Death

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El Coliseo de la Ciudad Esencial era, como no podía ser de otra manera, una construcción colosal, erigida en tonos brunos y que nada tenía que envidiar a los grandes estadios de fútbol que Daniel había visto tantas veces por televisión en el plano real, o incluso frecuentado en alguna ocasión. El edificio se distribuía de manera circular en su extensión y, pese a que parecía menguar de tamaño de abajo arriba, siendo la superior la parte de mayor expansión en relación a la inferior. Una vez dentro, el joven pudo comprobar que la colocación de las gradas era al más puro estilo “bombonera”, para que tanto los espectadores que se situaran en las gradas inferiores, como los de las superiores, pudieran asistir al evento con la mayor diafanidad posible.

El aforo rondaba los cien mil espectadores, pero sin duda, más allá de su imponente tamaño, lo que más llamó su atención fue el extraño material en el que estaba erigida la construcción, el cual le recordó inevitablemente a la guadaña que había tenido entre sus manos tan solo unos momentos antes. Tanto las paredes como el techo de los pasillos interiores eran, por así decirlo, menguantes, de un color negro absoluto, circunstancia que se repetía en todo el Coliseo.

Cuando Daniel ponía sus manos en aquella ignota textura, le daba la impresión de tocar una roca rugosa, mas por otra parte, no podía evitar tener la sensación de que aquel edificio parecía contar con vida propia, o al menos así se lo transmitía la conexión espiritual que se producía cuando entraba en contacto con alguna parte de su estructura; podía sentir los lejanos ecos de miles de millones de almas caídas tiempo ha.

Ante sus insistentes preguntas, Tomás le explicó que, a diferencia de otros emplazamientos de la urbe esencial, levantados por los propios recolectores y cazadores, el Coliseo había nacido de la propia dimensión, es decir, fue creado por la propia Muerte —o quién fuera que pusiera aquella dimensión en el lugar en el que se encontraba— y por ello, era un edificio genuino, único, especial. El estadio carecía de techo, no obstante sí contaba con cuatro columnas pantagruélicas —que en lugar de pilares parecían más las garras propias de una bestia—, distribuidas de manera uniforme alrededor de la esfera superior. Al final, estas se unían unas con otras en el punto central, como si pretendieran asir aquel umbrío cielo.

Entretanto, Daniel observaba las gradas desde uno de los abarrotados corredores interiores del estadio. Durante su ojeo, no pudo evitar repasar lo acaecido momentos antes en la casa de Tomás. En su cuerpo —o mejor dicho, en su alma— todavía notaba los estragos de haber portado aquella guadaña, que no era más que trasmutación esencial de su propia oscuridad. Aún era incapaz de descifrar con claridad la extraña sensación que se había paseado por su cuerpo en aquellos instantes, a caballo entre una especie de peso ignoto y un desahogo casi trascendental; percepción de portar algo extraordinario, pero al mismo tiempo padecer el inconfesable temor de no saber cómo utilizarlo. El recolector se sentía profundamente impactado por aquellas pulsiones, más incluso que cuando extrajo el alma de aquel anciano, puesto que de nuevo se topaba con esa inesperada reacción interior que le hacía ver aquel como su destino; que estar en aquel lugar con esa guadaña entre sus manos siempre había sido, sin saberlo, su anhelo más enraizado, deseo que se había mantenido dormido hasta que Tomás tomó la decisión de despertarlo. Después de aquel casi inefable vórtice de sensaciones, todo el poder que sentía tener en sus manos se desvaneció cual polvo en el aire ante la supremacía mostrada por su mentor.

En su casa esencial, Tomás le había demostrado cuál era la distancia real entre un cazador y un recolector. Poco importó cuanto lo intentó y cómo se empleó Daniel en aquella primera clase práctica, por así definirla, no pudo siquiera rozar al cazador, y aunque al principio el joven se mostró cauto ante la posibilidad de poder herirle de gravedad, pronto descubrió que se hallaba en un universo completamente diferente. Su orgullo estaba herido, y por mucho que Tomás le asegurara que eso era normal y que no tardaría en mejorar, Daniel era incapaz de verlo de esa manera; siempre quería brillar y no soportaba que le pusieran frente a frente con una mediocridad que conocía mejor que nadie.

