Death

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Una vez hubo terminado de ocultar sus partes nobles y cubrir sus pies, el joven estiró la mano izquierda para coger unos vaqueros negros y una camisa blanca con rayas verticales negras que esta sí, se hallaba colgada e inesperadamente, bien planchada, para terminar de vestirse y estar casi listo. Vestido, el chico regresó al baño, parándose un momento en el corto trayecto para depositar dos dulces caricias en el lomo de su gato. Ya dentro, se miró al espejo y volvió a repasar su imagen. No era capaz de recordar la última vez que había tenido la osadía de contemplarse durante tanto tiempo sin empezar a odiarse y vomitar invectivas, seguía resultándole extraño, pero no iba a protestar, esa reacción resultaba más positiva que castigarse por ser como era.

Luego de haberse repasado lo suficiente, Daniel se giró para alcanzar de nuevo la toalla y se la paseó por su rubio cabello en pos terminar de retirar los últimos vestigios líquidos de la ducha. Hecho lo cual, colgó la toalla de un enganche situado detrás de la maltrecha puerta del baño y estiró su brazo derecho para alcanzar un bote de gomina para peinarse.

El chico cambiaba bastante de estilo, tanto de vestir como de peinado, puesto que la monotonía en ese sentido le resultaba aburrida, sin embargo la actual longitud de su cabello le imposibilitaba un buen número de peinados, por lo que no tuvo demasiadas dudas sobre a qué proceso de moldeado someterse. El recolector se untó las manos de

aquella sustancia verdosa cuyos compuestos desconocía —y quizás fuera mejor que no descubriera ante el riesgo de atisbar un funesto futuro alopécico— y antes de darle tiempo suficiente a que se secara, se lo ungió en su cabello primero de forma alocada para distribuirlo equitativamente por el mismo, y después con mayor mesura en pos de lograr el efecto deseado. El resultado final fue el esperado: una ola rubia que caía de derecha a izquierda en forma de flequillo. Sin embargo, no podía entonar todavía la oda de la victoria, pese a que la zona frontal estaba bien resuelta, el joven se topó contra uno de sus enemigos más aguerridos: el posterior sector rebelde cabelludo que eludía el yugo del fijador para distribuirse en numerosas direcciones dando la impresión de un caos que crispaba al recolector enormemente. En esta ocasión, sin fuerzas para luchar, tomó la decisión de humedecerse las manos y pasárselas por la zona trasera de su cabeza para reducir, por el momento, a los insurgentes.

Por fin culminada con éxito la misión, el joven terminó el proceso de aseo lavándose los dientes, la cara, echándose desodorante, colonia... lo habitual. Por fin listo, abandonó el baño, para nada más cruzar el umbral de la puerta, verse asaltado la duda acerca de si había recogido debidamente los diversos elementos blandidos para su aseo personal. Durante años su madre le martilleó con la incomodidad que suponía esa terrible manía de dejar todo patas arriba como, como si el baño hubiese sido arrasado por el más brutal de los pueblos vikingos.

Recordando aquellas reprimendas, regresó sobre sus pasos y comprobó que el bote de cera estaba abierto y que el cepillo de dientes yacía tirado en la pila. Liberando un bufido de incomodidad, recogió el baño y esta vez sí pudo abandonarlo con el recuerdo de su madre más presente que nunca.

A punto ya de salir, Daniel fue a parar al cuenco de cerámica en el que tenía depositados, entre otros elementos, las llaves de casa y su cartera. Al lado de los objetos citados descansaba una foto tamaño carnet de su figura materna, efigie en la que se mostraba sonriente, exhibiendo una bondad sublime y suprema. Daniel quiso llorar en ese momento, pero no pudo, no había sido capaz desde su fenecimiento, estrellándose en cada tentativa contra el muro levantado de sus recuerdos, insuperable pared que impedía que pudiera llevar a cabo tan necesario proceso de catarsis.

