Death

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El contacto fue sutil, pero suficiente para sentir cómo una fuerza inusitada le embestía desde dentro cual bestia enjaulada, dando un tumbo a todas sus entrañas. Una energía inefable se paseó por cada uno de los reductos de su ser, tanto del plano físico como del mental, fervorizando, excitando y apasionando al joven en todos los sentidos.

Lloró, rió, se enamoró, sufrió y tuvo un orgasmo en el mismo instante.

Rememoró sus mayores momentos de felicidad, también los más tristes, y estos recuerdos se fusionaron con otros que él mismo no era consciente de haber vivido, pero que sentía como suyos. Recuerdos de la infancia, de su misma edad, de un hombre de cuarenta años, hasta de uno de ochenta. Todos ellos conformando un torrente de imágenes que nunca había presenciado, pero que sabía que le pertenecían. Se vio viajando en un barco pesquero, abrazando a una madre que no era la suya en una pradera que jamás antes había visitado, y llorando la muerte de una hija que no conocía. Todo esto en unos fugaces segundos que fueron culminados con un profundo y más que reparador sosiego.

—Has conseguido tu primera alma, enhorabuena —comentó el hombre, gobernado por un rictus de evidente satisfacción—. Las esencias de los ancianos son las mejores, al estar su cuerpo humano cercano al fallecimiento, ellas mismas de manera natural quieren salir de su cárcel corpórea, por lo tanto, son extraídas con mayor facilidad que otras. Por contra, su efecto es menos intenso, aunque para ti...

—Ha sido increíble... —le interrumpió Daniel extasiado.

Estaba temblando, no de nervios, sino por el profundo impacto causado por aquella extraña experiencia. Las sensaciones, las imágenes...

todo aquello había descargado una impresión tan fuerte sobre él que a punto estuvo de pasar por alto las palabras desprendidas por el hombre misterioso. De regreso a la realidad, el joven se centró en el anciano, que descansaba plácidamente en el banco, ya sin ningún humo extraño

ni niebla a su alrededor. No sabía con exactitud por qué, pero no necesitaba llevar a cabo las comprobaciones que haría una persona normal en una situación similar, es decir escuchar su pulso, por ejemplo, sabía que estaba muerto simplemente porque no notaba ninguna vida en él.

De súbito, furibunda, una idea atravesó su mente como un relámpago rasga el cielo:

—¿Yo le he hecho esto? —preguntó Daniel con el semblante descompuesto.

—En parte, sí —se apresuró a responder el hombre—, pero si te refieres a si eres el causante de su fenecimiento, no, no hubiera podido eludir a la Muerte de ninguna manera; su estructura biológica llevaba bastante amenazando con decir basta, era cuestión de tiempo —añadió con contundencia—. Si no hubieras recogido su alma, esta se habría perdido para siempre. Es difícil explicarte lo que acaba de ocurrir, Daniel, pero lo has experimentado por ti mismo: acabas de asimilar la esencia de una persona que estaba a punto de morir y ahora esta forma parte de ti.

El estudiante observaba a aquel extraño hombre totalmente estupefacto. Sentía frío procedente de su persona pero al mismo tiempo lo veía... apetecible, insostenible cúmulo de sensaciones que le hizo explotar.

—¿¡Qué coño está pasando!? —vociferó soliviantado, llamando la atención de un grupo de jugadores de petanca que no se hallaba demasiado lejos de su posición—. Te he seguido el juego, pero esto es demasiado... Muerte, almas, un cadáver... ¡Por Dios! ¿Quién eres y qué especie de truco estás usando conmigo?

—Reacción tan comprensible como predecible —respondió el hombre manteniendo su absoluta serenidad—. Tienes muchas preguntas y, aunque no todas, seguro que puedo darte bastantes respuestas, sin embargo, creo que deberíamos buscar un lugar más adecuado para ello, puesto que ahora mismo te encuentras al lado del cadáver de un anciano, hablando con alguien al que solo tú puedes ver y con una actitud de lo más sospechosa. Lo mejor es que me acompañes y me lances las invectivas que creas convenientes en otro sitio.

