Dictadores
5. Estados de terror
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Una de las cosas que a los historiadores les resultan más difíciles de determinar es el número de víctimas de la represión estatal. El sistema de seguridad soviético generó una masa de estadísticas secretas que, en su mayoría, pueden consultarse desde la caída del comunismo europeo. El Tercer Reich fue menos maniático de las estadísticas y más dado al secretismo. Mientras que el NKVD anotaba laboriosamente todas las condenas y sentencias, los campos de concentración y las prisiones alemanes no llevaban registros tan minuciosos o los destruían deliberadamente cada pocos meses. Al finalizar la dictadura se encendieron hogueras de documentos de seguridad en todo el Reich. Incluso en el caso de los registros soviéticos, que son mejores, cuesta creer que se tomara nota de todas las víctimas, o que algunas no fueran anotadas dos veces por organismos rivales que ansiaban demostrar que cumplían con creces sus normas, especialmente en las circunstancias excepcionales de la Ezhovshchina y la guerra. Las personas encarceladas y asesinadas por las dos dictaduras no se cuentan por centenares, sino por millones. Es imposible recuperar para la historia una cifra estadísticamente precisa de las víctimas, y es lógico que así sea dado el carácter mortífero de la represión.
Las cifras que tenemos, no obstante, indican de forma clara la escala y la naturaleza de la represión.
Durante años las cifras relativas a la represión soviética que circulaban en Occidente fueron muy exageradas. En las memorias que escribió en 1980, Anton Antonov-Ovseyenko, hijo de una destacada víctima del Partido en los años treinta, afirmó que fuentes del Politburó indicaban que 18,84 millones de personas fueron enviadas a las prisiones soviéticas entre 1935 y 1940, y que siete millones de ellas fueron fusiladas; dijo que en los campos de trabajos forzados había unos dieciséis millones; y calculó que el número de muertos a causa de la hambruna y la represión en los años treinta fue de 41 millones[42]. Algunas de estas cifras fueron aceptadas y reproducidas en Occidente, donde han circulado ampliamente cálculos que oscilan entre ocho y 20 millones de detenciones y entre nueve y 40 millones de muertes[43].
El archivo muestra un cuadro muy diferente. Después de la muerte de Stalin en 1953, se recopilaron estadísticas totales de detenciones, sentencias condenatorias y ejecuciones. Los detenidos, condenados y sentenciados por los organismos del NKVD entre 1930 y 1953 ascienden a un total de 3 851 450[44]. El total de ejecuciones, según estas estadísticas, fue de 776 074, cifra que se acerca mucho a la de 786 098, correspondiente a los condenados a muerte entre 1930 y 1953, que se hizo pública bajo Gorbachov en 1990. Las cifras totales se indican en el cuadro 5.1. Estas cifras son considerablemente inferiores a los cálculos, más especulativos, que se hacían antes de la glasnost. Las estadísticas relativas a los enviados a campos de trabajos forzados concuerdan con lo que sabemos ahora por los archivos del Gulag acerca del tamaño y la composición de la población de los campos. En 1940, había cuatro millones de personas en las diversas instituciones penales: aproximadamente 1,3 millones en los campos del Gulag, 300 000 en las prisiones, 997 000 en asentamientos especiales y 1,5 millones en los campos de deportados[45].
Los años excepcionales son 1937 y 1938. En los dos años centrales de la Ezhovshchina se encuentra el 35 por ciento de todas las sentencias condenatorias dictadas entre 1930 y 1953 y el 88 por ciento de todas las ejecuciones, un total —en dos años— de 681 692 víctimas. El promedio de ejecutados en los años «normales», en los periodos 1932-1936, 1939-1940 y 1946-1953, es de 1432. Lo habitual era una condena a trabajos forzados o cárcel y la población de los campos aumentó ininterrumpidamente después de la guerra, al disminuir las matanzas a gran escala. En 1950, había 6,45 millones de presos en las diversas partes del imperio de los campos. El número total de muertes en los campos del Gulag entre 1934 (año en que empiezan a llevarse registros exactos) y 1953 fue de 1 053 829, en su mayor parte a causa de enfermedades, exceso de trabajo, congelación y desnutrición. El NKVD llevó a cabo algunas de sus ejecuciones en los campos y puede que se cuenten por partida doble en el total de muertes perpetradas por esta organización. Más difícil de calcular es cuántos de los casos juzgados por los organismos de seguridad fueron en realidad casos de delincuencia común (como el de dos infortunados muchachos campesinos a los que enviaron a cuidar las vacas de la granja colectiva y fueron pillados cuando se estaban comiendo tres pepinos, por lo cual cada uno de ellos fue condenado a ocho años en un campo[46]). Tampoco es posible calcular cuántos de los casos que se vieron en el sistema de justicia ordinario fueron en realidad juzgados por el artículo 58 y castigados con la muerte o la cárcel. Sobre el número de personas que murieron durante el traslado a los campos en vagones atestados, con alimentos y agua insuficientes y temperaturas bajo cero sólo pueden hacerse conjeturas. El total de víctimas de la represión soviética es, sin duda, mayor del que indican las cifras, aunque la diferencia se mide por centenares de miles y no por millones. Las ejecuciones y las muertes en los campos suman en total 1 829 903, cifra que debe verse como un mínimo. No hace falta decir que las cifras totales ocultan millones de historias de sufrimiento humano empezando por el círculo inmediato de las víctimas: mujeres y hombres que se quedaron sin pareja, niños sin padres, familias desarraigadas y amistades leales destruidas. Para los traumas de la represión la exactitud estadística no tiene sentido.
