Death

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Los entes circunstantes enmudecieron y se fijaron en él, incluida por supuesto, Katalina. Daniel tardó en reaccionar. No se esperaba que su voz se escuchara y que ni mucho menos fuera a llamar la atención de aquella manera. Estuvo a punto de esconderse, huir de las inquisitivas miradas que parecían querer despedazar su alma, empero permaneció firme, mirando a Katalina con toda la convicción que fue capaz de reunir sometido bajo aquella presión.

—Vaya, vaya, parece que hoy los niños están un poco sueltos —comentó la cazadora, crispada por la interrupción—. ¿Qué le ocurre a tu cachorro, Tomás? ¿Quiere bajar aquí también? Hoy estoy generosa, donde entierro a uno puedo enterrar a dos.

El joven fue embestido por el impulso de responder, y lo hubiera hecho de no ser porque Tomás le dio un pequeño golpe con su pierna derecha y tomó la palabra.

—Puede que sea poco ortodoxo, pero este joven tiene razón —las palabras del cazador eran escuchadas en silencio por todo el Coliseo—.

Estás cometiendo una burda atrocidad, y lo sabes. Muestra algo de honor y termina ya con la batalla.

Unos tímidos abucheos cayeron sobre el palco ante el juicio vertido por Tomás, no obstante Renhart, por medio de un gruñido rabioso, apagó aquel incendio de invectivas que comenzaba a extenderse por el recinto. Tomás por su parte siguió pétreo, desprendiendo un aplomo arrollador.

De súbito, un sector de la grada se revolucionó devolviendo la atención a Hurley, el cual, para sorpresa de todos, estaba puesto en pie asiendo sus dos guadañas. El joven había aprovechado aquel intervalo para recuperar la verticalidad y alejarse de Katalina, y pese a que se hallaba ostensiblemente herido parecía haber hecho acopio de las fuerzas suficientes para seguir en la porfía.

—Tú y yo seguiremos con esto después, Tomás —profirió exaltada Katalina, antes de devolver su atención hacia su enemigo—. Es hora de terminar el juego, encanto.

En la mano de la cazadora volvió a aparecer la guadaña floral y las contingencias se reiniciaron. Hurley no perdió un instante y clavó su arma relampagueante en el bruno suelo. Después, a una velocidad endiablada, agarró su guadaña natural por medio de los asidores y con un potente movimiento de cintura golpeó con ella a la guadaña que se hallaba ensartada en la oscuridad. Esta vibró con rabia para culminar liberando un enorme rayo en dirección al cielo. Katalina siguió la descarga con la mirada hasta que se perdió en el infinito, y luego sonrió.

—Parece que esta vez tu rayito no me va a alcanzar —deslizó divertida.

Hurley hizo caso omiso a las palabras de la cazadora y soltó su guadaña natural. Con la mirada perdida y el alma débil, el joven cayó de nuevo al suelo. El público esperó un instante y, de pronto, rompió en el júbilo más absoluto celebrando la definitiva victoria de la flor.

Sin embargo, la felicidad no duró mucho: todos fueron sometidos por el silencio cuando el cielo obscuro de la Ciudad Esencial rugió como si de una bestia se tratara. Katalina levantó la mirada y observó cómo lo que parecía ser un colosal cúmulo de rayos caía de las alturas en dirección hacia su esencia. Una vez más, la cazadora invocó su corriente de pétalos y la envió al encuentro de aquel curioso fenómeno eléctrico. Las fuerzas chocaron y, aunque pugnaron durante unos intensos instantes, la barrera floral que intentaba crear Katalina cedió y aquella descarga bestial cayó sobre ella de pleno.

Un mutismo sepulcral se apoderó del estadio, con ambos contendientes caídos en el suelo, una quemada y humeante, y el otro esencialmente desangrado.

—¿Y ahora qué? —preguntó Daniel, acuciado por la incertidumbre.

—En casos así es el propio Coliseo el que decide. Se tragará a aquel cuya alma se halle más débil —explicó Tomás, estupefacto—.