Fuera como fuese tuvo que comerse la frustración; el evento del Coliseo estaba a punto de comenzar, y tras comprobar en su propia alma lo que era portar una guadaña, no se quería perder el enfrentamiento entre esos dos poderosos cazadores; su imaginación no llegaba a alcanzar lo que unos cazadores experimentados podrían ser capaces de hacer con elementos de un poder tan esotérico.

Pese a que desde el exterior, al menos en dimensiones, el Coliseo se asemejaba a un estadio de fútbol, las diferencias no solo radicaban en el aspecto externo de la edificación, sino que hasta los más mínimos detalles eran de lo más dispares. La construcción tenía un solo gran acceso, el cual, pese a su tamaño holgado, no podía evitar que las almas se agolparan generando un importante tráfico esencial.

Para acceder al mismo, los cazadores tenían prioridad sobre los recolectores, y una vez el torno de acceso de los primeros estaba vacío, se permitía entrar al resto, así hasta colmar la capacidad del recinto. Cada cazador, por el simple hecho de serlo, tenía el derecho de llevar consigo a dos recolectores, derecho que Tomás esgrimió invitando a Daniel. Ya dentro de la colosal estructura, un complejo entramado de pasillos y escaleras comunicaban unas áreas del estadio con otras, quedando aislada del resto la sala de espera en la que los futuros combatientes esperaban con mayor o menor impaciencia la hora del inicio del evento.

En lo referente a las gradas, todas las almas asistían al evento de pie, puesto que el edificio no contaba con asientos, sin embargo, nadie parecía incómodo por ello, y rápidamente Daniel comprendió que, como ocurría con otras muchas necesidades mortales, las almas estaban por encima de algo tan mundano como el simple hecho de sentarse. No obstante, lo que más le impactó de aquel lugar fue la negruzca zona de batallas; aquel inmenso espacio umbrío, yermo y funesto le generó un intrincado nudo en el estómago que agarrotó todo su ser, provocándole una sensación de vértigo escalofriante. Como casi todo en aquel mundo, era oscuro, mas lo era de una naturaleza diferente; las paredes conformaban el cuerpo del monstruo, la oscuridad de combate sus inexorables fauces y tanto él mismo como el resto, su suculento alimento.

—Este lugar es impresionante y por mucho que lo visites jamás deja de estremecerte —comentó Tomás, también bajo el embrujo de aquel terreno umbrío.

—Siento como si me llamara... —profirió Daniel, casi hipnotizado.

—Te desea, no me sorprende —refrendó Tomás, con aire misterioso—. Este lugar es diferente a cualquier otro. Los que se han enfrentado sobre su oscuridad dicen que no solo tienes que enfrentarte a tu enemigo, sino que debes hacerte frente tanto a ti mismo como a todos los “yos” que habitan en tu interior. También muchos afirman que hay pocas experiencias tan gratificantes como salir victorioso de este lugar, gloria que, por otra parte, no he tenido la oportunidad de probar.

—¿Nunca has combatido en el Coliseo? —prorrumpió el recolector, sorprendido—. ¿No es necesario para ser cazador?

—Normalmente sí, pero hay excepciones —contestó Tomás, mientras observaba cómo Daniel se reprendía internamente por su fallo de apreciación—. Ahora, tengo que reconocer que no es muy habitual encontrar un cazador que no haya paseado su guadaña ni una sola vez por esta tremebunda oscuridad. En lo que a mí respecta, qué puedo decir, muchas almas deben ser destruidas para que dos seres entretengan al público despedazándose el uno al otro. No encaja con mi forma de pensar —concluyó.

De pronto, una grave y poderosa voz irrumpió entre maestro y discípulo:

—No le metas tonterías en la cabeza al chico, Tom. Se las va a acabar creyendo.