Cuando se trata del Tercer Reich el terreno que pisamos es menos firme. El material estadístico es fragmentario e incompleto, aunque indica cifras muy inferiores a las de la Unión Soviética. Entre 1933 y 1939 se calcula que se dictaron 225 000 sentencias de cárcel por crímenes definidos como políticos, con castigos que oscilaban entre breves periodos de cárcel o campo de concentración y encarcelamiento indefinido. Sin embargo, el número de personas que había en los campos en cualquier momento dado antes de 1939 induce a pensar que las cifras eran inferiores: 25 000 en el punto más alto, en 1933; 10 000 en 1936 y 25 000 otra vez al estallar la guerra. Sólo en los tres últimos años de la contienda, al llenarse los campos de prisioneros de guerra, judíos y trabajadores forzados, se registraron cifras de centenares de miles[47]. También es difícil hacer que las cifras de los campos en los años treinta cuadren con los elevados cálculos de personas sometidas a «prisión preventiva», que llegan a indicar un total de 162 000, en 1939. Las cifras que se conocen por los cálculos del Ministerio del Interior son muy inferiores: 27 000 en el momento máximo del verano de 1933, 3000 en 1934, 4000 en junio de 1935. Dado que en 1939 las personas en prisión preventiva ya habrían ido a parar a un campo, es claro que la cifra de 162 000 no refleja la realidad. Las estadísticas exactas de todos los detenidos y encarcelados por la Seguridad del Estado se han perdido con la destrucción de los registros y es poco probable que puedan reconstruirse, pero ahora parece que, al igual que las cifras soviéticas, eran más moderadas de lo que se creía en otro tiempo.
El número total de personas que murieron a manos del sistema de seguridad alemán tampoco se ha calculado nunca de forma satisfactoria. En los archivos hay expedientes de las personas que fueron condenadas a muerte por el Tribunal Popular por delitos de traición: 108 antes de la guerra, un total de 5088 de 1940 a 1944[48]. Esta pauta se refleja en el número de sentencias de muerte que dictó el Tribunal Especial de Düsseldorf: un caso cada año de 1937 a 1939, cinco en 1940 y siete en 1941, pero 74 en los últimos cuatro años de la guerra. Otras estadísticas muestran el número de ejecutados por delitos políticos y comunes, por orden de los tribunales ordinarios entre 1938 y 1945: un total de 16 080[49]. No se sabe qué proporción de estas ejecuciones correspondía a delitos comunes, pero, como la mayoría de las víctimas no eran alemanas, cabe suponer que la mayor parte la formaban trabajadores extranjeros o prisioneros de guerra acusados de sabotaje, relaciones sexuales con personas de otra raza o asesinato. Además de estas cifras brutas, hubo miles de víctimas de la violencia fortuita, el terrorismo de las SS en los últimos meses de la guerra, los asesinatos políticos perpetrados por matones del Partido y miles de extranjeros que fueron muertos por actos de resistencia y sabotaje en toda la Europa ocupada, de acuerdo con el tristemente famoso decreto llamado Nacht und Nebel (Noche y Niebla), que Hitler promulgó el 7 de diciembre de 1941 y que permitía a la Gestapo eliminar a sus prisioneros sin dejar rastro[50].
Los años excepcionales para el sistema de seguridad alemán fueron los comprendidos entre 1941 y 1944. Durante la guerra con la Unión Soviética la RSHA organizó el asesinato en masa de millones de hombres, mujeres y niños. La gran mayoría eran judíos traídos de toda Europa; se calcula que unos 5,7 millones. Alrededor de 3,6 millones fueron exterminados en campos construidos especialmente para ello, otro millón y medio fue asesinado en pueblos y ciudades del oeste de la Unión Soviética durante el primer año del conflicto soviético-alemán[51]. Los campos de concentración y de trabajos forzados también fueron escenario de asesinatos en masa, abandono deliberado y un régimen de trabajo punitivo y debilitador. Se ha calculado que el número total de muertes fue de 1,1 millones, incluida una elevada proporción de judíos que trabajaban hasta morir[52]. El terrible total de los que fueron muertos, murieron de enfermedad y desnutrición o fueron obligados a trabajar hasta morir por el sistema de seguridad alemán no puede calcularse con precisión, pero es improbable que sea muy inferior a siete millones, la mayoría de ellos personas no alemanas.
La abrumadora mayoría de todos esos millones de víctimas de ambas dictaduras la formaban inocentes. Sus «crímenes» eran triviales o, en la mayor parte de los casos, no eran crímenes en absoluto. También eran principalmente personas indefensas: hombres, mujeres y niños corrientes que eran detenidos en casa o en el lugar de trabajo, a veces de uno en uno, otras veces en las grandes redadas de los servicios de seguridad. En ambos sistemas la red también atrapaba a las familias de los sospechosos. Cuando en noviembre de 1937 Stalin clamó contra los que se oponían a la Revolución, prometió eliminar no sólo a los enemigos del pueblo, sino también a sus «familiares y amigos». Tenía que hacerse, según explicó Molotov al periodista ruso Feliks Chuev años más tarde: «De lo contrario, hubieran propagado toda clase de quejas… y degeneración…»[53]. Las venganzas del sistema de seguridad soviético atrapaban a amigos, simples conocidos, compañeros de habitación y colegas, como si la actividad «contrarrevolucionaria» fuese una enfermedad contagiosa. Evgenia Ginzburg fue condenada a trabajos forzados, porque años antes había trabajado con un colega académico al que ahora se había desenmascarado como trotskista. Fue expulsada del Partido por falta de vigilancia, pero, en el momento de su detención en febrero de 1937, el sistema ya la había convertido en una archicriminal. «¡La muerte sería demasiado buena para ti!», le gritó el funcionario que la detuvo, «¡Renegada! ¡Agente del imperialismo internacional!»[54]
Miles de víctimas de ambos sistemas que, al igual que Ginzburg, eran ciudadanos respetables, incluso leales, fueron transformadas en criminales y marginados. Stefan Lorant, cuyo único «crimen» era no apoyar al nacionalsocialismo, experimentó una lenta metamorfosis en la prisión de la Gestapo, de afortunado profesional de clase media a abyecto prisionero, sucio y mal vestido que se esforzaba desesperadamente por evitar la celda de castigo y la malevolencia de los guardias del Partido y era tratado con desprecio por la policía política. Pese a que con frecuencia la victimización era fortuita, el sistema convertía la inocencia en culpabilidad aparente; a los ciudadanos, en prisioneros. Algunos de los perseguidos bajo ambos regímenes eran oponentes o críticos, aunque pocos eran terroristas o criminales políticos. La mayoría fue estigmatizada y castigada para satisfacer las poderosas fantasías de conspiración que tejían las dos dictaduras. Un ejemplo del carácter paradójico, a menudo absurdo, del victimismo que estas fantasías provocaban es el notable espectáculo de la represión de los comunistas por parte de ambos regímenes en los años treinta.