No puedo creer que lo haya conseguido.

—Ni yo tampoco —agregó Renhart—. Ha sido un movimiento muy imaginativo. Creo que tu interrupción le ha servido para idear esa técnica —concluyó Renhart, mirando a Daniel.

Los instantes comenzaron a caer como pesadas losas que amenazaban con aplastar las ilusiones de todos aquellos que adoraban a la flor. Daniel estaba temblando, deseaba que Hurley se salvara. Si al principio lo había envidiado por su extraordinaria naturaleza, ahora no podía hacer otra cosa que admirarlo por la bravura y la valentía demostrada en la porfía. El joven cerró los ojos y lo deseó con todas sus fuerzas, como si él fuera uno de los contendientes de la batalla.

Una corriente de exclamaciones le hizo abrir los ojos: para el cuerpo de Katalina estaba abismado en su totalidad en aquel mar de oscuridad. Una euforia irrefrenable se apoderó de todo su ser y una sonrisa indómita se dibujó en su rostro. Hurley había ganado contra todo pronóstico, implantando un ambiente apesadumbrado en todo el estadio, salvo, claro está, en aquella zona del palco donde se encontraba el joven recolector.

En ese momento, Tomás saltó de repente sobre la barandilla y sin mediar palabra alguna, realizó un elegante brinco que lo llevó a caer con gracilidad sobre el terreno de combate. Daniel se quedó anonadado ante la sorpresiva maniobra de su maestro, sin embargo, su estupefacción se vio acrecentada cuando Renhart posó su enorme mando derecha sobre su hombro izquierdo.

—Prepárate —le aconsejó.

—¿Cóm...?

Daniel no tuvo tiempo para reaccionar, puesto que antes de que pudiera formular su pregunta ya se encontraba en el aire, agarrado de sus hábitos por parte e Renhart. El joven liberó un grito desesperado, que se fue intensificando, a medida que veía aproximarse aquel funesto suelo negro que se acababa de tragar a Katalina. Por fortuna, la caída fue limpia, y una vez Renhart estuvo con ambos pies en el suelo soltó al joven recolector. Si hubiera tenido corazón en ese momento, Daniel lo habría vomitado, no obstante, esa era una de las ventajas de ser un alma, no contaba con órganos que fueran susceptibles de ser expulsados o algo peor. El joven se revolvió y lanzó una mirada molesta hacia Renhart, mas se guardó sus recriminaciones al observar cómo Tomás se hallaba de cuclillas, observando el cuerpo de Hurley.

Daniel se puso en pie y, con algo de torpeza, se acercó hasta el cuerpo ensangrentado del cazador.

—¿Cómo está? —preguntó el joven con evidente preocupación.

—Grave, pero su alma se restaurará si lo atienden a tiempo — aseveró Tomás mientras evaluaba las múltiples heridas esenciales. Una vez las hubo revisado, dirigió hacia Daniel sus ojos color miel dotados de cierto aire de reprimenda—. Lo que has hecho es una de las mayores idioteces que he visto, no solo podrías haberte condenado a ti, sino que podrías haber hecho lo mismo conmigo. No se puede volver a repetir, Daniel, este mundo tiene unas reglas y si las infringes hazlo con astucia, no ante los ojos de todos. La repercusión de nuestra intervención no va a pasar desapercibida y espero que sus consecuencias no nos afecten en exceso.

—No seas tan duro con el chico —intervino Renhart, tratando de calmar a su amigo—. Se ha dejado llevar por sus impulsos, parece que no es la primera y sin duda no va a ser la última, además, estoy convencido de que a más de uno no le ha venido mal asistir a la cordura sustanciada en forma de ánima. Tanto tiempo mirándonos al ombligo nos ha hecho perder la perspectiva.