Una imponente figura que superaba con mucha holgura su metro ochentaicinco de estatura se cernió sobre ellos. De incipiente barriga cervecera, aquella alma iba ataviada con un conjunto de cuero conformado por una chupa negra y unos ceñidos pantalones del mismo material, que insinuaban ciertas formas que al joven estudiante no le hacían sentir demasiado cómodo. En cuanto a su faz era ancho, de mandíbula redonda, orejas pequeñas y nariz achatada, caracterizada por una pintoresca barba negra que se extendía por más de dos palmos de su barbilla. La corona de su cabeza estaba cubierta por un pañuelo grisáceo y tanto en su ceja, como en su oreja izquierda, portaba dos piercings que a Daniel le daba la impresión de que debían de ser bastante dolorosos; las dos piezas de metal atravesaban sin ningún tipo de pudor su piel esencial.

Tomás reaccionó ante la abrupta aparición con una sonrisa para, enseguida, fundirse en un amistoso abrazo con aquella esencia tan pintoresca.

—Si alguien te las hubiera metido en la cabeza a su debido tiempo, amigo mío, me habría ahorrado algún que otro disgusto —profirió Tomás, divertido.

El joven se sorprendió por la efusividad del saludo, puesto que su mentor le había transmitido la sensación de ser un individuo más frío y distante, sin embargo, en aquel momento parecía todo lo contrario, o que al menos así lo era con aquellos con los que tenía confianza. Consumado el saludo, el rechoncho cazador devolvió su atención hacia un Daniel que no pudo evitar verse intimidado por su poderosa presencia, retirando un par de veces la mirada de aquella imponente alma.

—¿Así qué este es el chico del que me habías hablado? —el cazador lanzó la pregunta con el tono propio de aquel que conoce la respuesta de su propia cuestión—. Sin duda no exagerabas, su potencial es incuestionable, casi a la par que su hermosura...

Otra vez el universitario se vio abordado por una indómita incomodidad; desconocía a qué se podía referir aquella ánima con su “potencial”, sin embargo, lo que sí tenía claro era que escuchar una loa hacía su aspecto por parte de aquel extravagante hombretón estaba muy lejos de agradarle mucho. Ajeno —o no— al nerviosismo de Daniel, el cazador le tendió la mano derecha. Aún receloso, no la rechazó, apretando con su diestra por medio de la mayor intensidad que fue capaz de desarrollar.

En ese preciso instante, una visión fue proyectada directamente al interior de su mente. Como si de un recuerdo se tratara, una escena protagonizada por aquel mismo individuo batallando contra un ingente número de recolectores inundó su esencia. Blandiendo sus guadañas, los atacantes trataban de dar buena cuenta de su alma, no obstante el gigante cazador los despedazaba sin contemplaciones exhibiendo un poder abrumador.

 

 

De repente, el flujo de imágenes se detuvo, devolviendo a Daniel al Coliseo con su mano aferrada a la de aquel cazador que, si en un principio le había intimidado, ahora tras ver aquello, le tenía impresionado.

—Renhart, encantado —se presentó el cazador con una profunda ronquera en su voz.

Daniel quería responder, pero estaba estupefacto, embotado, amedrentado. “¿Quién es este tipo? ¿Por qué me siento tan pequeño a su lado? No tiene nada que ver con su altura. Su poder, su fuerza... Es aterrador”.

—¡Suelta al chico, Renhart! —prorrumpió con fuerza Tomás—.

Mira que tratar de intimidarlo de esta manera.

El cazador acató la orden y soltó a Daniel esbozando una amplia sonrisa, sin retirar ni un momento su juguetona mirada del recolector.

—¿Aún no le has explicado cómo funcionan los contactos entre almas? Me decepcionas, Tom. He podido ver todo lo que he querido de su alma sin dificultad —reconoció el cazador—. Tienes suerte de que no haya sido otro más malintencionado el que lo haya hecho. No puedes abrirte así a los demás, chico, te harán sufrir.

Daniel no sabía si hablar, no hacerlo, encogerse de hombros o limitarse a poner cara de tonto. Al final debió de hacer esto último, puesto que Renhart rompió en una histriónica y sonora carcajada.

