Death

Death


Inicio

Página 6 de 46

Luego de doblar dos esquinas y recorrer un bulevar que parecía destinado a la moda por sus numerosos comercios, cazador y recolector cruzaron un puente que se elevaba sobre el único río de la Ciudad Esencial, el cual desembocaba en la Torre de las Almas.

Siguiendo el motivo habitual de la urbe, las aguas de la rivera también estaban teñidas de negro.

Tomás se detuvo sobre el puente de piedra y se quedó pensativo mirando el transcurso de la corriente.

—No sé si te has preguntado —rompió de pronto el cazador, con aire misterioso— qué nos ocurre a nosotros cuando perecemos.

Daniel negó con la cabeza, sus planteamientos aún no habían alcanzado ese punto. El cazador esbozó una leve sonrisa sin retirar sus ojos color miel del agua.

—Desaparecemos —respondió, haciendo una profunda pausa antes de continuar—. Del mismo modo que cuando un alma es recogida pasa a formar parte del proceso, reciclándose, cuando nosotros somos absorbidos por otro cazador nuestra esencia se disipa en el olvido por mucho que nuestro poder, recuerdos e incluso sentimientos pasen a formar parte de aquel que nos derrota. Al final, el destino de todos nosotros es acabar formando parte de estas aguas, así que no te dejes vencer por la guadaña de nadie si pretendes seguir existiendo —comentó Tomás, cabizbajo.

—Entonces, cuando un alma es recogida, se recicla... pero ¿es posible volver a verla? Quiero decir, ¿existe algún modo de visitar a esas almas? —preguntó Daniel, trastocado por el fulgor de aquella furibunda idea que se había abierto paso en el mar de confusión que eran sus pensamientos. De nuevo, el recuerdo de su madre cobraba fuerza en su mentalidad.

El cazador levantó su estudiosa mirada y la paseó durante un instante por el rostro del joven, para luego elevarla hacía la inmensidad de aquel techo de oscuridad que gobernaba la ciudad. Su ceño fruncido indicaba sin duda que aquella cuestión le pillaba de improviso, sin embargo, no tardó en responder.

—En teoría, solo en teoría, no es del todo imposible. ¿Por qué?

Daniel se llevó la mano derecha a su cabello para peinarse el flequillo hacia el perfil diestro de su cabeza. Estaba temblando de la emoción, y quizás si en aquel momento hubiera tenido glándulas lacrimales, habría derramado lágrimas por primera vez en demasiado tiempo.

—Mi madre falleció hace unos meses, he pensado que quizás, no sé, podría verla si está en alguna parte —contestó Daniel, afectado.

Tomás asintió y, de manera amistosa, colocó su mano derecha en el hombro de su despertado.

—Lo lamento, parece extraño, pero en este trabajo nunca te acostumbras a que muera gente, y más si mantienes algún tipo de vínculo con esas personas —profirió el cazador, comprensivo—.

Veamos, sin prometerte nada, estudiaré la situación del alma de tu madre.

Siempre que todavía sea posible y, si cumples mis expectativas, haré todo lo que pueda para que la veas. Desconozco si su alma fue recogida o si por el contrario aún vaga por un estrato ignoto de la realidad, pero haré todo lo que esté en mi esencia para que puedas volver a verla.

Una energía desbordante nació del confín más recóndito del alma de Daniel y lo golpeó con una fuerza incoercible. Jamás había considerado que algo así pudiera ser posible: volver a ver a su madre y decirle todo aquello que necesitaba que supiera, por supuesto tenía muchas preguntas, quizás demasiadas, pero también albergaba arrepentimiento, lágrimas, disculpas… El joven detuvo un momento la corriente de emociones que lo embriagaba y trató de liberar un profundo suspiro. No salió aire alguno, empero el efecto fue similar al que le hubiese producido una exhalación profunda al uso. La parte positiva, sin duda, era que podría volver a encontrarse con su madre, sin embargo, Tomás había sido más que diáfano, solo podría lograrlo si cumplía con ciertos requisitos: “Desconozco a qué se refiere con “cumplir sus expectativas”, pero intuyo que tiene algo que ver con seguir recogiendo almas… En fin, siendo pragmático, con el anciano no me resultó demasiado complicado, si se trata de eso, puedo hacerlo; aunque algo me dice que a partir de ahora no me resultará tan fácil —elucubró para sí—. Da igual, sea lo que sea tengo que hacerlo… por mí, por ella”.

