Death

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Con su madre fallecida y su padre la mayor parte del tiempo ausente, compartía ese pequeño piso de cuatro estancias con un Pipita que no paraba de entrelazarse entre sus piernas, a la par que esgrimía los maullidos más desesperados que era capaz de emitir de entre su vasta gama de fonemas felinos. Daniel había disfrutado de la compañía de diversos gatos durante toda su vida, por lo que no solo conocía las costumbres de estos animales con bastante certeza, sino que era capaz, por ejemplo, de interpretar la necesidad de cualquier felino dependiendo del tono empleado en sus maullidos. Aquel sonido en concreto, estridente y agudo, correspondía a la necesidad de ver pienso nuevo en su comedero, por lo que, contestando por fin a la imperiosa necesidad del minino, el joven se dispuso a coger su bolsa de comida, situada en una repisa al lado del frigorífico, mas se detuvo; un hedor nauseabundo invadió sus fosas nasales cual irrefrenable ejército de bárbaros turcos.

Sabía que debía actuar con rapidez, por lo que, postergando momentáneamente la conmutación alimenticia y exhibiendo una habilidad prominente nacida de la experiencia, Daniel estiró el brazo para coger una de las bolsas de plástico que descansaban sobre las repisas superiores y, por medio de un movimiento fugaz, se agachó al arenero y extrajo los excrementos depuestos por el felino gracias a la inestimable ayuda de una pala de plástico negruzca concebida para aquellos problemáticos menesteres. En este tipo de situaciones la celeridad es vital, ya que cuanto más contacto visual, táctil u olfativo se mantenga con las boñigas y desechos varios, mayores son las probabilidades de fracasar en la misión e inclusive de sufrir alguna repercusión psicológica capaz de anquilosarse a uno de por vida. Por suerte, el proceso fue un éxito rotundo, y la bolsa de plástico bien cerrada terminó en la basura. Sin embargo, los héroes no tienen tiempo para regodearse en sus victorias: Pipita volvía a la carga y esta vez con mayor fortaleza, entonando unos maullidos capaces de obrar que hasta el más sordo del lugar sucumbiera a sus exigencias.

Teniendo que obviar los hambrientos rugidos de su propio estómago, Daniel antepuso las necesidades de su minino: limpiando primero el comedero, tirando los restos del pienso marrón de sabor a pollo en la basura y después abriendo la bolsa de plástico verde de la repisa para depositar en él pienso de la misma marca, pero en esta ocasión sabor a salmón. Una vez hubo caído la última porción cuadrangular de pienso —la cual lo hizo fuera del recipiente—, Pipita arrancó su asedio, menos furibundo de lo esperado, tomándose su tiempo para introducir las patas en el comedero rojizo y, por acción de una maña inusitada, terminar extrayendo uno a uno los cuadrados para comérselos en el suelo.

Más relajado al tener al animal entretenido, Daniel cogió el bol con flores estampadas que yacía al lado del comedero, lo limpió en el fregadero y lo llenó con agua fría, para terminar devolviéndolo a su posición original sin poder evitar que parte del contenido cayera derramado a las baldosas blancas de la cocina. Otro, en su situación, habría sacado la fregona para limpiar el suelo, pero el joven era un haragán que no realizaba ese tipo de tareas a menos que fuera estrictamente necesario; si solo le afectaban a él, el desorden y la suciedad, dentro de un umbral de higiene mínimo, eran soportables.

Todavía con hambre, agarró un racimo de plátanos que descansaba sobre ese milagroso invento llamado microondas, héroe de tantas noches de truculenta hambruna, y extrajo uno de sus miembros para pelarlo y comérselo. La operación fue sencilla: en tres bocados la dulce fruta ya había ido a parar a su estómago y, como si fuera objeto de la más vigorosa de las pociones de maná, se sintió de inmediato más activo y despierto.

