Dictadores

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5. Estados de terror

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Estados de terror

Habría que recordar y no olvidar nunca que mientras exista el cerco capitalista se enviarán saboteadores, diversionistas, espías, terroristas, al otro lado de las fronteras de la Unión Soviética… no deben usarse los viejos métodos, los métodos de diálogo, sino métodos nuevos, métodos para destruirlo y extirparlo.

Josif Stalin, 1927[1]

Será una de las tareas más importantes del Movimiento declarar una guerra implacable contra los destructores de la capacidad de resistencia del pueblo y hacer esta guerra hasta que sean aniquilados o sometidos por completo.

Adolf Hitler, 1933[2]

El terror se ha considerado siempre como una de las características que definen a la dictadura moderna; se supone que el miedo sujetaba con sus frías garras a los millones de personas a las que no sedujo la propaganda. El terror de Estado, según dice el argumento, era indiscriminado y ubicuo. Los pueblos alemán y soviético eran prisioneros del aparato de terror. Existe la tentación de ver los dos sistemas divididos entre un ejército de policías secretos por un lado y una masa de víctimas por el otro.

La represión violenta a gran escala sin duda existía, pero nunca la llamaron «terror» en ninguno de los dos sistemas. Las palabras «terror» y «terrorista» no se aplicaban a los policías y los agentes de seguridad que se encargaban de la represión estatal, sino a las personas que se oponían a las dictaduras. Ambos sistemas se veían a sí mismos como la vanguardia de una guerra contra el terrorismo internacional. Lo que ahora se define como implacable terror de Estado era, a ojos de Hitler y Stalin, protección estatal contra los enemigos del pueblo. Esta percepción tan diferente del «terror» es fundamental para comprender la relación entre las fuerzas de seguridad y la sociedad. Durante gran parte de la existencia de ambas dictaduras, la guerra pública contra el terror gozó de la aprobación general e incluso la cooperación de los habitantes de ambos países. Aunque es posible que el miedo parezca ahora la respuesta más racional a lo que, se mire por donde se mire, eran regímenes temibles, ese miedo se proyectaba en las víctimas de la discriminación y la represión estatal. Los «terroristas» eran excluidos y perseguidos no sólo por los órganos de seguridad del Estado, sino también por una población a la que programas orquestados de denigración pública se habían encargado de asustar.

Bajo Hitler y Stalin la represión nunca se ejerció por que sí, sólo para crear un clima de obediencia general mediante el miedo. La represión iba dirigida contra grupos o individuos a los que se identificaba como una amenaza para las prioridades políticas de los dos sistemas. En el caso soviético esto significaba defender la Revolución proletaria de sus supuestos enemigos burgueses y contrarrevolucionarios, tanto en el país como en el extranjero; en el caso alemán significaba proteger a la nación o la raza alemana de aparentes amenazas de corrupción biológica y decadencia espiritual. En ambos casos se definía a los enemigos como particularmente intransigentes, astutos y malévolos, con el objeto de dar más peso a la lucha antiterrorista y justificar los métodos más despiadados que se empleaban contra ellos. En cada caso la mentalidad imperante era más afín a la de una guerra civil.

Hitler y Stalin, ellos mismos exterroristas políticos, interpretaron un papel clave en la creación del concepto del enemigo perpetuo. Los puntos de vista políticos de Stalin eran fruto en su totalidad de un dualismo fundamental entre el virtuoso revolucionario bolchevique y el oponente contrarrevolucionario. «Tenemos enemigos internos. Tenemos enemigos externos», anunció Stalin en 1928 durante el proceso de Shajti: «Esto, camaradas, no debe olvidarse ni por un solo momento[3]». En un discurso de 1927, Stalin arguyó que la seguridad del Estado era necesaria «con el objeto de proteger los intereses de la Revolución de los ataques por parte de la burguesía contrarrevolucionaria y sus agentes». A los enemigos se les definía siempre como parte de una red de terror: «conspiradores, terroristas, incendiarios y lanzadores de bombas[4]». En el primero de los grandes procesos de los años treinta, celebrado en agosto de 1936, se acusó a Zinoviev y Kámenev de haber dirigido un «centro terrorista». Durante su proceso en marzo de 1938, al preguntarle si estaba a favor de los actos de terrorismo, Bujarin se vio obligado a confesar «Lo estaba[5]». Stalin veía en el terrorista un adversario especialmente peligroso. En una entrevista en 1931, dijo al biógrafo alemán Emil Ludwig que, al principio, el régimen había traicionado los intereses de la clase obrera con su excesiva indulgencia: «La experiencia nos enseñó que la única forma de hacer frente a semejantes enemigos es aplicar la más implacable política de represión[6]». Stalin reservaba su vocabulario público más inmoderado para el terrorista enemigo: «fusiladlos, destruidlos», pidió en noviembre de 1937. «Son provocadores internacionales, los más viles agentes del fascismo[7]»

La consigna de la represión estalinista era la vigilancia. Al parecer, después de años de actividad política socialista, Stalin daba por sentado que las divisiones del Partido, las divergencias ideológicas y las peleas por cuestiones de táctica eran el resultado de la infiltración de fuerzas políticas extrañas. La red terrorista actuaba desde dentro del Partido, además de fuera de él. Su llamamiento de 1937 a convertir el Partido en «una fortaleza inexpugnable» iba dirigido al ejército de agentes, «saboteadores» y traidores que estaban dentro de sus propios muros: los «individuos falsos» (dvuruzhniki) debían ser desenmascarados y exterminados[8]. El enemigo estaba siempre a sueldo de una potencia extranjera maligna. En los años veinte el enemigo era algún representante de la burguesía anticomunista mundial; en los años treinta se definió a los enemigos como agentes del fascismo (hasta que el Pacto Germano-Soviético de agosto de 1939 obligó a los fiscales a volver a culpar del terrorismo a las imperiales Gran Bretaña y Francia); después de 1945 el enemigo se convirtió en un agente del imperialismo estadounidense, o del sionismo internacional o simplemente «cosmopolita». La imagen del enemigo como un extraño simplificaba la tarea de aislarlo y excluirlo y mejoraba la legitimidad de la represión a ojos del público, a pesar de que las acusaciones eran a menudo absurdas. En el último de los grandes procesos, en marzo de 1938, se acusó a los inculpados —todos ellos comunistas fervientes— de organizar una conspiración con Estados extranjeros (en este caso Alemania y Japón) con el objeto de «provocar un ataque militar… desmembrar la URSS» y «restaurar el capitalismo[9]».