Daniel recibió con cierto desahogo el comentario de Renhart. En su fuero interno, el joven era consciente de que su intervención había descentrado a Katalina el tiempo suficiente como para que Hurley pudiera ejecutar su movimiento, por lo tanto no era nada descabellado pensar que todos los forofos de la cazadora pudieran querer rebanarle el pescuezo para despresurizar las frustraciones nacidas del resultado del combate. Su suposición cobró forma cuando un reguero de insultos varios cayó sobre su testa esencial.

—Será mejor que lo bajemos a la sala de asimilación —recomendó Tomás, consciente de lo que se les venía encima.

El cazador posó su mano derecha en el suelo y, sin previo aviso, lo hizo ceder bajo sus almas, provocando tanto su caída como la del herido, acompañados ambos por Daniel y Renhart. El descenso fue diferente al que acababa de protagonizar el joven recolector instantes antes; Daniel tuvo la sensación de hallarse en un ascensor rápido y opaco, que en cuestión de segundos, se detuvo en una sala oscura, iluminada tan solo por una lámpara colgada del techo que inundaba la estancia de una luz tenue casi imperceptible.

—¿Qué es este lugar? —se atrevió a preguntar Daniel, mientras se quedaba atónito observando cómo el material negruzco de aquella habitación parecía estar derritiéndose, dando la desagradable sensación de tratarse de una sustancia viscosa.

—Es la sala de asimilación, aquí el propio Coliseo no solo devuelve a la esencia ganadora todas las partes de su ser derramadas en forma de restos esenciales, sino que es donde se produce su unión tanto con, en este caso, la cazadora derrotada, como con el ánima en disputa —explicó Tomás, al tiempo que vigilaba el cuerpo inmóvil de Hurley—. Necesitará estar un tiempo aquí para recuperarse, puede que entonces te dé las gracias por tu intervención.

Las últimas palabras proferidas por el cazador estaban cargadas de una sorna tan punzante que dibujó una sonrisa en el rostro de Renhart. Daniel se llevó la mano a la cabeza y se peinó su rubio cabello hacia la derecha. Aquella situación le parecía más que desagradable, asistiendo a cómo Hurley era engullido por parte de aquella densa oscuridad que parecía querer devorar su esencia; el simple hecho de considerar la posibilidad de verse sometido a una situación de aquella índole en algún momento de su andadura por aquella realidad le generaba una incontrolable repulsión.

—Es asqueroso —afirmó el joven.

—Yo he pasado tantas veces por este trance que ya ni las recuerdo... —dejó caer Renhart, con un atisbo de nostalgia en su mirada—. Sin embargo, hay algo que nunca cambia. Este proceso va más allá del placer o del dolor; es una experiencia sublime, diferente a cualquier cosa que hayas podido imaginar jamás —continuó el cazador, gesticulando con las manos—. Es como si metieran todo lo que tienes dentro en una coctelera y lo fundieran con todas las experiencias de cientos de entes, todos ellos puros, sinceros, contraponiendo unos recuerdos y otros para generar nuevas emociones. Después de cada uno de estos procesos dejas de ser el mismo, algo dentro de ti cambia, el sentido de esa modificación suele depender de muchos factores, no obstante, hacerlo demasiado, bueno... te puede hacer perder la conciencia de tu yo original —terminó el cazador, perdiéndose en su propio pensamiento.

Un aura de pesadumbre abrazó de pronto a Renhart, dotando a su esencia de una tristeza desoladora. Daniel siempre había creído que en muchas ocasiones un silencio acompañado de una mirada sincera podía ser mucho más útil que una retahíla grandilocuente de palabras, o al menos más necesaria.

Al percatarse de que la preocupada mirada del joven estaba clavada en su esencia, Renhart soltó una estridente carcajada.

—Chaval, no me mires así que al final me vas a obligar a llevarte por terrenos que no creo que estés preparado para recorrer —comentó el cazador, dando a entender más de lo que quería verbalizar.