Daniel aprovechó la energía proporcionada para encaminarse hasta el baño y coger su ropa deportiva, la cual descansaba arrugada sobre el bidé color marfil que estaba situado al lado del retrete de la misma tonalidad. El conjunto estaba conformado por unos pantalones cortos azul marino, una camiseta del Real Madrid “vintage” con el once de Ronaldo a la espalda, caracterizada por ser similar a un polo en la zona del cuello, y una sudadera gris con la palabra “MIAMI”escrita en su parte frontal con unas letras verdes en relieve. Tras conmutar la ropa deportiva con su pijama, se dirigió desnudo hacia la habitación principal, empero se detuvo antes de salir del baño para dirigir su mirada al espejo. No se gustaba, jamás lo había hecho, por lo que contemplarse a sí mismo era un ejercicio de flagelación masoquista que practicaba con asiduidad. Es cierto que, tras llevar un par de meses con la rutina de correr por las mañanas, su aspecto había mejorado ostensiblemente, no obstante, poco importaba cual fuera el estado de su cascarón físico, no podía evitar sentir la truculenta sensación de que era un ser asqueroso.

Con gesto de desagrado, el joven se pasó la mano derecha por su cabello rubio ceniza y trató de peinárselo, de modo que el flequillo no tapara sus ojos verdes. Las recias facciones de su faz eran más propias del centro o del norte de Europa que latinas, herencia que había recibido de su madre fallecida, circunstancia que propiciaba que muchas veces le adjudicaran la nacionalidad alemana, pueblo del que tenía algún antepasado lejano, pero que en porcentaje era minúsculo comparado con la presencia escandinava, sobretodo sueca, con la que contaban sus genes.

Se mantuvo unos segundos más mirándose hasta que decidió que el castigo era suficiente por esa mañana, y por fin entró a la habitación para ponerse el conjunto deportivo.

Ya cambiado, Daniel asió sus zapatillas deportivas de color negro y se sentó en el sofá de tapizado blanco de la sala de estar para calzárselas. Aquel mueble era de unos dos metros de largo y en su parte final hacía esquina en forma de L. El resto de la sala estaba ocupada por una mesa de comedor redonda con sitio para cuatro personas, un par de armarios de madera de gran tamaño y una televisión de pantalla plana de considerables pulgadas, la cual se abría paso entre un conjunto de estantes que estaban distribuidos en la propia pared de la vivienda y que se hallaban repletos de libros, películas y objetos de diversa índole.

Una vez las zapatillas estuvieron bien atadas, se puso en pie y cogió su móvil de la mesa, comprobando en ese momento que el reproductor del smartphone se había parado por la llegada de una notificación de facebook. Desidioso, el joven obvió el aviso y reinició la lista de reproducción, no sin antes conectar unos auriculares a la clavija correspondiente para que la música fluyera directamente en sus oídos. Listo, se dispuso a salir de la casa, no sin antes coger las llaves, que estaban colgadas en un antiestético ganchito clavado en la pared.

A través de los auriculares empezaron a sonar los primeros compases de una de sus canciones favoritas, The Kill, canción del grupo 30 Seconds to Mars. A ritmo de rock, descendió entonces en el ascensor hasta la planta baja del bloque y salió del edificio a través del portal.

Con los pies en la calle, Daniel hizo un par de estiramientos tanto de sus articulaciones superiores como de las inferiores, nada demasiado intenso para, sin más dilación, iniciar el trote. Consciente de sus limitaciones, el joven empleaba un ritmo lento, pero adecuado para la distancia que quería recorrer. El día era frío, sin embargo, el ya consolidado sol que coronaba el cielo en aquellas horas ayudaba a soportar las incómodas ráfagas de viento que a medida que progresaba acariciaban su rostro con mayor rudeza.

Gota a gota, mientras progresaba por las callejuelas de su barrio, Daniel remedó lo que había ocurrido en el baño del Atenea, sumado a la sensación de malestar padecida desde su estancia en la biblioteca.

Se encontraba bien, por suerte lo ocurrido parecía ser producto de forzarse a llevar a cabo algo antinatural para él, estudiar. Empero pese a que su organismo había intentado sabotearlo de muchas maneras en ocasiones precedentes, aquella sin duda se trataba de la más virulenta de todas ellas. Daniel creía estar un poco loco, mucho, dependiendo de la situación, pero ver una guadaña a punto de cercenarle la cabeza...