Daniel no sabía si le enervaba más la sensación de absoluto desamparo que sentía rodeado de tantos elementos que escapaban a su control, o la inexpugnable tranquilidad exhibida por su interlocutor.

“¿Qué está pasando? ¿Acaso es esto un sueño? Porque si no lo es, ahora sí que he perdido la cabeza... recoger almas... ¿Qué narices es eso? Ni idea, y esto es... sí, es un cadáver —pensó mirando el inerte cuerpo del anciano—. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué debo hacer?

¿Realmente estoy hablando solo? Mierda, mierda, mierda... Pronto llegará alguien y hará preguntas, preguntas a las que no sabré ni podré responder... El único que aquí parece tener respuestas, aunque seguramente sea un producto de mi imaginación, es él...”.

El estudiante miró receloso al hombre. Embriagado por las dudas y acuciado por el desconcierto, al final decidió acompañarlo. A las alturas de aquel guion más propio de David Lynch que de la vida real en el que se encontraban, ya no perdía nada, de hecho, el joven consideraba que poco o nada tenía que perder en general, quizás por ello, cuando ningún otro lo habría hecho, decidió continuar en tan misteriosa compañía.

Comenzaron a caminar y, tras unos minutos de paseo, salieron del parque. Daniel andaba detrás del hombre planteándose diversas cuestiones: “¿Solo yo puedo verlo? ¿Por qué pese a la situación me siento tan bien? ¿Por qué sin motivo la gente me da más asco del habitual?”.

Mientras caminaban, este punto cobró mayor relevancia: cada vez que una persona se cruzaba en su camino, no solo obviaba la presencia del hombre que andaba delante de él, sino que esas personas le causaban un profundo desasosiego, acompañado de unas nauseas de lo más incómodas. El nivel de rechazo variaba de unos a otros, era como si pudiera sentir elementos en la gente que le resultaban negativos, características que despertaban en él una incontenible repulsión. Estas sensaciones se mezclaban con el profundo tedio que se abría paso entre sus entrañas tras la excitación nacida de tocar al anciano, llevándole a un terreno tan desconocido como desagradable.

Seguía sin saber lo que estaba ocurriendo, pero si algo tenía claro, es que al menos en una cosa aquel hombre no mentía: solo él era capaz de verlo. Fuera producto de su turbada mentalidad o cualquier tipo de extraño e inexplicable avatar, ninguno de los otros senderistas matutinos eran capaces de percibirlo. Cada paso que daba se encontraba más cerca de la absoluta locura o… no quería siquiera plantearse otra posibilidad.

 

 

Tras abandonar el parque, ambos hombres callejearon por las inmediaciones del concurrido barrio de Avda. de América hasta que se adentraron en una calle angosta y oscura en cuyo final se hallaba un lugar que Daniel conocía demasiado bien para su gusto, el Atenea.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Daniel, tan intrigado como nervioso.

—Conoces este lugar, no me sorprende. Sin que te hayas percatado de ello, la ralea de tu esencia te ha llevado a descubrir un lugar de suma importancia para nosotros… —respondió el hombre.

Daniel volvió a clavar en su interlocutor una mirada de absoluta incomprensión, para después abandonar la visión del extraño individuo de cabello castaño y fijarla en aquel tugurio. Siempre lo había despreciado, puesto que representaba muchos de los elementos que detestaba de la sociedad. Frecuentarlo era una manera de fustigarse, de castigarse, empero no podía negar que la atmósfera del lugar, más allá de no estar todo lo limpio que debería, le transmitía algo diferente. Se sentía cómodo, a gusto. Siempre había creído que era por la soledad, por la tranquilidad, por la compañía de David, pero algo le decía ahora que dentro de aquel bar hallaría alguna respuesta, por lo que, sin pensarlo demasiado, siguió al misterioso hombre hasta el interior del garito.