En ese momento, el cazador retiró sus manos del pretil y continuó caminando, sin liberar palabra alguna. Daniel se limitó a seguirlo en silencio, engullido por sus propios pensamientos, repasando todos y cada uno de los acontecimientos acaecidos durante aquel día, golpeándose una y otra vez contra aquellos glaciales ojos azules que lo habían observado de esa manera tan, por así decirlo, inquisidora. El joven no estaba acostumbrado a ser el foco de ninguna mirada; no destacaba físicamente en nada en particular, por lo que recibir una atención tan intensa le había trastocado enormemente. No quería ser presa otra vez de sus delirios y obsesiones, buscarle un porqué absurdo a un hecho que bien podría haber sido una coincidencia azarosa y fortuita, sin embargo, sentía un hormigueo en el estómago que lo llevaba a pensar que ella había visto algo en él en aquellos segundos, un elemento quizás ineludible: ¿qué podía ser? Lo desconocía, y por mucho que reflexionara sobre aquello solo podría resolver la cuestión si volvía a toparse con ella, en ese momento quizás su aventurada conjetura podría adquirir carácter de realidad.

El recolector siguió a Tomás hasta el otro lado del puente, atravesando una parte de la ciudad menos afectada por la niebla que gobernaba toda la urbe esencial. En un establecimiento cercano, un hombre de barba canosa y prominente, ataviado con los hábitos negros correspondientes, estaba situado al lado de lo que parecían ser, como había pasado en la Torre, una especie de pantalla que emitía imágenes en el aire, en la cual Daniel pudo observar cómo se estaban representando una serie de cuotas y de apuestas diversas a realizar de cara al enfrentamiento que se produciría tiempo después. El joven no pudo evitar construir la idea de que aquello no distaba mucho de lo que ocurría en el mundo real con deportes como el boxeo, mas cierto aspecto de aquella práctica le resultaba un tanto repulsivo, y era el hecho de que aquellas almas estuvieran invirtiendo —Daniel no sabía muy bien el qué— para ver morir a alguien, o mejor dicho, para presenciar la destrucción de un alma, lo cual le parecía más propio de una caterva de bárbaros que de cualquier corriente sociocultural civilizada. Por contra, el universitario no podía ignorar que él era el primero que se entretenía asistiendo a un cruento y encarnizado combate de boxeo, pendencia en la que la salud de ambos púgiles siempre estaba en riesgo sin importar demasiado la presencia del árbitro, los jueces o el médico. Por tanto, debía de tener cuidado a la hora de emitir cualquier tipo de juicio precipitado por mucho que formara parte de su naturaleza como ser humano. No era fácil conseguirlo, pero en territorio desconocido esa era sin duda la actitud más inteligente; se encontraba en un mundo nuevo, y por lo tanto sus argumentos para elaborar una opinión sólida todavía eran demasiado frágiles. Tocaba callar y observar.

Por fin, y tras atravesar un nuevo tramo comercial de la ciudad, llegaron a una calle que se abría paso de manera ascendente hacía un sector de la ciudad de perfil, una vez más, residencial. En esta ocasión, las casas iban de menor a mayor tamaño en función de lo lejos que levantara la vista, no había bloques de pisos ni grandes edificios como los dispersos por su Madrid natal —cosa que el recolector agradecía encarecidamente—, sino que se trataban de casas de dos o como mucho tres pisos contando con un sótano, los cuales estaban agolpados los unos al lado de los otros, muchas veces tan solo separados por una fina pared capaz de transmutar una relación vecinal común en una carente de intimidad alguna.

