Death

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¿Dónde está esa chica?”, se preguntó el recolector sin hallar respuesta alguna. Desconcertado, revisó sus ropas y comprobó que estaba vestido con su conjunto terrenal y que tenía su bolsa colgada en el hombro. El joven se acercó hasta el cristal de la cabina de seguridad para comprobar en el reflejo del mismo si quedaba en su ser algún rastro de los restos de esencia que le habían salpicado, pero estaba impoluto.

De no haber vivido en los últimos tiempos muchas situaciones de índole similar habría puesto su cordura de nuevo en entredicho, empero sabía que había estado en ese bar como del mismo modo estaba seguro de que esa extraña cazadora de gélida mirada le había salvado, sin motivo ni razón aparente.

Sintió un nudo en el estómago, estaba mareado y muy turbado por lo acontecido. Cayó en la precipitación y por ello había estado a punto de espicharla a las primeras de cambio. Necesitaba conectar con la realidad, salir de aquella vorágine y descansar. Todavía quedaban demasiadas cosas que desconocía, muchas preguntas sin respuesta, demasiadas.

Irritado, afectado y molesto, extrajo el abono transportes del bolsillo de su pantalón y pasó la banda magnética por uno de los tornos para acceder al metro subterráneo. Todo eran dudas e incertidumbre. No había nada sólido y eso lo desmadejaba. Trató de distraer su mente, pensar en cualquier banalidad mientras descendía las escaleras mecánicas destino al tren que lo llevaría a su realidad, pero lo único que conseguía dibujar su mente era a aquella cazadora.

Su mirada. Sus palabras. Su esencia.

 

 

Capítulo VII: Genio

 

Aquellos cuyo rango de pensamiento o habilidad se pasea por estratos diferentes a los de la media, son conocidos como genios. Son diferentes, especiales, genuinos, únicos entre los únicos, capaces de llegar más lejos, más alto, más profundo, carentes de las mismas limitaciones que el resto; resto que los teme, respeta y, claro, envidia. Ser un genio implica atisbar caminos, soluciones que, pese a haberse presentado mucho antes frente a los ojos de otros, se han mantenido cobijadas bajo una opaca penumbra de apariencia irresoluble, hasta la aparición de ese prodigio predestinado.

Probablemente, el pivote alrededor del que giran las virtudes de todo genio que se precie es el talento; talento para escribir, pensar, idear, diseñar... en definitiva, la capacidad que permite a ese privilegiado completar un recorrido X de una forma inalcanzable para el rebaño mundano, vulgo insignificante intrascendente para el progreso de la sociedad.

Pero poseer talento no implica ser un genio, conlleva tener potencial para quizás un día serlo y se necesita de un esfuerzo al mismo nivel de sublimidad para poder alcanzar el punto álgido de sus capacidades. De esta modo, muchos seres talentosos han tirado por tierra su futuro superior, experimentando en sus propias carnes que el trabajo que necesitan para llegar al mismo punto que los demás es menor, abrazando un inevitable conformismo que se acaba convirtiendo en un pesado bloque de cemento, capaz de aplastar al más afortunado de los privilegiados: si mi vecino, que no es un genio, necesita nueve horas de entrenamiento diario para correr una maratón, yo, que sí lo soy, quizás pueda hacerlo con cuatro horas de práctica al día. Sin embargo, deberé entrenar nueve horas no solo para ganarle a él, sino para ser el más rápido, objetivo que quizás me obligue a trabajar doce. Esto mismo ocurre con los genios del pensamiento, aquellos capaces de abrazar teorías inaccesibles para la gente común.

Estos iluminados están obligados a no limitarse a exhibir su superioridad con aquellos que están a su alcance, todos ellos inferiores en comparación a sus capacidades, deben elevar su mirada más alto en pos de buscar trascender, dejar huella y cambiar el mundo.