El joven depositó un beso sutil en la foto y la devolvió al cuenco. Alicaído, se acercó de nuevo al armario empotrado y cogió un par de botas de cuero negras —no es que tuviera varios pares, de hecho era el único que poseía— dotadas de dos cierres, uno en el empeine y otro en la zona de la pantorrilla.

Mientras se ponía las botas, el joven no pudo evitar sentirse como si alguien estuviera acuchillando su esencia con un machete al más puro estilo Jason de Viernes XIII. La había amado con la locura propia de un hijo amaba a su figura materna, pero aderezada por las circunstancias que solo podían nacer de la ausencia de un padre en el proceso de desarrollo del niño. Sufrió y sonrió con ella, en los últimos años mucho más lo primero que lo segundo, pero ese cariño supraterrenal no había menguado ni un ápice por mal que lo pasaran.

Le puteaba, por supuesto, la ausencia de despedida y recibir como adiós los envases vacíos de las pastillas causantes de su final.

Necesitaba preguntarle el porqué, y no porque desconociera la respuesta, ya que probablemente era sabedor de mayor parte de la raigambre que conformaba la decisión que tomó, sino porque tenía que escucharlo de su boca, de su mirada... Si Tomás no le había engañado, podría volver a verla. Sí, Tomás existía, por mucho que todavía le costara creerlo, lo acaecido era más real que la vida misma, por lo tanto, volver a encontrarse con su madre e incluso poder despedirse de ella parecía ahora hasta plausible.

El joven terminó de arreglarse introduciendo los bajos de sus pantalones dentro de las botas de cuero y, situándose frente al espejo del recibidor, terminó de repasar los detalles de su vestimenta. Se dio un escueto aprobado, salvo por el detalle de su cabello, cuya rebeldía posterior había regresado. Sin pulsión competitiva alguna, fue práctico y cogió uno de los sombreros borsalinos que se hallaba colgado cerca del recibidor y se lo puso en la testa ladeado hacia la derecha, sofocando con éxito la nueva crisis capilar.

Listo, asió su mochila gris y se la colgó al hombro izquierdo.

Hizo lo mismo con su cartera, sus llaves, su mp... Todos los elementos necesarios para sobrevivir en aquel mundo necio y hediondo. Antes de abandonar la habitación, no pudo evitar pasear su mirada una vez más por la foto. Con el corazón estremecido, y ataviado al más puro estilo La naranja mecánica, salió de la casa despidiéndose de Pipita con la fuerza de aquel carcomido por la curiosidad de desvelar su futuro inmediato.

Durante su descenso en el ascensor, el recolector se percató de que se había preparado como si tuviera que ir a la universidad cuando era absurdo que fuera porque, en teoría, a partir de ese momento su tarea no sería otra que repartir la muerte por el mundo: “¿Qué se supone que voy a hacer? Ir a clase y cuando el profesor de literatura medieval me hable de la tradición folclórica de los muertos musicales... ¿Soltar una carcajada? Me temo que no”, reflexionó para sí al tiempo que atravesaba el portal del bloque saludando al enjuto portero con un cortés ademán.

Todo era distinto, ni mejor ni peor, simplemente diferente. Cada paso parecía el primero que daba en su existencia, cada pestañeo, la reiteración de un incómodo y a priori tic inútil que amenazaba con atosigarlo de manera recalcitrante... Pero por encima de todo, lo que más había variado respecto a su percepción habitual del mundo era la gente. Daniel era un gran observador, podía quedarse ensimismado con los detalles más pequeños del mundo, del mismo modo que podía verse atrapado por una mirada precisa en un momento determinado.

Le encantaba intentar atravesar la brumosa barrera que todo ser humano transmite a través de sus ojos para, de ese modo, intentar diseñar un arquetipo sobre dicha persona. En la mayoría de los casos, el resultado era el fracaso más absoluto puesto que casi nunca podía confirmar sus enrevesadas cavilaciones, sin embargo, ahora lo veía con claridad. Con el simple hecho de cruzar sus ojos con cualquier viandante, en su interior se despertaban diversas sensaciones, desde náuseas, pasando por excitación y hasta llegando a la ansiedad. Ya había experimentado aquellos “pálpitos” en la Ciudad Esencial, pero no dejaba de sorprenderle. Especialmente llamativo era cómo estas pulsiones no danzaban al compás del aspecto físico de los sujetos; por muy bien vestidos o arreglados que estuvieran, sus almas podían resultarle totalmente nauseabundas, y viceversa. Por lo tanto, si aplicaba alguna de las lecciones que le había impartido Tomás, cuanto peor fuera la sensación que le transmitiera una esencia, peor como ser humano era, y por ende, más desagradable le resultaría el proceso de asimilación de su alma, y lo mismo ocurría en la otra dirección.