La pauta de victimización en la Unión Soviética puede explicarse atendiendo a una teoría de la conspiración que era fundamental para la existencia del Estado comunista. La teoría, al igual que tantas cosas del recién nacido sistema soviético, fue fruto de la experiencia de la guerra civil, que dejó el temor constante de que la sociedad soviética fuera objeto de un complot internacional, urdido entre las fuerzas de la burguesía mundial y los aliados de la misma que sobrevivían en el interior de la Unión Soviética. Este temor no era del todo irracional dado el historial de intervención de los occidentales al lado de los ejércitos contrarrevolucionarios en 1919 y 1920. Se presentaba siempre a los conspiradores como una quinta columna de espías y provocadores extranjeros confabulados con los restos de las antiguas clases y oposicionistas en el Partido. Su propósito, según se decía, era nada menos que destruir los logros revolucionarios y restaurar el capitalismo. Sus métodos se definían siempre empleando los mismos términos retóricos: sabotaje, destrucción y terrorismo. Sus cómplices involuntarios eran los funcionarios perezosos u oportunistas y los militantes del Partido que no «desenmascaraban» a los subversivos que había entre ellos. Con cambios periódicos de las prioridades, éste continuó siendo el texto político fundamental del periodo estalinista, desde finales de los años veinte hasta la muerte del dictador en 1953. Que lo creyeran o no los miles de humildes policías y miembros del Partido que luchaban contra la conspiración daba lo mismo. Lo importante era la insistencia de la dirección del Partido en que la conspiración contrarrevolucionaria era una realidad política pública.
Casi todas las víctimas del régimen pueden situarse dentro de estos límites. La línea del Partido sobre la conspiración se formuló en el centro, pero las ondas se extendieron hacia las orillas del vasto estanque soviético. Tenemos, por ejemplo, la suerte que corrió el 57.o Cuerpo Especial del Ejército Rojo, que en 1937 fue enviado a Mongolia para impedir incursiones japonesas desde la vecina Manchuria. Los soldados se alojaron en pésimas condiciones en la desolada y remota llanura mongola. La moral era baja, los accidentes eran frecuentes y el material se averiaba con regularidad, pero en el verano de 1937, a raíz del desenmascaramiento de una «conspiración» en el alto mando del Ejército Rojo, el largo brazo de la ley soviética se extendió a través de la Unión Soviética hasta alcanzar al lejano 57.o Cuerpo. Llegó un departamento especial de la NKVD para «desenmascarar y liquidar a los participantes en la conspiración militar». Sacaron a la luz un complot falsificado en cada una de las unidades del cuerpo de ejército, una tras otra. Las investigaciones continuaron durante 13 meses a medida que cada conspiración ponía de manifiesto una nueva conspiración en otras unidades. Los informes del NKVD eran desconcertantes, porque definían al enemigo desenmascarado de varias maneras, incluso cuando, como en el caso siguiente, todos procedían de la misma unidad: «hijo de un kulak», «sirvió con Kolchak [comandante de los ejércitos blancos en la guerra civil]»; «es un pelotillero»; «participante en una organización trotskista contrarrevolucionaria»; «conspiración militar-fascista»; «lleva a cabo sabotajes»; «tenía vínculos con enemigos del pueblo»; etcétera[55]. El comisario del cuerpo de ejército, A. P. Prokofiev, fue llamado a Moscú y detenido cuando estaba sentado en la sala de espera del Comisariado de Defensa, donde había sido citado. Su substituto fue enviado a Mongolia y, unos cuantos meses después de su llegada, fue desenmascarado como conspirador fascista y destituido[56].
La suerte del 57.o Cuerpo Especial se repitió en toda la Unión Soviética durante los años treinta. La caza de brujas fue más frenética durante los dos años de la Ezhovshchina, pero las órdenes de desenmascarar a la quinta columna databan de antes del apogeo del terror y siguieron estando vigentes hasta entrados los años cincuenta. La OGPU ya había construido lo que llamó «El caso del Centro Trotskista Unificado» en 1934 y centenares de personas fueron detenidas como supuestos miembros del centro a finales de 1934 y en 1935 y fusiladas después[57]. En 1936, se pidió a los comisarios del Gobierno que informaran al Comité Central del número y la categoría de los empleados desenmascarados en sus respectivos feudos. Lazar Kaganovich, comisario para el Transporte, informó de la expulsión de 485 expolicías zaristas, 220 exmencheviques y socialrevolucionarios, 572 trotskistas, 1415 exoficiales blancos, 285 saboteadores y 443 espías. Todos ellos, según Kaganovich, estaban vinculados al «Bloque Derechista-Trotskista» de conspiradores y saboteadores[58]. Las revelaciones de actividad subversiva conllevaban un riesgo muy grande de posteriores acusaciones de falta de vigilancia. Kaganovich sobrevivió, pero miles de funcionarios comunistas fueron encarcelados o ejecutados por lo que no habían hecho en lugar de por lo que habían hecho.