En el horizonte se divisaban chalets de mayor enjundia y de naturaleza mucho más pintoresca que las reiterativas casas que los rodeaban en aquella zona. El joven no pudo evitar verse sorprendido por el contraste que le producía atisbar en la lejanía una mansión gobernada por colores rosas y fucsias en medio de aquel mar de oscuridad que era la ciudad. De repente, Tomás se detuvo frente a una de las casas, en apariencia idéntica a todas las que se distribuían por el lugar. Esta circunstancia llamó la atención del joven puesto que, aunque había recorrido ya un buen número de calles de la Ciudad Esencial, así como visitado diversas zonas de la misma, hasta el momento no parecía que las venas de la urbe contaran con nomenclatura, lo que se hacía extensible a los diversos edificios y su numeración; es decir, ni las calles parecían estar bautizadas ni las casas estar determinadas por números. Era de lo más confuso ya que, por mucho que Daniel se esforzara por descubrir detalles que lo pudieran llevar en un futuro a saber diferenciar unas partes de otras dentro de la ciudad, la similitud de muchas de ellas lo hacía imposible.

Pese a ello, Tomás no había dudado ni un instante sobre donde debía detenerse, como si supiera dentro de él que aquella, pese a ser calcada a las demás, era la casa a la que quería llevar al recolector.

El cazador se acercó hasta la puerta negruzca de madera y giró con delicadeza el pomo mediante su mano derecha, abriéndola sin dificultad alguna y accediendo a su interior. Daniel observó un tanto extrañado aquella escena ya que Tomás no se había servido del uso de ningún tipo de llave para acceder al interior del domicilio, por lo que cabía la posibilidad de que no fuera su casa y que, por obra del azar, hubiera tenido la suerte de que estuviera abierta o que quizás alguien del interior les estuviese esperando. Fuera como fuese no tardaría en descubrirlo.

El joven siguió a Tomás al interior del humilde edificio de dos plantas en el que parecían habitar cuatro vecinos, dos en cada estrato de la estructura. Mientras subía el escalón que separaba la calle del umbral de la puerta, Daniel se fijó en un detalle en el que hasta ese momento no había reparado: la ciudad carecía de vegetación. Tanto las calles como las casas no estaban dotadas de ningún tipo de flora, lo que era lógico si se asumía la ausencia de luz natural, pero que no dejaba de turbarle puesto que, para él, abrazar un mundo sin zonas arbóreas era una idea aberrante. Desde su prisma, la naturaleza era el estertórico vestigio de un mundo no corrompido por el ser humano.

Cansado de sí mismo, Daniel cejó de perderse en banalidades y accedió al interior de la casa. Para su sorpresa, aquel espacio era mayor de lo que podía parecer desde el exterior, y estaba iluminado por una fervorosa chimenea, cuyas llamas serpenteaban con gran virulencia. Salvo por dos grandes estanterías que ejercían la función de biblioteca, debido a la gran cantidad de libros que contenían, aquella casa parecía estar deshabitada, a la espera de recibir mueble o elemento decorativo alguno que la hiciera más confortable. De esta índole, lo único que había en el hogar esencial era un pequeño sillón de ajado cuero negro, sobre el cual yacía un libro de tapas granates dividido por la mitad mediante un marca páginas.

Una vez dentro, Tomás se acercó a la chimenea y colocó sus manos sobre las llamas para tratar de sentir el calor.

—Te instaría a que te pusieras cómodo, sin embargo, me temo que no tengo demasiado que ofrecerte —comentó Tomás, distraído—.

Aunque si te soy sincero, en este lugar no se necesitan demasiados elementos de esos de los que puedes estar acostumbrado en tu vida cotidiana. Como puedes comprobar poseo una gran cantidad de libros, ya que leer aquí es más relajante que en el plano real, rara vez te interrumpen eventualidades incómodas —confesó, girándose hacia Daniel mientras se frotaba las manos—. En fin, hemos llegado hasta aquí, pensé que nunca conseguiría arrastrarte tan lejos. ¿Qué me dices de todo lo que has visto hasta ahora?