La actitud de Hitler ante el enemigo compartía con el modelo soviético el lenguaje incendiario y la representación del enemigo como extraño. En un discurso en 1934, dijo que su movimiento había salvado al pueblo alemán «del terror rojo». Después de la purga de Röhm dio rienda suelta a un feroz arrebato y dijo: «Bestias, criminales, conspiradores, traidores, envenenadores de pozos… fusiladlos y destruidlos sangrientamente, rápidamente; quemad esas úlceras hasta dejarlas en carne viva; prendedlos sin piedad, sangrientamente[10]». El enemigo, al modo de ver de Hitler, era sostenido por fuerzas extrañas, predominantemente por los judíos y los bolcheviques, que trabajaban para debilitar el Estado nacionalsocialista a instancias de intereses extranjeros. Eran los mismos enemigos que, en noviembre de 1918, con «su loca o criminal acción» habían causado la desgracia de Alemania[11]. En 1934, Hitler dijo al Reichstag: «El Estado nacionalsocialista en su vida doméstica exterminará y aniquilará incluso esos últimos restos de este envenenamiento y embrutecimiento del pueblo[12]».

La consigna de la represión hitleriana era la venganza, no sólo contra la traición a Alemania por parte de los judíos y los socialistas en 1918 —la tristemente célebre idea de «la puñalada en la espalda»—, sino también contra todos los enemigos del movimiento y traidores a la nueva Alemania. La represión política no era indiscriminada, sino que se definía y excluía al enemigo, como se hacía en la Unión Soviética con el enemigo de clase. En los primeros años del régimen ese enemigo era manifiestamente político: lo que quedaba del comunismo y la socialdemocracia, los oponentes en las iglesias. A mediados de los años treinta la amenaza principal para la supervivencia de la nación se definió en términos de una biología política. El enemigo extraño se hallaba escondido, al igual que el antibolchevique enmascarado, aunque en el cuerpo de la nación y no en el Partido. La sangre no alemana (en particular judía), los defectos genéticos hereditarios de la mente y el cuerpo, la perversión y la desviación sexuales, o el comportamiento sociopatológico se utilizaban para definir las numerosas categorías de amenaza racial. La victimización política y la biológica, a veces, coincidían en parte. Según la teoría psicológica popular, existía una relación directa entre el trastorno psiquiátrico, la inadecuación racial y las simpatías comunistas[13]. La represión de los enemigos de raza se convirtió en el objetivo principal de los servicios de seguridad alemanes y esta prioridad culminó con el genocidio de los años cuarenta.

En ambas dictaduras la discriminación y la violencia estatales se derivaban de un sentido específico, aunque amplio, de quién era el enemigo. La identificación de los enemigos se inspiraba en gran parte en las convicciones políticas de los dos dictadores. Ambos regímenes presentaban el aparato de seguridad del Estado como un instrumento para proteger a la gran mayoría de la población, que no llevaba a cabo actividades subversivas. Exagerando deliberadamente la naturaleza de la amenaza contrarrevolucionaria en un caso y de la amenaza judeo-bolchevique en el otro, ambos sistemas lograron presentar la represión estatal como una forma de justicia política popular con la que podían identificarse las personas corrientes. El uso de una retórica violenta, de exterminio, acostumbró al público a aceptar la falta de piedad del régimen en su guerra implacable contra la subversión o la decadencia nacional. Esta guerra mortal y sin restricciones se hizo en nombre del pueblo. El terror se volvió representativo.

La represión estatal era competencia de cuerpos de policía y servicios de seguridad que trabajaban en estrecha colaboración con la judicatura. Por ilegal y arbitraria que ahora parezca la represión, ambas dictaduras la dotaron de una base jurídica y crearon un marco institucional formal que les permitía identificar y perseguir a todas las personas a las que se definía como enemigos del pueblo. No era, ni mucho menos, un proceso nuevo en ninguno de los dos Estados. En toda Europa existían cuerpos de policía política a finales del siglo XIX. En la Rusia zarista la policía política del Estado, a la que supervisaba una sección especial (osobyi otdel) creada en 1898, hacía una guerra soterrada contra la oposición política a la monarquía[14]. En Alemania, todos los cuerpos de policía provinciales tenían una sección especial que seguía la política local e investigaba los casos de traición, difamación política o terrorismo. En los años veinte los delitos políticos en Alemania aumentaron mucho, al aparecer partidos radicales que tenían un ala paramilitar. Sólo en 1932, 250 personas fueron condenadas por alta traición; en vísperas de la subida de Hitler al poder, había en las cárceles alemanas centenares de presos políticos, muchos de ellos nacionalsocialistas condenados por asesinar o herir a sus adversarios[15]. Los cuerpos de policía política fichaban a los radicales políticos y proporcionaban pruebas forenses de los delitos de inspiración política.