Nada más acceder, el viciado ambiente del Atenea lo atrapó de tal manera que de no haber estado fuera de sus cabales se habría visto envuelto en una crisis depresiva de proporciones difíciles de manejar, plato de la casa de aquella lóbrega tasca. Ramón levantó la mirada nada más percatarse de la entrada de los clientes, despegando sus ojos del periódico que estaba leyendo. Como era costumbre en él, su gesto no era otro que el de un ser amargado y gruñón, sin embargo, Daniel percibió algo diferente en sus adustos ojos marrones, los cuales no lo miraban a él, sino que se fijaban en su acompañante; era… podía tratarse de… ¿sumisión? El joven vislumbraba a través de la mirada del tabernero el aire de sometimiento nacido de una relación de vasallaje, presente en, por ejemplo, un trabajador que se encuentra ante su jefe o de un novio cuando conoce al padre de su pareja. Jamás había notado algo así en nadie, pero no era la primera sensación extraña que percibía desde lo acontecido con el anciano momentos antes, no obstante, pese a lo raro de la situación tardó unos instantes

en darse cuenta de lo realmente trascendental en la mirada de Ramón: él también parecía poder ver al hombre.

Daniel se mantuvo en tensión. No sabía qué decir ni qué hacer.

La mirada de Ramón o bien era una mera ojeada, o en cambio se trataba de alguna de sus muchas extravagancias, mas si podía verlo significaba que aquel tipo tenía la capacidad, de alguna manera, de embozarse del resto de los transeúntes del parque, los cuales por otra parte quizás no habían sido conscientes de su presencia al estar muy ocupados, pero: “Si eso fuera así, que alguien me explique cómo cojones puedo hacer que alguien me atraviese cual fantasma incorpóreo… Me estoy volviendo loco”, reflexionó para sí.

—Parece que por fin te han quitado la venda de los ojos chaval —profirió de repente Ramón.

El estudiante se quedó parado, sin poder responder. Consciente de que estaba jugando con un silencio demasiado largo, por fin pudo articular unas palabras.

—No comprendo…

—Ramón es un mortal con la capacidad de ver a los seres que se mueven en el plano de las almas —le interrumpió el hombre, caminando hacia la barra de madera del Atenea—. Lo conozco desde hace mucho tiempo. Es un buen amigo.

—Cállate, Tomás, cállate —refunfuñó Ramón con sus habituales aspavientos malhumorados—. Estoy harto de vuestros jueguecitos, me espantáis a la clientela. Si no fuera por este desgraciado y por su amigo, me hubiera muerto de hambre hace mucho tiempo.

—No digas tonterías, Ramón, recuerdo a la perfección cómo era este bar antes y salvo por esa inimitable inmundicia que todavía hoy se mantiene —se defendió el hombre pasando su mano derecha por la mugrienta barra del establecimiento—, tu local nunca había disfrutado de una clientela tan selecta: estás ante un cazador repudiado y su discípulo desorientado. Yo estaría de enhorabuena.

—Ya...ya... —masculló el hombre con desgana.

Daniel miraba a uno y a otro confuso, haciendo ingentes esfuerzos por seguir la conversación. Entre aquel mar de difusos elementos que le resultaban absolutamente incomprensibles, el estudiante descubrió no solo que el hombre misterioso no se limitaba a residir en su fuero interno, sino que, como había desvelado Ramón, tenía nombre:

Tomás. Sin embargo, no podía evitar sentirse turbado por el resto de términos que estaban apareciendo en aquella conversación: “Seres del plano de… ¿las almas ha dicho? Y eso de dirigirse a Ramón como un mortal… Cada vez estoy más perdido”.

—En fin, señores importantes, marcharos ya —solicitó Ramón con su “dulzura” habitual—, tengo mucho que hacer y supongo que vosotros también.

—Tranquilo, Ramón, no es mi intención importunarte —profirió Tomás con una calma incorruptible—. Daniel, espero que estés listo, sé que todavía no he resuelto ninguna de esas dudas que pululan por tu mente, pero eso cambiará en un instante. Ante ti se desvelarán todas las incógnitas o, si no todas ellas, muchas de las que se han germinado en tu interior tras lo acaecido en el parque.