La pertenencia al Partido no era ninguna protección. El lugar más peligroso donde se podía estar era cerca de los centros de poder. Durante la Ezhovshchina los niveles superiores del Partido fueron diezmados. Cinco de los colegas de Stalin en el Politburó fueron muertos, y lo mismo les ocurrió a 98 de los 139 miembros del Comité Central. Del Comité Central de la República de Ucrania sólo sobrevivieron tres de los 200 miembros; 72 de los 93 integrantes del Comité Central de la organización Komsomol perecieron también. De los 1996 líderes del Partido que asistieron al XVII Congreso en 1934, 1108 fueron encarcelados o asesinados. En las provincias murieron 319 de los 385 secretarios regionales del Partido y 2210 de los 2750 secretarios de distrito. Las masas del Partido salieron en general mejor libradas, aunque en Leningrado, según se decía, un fervoroso Zhdanov expulsó a las nueve décimas partes de afiliados[59]. La pauta de represión en la ciudad indica que los funcionarios de mayor edad, pertenecieran o no al Partido, eran los más vulnerables. De una muestra de los purgados, el 69 por ciento tenía más de 40 años y sólo el 6 por ciento tenía menos de 30; entre las mujeres purgadas, que fueron menos, el 75 por ciento sobrepasaba los 40 años de edad y casi la mitad tenía más de 50[60]. Esta pauta generacional induce a pensar que las purgas beneficiaron directamente a los comunistas y obreros jóvenes que habían alcanzado la edad adulta después de la Revolución.
La desconfianza era muy visible en el caso de los militantes del Partido que tenían trato con extranjeros o que eran extranjeros. Un miedo xenófobo a la contaminación y la infiltración extranjeras caracterizó la cultura política comunista a partir de finales de los años veinte. La Internacional Comunista trabajaba desde oficinas instaladas en el hotel Lux de Moscú, pero su red se extendía por todo el mundo. A comienzos de los años treinta mantuvo celosamente su inmunidad a la contaminación por parte de otros movimientos socialistas o socialdemócratas en el extranjero. Pero después de que Stalin, con muchas reservas, aceptara la idea de que los comunistas extranjeros debían cooperar con otros socialistas en un «Frente Popular» contra el fascismo (cambio de estrategia revolucionaria que se anunció oficialmente en el congreso internacional de la Comintern celebrado en Moscú en julio de 1935), empezó a sospechar que los espías y los agentes fascistas utilizarían la colaboración como oportunidad para infiltrarse en el aparato de la Comintern. En febrero de 1937 Stalin advirtió a su secretario general, Georgii Dimitrov: «todos vosotros allí… estáis trabajando en manos del enemigo[61]». Durante 1937 y 1938 las comunidades de comunistas extranjeros en la Unión Soviética, y la propia organización de la Comintern, fueron destruidas. El Partido Comunista alemán en el exilio perdió a siete de sus miembros en el Politburó (con Hitler ya habían sido muertos cinco) y a 41 de sus 68 líderes. El Partido Comunista polaco en el exilio, cuyos miembros eran vigilados por la Seguridad del Estado desde 1929, perdió todo su Comité Central y, según los cálculos, a 5000 miembros, todos ellos asesinados como agentes de los «servicios secretos polacos[62]». Dicho partido fue disuelto oficialmente en agosto de 1938 por carecer de miembros que no estuvieran comprometidos como criptofascistas. La falta de vigilancia que impidió desenmascarar las conspiraciones causó la represión de 700 personas que trabajaban en la oficina central de la Comintern. Durante los siguiente 15 años, hasta la muerte de Stalin, los vínculos con el mundo exterior, por tenues o superficiales que fuesen, podían acabar llevando a la muerte o la cárcel.
La lista de víctimas ajenas al núcleo del Partido reflejaba las numerosas manifestaciones de la supuesta conspiración. Cualquiera que fuese desenmascarado como exenemigo de clase, ya fuera un kulak, un «guardia blanco» o el hijo de un burgués o de un noble, especialmente si la sensatez le había hecho ocultar su identidad, se arriesgaba siempre a ser víctima de la represión, aunque sólo durante el periodo 1937-1938 existió el riesgo de una muerte casi cierta. Se resucitó la idea del sabotaje contrarrevolucionario (acusación que se remontaba al primero de los grandes procesos, el de la condesa Sofía Panina, acusada de traicionar la Revolución en 1918[63]). Durante el periodo de colectivización y de reconstrucción de la industria, después de 1928, se hablaba con regularidad de sabotaje para referirse a los casos más triviales de negligencia en el cumplimiento del deber, accidente o fallo mecánico. Se llevaban estadísticas minuciosas de los accidentes para utilizarlos como pruebas políticas. En los momentos en que el Partido intensificaba la vigilancia, las tasas de accidentes podían usarse como pruebas. En el 57.o Cuerpo Especial el número de accidentes se multiplicó durante 1938 (2728 en nueve meses), porque se trajeron obreros no especializados o incompetentes para sustituir a los conductores y los mecánicos especializados que la primera purga había barrido. Estos accidentes daban pie a más acusaciones de sabotaje[64].
Las víctimas eran con más probabilidad miembros de la elite que obreros con mala suerte. En la economía industrial eran los directores de fábrica y los ingenieros los que recibían las críticas más fuertes por no cumplir los plazos que establecían los planes quinquenales. Las acusaciones de fracaso económico, generalmente calificado de sabotaje, también tenían un largo historial que se remontaba a los procesos de expertos a finales de los años veinte, pero en este caso el fracaso se explotaba como parte de una lucha de clases intensificada en las fábricas. Se animaba a los obreros a denunciar a los directores y supervisores. Sólo en 1936, 14 000 gerentes industriales fueron detenidos por sabotear la Revolución. En marzo de 1937, en la inmensa planta siderúrgica de Kírov, en la región industrial del Donbass, el Partido local pidió al director, G. V. Gvajariya, modelo de director moderno, eficiente e innovador, que diera explicaciones sobre varios problemas técnicos que habían retrasado la producción. Se le acusó de sabotaje y fue detenido. En abril la prensa ya le llamaba también «agente fascista»; fue juzgado y fusilado. Unos meses más tarde se anunció que Gvajariya había saboteado la fábrica para aumentar la posibilidad de una victoria alemana y japonesa en una guerra futura. Sus colegas no tardaron en seguirle. En 1940, sólo dos de los ingenieros y 31 de los técnicos empleados en la enorme planta en 1937 seguían trabajando en ella[65].