—Relájate, chaval, no tienes por qué temerme —trató de tranquilizarle el cazador—. Jamás eliminaría a un despertado de Tomás, y más siendo tan mono como lo eres tú.

—¿...Gracias? —preguntó Daniel confundido.

—Haces bien en dárselas, Daniel —intervino Tomás con seriedad—. Estás frente a una leyenda esencial, uno de los miembros más duraderos del top diez del ranking de cazadores y el único superviviente conocido de un enfrentamiento con el Devorador, el gran Renhart Barba de hierro. Todas las almas de este estadio, sin excepción, rechazarían un enfrentamiento con él en el Coliseo, conscientes, por supuesto, de su más que segura derrota.

Daniel devolvió su mirada a Renhart, domado por la incredulidad. No porque no contara con tal poder, lo cual le parecía perfectamente plausible tras lo que había visto, sino porque no podía creerse que alguien tan famoso estuviera frente a él por mucho que desconociera la verdadera magnitud de lo que significaba pertenecer al tal top diez del ranking de cazadores.

—Agh, siempre recordándome hitos desagradables —profirió Renhart con desgana—. Aquello fue hace demasiado tiempo; ahora solo soy un perro viejo que espera el día en el que la Muerte decida sacrificarlo.

—Me encaja más que seas tú el que un día des buena cuenta de la Muerte, Renhart. Si es tan lista como parece, jamás se atreverá a acercarse a tu guadaña.

—¡No escupas blasfemias, hereje impío! —vociferó Renhart con fingida solemnidad, aprovechando su poderoso torrente de voz.

De pronto, tras un silencio un tanto perturbador, ambos rompieron a reír ante la total incomprensión de un Daniel que poco después se percató de que aquella broma confirmaba no solo que Tomás no se veía amedrentado por una figura como la Muerte, sino que Renhart estaba cortado por un filo ideológico similar al de su mentor.

Mientras ambos cazadores dirigían sus miradas hacía el mar umbrío que se extendía por el centro del Coliseo, Daniel pudo comprobar, por la cantidad de miradas indiscretas que se fijaban en Renhart, que la fama que le había adjudicado Tomás no era infundada, estatus de celebridad que no parecía estar compartido por su mentor, el cual hasta ese momento había pasado inadvertido tanto dentro del Coliseo como en las calles de la Ciudad Esencial. De inmediato, en su interior germinaron las semillas de la curiosidad acerca de la historia de aquel peculiar cazador, de cómo estaba ligado a Tomás y sobre todo por qué llevaba unos pantalones tan desagradablemente explícitos.

El estudiante dirigió de nuevo una incontrolable mirada hacia sus piernas y torció el gesto, jurándose no volver a hacerlo en lo que le quedara de existencia.

—Hacía tiempo que no venías a este escenario, Tom —comentó Renhart, con sus ojos posados en el espacio umbrío.

—Ya sabes que no me gusta especialmente —reconoció el cazador, ajustándose la montura de sus gafas con la mano izquierda—, sin embargo, creo que no está mal que Daniel vea lo que le puede esperar dentro de unos ciclos si sobrevive lo suficiente, además, tengo entendido que ese tal Hurley es todo un prodigio.

Renhart frunció el ceño mientras se mesaba su prominente barba con la mano derecha.

—Hasta esta última cacería se había escuchado muy poco sobre él, pero que haya llegado hasta el Coliseo no es obra de la casualidad, los que lo han visto combatir dicen que tiene algo especial —comentó Renhart con aire pensativo—. No soy muy de seguir los rumores, la Muerte sabe que en esta ciudad los hay incluso con mayor afluencia que en el otro plano, sin embargo, se dice que despertó directamente como un cazador. Me sorprendería que fuera cierto, pero en caso de serlo, la flor está en problemas. No me apetece recordar lo duro que es hacer frente a alguien así.

—Veremos lo que ocurre, por ahora debemos ser cautos —recomendó Tomás, observando la inmensidad obscura del Coliseo—.