El joven solo tenía una manera de comprobarlo: recolectar alguna esencia por los métodos que le había enseñado el cazador, pero por ahora, y salvo la tímida incursión en la materia que había realizado con el anciano en el parque, no tenía experiencia alguna, evidentemente.

Por otra parte, y pese a que momentos antes una descarga de convicción portentosa le había embestido , su tornadiza personalidad se mantenía intacta y, en consecuencia, sus inseguridades volvieron a aflorar al tiempo que detenía el traqueteo producido por el impacto de los tacones de sus botas en la calzada: “Son seres humanos, con una vida, una familia... —se planteó—. Puedo tratar de convencerme de que debo hacerlo porque es mi destino, pero no creo en el destino y menos una situación en la que he sido yo mismo el que ha escogido su camino. Vale, la otra opción es la muerte y que mi sino fuera, como parece lógico, ignorar esa posibilidad, pero teniendo en cuenta mi estado anímico en las últimas fechas, el citado destino, en caso de existir, ha jugado una mano muy arriesgada. No sé por qué me centro en el destino, quizás porque no encuentro otra razón para tratar de justificar lo que parece que tengo que hacer —reconoció el recolector algo soliviantado, mientras observaba a los ignorantes transeúntes que paseaban a su lado—. ¿Qué derecho tengo yo a terminar con la vida de esta gente? No puedo escoger a cualquiera, me importa poco que sea más desagradable o menos, pero tengo que estar seguro de que si absorbo un alma, sea porque esta merece un castigo... Es divertido, ya pienso en apoderarme de almas cuando todavía sé menos que nada sobre nada. No debería obsesionarme como siempre hago, debo tomarme esto con calma...”.

El joven liberó un suspiro mientras elevaba su mirada, en dirección al rey de los cielos: el Sol. En aquel momento, le llamó más la atención que nunca, puesto que prácticamente acaba de conocer un lugar sin astros ni estrellas que decoraran el firmamento. Es curioso comprobar cómo las cosas más insignificantes cobran relevancia cuando se ven modificadas, por ello es difícil que una persona que se ve sometida a cambios demasiado drásticos en un reducido espacio de tiempo, no sufra alguna patología mental de mayor o menor gravedad al enfrentarse a un mundo diferente al que está acostumbrada.

Pugnando por no dispersarse, Daniel reinició la marcha cruzando el paso de cebra situado a su derecha, con el objetivo de llegar hasta la acera contraria y caminar así hacia el intercambiador de Avda. de América.

 

 

Durante su caminar, el joven no podía quitar ojo a toda la gente que discurría de un lugar a otro centrada en llevar a cabo sus quehaceres. De alguna modo, había alcanzado uno de esos ideales que por el hecho de ser humano siempre pensó que le resultarían esquivos: superar la injusta barrera superficial creada por la imagen y poder, cuan mirón en jardín ajeno, asomarse por la ventana de la esencia de las personas sin verse fustigado por la lacra del aspecto externo. Él era el primero en, avergonzado, reconocérselo a sí mismo; por mucho que quisiera hallar esa luz que siempre necesitó, jamás la había buscado en una mujer que no le atrajera físicamente, esgrimiendo una hipocresía total y absoluta, una de tantas. No obstante, ahora se encontraba en un increíble estado de sublimación que le hacía contemplar el mundo por encima de las connotaciones superficiales sin hacer ningún esfuerzo, y no podía negarlo, le encandilaba.