Daniel caminó hasta la biblioteca, provocando que el entarimado de madera rechinara bajo sus pies a cada paso, y comenzó a repasar los títulos de los libros. Entre la gran cantidad de obras que poseía Tomás, reconoció algunos títulos como Crimen y Castigo de Dolstoievski o Niebla de Miguel de Unamuno.

—Bueno, no puedo negar que por ahora todo lo que he experimentado me sigue resultando demasiado extraño —reconoció el joven con sinceridad—. Hay algunas partes de mí que se niegan a abrazarlo como real, sin embargo, de algún modo, puede que sórdido, debo admitir que esta ciudad me atrae. Tengo ganas de ver todo lo que esta realidad tiene que ofrecerme y, en consecuencia, comprobar qué soy capaz de hacer en ella.

El cazador esbozó una sonrisa de puro regocijo y asintió levemente.

—Sin duda, has sido engullido por una actitud de lo más apropiada. Es curioso que hables de esas “partes de ti mismo” que tratan de llevarte por otros caminos, a partir de ahora deberás prepararte para albergar muchas más de esas “partes” —advirtió el cazador que, con aire pensativo, empezó a pasear por el apartamento—. Todavía recuerdo cuando me iniciaron en esta locura.

No fui tan comprensivo como tú, ni mucho menos, estaba terriblemente asustado de ver todo aquello... Aunque bueno, apuesto a que, con lo que te queda por presenciar, todavía te esperan algunos sobresaltos…

—Si fuera de otra manera, estaría amargamente decepcionado...

—apuntilló el universitario con sorprendente chulería.

Al escuchar la respuesta de Daniel, Tomás mutó el gesto, tornando su sonrisa en un semblante tan serio como turbador. El joven mantuvo la mirada del cazador en tensión: “¿Se habrá molestado? Puede que me haya sobrepasado… —se planteó el joven, preocupado—. Espero que no asuma por mis palabras que veo esto como una especie de juego o algo así… Y si… y si… ¿saca su guadaña y me corta en dos? Un momento… ¿Guadaña? ¿Por qué una guadaña? Mierda, mierda…”.

Tomás continuaba impertérrito, observando al chico con su característica mirada de estudio. Daniel pensó en muchas formas de afrontar esa situación: tomar la palabra, salir huyendo, disculparse…

Al final, escogió permanecer a la expectativa.

De pronto, cual supernova en un calmado firmamento, Tomás rompió en una atípica carcajada que desató la tenaza espiritual que se había encaramado a la esencia del recolector, y le hizo romper también en una risa algo más tímida que la del cazador.

—Prefiero que te lo tomes con esta actitud a que abraces una más timorata, ayudará en el trabajo que tenemos por delante —dijo al fin el cazador, tratando de contener el ataque de risa que le sobrevino ante la reacción de su discípulo.

Tomás tenía algo, su alma era diferente a todas a las conocidas por Daniel en su nuevo estado. Si bien la mayoría emanaba sensaciones diáfanas, unas más agradables, otras menos, el cazador le trasladaba una paz que no estaba acostumbrado a percibir en las personas, sino todo lo contrario; en compañía siempre se había sentido más incómodo que en soledad, por mucho que en ciertas ocasiones su solitaria ralea le hubiera provocado momentos de un dolor inefable. Yes que el sufrimiento necesita salir y tomar aire, ya que cuando no lo hace, te destruye.

Tomás volvió a tomar la palabra mientras se aproximaba hasta Daniel.

—Por ahora, debemos empezar con el trabajo. Calculo que a este ciclo todavía le quedan almas que recoger antes de que comience el combate del Coliseo.