Sin contar, además, que seguía notando que algo del día anterior no encajaba, como si le faltara una pieza del rompecabezas. La conclusión para él era conspicua: no le sentaba bien ir a la biblioteca, nada bien.

Tras realizar un escorzo para evitar “comerse” a una abuela mal encarada y a su perrito faldero, cruzó un paso de cebra, dobló la esquina y subió una marcha el ritmo para recorrer el carril bici que comunicaba el ajardinado bulevar con el parque que solía utilizar para sus carreras. La subida de la frecuencia de sus zancadas comenzó a acelerar su respiración y, en consecuencia, a fatigarle. Daniel hizo un esfuerzo para estirar el cambio de ritmo hasta el final del bulevar, momento en el que lo redujo para recuperar el aliento y entrar al parque, pequeño reducto natural que se abría paso en la triste capital madrileña, como lo hace un rayo de luz en una habitación penumbrosa.

Ese lugar se había convertido en su favorito, no solo porque podía correr con tranquilidad y sin ningún tipo de obstáculo molesto, sino porque significaba respirar naturaleza, lo cual se agradecía en comparación a lo habitual; bloques de cemento que representaban la parte más aséptica de la sociedad contemporánea. Mientras Daniel recorría el carril bici que se abría paso a través del follaje, pudo apreciar cómo, emprendiendo una búsqueda similar a la suya, una pareja de jóvenes también corría a través del parque. No pudo evitar fijarse sobre todo en ella e inmediatamente pensó primero en lo solo que se sentía, y segundo en todo lo que había necesitado —y con toda probabilidad siguiera necesitando— a Inés. El final de la canción de Muse que sonaba en sus auriculares sirvió al estudiante para borrar aquella catastrófica idea y concentrarse en la carrera, que no por lenta, dejaba de resultar menos dura para sus piernas.

La luz que bañaba el pequeño trozo de naturaleza, convertía al parque en un baile de sombras que pugnaban por conquistar aquella posición en la que se vieran con mayor magnitud y presencia.

Entretanto, las gotas de sudor comenzaron a bañar su rostro, lo cual le cercioró de que el ejercicio estaba teniendo efecto, por lo menos, en el plano físico. Otra vez su atención se desvió ante la visión de más seres humanos, en esta ocasión un grupo de ancianos, probablemente jubilados, que no debían de tener mucho más que hacer que visitar los parques de las inmediaciones para jugar a la petanca; le asustaba pensar en la posibilidad de llegar a encontrarse en esa situación en algún momento de su vida, más que la propia muerte. Los estragos de la vejez, y sobre todo la inherente pérdida de la cabeza que acompaña a cualquier envejecimiento humano, sin duda era lo que más le amedrentaba; tener que estar forzado a vivir en una jaula mental enturbiada por el paso del tiempo era una idea que le preocupaba más de lo que quería admitir.

Daniel no tardó demasiado tiempo en darse cuenta de que, como era habitual en él, cavilaba respecto a temas sobre los que tenía un control nulo puesto que nada podía hacer para evitar sus consecuencias o variar su resultado, por lo que regresó a la carrera, trote que se endureció con la aparición de una cuesta inmisericorde que, por obra del cansancio, parecía ser más empinada de lo que lo era en realidad.

Una vez superó la dura ascensión, se vio azotado por una súbita flaqueza que le llevó a dudar sobre si debía detenerse: “Voy a descansar un poco, estoy cansado, me duele el costado. Es solo un momento, luego continu... No, venga un poco más”, sentenció.