De súbito, un recolector pasó a su lado. ¿Cómo lo reconoció?

Los hábitos... sin duda, vestimenta inadecuada para una misión de infiltración que se precie. Daniel lo siguió con la mirada, iba encapuchado y al parecer perseguía a un hombre menudo y rollizo de nervioso tupé danzarín. El joven sintió una paz inmensa al observar a aquel individuo, el cual no parecía cargar con mayor pecado que el de la mundanidad. No pudo evitar sentir curiosidad. Era conspicuo que aquel recolector pretendía hacerse con el alma de ese hombre. Habida cuenta de su poca experiencia en el terreno, una observación práctica no le vendría nada mal.

El joven buscó los hábitos de aquel recolector y, tras un rápido ojeo, los halló virando la esquina de la calle. Sin ceder un instante, y supurando cantidades ingentes de nerviosismo, comenzó su improvisada persecución. No tenía muy claro qué hacer en caso de que, por ejemplo, el recolector se percatara de su presencia e interpretara su seguimiento más como un intento de intromisión que como un inocente ejercicio de aprendizaje. Sin embargo, la posibilidad de que aquel ánima esgrimiera su guadaña contra él no le medraba, sino todo lo contrario, una extraña fuerza beligerante que nunca había hallado en sus ejercicios introspectivos previos le hacía anhelar la pendencia. Por una razón ignota, no podía domar la necesidad de demostrar que podía combatir y defenderse, tal y como Hurley hiciera en su combate del Coliseo.

Daniel progresó en su persecución acercándose a unos dos metros del recolector y su objetivo. Intentaba caminar con cuidado, procurando que el estruendo provocado por sus botas al estrellarse contra el suelo no llamara la atención de ninguno de los dos. Por desgracia, aquel paso circunspecto a punto estuvo de hacerle fracasar la misión al no poder seguir a sus objetivos con la suficiente presteza, por lo que defenestró toda cautela y aumentó la marcha.

El hombre dobló la esquina dos veces, con el recolector bien pegado a su alma, y una vez se hallaron frente a un bar de tantos de los que se emplazaban por la zona, ambos entraron. Pese a que Daniel se sentía nervioso y acelerado, tanto el ritmo de su respiración como el latido de su corazón se mantenían normales, constantes, lo cual le causó cierto desconcierto: “Sin ser lo mismo, mi cuerpo parece reaccionar como en la ducha, como si se hallara en un invariable equilibrio absolutamente inquebrantable. No debería extrañarme, en teoría ahora... soy inmortal... —caviló para sí el recolector—. En fin, da igual, ya estoy aquí, tengo que entrar...”.

El joven se aseguró de que el sombrero continuaba en su sitio, y subió los dos escalones situados en la entrada del local, para acabar accediendo al interior sin traba alguna, ya que la acristalada puerta decorada con el típico cartel de “perros no” —representado mediante el icono de un can tachado por una cruz— estaba abierta de par en par.

Nada más poner un pie en el interior del bar, un orondo tabernero y su único cliente, un anciano de bigote canoso, lo miraron mal encarados.

Daniel los ignoró vilmente, y llevó su mirada al fondo del local para seguir los hábitos negros del recolector, los cuales se arrastraban por el suelo cual reptante serpiente acechando a su presa. El joven se quitó el sombrero y bordeó la barra para acceder el pasillo por el que acababan de pasar sus perseguidos, en pos de desvelar dónde se iba a perpetrar la asimilación.

Daniel no estaba acostumbrado a llevar a cabo maniobras tan pertinaces, sobre todo cuando era evidente que había muchas probabilidades de que se volvieran contra él. Debía de parecer muy extraño para el ojo ajeno ver a un chico entrando en un bar y, sin mediar palabra, dirigirse a la parte trasera del local en persecución de un individuo que había entrado instantes antes. Habría sido el acabose que el dueño del local hubiese podido ver al sujeto de los hábitos, por suerte, como Tomás le explicó en la Ciudad Esencial, era poco probable que poseyera esa capacidad.