Tomás hendió su inquisitiva e inteligente mirada en Daniel, tocando la montura negra de sus gafas con los dedos índice y pulgar de la mano derecha. El joven tragó saliva. Se sentía presionado, desorientado, alterado. Todo ser humano ve cómo su mundo se trastoca cuando surge un elemento que no conoce, y Daniel estaba teniendo que afrontar demasiados en un corto lapso de tiempo. Seguía siendo consciente de que todo aquello era una absoluta locura, pero los ojos marrones de Tomás irradiaban un brillo tan reverberante que nublaba su razón. Por otro lado, estaban esas casi inefables sensaciones; era la primera vez en la que sentía algo similar, tan extraordinario a la par que desolador. ¿Era capaz su cabeza de inventar algo de aquella índole? Le costaba creerlo, aunque estaba seguro de que ese sería el argumento esgrimido por el arquetipo de hombre inmerso en un trastorno psicológico grave, para convencerse de su cordura: asumir que su raciocinio es incapaz de trastocar el mundo de una manera tan… real.

De nuevo, su corazón empujó con fuerza, su respiración comenzó a entrecortarse y las gotas de sudor a discurrir por sus sienes.

Aceptar significaba coger un tren con destino la locura, sin retorno.

Negarse, en palabras del propio Tomás, desembocaría en su muerte.

—No… —comenzó a articular Daniel, parándose un momento para domar aquellos nervios que se paseaban tremebundos y con impunidad absoluta por todo su cuerpo—. No comprendo nada de lo que está ocurriendo y... y... necesito saber qué está pasando. Iré adonde tenga que ir —consiguió terminar al fin el estudiante, trémulo y nervioso.

—Me alegro de oír eso —profirió el hombre, complacido—. Por favor, cierra los ojos.

Embriagado por un amplio compendio de ánimos entre los que no se hallaba el de la convicción, el estudiante siguió las instrucciones del hombre y clausuró sus párpados lentamente, imbuyéndose en la más absoluta oscuridad. Existe pocos elementos tan turbadores como la pura incertidumbre, zozobra nacida de la sensación de desamparo ante lo que va a ocurrir a continuación. Esta turbación lógica está tejida en las sombras, ya que es en la penumbra donde se oculta aquello que nos quiere herir o lastimar. Desde tiempos inmemoriales, la raza humana ha ligado el mal a lo oscuro y el miedo a lo desconocido como vano intento de huida de eso que desde la oscuridad nos amedrenta, entidad malévola que muchas veces no es más que el reflejo de lo que descansa dentro de nosotros mismos.

Daniel temblaba, en parte por la sensación de desamparo que lo envolvía, y en parte, de una manera sádica y morbosa, de emoción. Si alguien repasaba los acontecimientos con frialdad, el chico había decidido, tras asistir a la muerte de un anciano, seguir a un individuo que afirmaba ser un cazador de algo desconocido, al que al parecer solo él podía ver, pero que luego el dueño del mayor cuchitril de Madrid también era capaz de contemplar y sin saber por qué, o por lo menos teniendo presente que a lo tonto casi le asesinan, había accedido de motu proprio a cerrar los ojos y entregarse a lo que pudiera acaecer.

El joven era consciente de todo esto y, aunque estaba nervioso, ya no sentía aquellos impulsos que con tanta insistencia le habían estado avasallado, pulsiones que lo incitaban a salir corriendo, volver a casa y tirarse en la cama: rodeado de la más absoluta oscuridad se sentía... bien. De repente, una mano se posó en su frente, sobresaltando todavía más, si era posible, su corazón. El contacto se mantuvo unos instantes y, entonces, fue embestido por un pasmo. Fue fugaz, como una pequeña descarga eléctrica que recorrió su cuerpo en un instante.