El recolector no supo cómo traducir el sentido de aquella frase de turbio trasfondo; todas las interpretaciones que se abrían paso en su cabeza lo amedrentaban, por lo que se limitó a devolver sus ojos color esmeralda hacia un Tomás que se hallaba pensativo observando a Hurley. Tras unos instantes de silencio, el cazador se giró y se dirigió hacia la salida de la sala.

—Será mejor que nos vayamos, interferir en el proceso de asimilación entraña riesgos innecesarios —aseguró el cazador.

Renhart lo siguió sin liberar palabra alguna hacia un hueco que parecía ejercer la función de salida de aquel extraño lugar. Mientras, Daniel por su parte, se detuvo durante un momento para observar por última vez a Hurley. La oscuridad casi lo había absorbido por completo y, si tenía en cuenta lo explicado por Renhart, podría no ser el mismo después de verse sometido a aquel intenso proceso. Empero, teniendo en cuenta su pericia en el combate, Daniel no tenía dudas de que aquello no supondría demasiado para él: “Por alguna extraña razón, pese a que lo que he visto en el Coliseo no me ha gustado, siento la necesidad de enfrentarme a él, quiero demostrar que yo también...”, dijo para sí, apretando sus dientes esenciales.

Su faceta competitiva volvía a la superficie: prácticamente acababa de convertirse en recolector y ya estaba soñando con pisar aquel estadio y usar su guadaña para acallar a los mismos que habían sido silenciados por la victoria de Hurley. El joven apretó el puño y se dio la vuelta para, con paso parsimonioso, salir de la sala por medio de un túnel que se abría paso a través de la densa oscuridad.

Ya de nuevo en las secciones intermedias del estadio, tanto el joven como su maestro tuvieron que soportar ingeniosas vejaciones del estilo: “¡Niñato mama almas! o ¡Recolector de excrementos!”, las cuales no solo mostraban una alarmante carencia de originalidad, sino que en lo personal a Daniel no le afectaban lo más mínimo.

Después de subir un tramo de escaleras interiores que conducían a la salida, un cazador salió a su paso. El ánima era de complexión delgada —quizás en exceso—, de rasgos muy delicados para tratarse de un ente a priori masculino, con una nariz aquilina, orejas de soplillo y tez extremadamente pálida. Su cabello era rubio y alcanzaba hasta la cintura mientras que sus ojos estaban teñidos de un intenso color anaranjado. El tipo iba vestido con una camiseta de seda blanca de manga larga, unos pantalones níveos holgados e iba descalzo. Daniel recordaba haberle visto en el palco y, por alguna razón, aquel individuo le generaba una turbadora inquietud, lo que le llevó a evitar su mirada.

Tomás y Renhart se detuvieron, al igual que lo hicieron los insultos proferidos por los diversos recolectores que aún quedaban en el recinto, intimidados por aquel cazador.

—Sacha, número dos del ranking de cazadores. El único del que se dice que podría plantar cara a el Devorador. Es un placer — comentó Tomás, con sarcasmo palpable.

—No seas así, Tom, nos conocemos demasiado bien como para que hagas una definición tan impersonal de mí —el cazador envolvía sus palabras con un tono dejo, el cual podía considerarse hasta ofensivo.

Tomás no respondió y Renhart tampoco profirió palabra alguna, era evidente que o bien a ambos les incomodaba su presencia, o bien le tenían demasiado respeto como para tomar la iniciativa en la conversación.

Tras un silencio que pareció extenderse más de lo que lo hizo, el cazador tomó la palabra:

—Tan solo quería ver más de cerca a este pipiolo recién nacido.

Tan puro e impulsivo, simplemente delicioso.

Sacha clavó su perforante mirada en Daniel.

—Tenemos prisa, Sacha —intervino raudo Tomás—. Si quieres algo en concreto, te insto a que seas lacónico.

—Tranquilo, Tom, sé que eres un cazador ocupado. Mucho me atrevería a decir si tenemos en cuenta que nunca te bates en duelo —el cazador de cuello eterno dibujó una sonrisa burlona en su rostro—.