Las purgas afectaron a todos los ámbitos de la vida institucional y los estratos superiores fueron los que más sufrieron. Miles de diplomáticos, altos cargos y militares fueron muertos. De los aproximadamente veinticuatro mil sacerdotes y líderes eclesiales que había en 1936, sólo 5665 seguían vivos cinco años después[66]. Al final la conspiración devoró a los conspiradores. Los funcionarios del NKVD y la Seguridad del Estado también fueron objeto de una purga en 1939 por sabotaje en el Partido. Ezhov fue degradado a finales de 1938, detenido en abril de 1939 y acusado de espiar por cuenta de los ingleses y los polacos. Después de pasar una temporada en una clínica para alcohólicos, fue sometido a los mismos procedimientos bárbaros que antes imponía a sus víctimas. Golpeado brutalmente y obligado a confesar por interrogadores que sólo unos meses antes trabajaban a sus órdenes, compareció ante el Colegio Militar en febrero de 1940, donde se retractó de su confesión y alegó en defensa propia que durante 25 años de trabajo en el Partido había «luchado honorablemente contra los enemigos y los había exterminado… utilizando todo lo que tenía a mi disposición para desenmascarar conspiraciones[67]». Fue fusilado al día siguiente por espionaje.
En el Reich de Hitler la conspiración cumplía la misma función que en la Unión Soviética, esto es, definir al enemigo y justificar su exclusión o exterminio. Había dos conspiraciones distintas, aunque relacionadas, cuyo origen era la experiencia de la derrota en 1918. La primera se centró en el enemigo marxista, cuyo internacionalismo y pacifismo habían envenenado a Alemania durante la Primera Guerra Mundial y minado su espíritu nacional y su vitalidad militar, y cuya existencia ininterrumpida representaba una amenaza perpetua de traición para el renacer y la redención nacionales.
La traición del ideal nacional era la prueba decisiva para la exclusión y la represión. «Deseamos ciertamente aniquilar cualquier cosa», anunció Göring en marzo de 1933, «que se oponga al pueblo y la Nación.»[68] La segunda conspiración se refería a los judíos. También ellos, según el discurso nacionalsocialista, habían conspirado para sabotear el esfuerzo bélico alemán, imponer la Revolución en 1918 y fomentar la descomposición racial para abrir las puertas a la bolchevización de Alemania y el resto de Europa. Se creía que estos enemigos continuaban trabajando para que Alemania siguiera desarmada y dividida y debilitarían el renacer militar y político del nuevo Reich. Existía verdadero temor de que se repitiera la «puñalada por la espalda» en la siguiente guerra. Es a la luz de todo esto que debería leerse el comentario de Hitler en Mi lucha sobre evitar la derrota en 1918 gaseando a 10 000 judíos[69]. Eliminar al enemigo era asegurar la victoria. En 1937, Himmler pronunció un discurso ante militares de alta graduación sobre el papel de la seguridad en una guerra futura y arguyó que el frente interior era un teatro de guerra contra el enemigo interno, «el adversario ideológico» (weltanschauliche), que conspiraría para robarle la victoria a Alemania una vez más. Agregó que la misión de la Seguridad del Estado consistía en «mantener sanos nuestra sangre y nuestro pueblo» con el fin de obtener triunfos militares en el futuro[70].
La mayoría de las víctimas de la represión estatal en los primeros años del régimen la formaban comunistas, sindicalistas, socialdemócratas e intelectuales hostiles al nacionalsocialismo. A diferencia de las desdichadas víctimas que desenmascaró el NKVD, se trataba de oponentes de verdad. Pero la idea de una conspiración revolucionaria de signo comunista en 1933 era tan descabellada como el «centro trotskista-fascista» que inventaron en Moscú. Los comunistas eran detenidos y torturados para que revelasen sus redes de agentes, los planes de la revolución y los escondites de armas y explosivos que guardaban con tal fin. La supresión de la actividad política de los comunistas provocó choques violentos entre éstos, la policía y los auxiliares de la SA. Se calcula que al día siguiente del incendio del Reichstag 1500 comunistas fueron detenidos en Berlín y 10 000 en toda Alemania. El Partido Comunista en el exilio anunció en 1935 que 393 de sus miembros habían sido asesinados desde enero de 1933[71]. Los comunistas y los socialdemócratas eran mayoría en los primeros campos de concentración que se crearon en 1933 y 1934.