Katalina es una cazadora de un talento abrumador, lleva mucho tiempo copando las primeras posiciones del ranking y ha salido varias veces victoriosa del Coliseo. La experiencia en teoría debe de ser un grado...

Era evidente que, por alguna razón, Tomás se alejaba de su línea de templanza habitual cuando hablaba del Coliseo. Daniel se había dado cuenta de ello con anterioridad, empero no era ni el momento ni el lugar para preguntar. Más que esa cuestión, el hecho de que hubiera un alma despertada como cazador le turbó en cierta medida, sobre todo porque su mentor le acababa de explicar que eso era poco menos que imposible. Las voces de su mediocridad, a lo lejos, comenzaron a aullar como lo habían hecho durante toda su existencia.

—Bueno, chicos, puesto que hoy he venido solo os invito a mi palco —dijo Renhart, con cierta petulancia—. Uno nunca desprecia buena compañía.

La lasciva mirada con la que el grandullón acompañó sus palabras turbó a Daniel, forzándole a esconder la suya propia en un recóndito lugar inaccesible para el incómodo cazador. Ante la nueva reacción del joven, Renhart liberó una sonora risotada y, sin esperar a que su invitación fuera aceptada, agarró a Tomás por el cuello de manera fraternal y lo arrastró escaleras arriba. Algo reacio, Daniel decidió seguirlos en su escalada hacia la zona de los palcos, pensando entre muchos temas, sobre cómo debía ser ese cazador novel a priori tan especial.

Situado en la zona intermedia del graderío, el espacio reservado o conocido como palco no era sino un área más recogida, dotada de mayor visibilidad y que estaba ocupada por cazadores y algunos de sus recolectores despertados. No destacaba por ofrecer mayor comodidad, solo se trataba de un área habilitada para que las almas más importantes de aquel plano pudieran reunirse lejos del vulgo.

Luego de acceder al palco, Daniel no sabía si centrar su mirada en la zona de combate o si hacerlo en cada una de las pintorescas almas de aquel lugar. No cabía duda de que la vestimenta era uno de los elementos característicos de los cazadores y, como ya le comentó Tomás con anterioridad, no era nada descabellado llegar a la conclusión de que no solo reafirmaba su aspecto, sino que de alguna manera podía aportarles ventaja en combate. Pero más allá de su característica imagen, aquellas ánimas desprendían unas sensaciones tan intensas que el simple hecho de aguantar a su lado era un exigente ejercicio de resistencia. Algunos desprendían dolor, otros felicidad, también rezumaban agonía y, por supuesto, ira.

De todos ellos, el joven se quedó ensimismado observando a una extraña mujer ataviada con un traje victoriano en tonos granates, caracterizada por un peinado exageradamente alzado de lo más llamativo. Esa cazadora en concreto trasmitía una nostalgia abismal.

Entonces, el joven recibió un golpe en la espalda y notó cómo Tomás se acercaba sutilmente hasta su oído derecho.

—Estas ánimas pueden interpretar como algo ofensivo gestos tan irreverentes como este. Ten cuidado donde depositas tus ojos, puedes perderlos —le advirtió el cazador, contundente.

El universitario asintió y de manera casi automática entregó sus ojos al negruzco océano de oscuridad sobre el que, en breves instantes, dos cazadores cruzarían sus guadañas. Poco a poco, los ánimos de la grada se encendieron, transformando el tenue rumor que hasta aquel momento había recorrido el Coliseo en una algarabía incoercible. La causante del alboroto era una elegante damisela que, ataviada con un rimbombante traje de salón de colores morados y lilas, caminaba con gracilidad por aquel yermo terreno bruno. El llamativo vestido era liso en su plano superior, de estilo encorsetado, mientras que en la parte inferior se ensanchaba a modo de “campana”, adornado con unos volantes que bailaban a cada paso dado por la cazadora. Pero más allá de aquella vestimenta que hacía juego tanto con el maquillaje que embadurnaba el rostro del alma como con su cabello largo, rizado y de las mismas tonalidades que el vestido, la cazadora asía en su mano derecha un paraguas que portaba desplegado, en apariencia protegiéndose de algo que Daniel desconocía absolutamente.