El precursor directo del aparato de seguridad estalinista se creó el 20 de diciembre de 1917 y llevaba el engorroso nombre de Comisión Extraordinaria Panrusa para Combatir la Contrarrevolución, la Especulación, el Sabotaje y la Mala Conducta en el Cargo. Más conocida por el nombre de Cheka, la nueva fuerza de seguridad se convirtió prácticamente en un organismo independiente durante la guerra civil, periodo en que se calcula que ejecutó a 250 000 personas[16]. En 1922, el Gobierno soviético, que ansiaba restaurar cierta sensación de legalidad revolucionaria después de la violencia de la guerra civil, substituyó la Cheka por la Administración Política del Estado (GPU), que respondía directamente ante el comisario para el Interior, pero el nombre «chequista» siguió utilizándose de forma habitual. Con la creación oficial de la Unión Soviética, la GPU se convirtió en la GPU Unificada u OGPU. Sus actividades las supervisaba el comisario de Justicia y los delitos políticos debían verlos los tribunales soviéticos en todos los casos salvo los más excepcionales. Los casos más graves de traición los juzgaba el tribunal superior del ejército, el Colegio Militar. Durante todo el decenio de 1920 la OGPU persiguió como enemigos a los restos sociales del viejo orden, los renegados socialistas y los espías extranjeros. Al empezar la campaña de colectivización en 1929, la OGPU se encargó de la tarea de detener a los «campesinos ricos» recalcitrantes y deportarlos a campos y colonias de trabajo. Los siniestros tribunales de tres hombres o troiki se crearon para hacer frente a la inmensa carga de trabajo en el campo. La actividad del servicio de seguridad se ajustaba estrechamente a las prioridades políticas del Partido; el secretariado de Stalin forjó y fortaleció vínculos estrechos con la OGPU, aunque no puede decirse que ésta fuera creación de Stalin[17].

En el verano de 1934 se llevó a cabo una transformación importante de todo el aparato de seguridad, con el fin de someter la policía política a una vigilancia más rigurosa por parte de las autoridades estatales, después de recibirse frecuentes quejas de abusos de la justicia. En realidad, el nuevo sistema proporcionó un instrumento más eficaz y centralizado para intensificar la represión, que duró hasta el fin de la dictadura de Stalin. La OGPU pasó a depender directamente del Comisariado Popular para Asuntos Internos (NKVD) bajo Genrij Yagoda; con el nombre de Seguridad del Estado (Gosbezopasnost) se convirtió en una de las divisiones principales del comisariado. Al mismo tiempo se unificó la policía corriente o milicia bajo el NKVD. En noviembre del mismo año se creó una red nacional de campos de trabajo, conocidos generalmente por el acrónimo Gulag, bajo el NKVD, con lo que todos los elementos de represión y policía del Estado quedaron unidos bajo el mismo techo. La reforma suspendió los troiki, pero el NKVD retuvo las llamadas «sesiones especiales», que eran tribunales encargados de juzgar los delitos contrarrevolucionarios y de terrorismo, sin convocar testigos ni siquiera a los acusados[18].

El principal instrumento jurídico para combatir el terrorismo antiestatal era el artículo 58 del Código Penal ruso de 1926, que definía, aunque nunca con mucha precisión, una extensa serie de crímenes contrarrevolucionarios y terroristas que llevaban aparejadas penas que iban de tres meses de cárcel a la muerte. Las definiciones eran vagas y abarcaban muchas cosas, y los funcionarios de seguridad del Estado explotaban implacablemente su flexibilidad. En 1934, se presentó la oportunidad de convertir la seguridad del Estado en un organismo prácticamente autónomo. En las horas que siguieron al asesinato de Serguéi Kírov el 1 de diciembre, Stalin dictó una nueva ley sobre «organizaciones terroristas y actos terroristas». El Politburó aprobó la nueva ley dos días después. Sus disposiciones eran una receta para la ilegalidad estatal. Los actos terroristas no deberían investigarse durante más de diez días; no habría fiscales ni abogados defensores; no habría posibilidad de apelar; todos los culpables (en realidad, no había presunción de inocencia) deberían ser ejecutados «rápidamente[19]».

El corazón del aparato de seguridad era el tristemente célebre edificio de la plaza Lubianka, donde se alojaban los burócratas, los investigadores y los guardias de la división de Seguridad del Estado. Era aquí a donde llevaban a los sospechosos políticos en grandes furgonetas policiales de color negro. A veces, los vehículos eran de colores inocentes y alegres; otras veces iban disfrazados de furgonetas de reparto de pan u otros artículos con el fin de no poner sobre aviso a las víctimas o alarmar al vecindario. Los detenidos eran encerrados en celdas atestadas de gente donde el calor era insoportable en verano y, en invierno, hacía un frío atroz. Al llegar, se les desnudaba y registraba, se les tomaban las huellas dactilares y se les fotografiaba. Los sospechosos de terrorismo eran encerrados aparte de otros contrarrevolucionarios más inofensivos. Una vez en las celdas, los detenidos eran interrogados para que comprometieran a otras personas, o juzgados en ausencia por la sesión especial del NKVD, y trasladados a la prisión o al lugar de ejecución, o conducidos ante una troika militar que vería el caso y dictaría sentencia en el plazo de 24 horas, al amparo de la ley de 1 de diciembre de 1934. La tortura no estaba autorizada oficialmente, excepto en el apogeo de la represión en 1937-1938, cuando los investigadores querían respuestas rápidas, pero generalmente los interrogadores podían obligar a sus víctimas a permanecer de pie durante horas (Bela Kun, que había capitaneado la fracasada revolución comunista de 1919 en Hungría, fue obligado a pasar varios días de pie —sobre un solo pie— hasta que confesó ser un agente fascista) e impedirles dormir, así como someterlas a un torrente de calumnias e insultos[20]. La supervisión de los guardias a interrogadores de categoría inferior era escasa y el margen de abuso era muy amplio. Pocos prisioneros podían soportar los malos tratos por más de unos cuantos días. La mayoría de las «confesiones» eran inventadas y alteradas por el interrogador, que utilizaba el expediente repleto de pruebas y las confesiones arrancadas a otros detenidos. I. A. Pyatnitski, secretario del comité ejecutivo de la Comintern hasta su detención en julio de 1937, acabó confesando durante no más de quince minutos después de meses de tortura, pero luego le obligaron a firmar una transcripción de sus confesiones que ocupaba 29 páginas[21]. Las descripciones de los interrogatorios hacen pensar que los policías daban crédito a lo que les decían sobre sus prisioneros, porque muchos de ellos carecían de motivos para no creerlo.