Por desgracia muchos de ellos, por ser genios, es probable que defiendan teorías y corrientes de pensamiento antipopulares en confrontación con los ideales de su época. Quizás algún día lleguen a cambiar a alguien, pero eso ellos no lo verán, ¿o sí? En cualquier caso esto al prodigio no debe suponerle noches de insomnio. No importa quiénes reconozcan su ideario transversal, lo fundamental es que él sienta que su aportación puede trastocar la realidad. Porque aquellos que actúan por el simple hecho de obtener el reconocimiento de sus semejantes no son más que mediocres petimetres gobernados por un tóxico delirio de grandeza. Estos son los prescindibles, lo sabemos, y aún así la sociedad se esfuerza por tratarlos con esos honores que suele negar a los verdaderos prodigios de su tiempo. ¿Por qué? Porque somos burdos humanos.

Eran como embestidas; todo su ser se veía azuzado por continuas andanadas espirituales de miles de millones de experiencias que estaban aunadas en una sola esencia y que ahora pasaban a formar parte de la suya propia: cada sonrisa, cada llanto, cada mentira, cada verdad… ahora todo le pertenecía a él, que había hecho lo imposible: derrotar a la flor de la Ciudad Esencial.

No sabía cuánto llevaba imbuido en aquella oscuridad, tampoco le importaba, las heridas tardarían en recuperarse y su esencia necesitaría bastante tiempo para fagocitar todas aquellas experiencias, todos aquellos recuerdos. Su destino era dejar huella en la existencia, objetivo que se había acercado con aquella victoria y, aunque todavía quedara mucho camino por recorrer, Hurley se sentía más cerca de aquel cielo que solo él estaba destinado a descubrir...

De súbito, abriéndose paso entre las abruptas montañas esenciales erigidas en su interior, se asomó la imagen de un chico joven, rubio, de ojos verdes. Se había entrometido, y gracias a ello pudo dar un tumbo al funesto destino al que incoerciblemente estaba abocado la pendencia. Quizás otros en su situación estarían agradecidos, pero él estaba furioso, primero, porque no podía depender de nadie, segundo, porque a ojos de todos, su éxito no sería recordado con todo el lustre que debería.

En ese momento, la umbría sala del Coliseo donde la esencia de aquel joven se había fusionado con la de su enemiga abatida, se removió cual organismo vivo, para dejar pasar proveniente del exterior a un hombre de cabello canoso y andar delicado.

El individuo presentaba un aspecto envejecido, pero aún así era apuesto, con un bien cuidado vello facial protagonizado por un bigote y una recortada perilla, ambos de un mustio gris apagado. Iba ataviado con un suéter de cuello largo negro y unos pantalones de seda grises que caían sobre unos elegantes zapatos negros de punta.

El hombre, de rasgos faciales muy definidos, se iba apoyando en un bastón de madera cuya empuñadura era plateada.

—Veo que te has recuperado rápido —comentó el cazador, con cierta ronquera en su voz.

—Estoy en ello —respondió Hurley sucinto, incorporándose en lo que parecía ser una improvisada cama de sombras adaptada a la forma y tamaño de su alma.

El cazador se aproximó hasta el malherido combatiente, no sin exhibir cierta torpeza a la hora de caminar.

—Has realizado una buena muestra de tus capacidades, Hurley.

Estoy orgulloso.

El joven levantó levemente la mirada para observar al cazador, después negó con la cabeza y desvió sus ojos brunos hacia las sombras, contrariado.

—No ha sido suficiente —se reprochó Hurley—. Ha sido demasiado ajustado, prácticamente he dependido del azar. Bien podría ser mi ánima la devorada por el Coliseo —aseveró el joven con aspereza—. Creo que había subestimado el influjo que es capaz de someter este lugar. No se parece en nada a ningún otro espacio de esta ciudad.

—No voy a decir que te lo advertí, pero estaría en mi absoluto derecho. Este lugar es demasiado único —comentó el hombre, con una media sonrisa en su rostro—. Si no hubiera sido por la interrupción de ese chico, como dices, podrías estar ahora en el interior de otra esencia. En cualquier caso la flor era una prueba muy dura para cualquier ser de esta realidad, con ayuda o sin ella, que hayas salido victorioso supone un hito memorable —volvió a loar el cazador—. Por cierto, ha venido a verte, o mejor dicho, ha entrado junto a ti a la sala de asimilación.