Solamente, no he podido eludir el impulso de acudir a vuestro encuentro para invitaros a la fiesta que pronto celebraré en mi palacio.

Hay ciertos asuntos que se deben discutir, y sin duda, en el ambiente adecuado todo coloquio siempre fluye con mayor concordia.

Por un momento, Daniel tuvo la sensación de que su maestro rechazaría la proposición con brusquedad, sin embargo, pese a la evidente tensión que se apoderó de su alma, se contuvo.

—Lo pensaremos —respondió sucinto, reanudando después la marcha.

Tanto Tomás como Renhart pasaron al lado de aquel cazador con absoluta indiferencia. Daniel también lo rebasó, empero a una velocidad prodigiosa, el misterioso cazador se aproximó hasta su oído derecho y le depositó entre susurros unas turbadoras palabras: —“Sé mío y este mundo será tuyo...”.

Cuando Daniel se giró para mirar al cazador, este ya había desaparecido dejando en su mente el eco de aquella frase. Se peinó el cabello en un ademán nervioso y retomó su caminar, abandonando por fin el Coliseo.

Ya fuera, Renhart se despidió de ambos alegando que debía atender algún asunto con las altas esferas de la Ciudad Esencial, no sin antes regalar a Daniel un inesperado y asfixiante achuchón. A Tomás también le entregó un abrazo cariñoso acompañado de unas palabras que Daniel no pudo escuchar, y al fin se marchó.

Maestro y discípulo abandonaron acto seguido los tumultuosos aledaños del recinto y se resguardaron en un callejón. El cazador no dijo ni una palabra hasta que se cercioró de que se encontraban solos.

—Debes tener cuidado, Daniel, cazadores como Renhart hay pocos, sin embargo, como Sacha los hay demasiados —le advirtió con solemnidad—. Si bien ambos tipos de ánimas son peligrosas, no quieras verte en negocios con los segundos. Si conviertes este consejo en uno de tus mantras, te ahorrarás muchos problemas.

En ese momento, el cazador apoyó su mano derecha en la pared y de súbito apareció una puerta calcada a aquella que habían utilizado en el Atenea para llegar a la Ciudad Esencial. Sin ser demasiado consciente de lo que hacía su maestro, una extraña idea comenzó a recorrer el psique de Daniel: hasta este momento. Tomás le había dado a entender que era un cazador insignificante, no obstante parecía conocer muy bien a algunos de los más poderosos de aquel mundo, por lo que algo no cuadraba del todo en su posición. El joven lanzó una mirada de estudio a su maestro. Quería preguntar, pero sentía que no era el momento. Todavía no, en cambio, decidió compartir con el cazador otro de los focos de la incomodidad interior que padecía: —Ese tal Sacha me ha dejado malas sensaciones... —comentó el joven, llevándose la mano derecha al estómago.

—No me extraña, a mí siempre me pasa lo mismo con él — confesó Tomás, con su habitual apacible gesto gobernando su faz—. Sea como fuere, no te preocupes, se te pasará en cuanto duermas un poco en el mundo real. Estar aquí, sobretodo la primera vez, somete a tu alma a una fatiga peligrosa por lo que debes volver y descansar. Iré a buscarte para tu primera recolección, estate preparado. Tu viaje no ha hecho más que comenzar.

El estudiante asintió, y aunque albergaba todavía muchas dudas y preguntas, si aquella puerta era una salida podía ser la vía de escape de aquel sueño, locura o lo que fuera que fuese. Además si al otro lado le esperaba una cama, abrazaría por fin un descanso que comenzaba a necesitar en demasía. El joven se acercó a la puerta y la abrió con decisión, destapando el denso espacio de oscuridad que le había llevado hasta ahí en primer lugar.

Se dispuso a atravesar la puerta, pero la calmada voz de Tomás le detuvo:

—Antes de que se me olvide, Daniel. Ni que decir tiene que ningún mortal puede saber absolutamente nada de lo que has descubierto. En caso de que haya algún indicio de información desvelada, los Jueces te capturarán y manipularán la mente de aquel que haya recibido conocimiento que no debe. Solo te aviso por si sufres la tentación. Que tengas un buen viaje.