Luego, la mano desapareció y abrió los ojos. Nada parecía haber cambiado: Tomás se encontraba junto a él, exhibiendo el mismo semblante tranquilo que había protagonizado su faz desde el inicio del encuentro, mientras Ramón se hallaba en la barra, también cómo... no, no era igual, o sí.... “¿Es Ramón? Parece que es él, no, es él, su aspecto es el mismo, todo es igual y, sin embargo, no parece ser la misma persona...” —reflexionó.

El aspecto del dueño del Atenea era, describiéndolo con suavidad, no demasiado agradable para la vista, sobre todo por un frondoso y rizado bigote bruno que desaliñaba su imagen. Daniel le tenía aprecio pese a que poseía uno de aquellos lugares que repudiaba y a que no era la persona más agradable del mundo, empero sabía que detrás de su fachada de cascarrabias frustrado se escondía una buena persona. No obstante, nunca lo había percibido de esa manera tan intensa, no solo era como si pudiera ver esas características interiores, muchas veces tristemente embozadas por la cáscara corpórea, sino que era como si de súbito su imagen, pese a ser consciente de que era desagradable, no causara ningún efecto sobre él. Estaba contemplando con completa diafanidad la luz de su interior: una lumbre azulada sin ninguna mota de maldad.

—La primera vez es sorprendente... —profirió Tomás, dirigiendo también su mirada hacia Ramón—. En tu estado esencial eres capaz de percibir elementos que están disfrazados por los embustes de la realidad.

El estudiante estaba sin palabras. Tanto las náuseas como la sensación de desagrado se habían volatilizado. Se encontraba a gusto, mucho. No era capaz de entender lo que aquel individuo le estaba explicando al cien por cien, en parte por lo extraño de la situación, en parte por su estado de enajenación, pero era consciente de lo que estaba viviendo: sin duda estaba mirando, sin saber cómo, el alma de Ramón. En ese momento, Daniel bajó la mirada y se encontró con que, en lugar de su ropa deportiva, llevaba puestos una especie de hábitos brunos que se extendían por toda su figura dándole un aspecto bastante tétrico. El joven también se percató de que una capucha le cubría la cabeza: de alguna manera, su ropa había cambiado en un instante por arte de birlibirloque. Si se trataba de algún tipo de paranoia, quedaba confirmado: poseía mucha, demasiada imaginación.

Insuflado otra vez por el desconcierto, dirigió sus furtivos ojos glaucos hacia Tomás.

—Necesito ya esas respuestas —exigió con una firmeza que le sorprendió hasta a él mismo.

—Y las tendrás, Daniel, pero una vez más creo que no estamos en el lugar indicado, ya que no es mi deseo perturbar más a mi querido tabernero con nuestra presencia, así que te insto a que me des unos instantes —comentó Tomás con tranquilidad—. Estás a punto de conocer el génesis de mucho de lo que conoces, prepárate.

Si hubiera podido tragar saliva el joven lo habría hecho, mas no fue capaz, como tampoco un gesto tan típico en él como lo era suspirar: no poseía aliento que exhalar ni saliva que utilizar, su corazón no latía y no necesitaba respirar, era como si estuviese muerto y sin embargo ahí estaba, ataviado con unas enlutadas ropas oscuras en el Atenea, escuchando delirios sobre almas y temas similares.

Quería respuestas, y las quería ya, pero no se hallaba en una posición de exigir nada: era como si no fuera él mismo, como si el mundo que hubiera a su alrededor se hubiese transmutado en uno completamente diferente que, no obstante, seguía siendo el mismo. Era un extraño para sí mismo en un mundo extraño.

De repente, Tomás se dirigió hacia el fondo del tugurio para terminar frenándose frente a una puerta de madera negruzca, en cuya zona superior destacaba una pequeña placa blanca en la que se leía la palabra “privado”. Daniel jamás había podido comprobar qué se ocultaba tras esa puerta: pensaba que era una especie de almacén o de cobertizo en el que Ramón debía de tener guardados algunos suministros y/o productos de limpieza, pero que Tomás se detuviera justo en esa zona le hacía conjeturar que era algo más. Un escalofrío recorrió todo su ser; en aquel lugar descansaba algo, algo que lo llamaba, algo que lo quería dentro de él.