Intentando reunir la poca voluntad que quedaba en su cuerpo, se puso el objetivo de no parar hasta superar la distancia recorrida el día anterior, por mucho que su cuerpo estuviera exigiéndole un tiempo muerto con la vehemencia propia de un entrenador de baloncesto, cuyo equipo pierde de uno a falta de ocho segundos. Así, buscó distraerse con los elementos que se distribuían a su alrededor. Pese a que no era un experto en flora, Daniel pudo identificar que en aquel espacio natural predominaban madroños, zarzas, abetos... entre otros tipos de plantas. En cuanto a animales, salvo los perros paseados por aquellos que se consideraban sus amos y algunos pájaros que rara vez surcaban los cielos de aquella zona, la variedad era mucho más parca que en el terreno vegetal. Fallido el intento de distraer al cansancio con banalidades, jadeante, Daniel alzó la mirada en busca de una señal alentadora que le indicara que estaba cerca del punto definitivo de su marcha, no obstante y pese a no encontrarlo, una turbadora imagen le hizo frenarse en seco.

Un anciano se hallaba sentado en uno de los diversos bancos de madera que se distribuían por el parque. En condiciones normales, habría sido algo habitual, una escena cotidiana de aquellos lares, sin embargo aquellas no eran condiciones normales, o más concretamente, para Daniel no era normal lo que le estaba pasando al hombre que supuraba una especie de humo grisáceo cual chimenea viviente.

Atónito, se pasó la mano derecha por sus ojos para intentar esclarecer aquella imagen, pero su intento fue un fracaso, puesto que no solo el anciano seguía “sudando” humo, sino que este era cada vez más denso y negruzco. Durante un instante, por su cabeza se pasó la idea de que el viejo se estuviera quemando vivo, por combustión espontánea o algo semejante, mas no mostraba señal alguna de estar sufriendo, se mantenía impertérrito, con la mirada perdida.

El joven paseó los ojos por la columna de humo que desprendía el hombre, la cual se disipaba en el aire una vez alcanzaba unos dos metros de altura. No sabía cómo actuar, por un lado quería preguntarle al hombre si estaba bien, sin embargo, había algo en él que lo estremecía, que le impedía acercarse. De repente, vio cómo en dirección contraria irrumpía un ciclista presuroso surcando el carril bici, aparición que aprovechó para comprobar si aquello que estaba observando era real; si se paraba a mirar la escena con una estupefacción comparable a la suya no cabría ninguna duda de que aquel hombre estaba rodeado de aquella extraña bruma negra, y que por lo tanto, no era una alucinación. Daniel esperó impaciente los segundos que tardó el delgado chico de la bicicleta en cruzarse con el banco del anciano. Para su desgracia, no se detuvo, prosiguió su pedaleo como si aquello no estuviera ocurriendo. Podría no haberlo visto, pero no... era algo demasiado impresionante y llamativo como para ser obviado ni aunque se hubiera tratado del más despistado de los individuos. “Definitivamente, se me ha ido la olla...”, concluyó Daniel para sí mismo.

En ese momento, una señora acompañada de un níveo y esperpéntico caniche pasó junto al banco, también sin inmutarse, lo que terminó de confirmarle que aquello era una paranoia con todas las de la ley. Quería marcharse de ahí, volver a casa, tranquilizarse y pensar con frialdad.

—¿A qué esperas? —prorrumpió de pronto una voz masculina—.

¿No vas a socorrerlo?

Sorprendido, Daniel giró la testa hacia su derecha para toparse con un hombre con gafas y cabello castaño que se había parado a su lado y que parecía estar contemplando la misma escena a la que él estaba asistiendo. Con un aire esperanzador en su mirada, se dirigió a aquel individuo de semblante tranquilo.

—¿Puedes verlo...? —preguntó este, trabándose al no hallar las palabras adecuadas para expresar la imagen que él mismo estaba contemplando.

—Por supuesto —respondió el hombre sin vacilar—. De hecho, es algo bastante habitual por aquí.

De súbito, una pesada brisa de desconcierto empujó a Daniel.

Aquel hombre no presentaba la más mínima señal de sorpresa, sino todo lo contrario, tanto su rostro como su voz eran el paradigma de la suma tranquilidad. Tenía el cabello hirsuto, enmarañado e iba ataviado con un aséptico jersey marrón de lana, unos pantalones color caqui y unos zapatos de punta color miel, no obstante, más allá de su vestimenta, lo que captó la atención del joven fueron sus ojos.