El juicio que se celebraba acto seguido era poco más que una investigación superficial basada en pruebas que, por regla general, no se ponían en conocimiento del acusado. Se daba a éste un escrito de acusación que era la base sobre la que debía confesar su culpabilidad. Los juicios eran una parodia de la justicia. Evgenia Ginzburg, que viviría para escribir una crónica de su propio juicio, que duró siete minutos, fue introducida en la sala por dos guardias y se sentó, con uno a cada lado, frente a tres jueces y un secretario del tribunal. La acusaron conforme al artículo 58 y la ley Kírov. La única expresión en las caras de los acusadores era de aburrimiento. «¿Te declaras culpable?», preguntó el juez que presidía la sala. Al contestar ella que no, los jueces se negaron a hablar del caso. Después de escuchar sus protestas de inocencia se retiraron a deliberar sobre el veredicto y la sentencia; dos minutos después volvieron y la condenaron a diez años en un campo de trabajo[22].

La celdas atestadas de detenidos y la justicia mecanizada eran la consecuencia de un gran incremento de los casos de represión política, que alcanzaron su máximo en 1937-1938. Durante el periodo que en Occidente suele llamarse «el Gran Terror» y en la Unión Soviética, la Ezhovshchina, nombre que se deriva del comisario para Asuntos Internos, Nikolái Ezhov, miembro del secretariado de Stalin, que insistió en que fuera nombrado en septiembre de 1936, la Seguridad del Estado recibió poderes complementarios para combatir una «organización terrorista» de alcance nacional que actuaba dentro del Partido mismo. La naturaleza y las consecuencias de la represión desenfrenada bajo Ezhov se examinan más adelante. La inspiración del repentino aumento del terror contra los enemigos fue sin duda Stalin. Desde el otoño de 1936 hasta el pleno del Comité Central en junio de 1937, Stalin empujó a su séquito hacia una batalla final contra los «enemigos de clase» enmascarados. Ordenó personalmente a los tribunales que fusilaran a quienes condenaban. Al finalizar un largo pleno del Comité Central en febrero y marzo de 1937, en el que el tema principal de debate fue la vigilancia del Partido contra saboteadores y terroristas, Stalin publicó los discursos que había pronunciado en el mismo con el título de «Medidas para liquidar a los trotskistas y otros traidores». La palabra «liquidar» se añadió deliberadamente al título del discurso para su publicación; su significado fue por una vez inconfundible en un país acostumbrado a tener que descifrar el significado oculto de todo lo que escribían o decían sus líderes. Stalin advirtió de que había llegado el momento de librar la batalla final —«la más aguda forma de lucha»— contra todas las fuerzas subversivas que venían amenazando al Estado revolucionario desde 1920[23]. Esta visión apocalíptica fue exagerada horriblemente por las fuerzas de seguridad del Estado y los secretarios del Partido, siempre ansiosos de demostrar que al menos ellos eran revolucionarios virtuosos.

Los poderes complementarios que se otorgaron a los funcionarios de la Seguridad del Estado son muy reveladores. En algún momento de 1937 (el documento no se ha encontrado nunca) el Comité Central ordenó a los interrogadores que se valieran de la tortura física para arrancar confesiones. Según Kaganovich, cuando le pidieron que hiciese memoria en los años cincuenta, Stalin redactó personalmente y a mano la orden y la hizo firmar por otros miembros del Politburó. Se reclutó a un grupo especial de «quebrantadores-interrogadores» (kolo’shchiki), cuyo nombre habla por sí mismo. El número de investigadores se multiplicó por cuatro bajo Ezhov; el sistema llegó a andar tan escaso de personal que, para arrancar confesiones, se reclutaron interrogadores —entre ellos policías y caldereros— que no reunían siquiera los escasos requisitos que solían exigirse[24]. Los troiki se resucitaron en noviembre de 1936 y su utilización volvió a ampliarse en el verano de 1937. Eran estos pequeños tribunales irregulares, que administraban lo que se consideraba justicia revolucionaria, los que hacían horas extras para cumplir las órdenes 00 446 y 00 447, que el NKVD dio en julio de 1937, de «poner fin de una vez para siempre a la sucia labor subversiva contra los cimientos del Estado soviético[25]». Las órdenes las dio el Politburó con instrucciones de que se fusilara a los culpables, en lugar de encarcelarlos. Durante un año a partir de entonces, la Seguridad del Estado tuvo poder prácticamente sin restricciones para matar a cualquiera que cayese en sus manos.

Durante la segunda mitad de 1938 la oleada de ejecuciones estatales empezó a amainar, al señalar Stalin que la emergencia había pasado y tomar partido por los que ahora argüían que el terror había llegado demasiado lejos. En noviembre Ezhov fue destituido y reemplazado por Lavrenti Beria, georgiano como Stalin, que adquirió experiencia purgando salvajemente la organización del Partido en el Cáucaso, antes de que lo trasladasen a Moscú para ser el segundo de Ezhov y el hombre de paja de Stalin en el NKVD. Era muy diferente del delgado y pálido Ezhov, ya permanentemente borracho y normalmente tenso en 1938; Beria era un policía sólido cuyos ojos serenos e inexpresivos relucían detrás de unos quevedos (Stalin le obligó a añadirles una cadenilla, para que pareciese menos burgués).