En ese momento, Tomás asió el tirador y abrió la puerta poco a poco, destapando una furibunda oscuridad que engulló el local. No le produjo miedo, ni irrumpió en él ademán alguno por eludirla. Como si estuviera embrujado, Daniel caminó hacia el umbral del mar sombrío con la convicción de aquel que no solo busca abrazar una verdad, sino con la fuerza propia de una bestia ansiosa por romper los grilletes de la realidad.

—Chico —dijo Ramón, mientras Daniel caminaba—, aunque a veces sea algo petulante, Tomás es un buen tipo. Si sigues sus consejos, te irá bien.

 

Daniel quiso detenerse y entregar un gesto de agradecimiento a Ramón, sin embargo, continuó caminando con aquellas palabras rebotando de un lado a otro en su cabeza.

Y de pronto, sin darse cuenta, la oscuridad cernió su abrazo sobre él, desde aquel momento y para siempre.

 

Capítulo IV: La Ciudad Esencial

 

Todos los seres humanos somos luz y oscuridad, nuestra esencia consta de unas partes que brillan y de otras más opacas. Aquello que reluce es parte de lo que somos, pero sobre todo de lo que queremos ser para los demás, lo que mostramos al resto. Nuestros miedos y nuestras frustraciones, por otra parte, habitan en el plano oscuro de nosotros. Por lo general, el ser humano se preocupa por pulir su luz y resguardar su oscuridad, ambos procesos nacidos del temor a no encajar en la sociedad. Algunos, más complejos, saben que necesitan una gran luz para tapar una turbia oscuridad, embozarse en un deslumbrante brillo que solape sus defectos interiores, características que en ciertos casos pueden alcanzar la categoría de monstruosas. También existen del tipo cuya luz natural minimiza su oscuridad, estos no son peligrosos siempre y cuando no sean confundidos con los anteriores, error, dicho sea de paso, que suele ocurrir con más frecuencia de la que debería. Un ser dotado de luz natural es capaz de iluminar a los que le rodean sin tener pretensión de hacerlo, uno de luz artificial ilumina porque quiere iluminar, lo cual suele conducir hacia sinuosas vías que desembocan en un destino cruel y codicioso. Por otro lado, aquellos que no se esconden de su propia oscuridad son los que se embarcan en el tortuoso viaje de conocerse a sí mismos, travesía plagada de sufrimiento e inconvenientes espirituales. De estos podemos decir que están, por un lado, los que se dejan llevar por una oscuridad que, en caso de ser demasiado densa y profunda, puede arrastrarlos hasta la perdición y, por otro, los que buscan dominarla, colocando los cimientos para acceder a la única verdad real que durante el resto de su vida podrán alcanzar, que no es otra que la suya propia. La de su alma.

Cuando Daniel realizaba el ejercicio de dirigir el reflexivo ojo de su mente hacia su propia esencia, se estrellaba con una oscuridad que no por conocida dejaba de causarle menor pavor. En aquel recóndito lugar, estaban acumulados todos los residuos de su ánima, restos cargados de dolor y sufrimiento que en múltiples ocasiones habían tomado la forma de un billete sin retorno hacia el mundo de la locura. Con los años, el joven aprendió a enfrentar sus recuerdos, asumir sus miedos y conocer sus sentimientos, y, en consecuencia, había conseguido “domar” su oscuridad. No la asumía como algo negativo, sin embargo, sabía que mal canalizada podía llegar a serlo, por lo que no tenía otra opción que convivir con ella, abrazarla e intentar utilizarla en su beneficio.

De todo lo durmiente en su ser, un elemento se mantenía imperturbable cuando buceaba por su fuero interno: una gélida andanada que lo imbuía y lo arrastraba, buscando que se compadeciera de sí mismo para, de esa manera, atraparlo y hundirlo en ese umbrío y depresivo foso que para su desgracia no le resultaba desconocido.