Protagonizando un rostro simétrico de barbilla afilada y nariz apolínea, brillaban dos orbes inquisitivas, incluso ilustradas dirían algunos. Dos furibundos huracanes en medio del más pacífico de los océanos. Nunca se había sentido así en presencia de nadie: relajado y estudiado al mismo tiempo.

—El proceso seguirá un rato —agregó el hombre—. Por lo que podemos sentarnos.

“¿Qué proceso? ¿De qué habla?”, se preguntó Daniel, perdido.

Sin esperar su opinión al respecto, el misterioso tipo lo agarró del hombro y lo arrastró, ante la incredulidad de este, hasta el pintarrajeado y ajado banco de madera que estaba situado frente al anciano humeante; en otras circunstancias se habría resistido, pero aquel hombre desprendía un magnetismo tan esotérico como estimulante. Es difícil expresar lo que Daniel sintió en ese momento, pero es como cuando, por ejemplo, invitas a salir o te declaras a una chica que no está a tu alcance, sabes que te rechazará, pero y si... no lo hace, esa exigua posibilidad es la que te lleva a intentarlo. Daniel se hallaba en una situación que no entendía y en la que de la nada había surgido un hombre que no solo albergaba la respuesta al extraño suceso que estaba aconteciendo, sino que escapaba de cualquier baremo habitual, que lo desestabilizaba, algo que no solía ocurrir a menudo y menos con el simple intercambio de dos palabras.

Muchas veces solo se necesita una mirada para conocer a alguien, y en ese instante era como si el joven hubiera visto algo que lo empujaba a, por lo menos, escuchar lo que tenía que decir.

Seguro que era un enajenado, como él, o incluso cabía la posibilidad de que estuviera presenciando algo diferente, o que fuera lo mismo y que los transeúntes precedentes no lo hubieran hecho, pero y sí... y sí... ¿Estaba ante algo diferente? Y sí...

Ambos se sentaron con cierta parsimonia y se mantuvieron en silencio, observando a aquel hombre envuelto en un cada vez más obscuro manto de oscuridad. Daniel giró la cabeza hacia su izquierda para fijar sus ojos color esmeralda en el individuo que le acompañaba.

En pos de discernir si aquello estaba ocurriendo de verdad, se dirigió a él sin poder eliminar cierto aire dubitativo en sus palabras.

—¿Qué le está pasando? —preguntó al fin Daniel.

—Se muere —respondió sucinto el extraño individuo.

—¡¿Cómo?! —prorrumpió el estudiante azotado por la sorpresa, tornando de nuevo su mirada sobre el hombre—. ¡Tenemos que ayudarlo!

—Perdona, creo que no me he expresado con la suficiente claridad, a veces me pasa con los mortales —se disculpó el hombre.

Este señor ya está muerto. Si lo que quieres es salvar su vida, ya es tarde.

Daniel lanzó su mirada de incredulidad primero hacia el hombre y después la devolvió al anciano. No sabía si centrarse en el hecho de que aquel hombre estuviera muerto o en que... “Se haya referido a mí como un mortal...” reflexionó en su fuero interno, despertando un remolino de intrincados pensamientos que azuzó todo su ser.

—Si esto es una broma... —advirtió el estudiante devolviendo sus ojos al hombre misterioso.

—La Muerte nunca es una broma. Y este caso no es diferente a ninguno de los que te va a tocar afrontar en un futuro próximo.

Reaccionando por obra de un incoercible impulso, Daniel se puso en pie. Se había equivocado en detenerse a escuchar a aquel majadero. Debería haberse marchado y no aferrarse de manera desesperada a la primera excusa acaecida para dejar de correr y ponerse a vaguear.

Sin decir nada, Daniel se preparó para continuar su marcha.

—¿No querías ayudarle? —preguntó entonces el hombre.

—Lo siento, tío, no estoy para tonterías. Quédate con tu amigo, actor o lo que sea. Tomad el pelo a otro —sin mirar a su interlocutor, el joven se encaminó de vuelta al apartamento.

—Es una pena... —se lamentó el misterioso individuo—.