Sin ánimo alguno de querer quedar atrapado en los enrevesados planteamientos que borbotaban en su interior, el recolector dobló una esquina dotada de una mugre inenarrable y llegó hasta tres puertas, dos correspondientes a los baños —con sus respectivos monigotes indicando el sexo— y una con el cartel de “privado”. El chico se tomó un momento y, por precaución, depositó su mochila gris en las baldosas negras de pulcritud dudosa que se distribuían a lo largo del suelo del bar. Sin rastro ni del recolector ni de su objetivo, Daniel abrió la puerta del servicio masculino, encontrándose sorprendentemente con que se encontraba vacío. Era un habitáculo minúsculo, con lo imprescindible: un lavabo, un espejo y un reducido espacio interior que separaba el váter del resto de la pequeña estancia.

Al no hallar a nadie pese revisar el lugar de forma minuciosa, desconcertado, se dio la vuelta y salió del baño. De súbito, una sombra rasgó el aire y lo golpeó mediante una contundencia tal que le hizo besar el piso con estrépito. Desde aquella perspectiva, llamémosla inferior, se topó con los bajos oscuros de unos harapos, los propios de un recolector. Inmediatamente, Daniel se llevó las manos a la cabeza, en concreto a su frente, para intentar mitigar el dolor producido por el impacto.

—No me gusta que me sigan... —advirtió el recolector, airado—.

¿Qué es lo que quieres? ¿Robarme a mi presa?

Superado el intenso dolor inicial, Daniel intentó desvelar el rostro de aquel que le había entregado un saludo tan “intenso”, empero se encontró con el obstáculo de que el recolector permanecía encapuchado.

—Tranq... —intentó proferir Daniel, interrumpido por la súbita aparición de un malhumorado tabernero que se había visto atraído por el alboroto.

La irrupción de aquel hombre le imbuyó en un estado de nervios que borró de un plumazo cualquier rastro de dolor por el golpe sufrido. No sabía cómo actuar ni mucho menos qué decir para salir de aquella problemática situación: por un lado, estaba el recolector, barra de acero en mano, y por el otro el hambrón dueño del bar, que desde su prisma, se hallaba ante un joven tirado por los suelos, con gesto desorientado, a su entender, por algún tipo de droga.

Todas las ideas que se le ocurrían para escapar de aquel atolladero eran sinsentidos mediocres y totalmente condenados al fracaso; estaba sentenciado. En ese momento, para su sorpresa, el tabernero se encogió de hombros y se dio la vuelta como si no hubiera visto a nadie.

—¿Qué te ocurre? —preguntó el recolector, ante el gesto de absoluta incomprensión que gobernaba el semblante de Daniel—.

Espera un momento, no me digas que no sabes que te encuentras en tu estado esencial... —elucubró, sorprendido—. Serás zote.

El agresor rompió a reír y, sin ningún tipo de pudor, le tendió la mano a Daniel. Este contempló receloso el gesto, pero asumiendo que sus opciones eran limitadas, aceptó aquella señal de buena voluntad y se apoyó en el recolector para ponerse en pie.

Recuperada la verticalidad, asistió a cómo el recolector se retiraba la capucha mostrando su rostro. Este estaba confeccionado por una nariz afilada, pómulos marcados y una mandíbula angulosa, mientras que su cabeza se hallaba gobernada por una delgada cresta de cabello color azabache.

—Pero, niño, ¿qué pretendes? Deberías tomar precauciones, de verdad. Por un momento te he considerado como una amenaza —profirió el ánima depositando la barra en el suelo.

—¿Por qué ese camarero no me ha visto? —cuestionó el joven, todavía confundido.

—Ya te lo he dicho zopenco, porque estás en tu estado esencial.

El golpe que te he dado ha derribado tu embozo corpóreo —explicó el recolector con cierto deje despectivo—. Tan solo tienes que echar una ojeada a tu atuendo para comprobarlo.