Lo fácil en aquellas situaciones era agachar la cabeza y lamentarse por todo ese dolor que había padecido, dejar de decidir y permitir que el destino lo arrastrara en una u otra dirección, pero Daniel ya estaba cansado de escudarse en esa postura lastimera; debía mirar hacia adelante y sostener la carga sin importar el peso de la misma.

En aquellos instantes en los que estaba rodeado por una oscuridad tan densa y opaca, el estudiante sentía una extraña sensación de comodidad: la misma que experimenta un cazador al perseguir a su presa en un territorio que conoce a la perfección. No sabía qué ocurriría cuando se disipara aquel mar negruzco, pero por alguna razón estaba mucho más tranquilo que en el parque o en el Atenea; por fin se enfrentaba a algo que conocía, y eso le reconfortaba.

De súbito, el solemne silencio que gobernaba la situación fue interrumpido por la pausada voz de Tomás:

—Veo que lo llevas bien. No dejas de sorprenderme, Daniel — profirió el hombre, tranquilo, como siempre.

—¿Dónde estamos? —preguntó el joven, intrigado, mostrando la seguridad que le infundía el hallarse en aquel bruno espacio.

—Estamos dentro de lo que nosotros conocemos como puerta de tránsito —respondió Tomás—. Es el nexo de unión entre el plano real y el de las almas. Ahora mismo esta dimensión está analizando tus características, es decir, está estudiando tu esencia. Habitualmente, este proceso no suele extenderse demasiado, sin embargo, se está demorando... —reflexionó Tomás con aire pensativo.

—¿Estudiando mi esencia?

—Teniendo en cuenta que parece que todavía va a tardar un rato, empezaré a hablarte de lo que se te viene encima, Daniel. Este universo en el que vivimos es resultado del poder de un ente superior al que bien podrías definir como Dios. A mí me gusta llamarlo el Creador. El Creador edificó todo lo que conoces, desde elementos tan maravillosos como las estrellas hasta tu propia capacidad de razonar, pasando por las plantas, los animales, los elementos... Sin embargo, se topó con un serio problema: para que su mejor creación, los seres humanos, pudieran ser tales, tenía que dotarlos de un elemento que les hiciera particulares y diametralmente diferentes unos de otros: el alma.

Para conseguirla, el Creador tuvo que desprenderse de una porción de su propio ser, pero no dudó en hacerlo cuantas veces fuera necesario para ver crecer a su sociedad. Pasó el tiempo y la raza humana comenzó a extenderse, superando la capacidad de regeneración de un primigenio motor que no tuvo más remedio que pedir ayuda.

Sabía cómo hacer que las ánimas llegaran a los cuerpos, pero no cómo recuperarlas una vez los abandonaran. Era consciente de que, si era capaz de hacerse de nuevo con ellas, retrasaría el proceso y podría retroalimentar unos cuerpos con otros. Tuvo que recurrir a otra deidad, a la que llamaré como se la conoce en el ámbito popular y también cómo la llamamos muchos de nosotros: la Muerte.

“La Muerte atendió al Creador y lo escuchó con paciencia. En cierto sentido, le sedujo la idea, y en un primer momento aceptó; crearía un sistema para recuperar las almas, limpiarlas y tenerlas listas para que ocuparan un nuevo cuerpo, sin embargo, pidió algo a cambio: por cada esencia que limpiara, se quedaría con una porción de ella. El Creador aceptó desconociendo que la intención de la Muerte era usurpar su posición. Esta había descubierto que las almas, desde que abandonaban al Creador hasta que se desligaban del ser humano

por su muerte física, crecían, es decir, sus experiencias y sus sentimientos las hacían diferentes, más poderosas y, por lo tanto, más útiles de lo que eran en un inicio; lo que permitía, de una sola, generar en ocasiones hasta miles de entidades nuevas capaces de dar lugar a otras tantas vidas.

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