Las demás víctimas de la represión política procedían de un amplio círculo de críticos y oponentes cuyo antinazismo se definía ahora como traición. La policía política era indiferente a la clase social, el rango o la reputación. Conocidos antinazis entre el clero, las profesiones liberales y los partidos políticos conservadores recibían breves dosis de cárcel o campo de concentración. Muchos, como Stefan Lorant, estaban totalmente libres de culpa. Otras personas encarceladas con él eran víctimas de rencores privados. Fritz Gerlich, editor de un periódico católico de Múnich, fue encerrado en una celda oscura y golpeado por hombres de la SA para que revelara la fuente de sus afirmaciones sobre la homosexualidad de Ernst Röhm. Un anciano médico judío que en cierta ocasión había indicado a una junta de pensiones que redujera el subsidio por invalidez para un excombatiente nacionalsocialista fue golpeado con porras de caucho durante un minuto de cada hora hasta que se derrumbó. El conductor del coche que llevó a Hitler a la cárcel de Landsberg, donde debía cumplir su condena, en 1924 fue interrogado sobre los comentarios poco lisonjeros que había hecho a la sazón sobre el futuro Führer[72]. La mayoría de los detenidos en las primeras semanas del régimen y sometidos a prisión preventiva fue puesta en libertad antes del verano de 1933. Algunas de las primeras víctimas eran judías, pero los judíos alemanes aún no eran el blanco sistemático del aparato de seguridad del Estado. Eran objeto de intimidación, ocasionales agresiones físicas, detención ilegal, robo y despido forzoso. Al igual que los comunistas, se les contaba entre los que debían ser excluidos de la nueva Alemania por ser enemigos del ideal alemán.
A mediados de los años treinta las prioridades raciales del régimen definieron la naturaleza de la represión estatal en Alemania. La oposición política había sido cauterizada tan ferozmente que ahora era limitada y fácil de reprimir. Fue el segundo factor de la conspiración, el temor a que el renacer y el triunfo de Alemania resultaran debilitados por la contaminación y la descomposición biológicas, lo que puso el sistema de seguridad del Estado en el centro de la política racial del régimen. La gran mayoría de las víctimas alemanas de la represión estatal entre 1936 y el final de la guerra fueron víctimas biológicas, encarceladas o asesinadas no por delitos políticos, reales o imaginarios, sino para proteger la raza. Entre los primeros en ser atrapados por la red de seguridad estaban los llamados «asociales» (Asoziale). Eran, según una circular policial de Heydrich fechada en diciembre de 1937, «los mendigos, los vagabundos [gitanos], las putas, los alcohólicos» y «los holgazanes[73]». La primera de las grandes redadas se llevó a cabo en marzo de 1937. Unas dos mil personas fueron sometidas a prisión preventiva y muchas trasladadas a campos de concentración[74]. Algunas fueron esterilizadas a la fuerza para impedir la transmisión de los genes recesivos que eran la supuesta causa de la personalidad asocial. Los delincuentes habituales recibían el mismo trato y eran puestos a buen recaudo (indefinidamente) en el sistema penal, pero durante la guerra Hitler insistió en que los asociales y los delincuentes habituales que había en las cárceles fueran trasladados a campos de concentración y 20 000 de ellos fueron obligados a trabajar hasta morir[75].
Los delincuentes sexuales también fueron perseguidos y se prestó especial atención a los homosexuales. Himmler era un homófobo fanático («la pederastia es una aberración de la individualidad degenerada», escribió en su diario de estudiante[76]). Al reorganizarse el sistema policial en 1936, Himmler introdujo un departamento nuevo para «combatir la homosexualidad y el aborto», puesto que ambas cosas se consideraban una clara amenaza para el desarrollo racial, pero incluso antes de eso los homosexuales habían sido intimidados y detenidos por la Gestapo en vez del cuerpo de policía regular[77]. En 1936, se empezó a trasladar a los homosexuales a campos de concentración, aunque la victimización era arbitraria y a menudo dependía de las denuncias. En julio de 1940 un decreto de Himmler ordenó que todos los culpables de homosexualidad que tuvieran más de una pareja fueran internados indefinidamente en campos de concentración por ser degenerados de evidente incorregibilidad; en 1943 Kaltenbrunner, jefe de la RSHA, trató de introducir una ley para la castración forzosa de todos los condenados por homosexualidad. Se calcula que 5000 murieron mientras estaban detenidos y en los campos[78].
Otros delitos sexuales pasaron a ser competencia exclusiva del sistema de seguridad. Después de promulgarse la ley para la protección de la sangre alemana en 1935, 1680 judíos alemanes fueron condenados por corrupción racial[79]. Durante la guerra la Gestapo extendió sus actividades a la vigilancia de las relaciones sexuales entre alemanes y trabajadores extranjeros. Los varones polacos y rusos que eran atrapados «corrompiendo» a mujeres alemanas podían dar por seguro que serían ejecutados o enviados a un campo, pero la mujer también corría el riesgo de prisión preventiva e internamiento en un campo. Los pedófilos también gravitaban hacia el sistema de campos. Dos mil setenta y nueve culpables de delitos sexuales fueron castrados entre 1933 y 1939, la mayoría por corrupción de menores[80]. La esterilización forzosa para aquéllos a quienes el régimen consideraba una amenaza para la salud racial se introdujo en 1933 y se practicaba de forma habitual en las cárceles, los hospitales de seguridad y los campos. Se calcula que entre 1933 y 1945 se esterilizó a 400 000 personas, entre hombres y mujeres[81]. Asimismo, los abortistas, en un país donde en 1932 ya se practicaba más de un millón de abortos al año, también fueron perseguidos como enemigos de la sana regeneración de la raza y, a partir de 1936, fueron objeto de detalladas investigaciones por parte de la Gestapo.
Durante la guerra la Seguridad del Estado se convirtió en el principal agente de una persecución racial más radical. Las principales víctimas fueron los judíos que vivían en Alemania, Austria y los territorios ocupados y satélites de Europa. Se encargó a la Gestapo que recopilase información exhaustiva sobre el tamaño y la distribución de las comunidades judías, y que hiciese expedientes sobre judíos destacados. En septiembre de 1939 un joven oficial de las SS, Adolf Eichmann, que se encargaba de la emigración de judíos en Viena y Praga, fue trasladado a Berlín para que se pusiera al frente de una recién creada oficina de asuntos judíos dentro de la también recién creada RSHA. La Oficina IV D4 (cuyo nombre pronto se cambiaría por el de IV B4) se convirtió en el centro de todo el programa de persecución de los judíos, desde la inscripción y la vigilancia política de sus comunidades hasta la detención y deportación a los guetos y campos de exterminio del este[82].