El estudiante bajó sus ojos glaucos y comprobó que, por arte de birlibirloque y sin que se hubiera percatado de ello, ahora iba ataviado con los hábitos negros típicos de las almas de su categoría. Palpó la tela negruzca para cerciorarse de que no era ninguna ilusión; en efecto, como ya pudo comprobar la primera vez que esos harapos cubrieron su alma, la textura era extremadamente suave, similar a la seda, pero a la vez dotada de una resistencia notable.

Convencido de que aquel individuo estaba diciendo la verdad, Daniel se armó de valor y acometió el tema que le interesaba: —¿Dónde está aquel hombre?

El recolector se quedó mirándole fijamente. Una gran tensión se apoderó de la atmósfera. El joven tenía claro que no iba a flaquear; una vez había tomado la decisión de llegar hasta ahí, no podía comportarse como un niñito asustadizo.

Tras el discurrir de unos segundos, el alma respondió.

—Lo tengo aquí dentro —desveló el recolector, haciendo un gesto con su cabeza hacia atrás, en dirección al baño de mujeres—.

Pero no debería importarte, chaval, no se juega con la comida de los demás. Desconozco qué es lo que te ha llevado hasta aquí, pero será mejor que te marches.

—Simplemente he venido a observar, nada más —se apresuró a contestar el joven—. Como acabas de comprobar, esto aún me resulta demasiado extraño. Quiero aprender todo lo que pueda.

Daniel no estaba mintiendo, ese era su objetivo inicial, sin embargo, en su interior confluían en el mismo sentido una retahíla de corrientes de diversa índole. Por un lado, estaba el alma humana, noble e inocente, por lo que Daniel había podido percibir. Por otro, aquel recolector, cuya esencia le transmitía cierta sensación de perfidia. Y al final, él mismo, que sentía que si invocaba su guadaña podía derrotarlo con facilidad; mas de inmediato una nueva vertiente de pensamiento que se sobrepuso a todas las demás: salir de aquel lugar relativamente ileso.

El ambiente estaba cargado de una fuerte presión; aunque no necesitaba respirar, Daniel sentía como si tuviera problemas para hacerlo. En el rostro del extraño recolector ahora gobernaba una sonrisa y cerca de él se hallaba su barra de metal, esa con la que momentos antes le había derribado. Con disimulo Daniel la miró de reojo, creía que solo podía ser herido por una guadaña pero para su sorpresa aquel objeto en apariencia mundano y común también era capaz de causarle dolor. Nuevas preguntas surgían en la mente del joven, cuestiones que Tomás jamás podría responder si no salía de aquel lugar.

De repente, el tipo se llevó su mano izquierda a la parte posterior del cuello y relajó su gesto facial.

—Bueno, parece que no mientes —dijo por fin el recolector, más tranquilo—. Te noto muy nervioso, es evidente que eres un novato un tanto desorientado, me pregunto dónde estará el cazador que te despertó... —el recolector se dio la vuelta y comenzó a caminar en dirección al baño de señoras—. En disculpa por mi falta de cortesía, voy a darte una lección gratuita. No te va a venir mal aprender alguna que otra cosa de cara al futuro.

Como si estuviera hechizado, el joven siguió al recolector hasta el lavabo de señoras para encontrarse que en el interior del cuarto del váter, encima de la tapa de aquel devorador de excrementos varios, estaba sentado el rollizo hombre del tupé, con la mirada perdida en el infinito, como si estuviera bajo el influjo de un profundo estado de shock.

—Ahora mismo este angelito está “dormido” —comentó el recolector con cierta sorna—. Estado idóneo para susurrarle al oído cositas, introducirse en su conciencia para jugar con ella e incluso poseer su desagradable cuerpo... ¿Te apetece jugar con él? —cuestionó morboso.

Daniel se acercó hasta el mortal. Era evidente que estaba totalmente incapacitado y a merced de lo que pudiera ocurrir, lo cual le despertó una sensación de lo más desagradable; desconocía si era más repulsivo el hecho de aprovecharse de esa manera de alguien indefenso o el tono despectivo empleado por aquel recolector. En cualquiera de los casos, debía salir de ese lugar y tenía que hacerlo de inmediato.

Entonces, notó cómo alguien le agarraba por los hombros, inmovilizándolo.