Tenía un carácter feroz y era malhablado, todo lo cual se combinaba con una notable astucia política. Duró seis años al frente del NKVD y se libró de la suerte de sus predecesores, Yagoda y Ezhov, ambos fusilados bajo acusaciones característicamente inverosímiles.

Aunque Beria ha pasado a la historia como ogro corrupto y cínico, fama sin duda merecida, hizo que la represión por parte del NKVD volviera a los niveles de antes de la Ezhovshchina, que eran más moderados, y reformó las prácticas policiales. Se redujo la tortura y se introdujeron procedimientos de investigación apropiados. El 21 de diciembre de 1938 el Tribunal Supremo de la URSS dictaminó que el artículo 58 sólo era aplicable a los casos en que pudiera demostrarse que existía la intención de cometer crímenes contrarrevolucionarios o terroristas. Los troiki se suspendieron una vez más y lo mismo se hizo con las sesiones especiales, donde muchos prisioneros de la Seguridad del Estado habían sido condenados a muerte con indecorosa rapidez[26]. Beria quería traspasar la tarea investigadora al Comisariado de Justicia, pero el Comité Central vetó la propuesta y el NKVD continuó deteniendo a sospechosos políticos e investigando sus casos[27]. Creó el Departamento para la Investigación de Delitos de Especial Importancia, que se ocupó de los casos políticos de mayor consideración hasta el final de la dictadura, incluido el de su predecesor. Durante 1939 se celebraron varios procesos públicos de hombres de la Seguridad del Estado acusados de falsificar pruebas y pervertir la justicia. Es casi seguro que fue el único de los grandes procesos donde las pruebas y las acusaciones eran fundamentalmente verdaderas.

No obstante, los servicios de seguridad mantuvieron el estado de vigilancia revolucionaria. Beria hizo poco por acabar con la tradición de acusaciones falsas, confesiones forzadas y justicia sumaria; la tortura no se eliminó nunca; el artículo 58 y la Ley Kírov continuaron en el código hasta después de morir Stalin en 1953. Debido a supuestos crímenes contrarrevolucionarios, centenares de miles de ciudadanos soviéticos siguieron cayendo en la red de seguridad. Bajo Beria la organización se hizo más grande, más eficaz y más burocrática. La violencia espontánea de la policía de los años treinta fue sustituida por un programa de vigilancia más metódico y sistemático. En abril de 1943, el enorme imperio del NKVD fue dividido otra vez; la división de Seguridad del Estado, encargada de la policía política y los campos, pasó a una categoría superior al convertirse en el Comisariado Popular de Seguridad del Estado (NKGB), bajo el mando del exsegundo de Beria en el Cáucaso, Nikolái Merkulov. Beria continuó en el Gobierno como ministro de Asuntos Internos y desempeñó este cargo hasta 1946, año en que los comisariados se transformaron en ministerios. Del nuevo MVD se hizo cargo Serguéi Kruglov, y del MGB, un policía profesional, Viktor Abakumov. Beria estuvo al frente de la reunificada organización MVD-MGB durante breve tiempo después de la muerte de Stalin, pero fue destituido por sus antiguos colegas al cabo de unas semanas y acabó siendo fusilado en circunstancias que todavía no resultan claras[28].

En Alemania la instauración de un aparato policial y judicial de represión tuvo que emprenderse en una situación muy diferente. Cuando Hitler asumió el poder en 1933, la judicatura era independiente, el imperio de la ley seguía estando en vigor y los departamentos de policía política tenían la obligación de actuar respetando la constitución. La primera oleada de violencia política desencadenada en enero de 1933, cuando el Partido y la SA se vengaron rápida y sangrientamente de sus oponentes, tuvo lugar fuera de la ley. La oleada de palizas y asesinatos escapó al control de la policía y los débiles intentos de contenerla fracasaron. La SA organizó pequeños campos de internamiento para sus víctimas, así como centros de interrogación donde se torturaba salvajemente a los prisioneros. Hermann Göring, que fue nombrado ministro del Interior en Prusia en febrero de 1933, ordenó a una asamblea de funcionarios de la policía aquel mismo mes que hicieran caso omiso de las pruebas de que el terrorismo, que iba dirigido predominantemente contra los partidos de izquierda, «chocaba con los actuales derechos y leyes del Reich[29]».

La violencia salvaje y pública del movimiento nazi se convirtió poco a poco en una violencia sancionada oficialmente por el Estado y, finalmente, en represión estatal institucionalizada. El 11 de febrero de 1933 los hombres de la SA en Renania prestaron juramento como policías auxiliares, y once días después se les confirió autoridad policial en toda Prusia[30]. La oportunidad de legalizar la represión se presentó una semana más tarde, cuando, ya muy avanzada la noche del 27 de febrero, pudieron verse llamas que envolvían el edificio del Parlamento alemán. Al día siguiente Hitler pidió al presidente Hindenburg poderes excepcionales para refrenar la amenaza de revolución comunista, cuya señal se suponía que había sido el incendio del Reichstag. Tan fortuito fue el momento, que siempre ha existido la tentación de dar por sentado que los incendiarios fueron nacionalsocialistas y no el comunista holandés corto de alcances Marinus Van der Lubbe, al que pillaron en el lugar del siniestro. Pero, al igual que el asesinato de Kírov, que dio paso a los salvajes poderes de excepción de la dictadura estalinista, es casi seguro que el incendio del Reichstag fue obra de un terrorista que actuó en solitario.