Gran parte de los esfuerzos de la Seguridad del Estado durante la contienda se dedicaron a organizar el genocidio de los judíos. La política racial definía a los judíos como enemigos del Reich, y la Gestapo los trataba como si en realidad fueran adversarios políticos. Aplicó a la tarea de identificar y deportar a los judíos los mismos métodos de investigación policial, espionaje político y burda violencia que había empleado contra los comunistas a principios de los años treinta. De vez en cuando caía en sus manos un judío que además era comunista. En marzo de 1940 un judío alemán que se había refugiado en los Países Bajos, Josef Mahler, y su esposa fueron obligados a regresar a Alemania, donde la Gestapo los detuvo y sometió a prisión preventiva. Mahler había sido comunista activo desde 1932 y desde 1937, año en que abandonó Alemania, había pasado información sobre las condiciones existentes en Alemania a comunistas extranjeros. Interrogados violentamente durante un año, ninguno de los dos divulgó nada. Fueron internados en el campo de concentración de Westerbork en abril de 1941 y desde allí la esposa fue enviada a la muerte en los campos del este. La policía continuó su implacable investigación. Encontró a la hija ilegítima de los Mahler y le arrancó el testimonio que quería. Mahler fue llevado de nuevo a las celdas de la Gestapo en Düsseldorf, pero se negó a confesar después de meses de tortura. El 2 de septiembre de 1943, incapaz de sacar a la luz la red conspiradora que andaba buscando, la Gestapo lo mató en la prisión[83].
La policía dedicó miles de horas a investigar supuestos crímenes judíos o sencillamente a buscar judíos que estaban escondidos o habían tratado de ocultar su identidad, como los exkulaks y burgueses en la Unión Soviética. Los no judíos podían ser perseguidos por proteger a vecinos judíos o esconder a niños judíos, aunque miles de personas valientes lo hicieron en toda la Europa ocupada. En 1941, ser visto hablando con un judío o comerciar o tratar con judíos pasó a ser un delito político en Alemania[84]. También era delito, en el caso de los judíos, no llevar la distintiva estrella amarilla de David como era obligatorio en Alemania desde el 15 de agosto de 1941. Con obstinada persistencia, la Gestapo se dedicó a localizar judíos en toda Europa —por el simple hecho de ser judíos— y trataba como a cómplices a quienes obstaculizaran su labor. La operación se caracterizaba por una terrible literalidad. En una ciudad de la remota Bielorrusia, una mujer que estaba con una multitud de judíos soviéticos junto a la fosa que acababan de cavar, esperando que los fusilaran, se salvó en el último momento, porque un oficial confirmó que era de raza rusa. Los funcionarios alemanes dejaron que se fuese, aunque poco podía importarles, en un territorio hostil a miles de kilómetros del Reich, que la fusilaran o no[85].
La mayoría de las víctimas del aparato de terror alemán durante la guerra fueron asesinadas debido a su raza. A la mayor parte de ellas no la mató la Seguridad del Estado, sino las SS, las fuerzas armadas o milicianos antisemitas locales. La RSHA hacía de empresario y organizaba, clasificaba y suministraba los millones de víctimas. El resto de la población alemana, aunque seguía estando obligada a cumplir las leyes sobre difamación, derrotismo o desmoralización, era vigilada de forma menos escrupulosa por el sistema de seguridad. Sólo se procesó al 13 por ciento de los investigados por escuchar emisiones de radio extranjeras[86]. Gran parte de las denuncias por quejarse se saldaba con una simple advertencia. El aparato de represión sólo actuó de forma despiadada e incansable en el caso de las personas a las que se definía como enemigos e inadaptados sociales, como el «enemigo» contrarrevolucionario en la Unión Soviética. Algunos de los atrapados en la red de seguridad eran realmente adversarios del régimen (aunque otros consiguieron librarse de ser detectados). Sin embargo, para millones de personas inocentes perseguidas por ambos regímenes sigue habiendo una terrible ironía histórica. La mayor parte de la labor que hizo la seguridad estatal para llevar a los enemigos ante los tribunales fue inútil. Las conspiraciones eran imaginarias.
El día en que, en la cárcel donde estaba Stefan Lorant, el doctor Fritz Gerlich volvió arrastrándose a su celda, casi inconsciente y cubierto de sangre después de las palizas que le habían propinado los hombres de la SA, oyó que un oficial de las SS gritaba: «¡Te lo tenías bien merecido!»[87]. Este episodio capta una realidad importante en la relación entre el aparato represivo y la sociedad a la que trata de reprimir. Para que la represión funcione es necesario que un sector considerable de la sociedad se identifique con sus actividades o incluso las apruebe. Stalin no fue del todo insincero cuando rechazó el comentario de Emil Ludwig, durante una entrevista celebrada en 1932, en el sentido de que el pueblo soviético estaba sencillamente «inspirado por el miedo»: «¿Cree usted realmente que hubiéramos podido conservar el poder y contar con el respaldo de las vastas masas durante catorce años empleando métodos de intimidación y terror?»[88].