Pensaba que quizás podrías tener interés en conocer a tu guadaña.

Daniel se detuvo en seco. La palabra guadaña segó su mente cual afilado cuchillo cortando un trozo de carne en dos. Aturdido, no pudo evitar rememorar la tétrica imagen que presenció en el baño, con él mismo como protagonista, y realizar después una rápida y turbadora conjetura sobre cómo ese hombre era conocedor de lo acontecido, y sobre si ese hecho podía tener alguna conexión con el anciano humeante.

La única explicación a la que llegó, aunque evidente, es que era inexplicable. Hasta ahí alcanzó su limitado intelecto.

Sin saber demasiado bien si era una buena idea o no, Daniel se dio media vuelta y de nuevo se sentó en el banco, concretamente en el extremo más alejado del hombre.

—Tienes curiosidad, eso casi siempre es positivo —profirió el hombre satisfecho, irradiando una tranquilidad inquebrantable—. Sin embargo, debes saber que no hay vuelta atrás. Si decides quedarte en este banco y escuchar lo que tengo que decirte conocerás la verdadera naturaleza de tu destino. Si por el contrario te marchas, no volverás a verme jamás, es más, no volverás a ver nada extraordinario durante lo que te queda de vida —Daniel condujo sus ojos hacia el hombre para comprobar cómo este lo miraba con fijeza—. Debes tener claro —agregó— que si decides permanecer, y después de descubrir la verdad detrás de tu existencia quedas tan horrorizado que no puedas soportarlo, me llevaré tu alma. Muchos no son capaces de sobrevivir a la realidad, por ello la mentira resulta más segura, reconfortante.

Daniel se quedó sin habla, evidenciando en su desencajado rostro la incredulidad que le imbuía ante las palabras que le había dirigido aquel individuo: “Decidido, tengo que marcharme de aquí”, trató de convencerse, pero no pudo mover ni un músculo. Aquella era una absoluta locura que había terminado en lo que era una embozada amenaza de asesinato. Sabía que tenía que marcharse, corriendo a ser posible, de la compañía de ese lunático; sin embargo, pese a que quería mover su cuerpo, una parte de él se negaba levantarse del banco. “La verdadera naturaleza de mi destino... no volveré a ver nada extraordinario...”, repasó para sí.

Aquellas palabras pululaban atolondradas por su cabeza, invocando ciertos impulsos irrefrenables que estaban arraigados en su corazón, quizás demasiado.

Hay momentos en la vida de toda existencia, en los que uno cree que vivir es algo más de lo que experimenta cada día, superior al aire que respira o al dolor de espalda que le avasalla cada mañana. Muchas veces estas ideas despiertan por el poderoso influjo que tiene la muerte sobre el hombre, llegando incluso a fabricarse existencias posteriores al final de la vida terrenal para paliar sus efectos ineludibles. Daniel no era de esos, su mentalidad caminaba más por los derroteros de estar abierto a todo tipo de posibilidad plausible y demostrable, deseando fervientemente que algún día se le presentara esa posibilidad plausible y demostrable, pero siendo consciente de que no ocurriría. Aquel hombre con absoluta seguridad estaba loco y sabía que no marchándose de allí demostraba que su grado de locura, al menos, llegaba a su altura; no obstante, había algo en él, en la situación y en sus palabras que le impedía moverse.

En un fugaz intervalo de dos minutos decidió largarse, quedarse, volver a marcharse y cuando estuvo a punto de levantarse, decidió permanecer sentado.

El hombre misterioso, por su parte, esperó un tiempo prudencial para comprobar si Daniel se había convencido de su decisión. Una vez este último pareció decidido a permanecer sentado, el individuo esbozó una tímida medio sonrisa y se puso en pie.

—Veo que has tomado el sendero más valiente, te felicito.

El corazón de Daniel empujó su pecho con fuerza, buscando alguna manera de escapar de la prisión de carne y huesos que evitaba que pudiera desparramarse por el suelo. Un irrefrenable ataque de nervios comenzó a reptar por todo su ser ante el siguiente movimiento de aquel hombre. ¿Qué ocurriría? ¿Qué iba a pasar? ¿Pasaría algo?

