso fin a las divisiones fundamentales relacionadas con la ideología y la táctica que existían dentro de ambos partidos y reforzó la idea de integración social y política. Aunque la línea del Partido nunca estuvo engastada en hormigón, quedaba entendido que Hitler y Stalin eran los árbitros inapelables en las cuestiones ideológicas. El «gran debate» sobre estrategia revolucionaria en el Partido Comunista soviético en los años veinte nunca se repitió bajo Stalin. La derrota de los revolucionarios nacionalsocialistas en 1934, con el asesinato de Ernst Röhm, dejó a Hitler libre para dominar las ideas del Partido. De hecho, el culto a la personalidad confirió a ambos hombres un poder casi oracular. Sus colaboradores escuchaban lo que decían en vez de esperar instrucciones u órdenes por escrito. Esto simplificaba la tarea de dirigir ambos partidos políticos. Los funcionarios del Partido y sus afiliados, fueran cuales fuesen sus posibles dudas personales, desempeñaron un papel importante en la construcción y la comunicación de los cultos a la personalidad al público en general. Cuanto más elevado el estatus de cada dictador, más dependían los respectivos partidos de sostener y reforzar los cultos para tener asegurada su propia aceptación; cuanto más éxito tenía el culto, menos espacio para maniobrar tenían otros actores políticos. «Es claro que en los círculos comunistas hay ahora una lucha por el puesto de presidente», afirmó un académico soviético (equivocadamente) en el apogeo del culto a Stalin en 1936. «Estoy casi seguro de que el presidente será Stalin, que de esta manera se transformará en Iosif I, el nuevo emperador de todas las Rusias.»[99]

La relación entre el gobernante y los gobernados también se simplificó en gran medida con la proyección de una imagen exagerada del liderazgo, El papel de guía o redentor atribuido a los dos dictadores hizo menos necesarias las formas más tradicionales de lealtad política y ayudó a superar la paradoja entre la normalidad de carne y hueso de los dos hombres y el fantástico papel histórico que se les atribuyó. Los partidarios más crédulos y entusiastas aceptaron el mito fundamental de que se podía confiar en que Hitler y Stalin protegerían la nación y preservarían a sus habitantes. El resultado fue una abdicación política generalizada y voluntaria que resultaba evidente incluso entre grupos sociales o políticos que antes eran hostiles a los nuevos regímenes. En la Alemania de Hitler esa abdicación se ritualizó en la introducción del saludo del Partido: «Heil Hitler!». El 13 de julio de 1933 el saludo pasó a ser obligatorio para todos los empleados públicos; también lo era durante el canto del himno nacional y del himno del Partido, la canción «Horst Wessel». A los alemanes que tenían la desgracia de padecer alguna incapacidad que les impedía alzar el brazo derecho se les permitía alzar el izquierdo[100]. Toda la correspondencia pública tenía que terminar con las palabras «Heil Hitler!» en lugar de «les saludan atentamente» u otras expresiones similares, y el archivo muestra que los funcionarios empezaron a usar estas fórmulas casi inmediatamente después de que Hitler se hiciera cargo de la cancillería.

El culto a Stalin no podía llegar tan lejos, pero la afirmación ritual del gran líder era evidente en las reuniones del Partido y los actos públicos. Y en el caso de no hacerse, ya fuera deliberadamente o sin querer, el resultado era una reprimenda. Lo mismo ocurría con las críticas expresadas en público o las bromas. Sin duda circulaban chistes sobre Hitler y Stalin, pero generalmente se contaban en la intimidad. Los dos líderes debían ser tratados con evidente reverencia. El hecho de no tomarles en serio podía considerarse no sólo una muestra de necedad o temeridad, sino una blasfemia política. Los que rompían el hechizo mágico y expresaban sus dudas o su hostilidad en voz alta corrían el riesgo muy real de ser detenidos y condenados por difamación desleal. El vínculo entre los cultos y los sistemas de terror demostraba que en ambas sociedades había poco espacio para los que no se dejaban seducir por el clima general de adulación.

A pesar de ello, la reacción pública al culto distaba mucho de ser monolítica. La complicidad pública con los cultos ocultaba gran variedad de motivos. Los oportunistas cínicos y los creyentes sinceros podían comportarse de igual forma por fuera. Un funcionario o un miembro del Partido no necesitaba ninguna intuición especial para darse cuenta de que el culto también podía explotarse en beneficio propio. Podía utilizarse para tener asegurada la conformidad en la delegación local del Partido o la unidad social. Utilizarlo de forma apropiada podía significar un ascenso; como mínimo cabía esperar que el apoyo entusiasta diera resultados positivos (aunque en la Unión Soviética las purgas regulares que sufría el Partido demostraban que ni siquiera el culto a Stalin ofrecía protección). Todo esto podían hacerlo individuos cuya opinión privada sobre el objeto de la adulación era menos halagüeña.