El joven no sabía muy bien a qué se refería Tomás con aquello a lo que llamaba ciclo, sin embargo, se limitó a asentir y a caminar hasta el centro de la habitación para mirarle frente a frente, exhibiendo de esa manera las ganas que tenía de descubrir tanto los secretos de sí mismo como los que entrañaba ese mundo.

—Para empezar, voy a hablarte de, probablemente, el elemento no solo más llamativo de este mundo, sino el de mayor importancia: la guadaña —explicó Tomás, esgrimiendo un mesurado tono de voz que condujo a Daniel a abrir sus ojos espirituales en señal de atención—.

Creo que no te he comentado nada en ese sentido aún, pero la guadaña

es nuestra fuerza trasmutada en un elemento esencial, el cual utilizamos para segar almas y batallar contra cualquiera que se interponga en nuestro camino. Es tu identidad y jamás, repito, jamás permitas que te la arrebaten —el cazador agregaba a su discurso unas enérgicas gesticulaciones con las manos para dotar de fuerza los segmentos que consideraba más importantes—. A medida que crezcas y te alimentes de almas, tu guadaña irá evolucionando, del mismo modo que si te descuidas, se debilitará. Cuanto más poder tenga, no solo obtendrás las almas con mayor facilidad, sino que podrás ahorrarte tediosos laberintos esenciales que en demasiadas ocasiones resultan inexorables.

»Voy a detenerme en este punto durante un momento. Hasta ahora te he explicado, y tú mismo lo has experimentado, que extraemos las almas de sus cuerpos. Más que extraer, lo que tú hiciste es absorber, puesto que el alma de aquel anciano estaba saliendo cuando la tocaste, pero no siempre será así, es más, me atrevo a afirmar que nunca volverás a tener tanta suerte. Hay dos formas de extraer un alma: segarla con tu guadaña, lo cual tiene sus contraprestaciones, pero es el proceso más rápido, o rescatarla, lo cual puede ser agotador a la par que extrañamente reconfortable. Segando un alma la fuerzas a separarse de su cuerpo, provocando que esta salga dañada, y más si no eres lo suficientemente poderoso —el recolector escuchaba con suma atención las palabras de Tomás, en pos de no perder el hilo de la explicación—. En ese sentido, si intentas segar un alma demasiado poderosa, ya sea de un mortal o de un cazador, tu guadaña puede quebrarse, lo que te dejará fuera de combate en el mejor de los casos. Por otra parte, con el rescate puedes obtener el alma no solo en su estado normal, sino que además la puedes llegar a conseguir en la mejor forma que jamás podría alcanzar. Para ello, tienes que introducirte en el cuerpo físico de aquel al que quieras rescatar y resolver el enigma de su esencia, el cual puede tener que ver con un hecho concreto de su pasado, una obsesión de su mentalidad, un capricho... Si consigues desgranar y ordenar su conciencia, su alma será tuya, pero claro, este movimiento también tiene sus desventajas —advirtió el cazador, cogiendo el libro que descansaba sobre el desgastado sillón situado al lado de la biblioteca y tomando asiento—.

Se han producido múltiples casos de recolectores y cazadores que han quedado atrapados en las conciencias de sus objetivos. Hay mentalidades cuyos laberintos son demasiado enrevesados, por lo que en el futuro ten cuidado.

El estudiante asentía de manera continuada, intentando retener en su cabeza toda la información posible, puesto que no quería eludir ningún detalle. Tomás prosiguió con sus explicaciones, entre las cuales comentó circunstancias como la prohibición de las batallas en la Ciudad Esencial las cuales solo podían realizarse en el Coliseo y con las autorizaciones pertinentes, el peligro de pasar demasiado tiempo sin alimentarse de un alma o incluso reparando en elementos tan sumos como el tiempo. Por así decirlo, en aquel plano de la realidad el tiempo como tal no discurría. Para determinar horarios, calendarios, etc., se seguían los llamados ciclos espirituales, los cuales se sucedían en base a la energía esencial acumulada, por lo que cuando se recogía el número de almas equivalente a ese requerimiento esencial, el ciclo cambiaba. Después, el cazador también le cercioró de su condición de inmortal, lo cual les hacía seres por encima del tiempo mortal y capaces de frecuentar espacios opacos de la realidad como lo era aquel en el que se encontraban, lo cual llevó a Daniel a plantearse cuál era la edad real de su compañero, pregunta que no formuló por cortesía.