El decreto «para la protección del pueblo y el Estado» que se promulgó a raíz del incendio del Reichstag llevaba la fecha de 28 de febrero de 1933, se amparaba en el artículo 48 (2.2) de la constitución alemana y otorgaba al presidente poderes excepcionales. El decreto proporcionó el principal instrumento jurídico para la represión estatal hasta el final de la dictadura, aunque al principio el Parlamento hacía la farsa constitucional de renovarlo todos los años. Las disposiciones del decreto eran totalmente inequívocas. Se suspendieron artículos importantes de la constitución que garantizaban los derechos civiles (114, 115, 117, 118, 123, 124 y 153). Esto permitió varias «limitaciones de la libertad personal» y restricciones del «derecho de libertad de palabra», así como de la libertad de prensa, la violación de la intimidad de las comunicaciones telefónicas y postales, los registros domiciliarios y el embargo de propiedades. El decreto introdujo la pena de muerte para los culpables de una serie de crímenes que iban de la traición al sabotaje de líneas ferroviarias, todo lo cual se castigaba antes con trabajos forzados. La muerte también esperaba a los que perpetraban asesinatos terroristas de funcionarios del Estado o figuras del Gobierno, o incitaban al asesinato, o «hablaban de él con otra persona»; los delitos contra el orden público con el uso de un arma; y la toma de rehenes con fines políticos (crímenes que la SA cometía con regularidad sin ser castigada[31]). A finales de marzo se promulgó una ley sobre la pena de muerte que permitió imponerla de forma retroactiva por crímenes cometidos antes del 28 de febrero; y al desgraciado Van der Lubbe, que fue ahorcado unos días después[32].

Los instrumentos jurídicos necesarios para imponer la represión política se completaron con otros dos decretos de excepción el 21 de marzo. El primero hacía referencia a lo que se definió como «habladurías maliciosas» (Heimtücke), es decir, la propagación del derrotismo y la desmoralización, la difamación de figuras políticas o del Partido, o los comentarios susceptibles de causar «dificultades en la política exterior». Fue substituido por una nueva «Ley contra la calumnia maliciosa del Estado y el Partido y para proteger los uniformes del Partido» el 20 de diciembre de 1934, que, además, permitía detener a quien llevase uniforme sin permiso o se burlara de él. Estos delitos, siendo la finalidad de la norma promulgada acallar toda crítica política pública mediante la vaguedad de su formulación, se castigaban con largas penas de cárcel o, en los casos extremos, con la muerte. También el 21 de marzo el régimen introdujo «tribunales especiales» (Sondergerichte), en los cuales los casos de delitos políticos, según eran definidos por las leyes de excepción, podían verse sin las habituales garantías procesales. No eran una novedad total, ya que se habían utilizado tribunales especiales para combatir la agitación política entre 1919 y 1923. El 6 de octubre de 1931 se creó un Sondergericht para los numerosos casos de violencia política. Sin embargo, unidos a los decretos de excepción, constituyeron una de las medidas más importantes entre las que permitieron al régimen evitar el sistema judicial tradicional e imponer su propia forma de justicia popular. Los tribunales especiales podían trabajar más rápidamente, prescindir de los acostumbrados procedimientos de defensa y restringir las apelaciones. En 1935, ya había 25 de ellos en todo el Reich[33]. El 24 de abril de 1934 se creó un tribunal especial supremo, con sede en Berlín, que vería los casos de traición más graves. En 1936, el Tribunal Popular (Volksgerichtshof) pasó a estar dirigido por Otto Thierack, uno de los numerosos jueces alemanes que se afiliaron al Partido antes de 1933. Despiadado e intransigente, Thierack sentía escaso respeto por el sistema jurídico tradicional. En sus manos, el Tribunal Popular se convirtió en un instrumento de justicia política intolerante[34].

La dictadura aún carecía de policía secreta. En los primeros meses del régimen los departamentos de policía que ya existían fueron purgados de oponentes políticos conocidos; numerosos policías habían perseguido de buen grado a la izquierda radical mucho antes de que Hitler subiera al poder y no fue necesario insistir en que explotaran los poderes más amplios que les daban los decretos de excepción. Uno de ellos, un joven inspector prusiano llamado Rudolf Diels, sugirió a Göring que convirtiera la oficina de Prusia en un nuevo cuerpo de policía secreta. El 26 de abril de 1933 se creó oficialmente la Oficina de Policía Secreta del Estado (Geheime Staatspolizei), cuyo primer director fue Diels. El acrónimo GPA se parecía demasiado al GPU soviético. Un funcionario de correos sugirió la abreviatura «Gestapa» y a partir de entonces el cuerpo de policía se llamó «Gestapo», la Policía Secreta del Estado. El 20 de abril de 1934 la organización quedó bajo la jurisdicción de Heinrich Himmler, que en un año había ascendido de jefe de la policía política de Baviera a responsable de los cuerpos de policía de la mayor parte de Alemania. La jefatura de la Gestapo se estableció en Berlín, en el número 8 de la Prinz Albrechstrasse, y la organización pasó a ser dirigida por un brutal y ambicioso policía bávaro, Heinrich Müller. El edificio, que se parecía mucho a la Lubianka de Moscú, con su fachada lisa y gris que ocultaba las celdas insonorizadas del sótano, se convirtió en el centro del sistema de represión política.