Las actitudes populares ante los cultos también cambiaron junto con las circunstancias. El culto a Stalin creció muy lentamente en los primeros años treinta, adquirió más fuerza en 1933-1934, en el momento en que se estaba afianzando la dictadura personal, alcanzó su apogeo en 1936-1937 durante el Gran Terror y reapareció con mayor fuerza cuando la derrota de Alemania empezó a resultar evidente en 1943. A partir de entonces y durante diez años, hasta la muerte de Stalin, el culto fue un rasgo fundamental del sistema. Los altibajos se debieron en parte a los esfuerzos deliberados que se hicieron desde el centro por desviar la hostilidad popular de Stalin, por ejemplo a causa de la colectivización o del Pacto Germano-Soviético de 1939. La fuerza del culto a Hitler también reflejaba los altibajos del régimen. Alcanzó el punto más alto en 1933-1934, descendió durante los años de consolidación y luego subió ininterrumpidamente durante el periodo de éxitos en la política exterior y victorias militares, alcanzando una segunda cima en el verano de 1940, cuando millones de alemanes se alegraron de la victoria histórica de Hitler sobre los franceses. A partir de entonces Hitler siguió contando con una lealtad y una confianza fanáticas, pero los bombardeos y la inminencia de la derrota redujeron su atractivo y pusieron de manifiesto su falibilidad en el último año de la guerra[101].

Había también muchos ciudadanos alemanes y soviéticos que se negaron a aceptar o apoyar el culto al héroe. Esto resultó más evidente en la Unión Soviética, donde el culto no encajó tan bien en la evolución de la política del Partido durante los años veinte. A pesar de las tradiciones de adulación a los monarcas y de misticismo religioso, que se invocaron deliberadamente bajo disfraz comunista para apoyar primero el culto a Lenin y luego el de su sucesor, la verdad era que todo el experimento soviético se había basado en la destrucción de un sistema monárquico que a su vez se basaba en el culto al zar. No cabe duda de que en los años treinta el culto era motivo de críticas entre las bases. Un obrero se quejó: «todo el mundo alaba a Stalin, le consideran un dios y nadie expresa ninguna crítica[102]». Otras muestras de descontento se centraron en la comparación con Hitler, o en el vínculo con la época de los zares. «Ahora ha llegado el momento en que los líderes se han convertido en dioses y son llevados como iconos», comentó otro obrero después de las elecciones de 1937 en la Unión Soviética[103]. Algunos de los que se oponían a Stalin, como el poeta Osip Mandelstam, se vieron empujados por su propia seguridad a interpretar muy a regañadientes el papel de adeptos al culto. En el invierno de 1936-1937 Mandelstam compuso una Oda a Stalin. Su esposa recordaría más adelante, que para escribir la oda, el poeta tenía que «afinarse, como un instrumento de música, cediendo deliberadamente a la hipnosis general» y «colocándose bajo el hechizo de la liturgia[104]». Otros autores disfrazaron sus opiniones de ironía o fábula, aunque los censores detectaban en seguida cualquier insinuación de irreverencia. El único escritor soviético que publicó críticas manifiestas contra Stalin antes de morir éste, el poeta Naum Mandel, se libró de que le ejecutaran, porque las autoridades dieron por sentado que estaba loco[105].

Con el paso del tiempo son los creyentes sinceros los que parecen más complejos desde el punto de vista psicológico. Su devoción a la causa se compara a veces con el vínculo entre una estrella de rock y sus fans en una época posterior, pero se trata de una comparación trivial e históricamente torpe. Es más común considerar a los creyentes sinceros como una grey secular que mostraba el mismo entusiasmo y la misma abnegación que se asocian con los estados de éxtasis religioso. Ninguno de los dos cultos disimulaba la explotación de la imaginería religiosa; como mínimo algunas de las manifestaciones de creencia en ambas dictaduras presentaba claras connotaciones religiosas. Sin embargo, ninguno de los dos cultos era metafísico. Se basaban en un vínculo, real o imaginario, que era esencialmente político, que expresaba una relación de poder entre el líder y sus seguidores. Era una relación que en un sentido muy real era inmediata y física, en lugar de mística. He aquí la nota que escribió en su diario un testigo de la visita que hizo Stalin a un congreso de jóvenes comunistas en abril de 1936:

«Y [él] se hallaba de pie, un poco cansado, pensativo y majestuoso. Uno podía sentir el tremendo hábito de poder, su fuerza, y al mismo tiempo algo femenino y suave. Miré a mi alrededor: Todo el mundo se había enamorado de ese rostro amable, inspirado, risueño. Verle, sencillamente verle, era la felicidad para todos nosotros[106]».