Demasiado embotado como para reflexionar sobre aquellas palabras, el joven atravesó la puerta. Una vez estuvo rodeado de la oscuridad más absoluta, de súbito, el silencio gobernante dio paso a un histriónico eco nacido de su interior que vagó por su mente sin cesar de repetir: “¿Qué harás con todo esto cuando ya no te valga la excusa de creer que estás loco?”.

 

 

Capítulo VI: Espejo

 

Una de las pocas cosas ciertas de la vida es que solo podemos respirar por primera vez en una ocasión, sonreír por primera vez en una ocasión, llorar por primera vez en una ocasión… Podemos afirmar que a partir de entonces todas nuestras reacciones, gestos y actitudes están dotadas de una hipocresía inherente, propia de aquello que ya no es puro ni natural y que está viciado por nuestras experiencias y nuestra razón.

No obstante, hay ciertas eventualidades, momentos a lo largo de la vida que son capaces de trastocarnos de tal modo que lo que ayer era blanco hoy puede parecernos más color marfil, o hasta negro si el viento huracanado de la realidad golpea nuestro bergantín existencial con la fuerza precisa.

El no poder conocerlo todo no solo se basa en que lo que nos rodea está en continuo movimiento, sino que nosotros mismos, en nuestro interior somos un vaivén de emociones que nos convierte en eres imprevisibles; somos volubles, inestables y, aunque en ocasiones estos cambios no son permanentes y pueden depender de circunstancias efímeras y volátiles, en otras pueden llegar a volver a hacernos respirar por primera vez como si jamás lo hubiéramos hecho. A veces puede ser una mirada, en otras, una frase en el momento adecuado; poco importa la forma, pero el fondo nos conduce a descubrir un mundo nuevo entre todo aquello que creíamos conocer.

Sin duda, si hay un arma poderosa y contundente en este sentido, esa es el amor, capaz de convertir un mundo arruinado y tóxico en el lugar más sublime y maravilloso que hayas podido imaginar. Ese sentimiento te hace recuperar las ansias por descubrir,

esa inocencia infantil que erigía el mundo en un polifacético campo de juegos. Así vuelves a ser tú, el que una vez fuiste antes de verte mutilado por la realidad. Simple y feliz.

Por otro lado, entre muchos otros hay otra circunstancia capaz de revertir un mundo con tanta o más fuerza que el amor. La pérdida de un ser querido, en menor magnitud causada por el desamor, en la mayor por el final de una vida, cambia la perspectiva que cualquier observador tiene sobre el mundo, formas de dolor que modifican la existencia y te dejan huella para siempre, impidiéndote ser lo que una vez fuiste, porque lo que eras se debía en parte a esa persona que tenías cerca.

 

Daniel jamás consideró posible que su mundo pudiera volver a ser turbado de una manera tan brutal como cuando murió su madre, empero, se estaba dando cuenta, con la mirada perdida observando a su gato blanquinegro, que nuevamente, y solía ocurrir con frecuencia, se había equivocado. El aire era diferente, también la luz del sol, hasta las inanimadas paredes blancas de su casa también lo eran. Respirar era extraño; tragar, incómodo y sentir el latido de su corazón, desagradable.

Era consciente de que había cambiado y ya no cabía posibilidad alguna de que todo lo ocurrido fuera producto de su imaginación, lo sentía dentro de él como un puñal que se hallaba hendido en el núcleo de su esencia. A pesar de estar durante un buen rato en la Ciudad Esencial, en Madrid parecía haber transcurrido apenas cinco minutos, por lo que nada más regresar a su mundo original, el sudor de su carrera seguía en su sitio y la vida parecía continuar con su curso inalterable. En el camino de regreso al piso de su padre, el joven pudo asistir a cómo varios recolectores se paseaban por el parque tratando de, como había hecho él, obtener algún ánima de anciano que pudiera satisfacer sus necesidades. Para su extrañeza, ya no le resultaba incómodo pensar en un sentido tan frío de las almas humanas, no tras lo experimentado; quería demostrarse a sí mismo que ese era su verdadero camino, y para ello tenía que recolectar almas, no quedaba otra opción. Tras regresar a casa y dormir como un lirón, la vaga esperanza de que todo volviera a su estado original se desvaneció, puesto que no solo recordaba todo lo acaecido, sino que continuaba percibiendo su ser absolutamente alterado.