En los primeros años del régimen la policía y los tribunales corrientes siguieron desempeñando un papel importante en la represión política, para lo cual utilizaban los instrumentos que ya ofrecía el Código Penal con el fin de proteger al Estado contra las alteraciones del orden público y la traición. En 1935, había 22 000 presos políticos más en el sistema penitenciario ordinario que en los campos de concentración, la mayoría de ellos comunistas o socialdemócratas. En la prisión de Chemnitz, en Sajonia, tres cuartas partes de los reclusos eran presos políticos en 1934; en Dortmund, en el Ruhr, hubo un momento en que todos los reclusos de la penitenciaría de trabajos forzados eran presos políticos[35]. El factor que distinguía el cuerpo de policía política del resto del aparato policial era el derecho de someter a los detenidos a prisión preventiva (Schutzhaft). Este derecho se concedió por primera vez de conformidad con los poderes de excepción que siguieron al incendio del Reichstag y era fundamental para la represión, pero era un derecho que tenía que renovarse y definirse cuidadosamente. En julio de 1933, según el Ministerio del Interior, había 26 789 personas en prisión preventiva; en realidad esto quería decir que se encontraban encerradas en campos de concentración o prisiones sin derecho a ser juzgadas por un tribunal. Las quejas de funcionarios y de miembros del público relativas a los evidentes abusos que entrañaba semejante sistema eran frecuentes y se cerró la mayoría de los campos irregulares, que habían sido creados por la SA en 1933. El 12 de abril de 1934 el ministro del Interior, Wilhelm Frick, abogado nacionalsocialista a quien la policía continuaba subordinada en teoría, publicó una serie de directrices secretas sobre «prisión preventiva» para asegurarse de que en todo el Reich estuvieran en vigor las mismas reglas. Aunque los infortunados presos tenían ahora derecho a ser informados por escrito en el plazo de 24 horas de los motivos de su detención, no se puso límite a ésta mientras dichos presos siguieran constituyendo «una amenaza para la seguridad y el orden públicos». A pesar de las reservas del propio Frick, la definición dependía en gran parte de la discrecionalidad de las autoridades de policía secreta, que continuaron insistiendo en que deberían tener derecho a retener a los presos sin juicio. El 25 de enero de 1938 se redactó un segundo decreto de prisión preventiva que duraría hasta el final de la guerra. El funcionamiento del sistema se encomendó en su totalidad a la Gestapo[36].

La Gestapo retuvo el derecho primario de detener, durante toda la dictadura. La imagen popular del hombre de las SS con uniforme negro como símbolo del terror estatal ha ocultado la realidad de que la detención, la investigación y la deportación competían al cuerpo de policía política y no a las SS. La imagen popular de la Gestapo es, por otra parte, acertada en líneas generales. Es verdad que los inspectores se presentaban en plena madrugada (generalmente eran dos), llamaban a la puerta e invitaban cortésmente a los sospechosos a acompañarles a la jefatura. Cuando el director de periódico de Múnich, y futuro fundador del Picture Post, Stefan Lorant fue detenido en marzo de 1933, le llevaron a la redacción de su periódico, que los dos policías se pusieron a registrar en busca de pruebas. Al preguntarles Lorant qué buscaban, se dieron cuenta de que no tenían ni idea y telefonearon a su superior, que les dijo que buscaran «caricaturas susceptibles de poner al Gobierno en ridículo». Acto seguido le llevaron a la cárcel, donde le registraron, le tomaron las huellas dactilares, le fotografiaron de frente, de perfil y con el sombrero puesto y le encerraron en una pequeña celda comunal. Los policías habían encontrado en su despacho una postal que un amigo le había enviado desde la Unión Soviética, donde estaba de visita. El amigo había escrito inocentemente «Estoy leyendo a Marx y Engels». Lorant fue acusado de «intriga bolchevique» y retenido en la cárcel; unas semanas más tarde su esposa fue detenida y encerrada en el pabellón de mujeres. Después de siete meses, sin juicio ante un tribunal y junto con su esposa, fue deportado a Hungría, su país natal[37].

Las limitaciones de las actividades de la policía política eran pocas, incluso en casos que se llevaron de forma tan incompetente como el de Lorant. Diversos organismos del Partido empezaron a desempeñar un papel cada vez más importante en el aparato de seguridad, a expensas del sistema policial y judicial oficial. Lorant fue testigo de que se permitió la entrada de matones de la SA en la prisión política para apalear y dar patadas a varios prisioneros hasta dejarlos inconscientes. A diferencia del sistema soviético, donde el NKVD controló la división de Seguridad del Estado durante el auge de la represión estatal, el Ministerio del Interior alemán se vio excluido poco a poco de la supervisión real del aparato de seguridad. En febrero de 1936 se aprobó una nueva ley sobre la Gestapo que liberó a la policía secreta de la supervisión judicial administrativa y le permitió decidir legalmente quién era criminal político y qué constituía crimen político[38]. Cuatro meses más tarde Hitler accedió a que se llevara a cabo una reorganización exhaustiva de los servicios de seguridad bajo Himmler. El 17 de junio de 1936 Himmler fue nombrado oficialmente líder de las SS del Reich y jefe de la policía alemana. Su nuevo título indicaba explícitamente la fusión del Partido y los intereses de la seguridad. Himmler pudo construir ahora un sistema nacional de poder policial muy centralizado. Pasó a controlar la policía corriente, cuyo director era Kurt Daluege, exoficial de alta graduación de las SS; la policía de investigación criminal y la policía secreta del Estado (que el 26 de junio se amalgamaron en un nuevo cuerpo de «policía de seguridad», Sicherheitspolizei) bajo el segundo de Himmler en las SS, Reinhard Heydrich; y los campos de concentración, que habían pasado a ser competencia de las SS en marzo de aquel año. Heydrich también continuó como director del servicio de seguridad del propio Partido (Sicherheitsdienst), cuya tarea principal era vigilar la opinión pública e identificar la resistencia potencial tanto dentro como fuera del Partido.