Un cuadro que Robert Sturua pintó en la posguerra mostraba a una muchacha campesina en medio de un círculo de parientes sobrecogidos y se titulaba sencillamente Vio a Stalin[107].

El vínculo con Hitler también era una relación de poder político. Albert Speer comentó, en uno de los interrogatorios sobre la personalidad de Hitler a los que fue sometido en la posguerra, que en presencia del Führer los miembros de su círculo inmediato de leales partidarios se volvían «insignificantes y tímidos… Estaban bajo su hechizo, le obedecían ciegamente, sin voluntad propia». Speer afirmó también que la presencia física del líder ejercía un efecto notable en los que se hallaban más alejados de su círculo íntimo: «existía en las mentes de las personas un convencimiento general muy poderoso de la grandeza y la misión de Hitler»; la gente se acercaba a él con «sentimientos de reverencia ante su magnitud histórica[108]». En el culto a Hitler había también algo de poder sexual que apenas se daba en el caso de Stalin. Había mujeres que escribían a Hitler para pedirle que engendrara a sus hijos. Una escribió que su matrimonio se había roto debido a su compromiso con el líder: «Desde el primer momento en que oí hablar de él, Adolf Hitler me dio una fe nueva, me trajo fuerza y poder y amor. Es mi ídolo y le dedicaré mi vida[109]». Se decía que en Berchtesgaden, el retiro bávaro de Hitler, podían verse mujeres que comían puñados de la grava que el Führer acababa de pisar[110].

El entusiasmo exagerado que inspiraban ambos hombres debía mucho a la imagen que proyectaban y al poder que ello entrañaba. Pero también puede explicarse atendiendo al contexto histórico en el cual surgieron las dos dictaduras. Ambos pueblos habían conocido largos periodos de incertidumbre política, guerra civil, violencia y privaciones económicas. La crisis era aguda, prolongada y desorientadora. El anhelo de salvación fue una de sus consecuencias. Ambos líderes sacaron partido y apoyo de la seguridad psicológica de su pueblo y la sensación de certeza que producía la imagen del líder. Los cultos a la personalidad eran en cierto sentido ficciones necesarias en unos mundos donde se había puesto en evidencia que los políticos «normales» eran incompetentes, traidores o sencillamente estaban abrumados por las circunstancias.

Poco antes de morir ambos hombres mostraron una reveladora preocupación por el futuro. Los dos afirmaron que en un momento de su carrera habían pensado en retirarse, Hitler a una vida tranquila en Linz, Stalin como simple pensionista, pero siguieron fieles a su misión. Hitler, en sus últimos monólogos documentados, que datan de la primavera de 1945, se preguntaba a sí mismo cómo se las arreglaría Alemania sin su líder caído. Después de la guerra, Stalin se desesperó al pensar en sus colegas del Comité Central cuando él ya no estuviera allí para guiarles: «¿Qué será de vosotros? Los imperialistas os estrangularán[111]». El culto exagerado a la personalidad no sobrevivió a la muerte del líder en ninguno de los dos Estados. En febrero de 1956 Jruschov anunció ante los atónitos líderes del Partido que Stalin había abusado de su poder y oprimido innecesariamente al pueblo soviético. El Comité Central publicó una resolución «Sobre el abandono del culto a la personalidad y sus consecuencias» con el fin de asegurarse de que no se repitiera nada parecido a la idolatría que se había tributado a la persona de Stalin[112]. Su cuerpo fue sacado del mausoleo de Lenin en la Plaza Roja en 1961 y enterrado de nuevo, sin ostentación, en el muro del Kremlin. El himno nacional soviético, que se había introducido en 1943, después de que Stalin corrigiera y aprobara la letra, contenía la frase «Stalin nos crió… fidelidad al pueblo / Trabajo y hazañas heroicas inspiró en nosotros». A partir de 1956 el himno se tocaría, pero no se cantaría hasta que en 1977 el nombre de Lenin substituyó al del desacreditado Stalin[113]. En los años sesenta surgieron en la Rusia rural, que había sido el blanco de la opresión de Stalin, mitos que decían que el fantasma de Stalin era el origen de maleficios[114].. En Alemania la denigración de la reputación de Hitler se completó en los procesos por crímenes de guerra que se celebraron en Núremberg a partir de noviembre de 1945. No se hicieron nuevos intentos de reactivar el ideal del héroe carismático, aunque en la comunista República Democrática Alemana podían observarse pálidas versiones del culto a Stalin. El culto sin restricciones a la personalidad quedó limitado a una breve docena de años en la historia de Alemania.

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