En ambas dictaduras el aparato represivo era una parte de la sociedad y no una abstracción. Estaba a cargo de funcionarios policiales y policías que se reclutaban entre la población, que no eran ajenos a ella. En ambas dictaduras muchos de los que persiguieron sin piedad a trotskistas o judíos llevaban largo tiempo ejerciendo de policías corrientes y muchos hicieron carrera en la policía después de la muerte de los dictadores. En la Unión Soviética ser «chequista» daba cierto prestigio. «Sentía satisfacción, incluso me sentía orgulloso», recordó un recluta del NKVD en 1938. La mayoría de sus compañeros en la policía eran «chicos sencillos a quienes les han dicho que los “enemigos de la sociedad socialista” intentan sabotear nuestro sistema soviético… Los chicos hacen lo que les dicen y cumplen su cometido calladamente[89]». Algunos eran militantes del Partido, una proporción mayor en Alemania que en la Unión Soviética, pero incluso el jefe de la Gestapo, Heinrich Müller, no era un hombre del Partido y no se afilió a él hasta 1938. Otros se encontraron en la policía de seguridad por casualidad, sacados de las tareas regulares de la policía o de organizaciones del Partido. Muchos de ellos eran, como dijo Christopher Browning, «hombres corrientes», embrutecidos por el sistema para el cual trabajaban. Pocos de ellos eran sociópatas. Eran insensibles más que bestiales. Uno de los psiquiatras que examinó a Adolf Eichmann después de su captura por agentes secretos israelíes en 1960 dictaminó que era totalmente normal: «más normal, al menos, de lo que soy yo después de examinarle[90]».
Para la inmensa mayoría de las personas que no fueron víctimas directas de la represión, la vida cotidiana era también más normal de lo que induce a pensar la imagen popular de las dos dictaduras. Fue posible vivir en Alemania durante todo el periodo de la dictadura y quizá presenciar a lo sumo dos o tres incidentes de represión estatal en doce años: un hombre de la SA pegando a un obrero, en marzo de 1933; un vecino antinazi parlanchín llevado por una tarde a la comisaría para decirle que tuviera quieta la lengua, en noviembre de 1938; el dentista judío de la ciudad enviado a un lugar de «reasentamiento», en septiembre de 1942. Un obrero soviético pudo pasar los veinte años de la dictadura de Stalin con sólo unas cuantas horas interrumpidas por la Seguridad del Estado: la detención de un director técnico un día de marzo de 1937, la desaparición de un colega obrero de nombre alemán en 1941, a una cuadrilla de prisioneros reparando las calzadas de la fábrica durante una semana en 1947. Nadie en ninguno de los dos sistemas podía ignorar que la Seguridad del Estado existía, pero la actitud del ciudadano corriente, sin interés por la política, lo bastante afortunado como para no pertenecer a ninguno de los grupos estigmatizados como enemigos, era probablemente de respeto prudente, incluso de aprobación, en lugar de vivir en un estado permanente de miedo.
El aparato de seguridad del Estado nunca fue lo bastante grande, en ninguno de los dos sistemas, como para vigilar de forma permanente y ubicua a toda la población. Concentraba sus esfuerzos en la parte de la población que formaban los que el régimen definía como «enemigos del pueblo» o, en el caso alemán, «ajenos al pueblo» (Volksfremde). Los escasos registros de la Gestapo que se conservan muestran que el número de policías secretos era muy pequeño comparado con el tamaño de la población a la que vigilaban. En su apogeo en los años treinta la Gestapo contaba con un total de sólo 20 000 personas, incluidos los oficinistas y las mecanógrafas, en una población de 68 millones. En la ciudad de Fráncfort del Meno había sólo 41 policías políticos en 1934. En 1935, la Gestapo de Dortmund, que tenía a su cargo la zona industrial oriental de la cuenca del Ruhr, empleaba a 76 miembros, repartidos entre la jefatura y pequeñas subdelegaciones. La oficina de Düsseldorf, que era responsable de cuatro millones de habitantes de la cuenca occidental del Ruhr, tenía 281 policías políticos en 1937[91]. Muchos de los empleados eran policías que hacían trabajos de oficina. La Gestapo era esclava de las tradiciones de la burocracia alemana, en la que llevar registros minuciosos era obligatorio[92]. Debido al gran volumen de trabajo que se confiaba a la organización, muchos de sus hombres tenían que ocuparse del papeleo en vez de perseguir a subversivos. Sólo durante la guerra, cuando funcionarios de más categoría fueron destinados a la Europa ocupada y agentes más jóvenes y más nazificados les substituyeron, parece que el papeleo disminuyó a favor de la justicia sumaria y las confesiones arrancadas por la fuerza[93].
La NKVD se encontró con muchos problemas parecidos. Sus empleados en 1939 eran 366 000 en total, pero la gran mayoría eran guardias de frontera, agentes de la policía regular y milicianos de la seguridad interna. El NKVD tenía a su cargo la seguridad del sistema de transportes y el servicio de bomberos del Estado. El número de policías políticos en el total era muy pequeño. Un cálculo señala 20 000 para una población de aproximadamente ciento setenta millones[94]. Los datos de las oficinas locales de la Seguridad del Estado indican una presencia escasa. La media de empleados por distrito o raion, según un exfuncionario de la NKVD, era de entre ocho y 15. Un distrito de la administración regional de Smolensk tenía ocho, incluidos un secretario y un inspector de obras. En la región de Murmansk había entre ocho y diez funcionarios. Según decían, en Leningrado, con casi tres millones de habitantes, no había más de 30[95]. Distritos menos poblados tenían subdelegaciones en las que trabajaban entre tres y cinco agentes; en algunas regiones la presencia era nula. Debido a las numerosas tareas subordinadas que recaían en la Seguridad del Estado —investigar delitos comunes, desenmascarar casos de venalidad y corrupción, incluso asegurarse de que la cosecha se recogiera de acuerdo con las reglas— los agentes se veían sometidos a las mismas presiones que los de la Gestapo y debían buscar un equilibrio entre las exigencias de la exactitud burocrática, la eficiencia operacional y la vigilancia eficaz. Al igual que la Gestapo, a la que el gran incremento del volumen de trabajo durante la guerra obligó a buscar maneras de reducir los trámites burocráticos y procesar a las víctimas rápida y sumariamente, la Seguridad del Estado soviética, en los momentos culminantes del pánico en 1937 y 1938, abandonó los métodos normales y redactaba confesiones de antemano o inventaba las endebles pruebas que se necesitaban para condenar a los acusados[96].