—Ahí está la flor —señaló de repente Renhart sin retirar su atención de la oscuridad de combate—. Una de esas cazadoras capaces de desarbolarte con su sonrisa, ¿verdad, Tom?

El cazador respondió a aquel comentario teledirigido ignorando a Renhart y manteniendo su concentración sobre la cazadora. Si se tenía en cuenta el fervor exacerbado desplegado por la mayor parte de los presentes, se podía apreciar que era un alma muy querida y admirada, como si se tratara de una estrella de rock. Que aquellas almas sintieran tanta pasión por la cazadora estimuló las ansias que sentía el joven por asistir a lo que era capaz de hacer con una guadaña entre sus manos. Después de que Katalina hubo alcanzado el centro de aquel mar de oscuridad y saludado a sus aficionados, un abrupto silencio se apoderó del graderío.

Momentos después, procedente del otro extremo de la zona habilitada para el enfrentamiento, apareció un tipo encapuchado que caminaba con un aplomo intimidatorio. Su vestimenta era menos llamativa que la de Katalina: un chaleco de cuero negro sin mangas con capucha en su retaguardia, unos pantalones cromados por un conjunto de grises y negros que terminaban con las perneras introducidas dentro de unas botas negras de motorista. Además, desde su posición, Daniel pudo apreciar que sus brazos desnudos destacaban por contar con una musculatura bien definida, circunstancia que desconocía si podía tener algún tipo de peso en un enfrentamiento de aquella naturaleza.

Mientras el cazador llamado Hurley se acercaba hasta la altura de Katalina, una tensión tan súbita como inusual conquistó el ambiente. Estaba claro: todo el mundo quería ver lo que aquella prometedora alma era capaz de hacer, Daniel el primero: “Su forma de caminar irradia tranquilidad, incluso circunspección... ¿Realmente ha despertado como cazador…? Mierda, tengo envidia. Aún albergo dudas sobre si esta locura está ocurriendo de verdad y no puedo evitar de pronto sentirme pequeño, mediocre. En plena erupción paranoica no puedo evitar verme intimidado por lo que posiblemente sea un producto de mi propia imaginación... No. He decidido abrazar esta locura, basta de dudas. Espero que pierdas por chulo. Seguro que no eres tan increíble como dicen...”, trató de convencerse el recolector pugnando contra miedos, inseguridades y locuras varias. Daniel endureció su gesto crispado por la confianza que desprendía ese tal Hurley, y más soliviantado todavía, por aquel sempiterno complejo de inferioridad que lo azotaba cada vez que intuía la existencia de cualquier elemento amenazante.

Entretanto, ambos contendientes se situaron a unos cuatro metros el uno de la otra y se limitaron a observarse desde la distancia.

En ese momento, entre los dos cazadores surgió de la nada un hombre trajeado con esmoquin y dotado de un excéntrico tupé rubicundo.

Luego de colocarse la pajarita naranja que decoraba el cuello de su camisa nívea, y cuando hubo decidido que estaba bien situada, se dirigió a viva voz a los circunstantes: —“Almas, nos hemos reunido hoy aquí para asistir a un enfrentamiento que sin duda lustrará la historia esencial de nuestra realidad —declaró el presentador, con una potencia vocal inconmensurable—. Somos seres situados en la franja intermedia emplazada entre la vida y la muerte, formamos parte del todo y de la nada, y hoy vamos a dar un paso más en el cumplimiento de los designios de nuestra funesta Madre, la Muerte —el individuo hizo una pausa para dejar que el público liberara las emociones que se paseaban por sus esencias. Unos gritaron, otros rugieron y algunos simplemente liberaron aullidos ininteligibles. Una vez los asistentes hubieron soltado tensiones, el presentador del evento prosiguió—. Hurley y Katalina, uno, un novato; la otra, mi amor esencial, ¿pronóstico? —el alma hizo una pausa teatral para después terminar mirando a Hurley—. Lo siento chico, pero me temo que te toca morder la oscuridad”.