—No deberías ser tan confiado... —susurró el recolector en el oído izquierdo de Daniel, mientras este pugnaba por liberarse—.

Tienes una esencia demasiado apetitosa como para dejar que sea desperdiciada por un necio como tú...

Sus esfuerzos eran inútiles, sentía una diferencia de fuerza abrumadora, pero no solo se trataba de eso, era como si abrazara el morir, desaparecer en aquel momento como algo lógico y normal.

Aborrecía esa idea, pero por alguna extraña razón se imponía sobre todas las demás de su cabeza. Quizás, solo quizás, fuera porque no quería tener que llegar a hacerle a nadie lo que aquel recolector le estaba haciendo a ese pobre mortal. O quizás porque era lo mejor para todos.

Detuvo su lucha y se dejó vencer, cayendo de rodillas, liberado de la presa, pero totalmente derrotado.

—Así me gusta, cachorrito. No te preocupes, no te dolerá.

Daniel cerró los ojos y agachó la cabeza, mas de pronto se revolvió cual resorte; podía morir, pero no lo haría de una forma tan lamentable.

Para ese momento, el recolector ya asía su guadaña entre las manos, algo más grande que la del joven y adornada por unas tonalidades ocres. El estudiante se arrastró por el suelo hasta que su espalda chocó contra las piernas del mortal obnubilado.

—Ya no puedes huir, criajo —afirmó el recolector, con una sonrisa macabra en su rostro—. Vas a aprender una gran lección, la última de tu existencia.

El recolector alzó su guadaña. Daniel no tenía con qué defenderse.

Quiso introducirse en su esencia e invocar su guadaña como ya hiciera contra Tomás, pero no pudo, fue incapaz de concentrarse.

El filo cayó hacia él y entonces, ex abrupto, se detuvo en seco.

Confuso, Daniel levantó la mirada y contempló cómo el filo de una katana atravesaba la cabeza de su agresor, abriéndose paso por la zona del occipital para emerger a través de la frente. Daniel fue salpicado por una esencia amarillenta proveniente del interior de aquella ánima, sin embargo, no se movió ni un ápice; estaba paralizado por el miedo.

Una vez el filo fue extraído de la cabeza del recolector, apareció, cual ángel sangriento, la figura de aquella cazadora de cabello plateado con la que el joven se había topado nada más pisar el plano de las almas. Aquella gélida mirada todavía permanecía en su memoria y volver a contemplarla dio un tumbo en sus entrañas, se trataba del ser más bello que jamás había visto, uno capaz de convertir la muerte en algo hermoso y digno de ser glorificado; aquella alma, era el resultado de la mezcla de un ser de belleza edénica aunado con una esencia misteriosa, dotada de la extraña característica de lograr ser adictiva, incluso para aquellos que solo pudieran mirarla desde la distancia.

La cazadora se acercó hasta el cuerpo del recolector al que acababa de liquidar y retiró los hábitos por uno de los laterales de su cuello, dejando al descubierto un tatuaje negro con forma de arpa. No reflejó ningún tipo de emoción en su hermoso rostro al encontrar aquel detalle, se limitó a volver a cubrirlo para acto seguido aproximarse hasta Daniel. Lentamente se puso de cuclillas, situándose a la altura de sus ojos. La cazadora abrió levemente sus finos labios y recortó aún más la distancia con el recolector, acercándose peligrosamente hacia su boca.

Daniel no tenía corazón, pero si lo hubiera tenido, este habría latido a mil por hora. No podía reaccionar, aquella esencia tan extraña le desvencijaba tan solo con observarlo. Al final, la mujer desvió su trayectoria en el último momento para aproximarse hasta su oído derecho.

—No has estado aquí... —susurró, áspera.

Dicho lo cual, colocó su mano en la frente de Daniel y, de súbito, un fogonazo lo deslumbró. En cuanto se disipó la luz ya no estaba en el baño del bar, se encontraba en el interior del intercambiador de Avda. de América.

“¿Qué coño acaba de ocurrir? ¿Cómo he salido de ese baño?

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