La nueva organización, aunque estaba nominalmente bajo el Ministerio del Interior de Frick, se independizó. Con el nombramiento de simpatizantes del Partido y hombres de las SS para que desempeñaran funciones policiales clave, así como para que ocupasen puestos en los ministerios del Interior y de Justicia, todo el sistema judicial y policial reflejaba de forma cada vez más fiel la voluntad política de la dirección del Partido. Poco después de estallar la guerra, todo el aparato fue elevado al nivel de ministerio con el nombre de Oficina Principal de Seguridad del Reich (Reichssicherheitshauptamt), y Himmler y Heydrich pasaron a ser ministros. Una de las primeras cosas que hizo la RSHA fue dar directrices que permitían a la Gestapo detener a cualquier persona culpable de debilitar el esfuerzo bélico y ejecutarla, o mandarla a un campo de concentración, sin consultar con los tribunales. A esto se le dio el nombre eufemístico de «trato especial» (Sonderbehandlung); fue el momento en que se dio a la policía de seguridad el derecho oficial e ilimitado de matar a sus víctimas, si quería. A comienzos de 1943 Himmler recomendó que, en lugar de seguir un proceso, se recitara una curiosa fórmula a los prisioneros de los campos inmediatamente antes de su asesinato judicial: «El delincuente ha hecho tal cosa y, por tanto, debido al delito ha renunciado a su vida. Para proteger al pueblo y al Reich se le debe trasladar de la vida a la muerte. El juicio se cumplirá[39]». El 30 de junio de 1943 la Gestapo obtuvo el derecho complementario de decidir si cualquier criminal o caso político debía comparecer a juicio o ir directamente a la cárcel, pero para entonces estas sutilezas jurídicas ya no hacían al caso ante el poder sin límites de que gozaban las fuerzas de seguridad en su lucha contra lo que Himmler llamó «el enemigo natural, el bolchevismo internacional, dirigido por judíos y francmasones[40]».

Hay algunas similitudes evidentes entre el aparato de seguridad del Estado en ambas dictaduras. Con el tiempo ambos evolucionaron hasta convertirse en sistemas policiales burocráticos y muy centralizados que culminaron con ministerios independientes de seguridad del Estado: el MGB en la Unión Soviética y la RSHA en Alemania. Ambos reflejaban fielmente las prioridades políticas del régimen. «Es la función de la policía resolver sólo lo que el Gobierno desee que se resuelva», escribió el funcionario de la policía de seguridad Werner Best en 1937[41]. La Seguridad del Estado en la Unión Soviética continuó siendo servilmente sensible a las señales que llegaban del aparato central del Partido y el Estado. En ambos regímenes el aparato de seguridad acumuló lentamente instrumentos jurídicos que le permitían evitar el sistema de justicia. En la Unión Soviética, sin embargo, esos instrumentos se revisaban con regularidad y, a partir de los últimos años treinta (con la excepción de la arbitraria justicia militar durante la guerra), la Seguridad del Estado tuvo que actuar dentro de sus propios límites legales, aunque eso afectaba poco a las personas atrapadas en sus tentáculos.

El carácter totalmente ilegal de la represión estatal en Alemania en los últimos tiempos de la dictadura es lo que constituye la diferencia principal entre los sistemas de seguridad soviético y alemán. A pesar de sus injusticias e incompetencia evidentes, su arbitrariedad y su sofistería jurídica, el sistema soviético actuaba de acuerdo con unos fundamentos jurídicos acordados. Los presos políticos eran juzgados y sus casos se investigaban concienzudamente, a menudo con saña, a veces durante años. Era un sistema susceptible de abusos enormes y frecuentes. Los «enemigos» políticos eran asesinados en secreto, por lo que es imposible determinar con certeza si la muerte de figuras públicas debida al suicidio, un accidente o causas naturales era represión estatal agravada o no. La Seguridad del Estado también podía utilizar sus propios tribunales y llevar a cabo sus propias investigaciones, por lo que los procedimientos jurídicos que se adoptaban no formaban parte del sistema judicial normativo, pese a que al Comisariado de Justicia le hubiera gustado mucho controlarlos. Una vez se entraba en el sistema era casi imposible recuperar la libertad sin ser condenado, aunque una autoridad superior podía anular —y a veces anulaba— algunas de las miles de sentencias injustas. Con todo, la Seguridad del Estado, incluso en el apogeo de la Ezhovshchina, nunca reivindicó el derecho de, sencillamente, internar o ejecutar a los presos sin juicio ni acusación.

El sistema alemán también produjo una bifurcación gradual de la Seguridad del Estado y el sistema judicial normativo. Ésta se hallaba dotada de instrumentos jurídicos especiales, tribunales especiales y el derecho de investigar casos de acuerdo con sus propios criterios. Ambos sistemas recurrían habitualmente a la tortura para arrancar confesiones o información incriminatoria; ambos crearon campos de concentración para presos políticos. La distinción principal era el derecho de la Gestapo de someter a las personas a prisión preventiva y recomendar la «reclusión indefinida», incluso para los presos a quienes un tribunal regular había impuesto una sentencia menor o que ya habían cumplido su condena. (Paradójicamente, la autonomía administrativa también daba a la Gestapo el derecho de poner en libertad a los presos con una simple advertencia y ninguna amenaza de enjuiciamiento, cosa que raramente sucedía en el sistema soviético una vez empezado el proceso.) La prisión preventiva, que fue otorgada por primera vez en los comienzos de la dictadura, era objeto de abusos flagrantes y sistemáticos y acabó dando a la policía de seguridad, haciendo caso omiso incluso de los tribunales especiales, el derecho de decidir entre la vida y la muerte, no sólo en el caso de los presos políticos, sino también en el de millones de alemanes y europeos inocentes que fueron perseguidos y asesinados no por haber cometido algún crimen, sino debido a su raza.

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