Por fin, tras pasarse varios minutos obnubilado sentado en su sofá de cuero bruno con Pipi rebozándose contra sus piernas, el chico se puso en pie y salió del salón para introducirse dentro del baño y cerrar la puerta color caoba tras de sí.

Daniel se giró hacia el espejo y se quedó parado un momento.

Notaba algo diferente en su cuerpo. No, era el mismo, aunque de alguna forma lo veía distinto. Para el joven el ejercicio de despreciar su físico era más que tónica habitual, y por contra ahora podía contemplar su imperfecta cáscara corpórea sin ningún tipo de aversión. Ya no le sorprendía nada, viendo lo visto, aquello le causó una divertida carcajada: “¿Puedo mirarme en un espejo sin tener ganas de vomitar?...Yupiii....”, dijo para sí.

De sorprendente buen humor, fue imbuido por una andanada hilarante que lo acompañó hasta el interior de la ducha, dentro de la cual abrió el grifo girando la llave situada a la izquierda, luego de comprobar que la correspondiente a la temperatura estaba situada en la posición adecuada.

La reacción que le invadió cuando el agua contactó con su piel no era la que esperaba. En teoría, Daniel debería haber sentido primero la tibieza del agua y después, poco a poco, haber disfrutado del placentero proceso del paso de esta a una temperatura más caliente, sin embargo, no padeció ninguna de las fases a las que estaba acostumbrado cuando se duchaba; era como si no tuviera sensibilidad, el agua era agua y sí, estaba recorriendo su piel pero, frío, calor, aquello no importaba, como si de algo trivial se tratara. El joven decidió comprobarlo, y sin misericordia con su propio ser, giró la llave hacia la zona más caliente y cerró los ojos a la espera de sufrir un calor abrasador. Podía sentir que el agua estaba caliente, pero ni le molestaba ni era capaz de disfrutarlo, circunstancia que un día antes le habría hecho huir despavorido de aquel infierno acuático, pero que ahora solo le resultaba curioso. Repitió la prueba, pero lo hizo llevando la llave hasta la posición más fría. Otra vez algo similar, notaba la temperatura helada, pero le era indiferente. Nada era ya igual. Nada.

El recolector se enjabonó todos y cada uno de los reductos de su ser, imbuyó su cabello de champú y se aclaró para, sin perder demasiado tiempo, abandonar la ducha. Daniel salió desprendiendo una fragancia de olor a manzana edénica en comparación al hedor a

sudor seco de momentos antes. Aún con el cabello mojado, regresó a la sala de estar y abrió el armario, dentro del cual tenía colgada su ropa, aunque lo de colgada es una falacia puesto que la mitad de las prendas estaban amontonadas de manera caótica. El estudiante repasó con su mirada la ingente cantidad de camisetas que poseía, intentando descartar aquellas que pudiera haber utilizado recientemente y que por lo tanto, estaban sucias, para acabar deteniendo sus ojos en una blanca que estaba adornada por una especie de grafito negro en forma de pelota de fútbol americano. Tras ponerse la camiseta, Daniel abrió el primer cajón de la zona inferior para acceder a su ropa interior y sacar un par de calcetines blancos, cuyas marcas distintivas en la zona del tobillo eran diferentes, señal inequívoca de estaban a punto de convertirse en una pareja de conveniencia nacida de la desaparición de sus respectivas parejas naturales. Después extrajo también unos suaves calzoncillos grises y cerró el cajón.

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