¿Se arrepentiría de dar cuerda a un lunático? Estas y muchas otras preguntas abordaron al estudiante, del mismo modo que lo hizo una nueva pulsión racional de salir corriendo, pero la funesta advertencia del misterioso individuo la secó de inmediato: “Te mataré...”.

—En estos casos, una demostración práctica siempre es mejor que bombardearte de primeras con información que te va a costar asimilar —explicó el hombre—. Ya que te has quedado, te pido que trates de tener la mente abierta y sobre todo que no intentes huir.

Como te he dicho antes, no quiero tener que tomar medidas extremas —entonces hizo una pausa, como si diera un respiro a Daniel para que fuera totalmente consciente del contenido de sus palabras. Una vez lo creyó oportuno, reanudó su elocución—. Por favor, ponte en pie y sigue mis instrucciones.

El estudiante miró hacia ambos lados, nervioso, y, con más que fundadas dudas, se levantó. Se sentía como un imbécil haciendo caso a aquel tipo, sin embargo, algo se revolvía dentro de él; una especie de angustia similar a la que había padecido el día anterior. Entonces se fijó en el todavía humeante anciano, y la sensación se acrecentó.

Observando con más detalle, la figura que se intuía a través de la extraña niebla negruzca se hallaba con la mirada perdida en un punto indeterminado del cielo. Daniel estaba tan absorto mirando al anciano que no se fijó en que el hombre misterioso se había desplazado a la derecha de la columna humeante hasta que levantó la vista.

—Aproxímate hasta el anciano —indicó el extraño individuo—.

Una vez te hayas cerciorado de que está muerto, coloca tu mano derecha en su frente.

“¿Muerto? ¿Está muerto? Mierda, mierda, mierda... ¿Qué coño es esto?”, se preguntó.

La sensación de malestar y los nervios cada vez lo acosaban con mayor intensidad. Seguía sin comprender demasiado bien por qué estaba llevando a cabo aquella locura, ¿era aburrimiento? ¿Era fruto de una enajenación transitoria? Sea cual fuere la razón, Daniel tragó saliva y con lentitud se fue aproximando al viejo, supurando ingentes cantidades de sudor. A medida que recortaba las distancias que los separaban, esa incomodidad se fue trasmutando en algo distinto.

Aquel humo, aquella oscuridad entre la que se abrían paso algunas hileras azul marino no solo le resultaba más hermosa a cada paso que daba, sino que le estimulaba de la manera en la que solo era capaz de hacerlo una composición de Brahms o una película de Park Chan-wook.

No, tampoco era eso, se trataba de algo mucho más intenso, más fulminante que el amor y más desgarrador que el dolor.

Empezó a temblar mientras todavía caminaba, cual mosquito lo hace hacia la luz, en dirección a la emanación de oscuridad. Obnubilado, embelesado, embrujado. No había lugar para pensamientos, ideas, ni raciocinio alguno; no era dueño de sí mismo, lo eran sus impulsos.

Cuando al fin estuvo justo frente al hombre, elevó su mano derecha hasta la altura de su cabeza. Quería sentir y abrazar aquella oscuridad.

Quería ser suya y que ella formara parte de él. Por ello, su mano trémula se deslizó hacia el anciano.

De pronto, algo lo detuvo, sacándolo del trance: el hombre misterioso lo agarraba con fuerza del antebrazo.

—Antes de tocarlo habla con él. Me lo agradecerás después.

Daniel miró al individuo desorientado, como si no supiera con demasiada certeza cómo había llegado hasta allí. Después, fijó sus ojos sobre el anciano y con timidez le dirigió unas palabras.

—¿Está usted bien? —cuestionó con endeble convicción.

No hubo respuesta, no, no podía haberla. No respiraba, es más, era evidente desde aquella distancia que ya no quedaba atisbo alguno de vida en su inerte cuerpo. En ese instante, el hombre lo soltó, dejando vía libre para que depositara su mano en la frente del anciano.

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