Una brisa de risas recorrió todo el recinto ante la sorna esgrimida por el presentador.

Hurley no reaccionó, por lo que el presentador continuó con su discurso:

—“Pero yo no decido. Si lo hiciera, no estaría aquí ante todos vosotros. Espero que lo deis todo, y sobre todo que lo hagas tú, Katalina —profirió esta vez, mirando a la otra contendiente—, de no hacerlo dejarías a demasiadas almas sin poder fantasear con tu belleza”.

La cazadora recibió el piropo con naturalidad y altanería, como si estuviera habituada a ello.

—“Sea como fuere, no pienso entretenerme más, que comience el fin de la cacería de lady Elizabeth”.

El presentador hizo una pequeña reverencia y se dio la vuelta, no sin antes dirigir una mirada de complicidad hacia Katalina, la cual devolvió la gentileza al tiempo que apartaba el paraguas dejando su rostro descubierto, una faz caracterizada por unos sutiles rasgos faciales que parecían ser oriundos de la Europa occidental y que sin duda, al menos a gusto de Daniel, se hallaban perjudicados por la densa capa maquillaje con la que, cual puerta, había emperifollado su rostro, destacando por encima de lo demás la sombra de ojos azul que decoraba sus párpados.

Cuando el presentador hubo abandonado el Coliseo, un silencio glacial se apoderó del estadio, señal inequívoca que el tan esperado enfrentamiento estaba a punto de producirse. Nadie podía eludir el nerviosismo de aquellos instantes previos, ni siquiera Daniel, el cual no se jugaba nada en aquella batalla. Era la incertidumbre, lo desconocido, la posibilidad del acaecimiento de algo extraordinario.

De repente Katalina, en un movimiento fugaz, plegó su paraguas y lo posó en el suelo. Esbozando una sonrisa pícara, para después clavar sus lacerantes ojos azules en Hurley.

—Has demostrado tu valía llegando hasta aquí, eso lo reconozco, pero no puedo seguir con esta farsa, encanto —declaró la cazadora con una suficiencia pretenciosa que a Daniel le resultó de lo más petulante—. No estoy dispuesta a perder parte de mi eternidad contigo, ambos sabemos cuál va a ser el resultado de este enfrentamiento, por lo que retírate antes de que sufras un daño innecesario. Tienes talento, inténtalo de nuevo en un futuro cercano, te concederé esa oportunidad, pero ahora mismo es demasiado pronto —aconsejó Katalina.

Sus palabras fueron apoyadas por múltiples sectores del público.

Hurley no tardó en responder tanto a la cazadora como a aquellos de los presentes que le gritaban cosas como: “¡Fuera niñato!” o “¡Aplasta al bebé, Katalina!”. El cazador se llevó las manos hacia la cabeza y retiró la capucha, exhibiendo una testa poblada tan solo por una fina capa de cabello negro. El rostro del joven era sutil, con unos labios finos y una mandíbula alargada, mientras que sus ojos destacaban por su expresividad y por la profundidad de su negrura. Su semblante, en cambio, era una extraña fusión entre templanza y agresividad.

El público se quedó en silencio y por fin Hurley tomó la palabra:

—Creéis que sois los reyes, pero no sois más que insectos de un engranaje defectuoso —profirió con aspereza—. En vuestras cerradas mentes, no cabía la posibilidad de que un día llegara alguien que derrumbara ese púlpito desde el que nos observáis a todos, exhibiendo vuestro patético egocentrismo. Voy a acabar con todos vosotros. Y tú serás la primera —sentenció el cazador.

Las contundentes palabras empleadas por Hurley dejaron patidifusos a todos los presentes. Tras un nuevo silencio, en esta ocasión de incomprensión, un reguero de carcajadas azuzó al estadio, incluido el palco, donde por encima de todos los demás, un extravagante individuo de largo cabello rubio se reía de manera fervorosa. Sin embargo, las reacciones de Renhart y de Tomás fueron muy diferentes.

—Hay que reconocer que el chaval tiene huevos —comentó Renhart, mostrando una amplia sonrisa.

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