A aquella cuestión banal, le sucedieron muchas otras relacionadas con la eternidad, la vida, la Muerte… Los seres humanos durante milenios se habían acostumbrado a la salida y ocultación del sol, llegando al punto de que sus vidas estaban supeditadas a los relojes y horarios. Pese a que en aquel lugar el tiempo no existía, aún continuaban teniendo la necesidad de seguir unas pautas, por así decirlo, y los ciclos esenciales eran la forma que tenían las almas de organizarse. Daniel se quedó pensativo, siempre había querido liberarse de las opresivas cadenas del tiempo —como cualquier ser humano—, sin embargo, ahora que parecía estar en disposición de hacerlo dependía de la sucesión de los ciclos espirituales, es decir, continuaba siendo un perrito faldero. Pero era hora de asumirlo, ya no era humano, por lo que no tenía que preocuparse por coger un resfriado o por los titulares del periódico de la mañana, ahora bien, en su lugar parecía que a partir de aquel momento debía caminar advertido de guadañas, cazadores, Jueces y peligros tan variopintos como todavía desconocidos.

Bajo esas presiones, evitar el germinar de una intrincada zozobra, le resultó inevitable.

—Bueno —profirió de repente Tomás—. Más o menos, siempre destacando el menos sobre el más, te he explicado parte de cómo se mueve y se alimenta este mundo, pero creo que ha llegado el momento de interrumpir la palabrería y pasar a la práctica. Puede que hasta ahora lo hayas hecho bien, sin embargo, tu prueba de fuego comienza en este instante; si no eres capaz de atravesar este punto, no tienes nada que hacer en esta realidad —aseveró el cazador, con contundente solemnidad—. Vas a invocar tu guadaña. Para ello tienes que relajarte, cerrar los ojos y llamar a esa oscuridad que tienes en tu interior, recipiente de la fuente de tu poder. En cuanto la tengas frente a frente, intenta transmutarla en algo tangible. Da igual la forma que le des, al final si sale lo hará de la manera que ella quiera, por lo tanto, céntrate en tratar de dominarla.

El universitario asintió y, con muchas dudas sobre qué era lo que realmente tenía que hacer, cerró los ojos. El ejercicio que Tomás le había pedido, al menos en parte, no era la primera vez que lo llevaba a cabo, al contrario, era un buceo personal que desarrollaba con cierta frecuencia. Daniel era consciente de lo podrido que estaba su interior y, por lo tanto, también sabía que de no hacerle frente un día lo devoraría. En pos de evitar ese funesto destino, siempre que podía dedicaba un par de horas del día a caminar por la frondosa y umbría selva de su esencia para, de esa manera, conocerse mejor y no llevarse sorpresas desagradables. No obstante, aquella vez era distinto, notaba su fuero interno alterado y desconocía si era por el entorno en el que se encontraba o por todo lo acaecido aquel día, pero su espíritu estaba siendo arrastrado por una irrefrenable corriente de emociones.

Raro, empezó a avanzar por su plano interior, imbuido de inmediato por aquella densa y opaca oscuridad que siempre había temido y apreciado en proporciones similares. Las sombras comenzaron a rodearle con sus gélidos mantos, tratando de derribar sus murallas emocionales y apoderarse de sus sinergias vitales. Daniel ya conocía ese juego, no tenía intención de caer, no en ese momento.

Por fin abrió los ojos, pero lo hizo dentro de su propio ser, y por primera vez no solo se estaba imaginando lo que podía contener su alma, podía verlo con claridad. Su plano interior era un yermo campo desolado y sombrío, iluminado por unas tenues luces que destacaban la presencia de árboles moribundos y campos estériles. En medio de aquel plano desolador había un cúmulo más bruno que todo lo demás, el cual, por medio de un baile sinuoso, parecía tratar de seducir al recolector. Daniel se aproximó, embaucado, embriagado por la desidia irradiada por ese extraño manto que se revolvía de manera inimaginable sobre sí mismo y cuya densidad parecía infinita. Le pesaban las piernas, y los hombros amenazaban con desmontarse de su esqueleto pero, él continuó; tenía que llegar y abrazarla. ¿Por qué?

Porque la deseaba.

Ya estaba cerca, apenas a dos palmos, y a través de sus halos oscuros, ella mostró un rostro. Era horrendo, nauseabundo, grotesco... propio de un ser ajeno a este mundo, pero Daniel estaba obnubilado, seducido por la naturaleza de lo que un día fue su inocencia, y que ahora se había convertido en un ser monstruoso.

—“Ayúdame... —susurró el joven—, ayúdame a ser aquello que necesito ser...”.

La oscuridad respondió, liberando su grotesca faz hasta situarla frente al rostro de Daniel. Mirada contra mirada, ojos verdes contra esmeraldas grises, silencio, tensión y, de súbito, oscuridad.

Entonces, abrió los ojos y bramó un alarido histriónico nacido del núcleo de su propia alma. Daniel notó que portaba algo en su mano derecha, era una guadaña, o al menos eso parecía. El universitario paseó su mirada por el arma, escalando por el mango, tan largo como irregular, y deteniéndose en dos pequeños asidores que se desplegaban cada uno en direcciones diferentes, uno al principio del segmento principal y otro por la zona media, hasta la cuchilla, la cual era de una negrura absoluta. El filo era fino y de una pureza aterradora, puesto que no mostraba ningún tipo de mella o imperfección; era sublime. Tomás se acercó hasta el arma y escrutó la cuchilla con suma atención.

—Es increíble, nunca había visto una hoja tan... bella.

El cazador, gobernado por un gesto de asombro, observó a Daniel estupefacto. Este se hallaba jadeante y agotado por el esfuerzo de haber despertado aquella extraña arma, sin embargo, no solo estaba afectado por las trasmutación de la guadaña; el encuentro con su yo interior, de tan intenso, todavía estremecía todo su ser. Pasados unos instantes, Tomás sonrió satisfecho y se apartó de su discípulo un par de metros. Luego el cazador estiró su brazo derecho y en un abrir y cerrar de ojos se materializó en su mano una guadaña de retazos dorados. El arma era más imponente que la de Daniel en cuanto a tamaño y difería, además, en que en su zona inferior poseía una hoja dorada adicional que se desenrollaba de forma vertical. La guadaña era de un oro sucio, pero aún así seguía siendo hermosa. La cuchilla principal poseía una forma más ancha y larga que la del recolector, empero, el filo tenía dos grandes hendiduras, las cuales prácticamente lo hacían estar dividido en tres partes casi independientes.

Daniel miraba agitado un arma y otra como si aquella situación escapara de las riendas de su imaginación: “No mentía, de verdad eran guadañas… Ahora que lo pienso, aquella vez en el baño vi… una guadaña ¿no? Parece demasiado preciso como para tratarse de una coincidencia… Sin embargo, no puedo evitar sentir que de alguna manera estos elementos me resultan familiares… Como si los hubiera visto antes…”, reflexionó para sí Daniel, haciendo denodados esfuerzos por remedar en qué momento podía haber visto una guadaña de aquellas características. “No, no me suena. Solo podría haber visto algo así en un trigal o algo por el estilo… ¿Videojuegos, películas? No creo que sea eso… ¿Dónde…?”.

De pronto, el cazador esbozó una pequeña sonrisa y dirigió una mirada incisiva a su discípulo, quebrantando el flujo de sus pensamientos y poniéndolo en alerta.

—Empecemos.

 

Capítulo V: La caída de los pétalos

 

Ir a la siguiente página

Report Page