Hurley endureció el gesto de su rostro y se mordió el labio inferior.

—Por alguna razón, estoy empezando a sentir mucha tirria por ese chaval. No debería haberse inmiscuido —profirió Hurley cabreado, desviando su mirada hacia las manchas “vivas” de las paredes de la estancia, observando cómo estas se desplazaban y se montaban unas encima de otras como si las olas de un revuelto mar se trataran.

—Él también es un chico especial —desveló de pronto el cazador, centrando de inmediato la intención del joven—. Quizás no tanto como tú, pero también tiene algo distinto... —aseguró, dejando pie a la imaginación—. ¿No crees?

—No me cae bien —respondió adusto.

El cazador soltó una seca carcajada mientras sostenía su bastón por medio de ambas manos.

—Justamente, quizás sea por eso por lo que no te cae bien. Por ser diferente —caviló el ánima de aspecto envejecido, liberando de nuevo una seca risotada.

Enervado, el joven intentó ponerse en pie, pero se detuvo en mitad del proceso; la profusa herida de su torso seguía en pleno proceso de regeneración.

—No te esfuerces, este éxito merece que te tomes tu merecido descanso —le recomendó el cazador, haciendo un ademán para que se tumbara—. Tenemos todavía mucho que conseguir y te necesito en plenas facultades.

Resignado ante el dolor, el joven asintió y volvió a dejarse mecer por la oscuridad que lo rodeaba. Se sentía cómodo con su despertador cerca, era el único ser con el que tenía un vínculo algo más profundo que con el resto de esencias y existencias que habían pasado por sus vidas.

No era una vana cuestión de filias y fobias, su desinterés por la gente en general se basaba en simple indiferencia.

—Es fuerte —dijo de pronto el joven, torciendo el gesto—. Son muchas almas, muchos recuerdos al mismo tiempo. Se mezclan unos con otros en mi mente y no puedo pensar con claridad...

—Estamos obligados a cargar con un peso bajo el que no debería ser sometido ningún ser —reconoció el cazador con solemnidad—. Vas a tener que sufrir como nadie lo ha hecho para brillar sobre todos los demás, pero eres el elegido por la Muerte, Hurley, el elegido para someter y castigar a todos los cazadores.

El joven asintió. No era una cuestión ni de reconocimiento ni de éxito, para Hurley se trataba de demostrarse a sí mismo que podía pisar a quién quisiera cuando se lo propusiera, aunque nunca lo hiciera. Que su nombre tuviera la fuerza de medrar y conquistar en proporciones similares. Ser, simplemente, inalcanzable para el resto.

De pronto, el sonido de unas palmadas llamó la atención de ambos. En el umbral de la apertura que ejercía la función de entrada, apareció una figura de aspecto jovial y delicado, protagonizado por una llamativa melena rubia, descalzo y vestido con ropa, al menos en apariencia, confortable. Se trataba de Sacha.

—No creo que nadie te haya invitado... —profirió áspero el cazador de aspecto envejecido.

—¡Qué brusquedad, Robert! —prorrumpió Sacha, fingidamente ofendido—. Deberías tener algo de respeto por tus mayores, tan solo estoy de visita —agregó sonriente.

Con una celeridad asombrosa, Robert se interpuso entre la entrada de aquella umbría estancia y Hurley, apoyando la punta de su bastón en el pecho del delgaducho cazador.

Sacha ladeó levemente le cabeza, observando con recelo el elemento espiritual que presionaba su pecho esencial.

—Veo que sigues en forma pese a tu más que deplorable aspecto —apuntó, Sacha divertido.

Robert torció el gesto y presionó con más fuerza al número dos del ranking de cazadores.

—Estoy siendo cortés, Sacha, no me obligues a desmembrarte —amenazó el cazador con firmeza, sin mostrar ningún ápice de sometimiento ante aquella afamada ánima—. No pienso ser partícipe de tus jueguecitos. No eliminarte cuando tuve la ocasión es algo de lo que todavía hoy me arrepiento.

 

 

El cazador de melena desbocada apartó levemente el bastón con su mano izquierda y amplió la mueca sonriente que gobernaba su faz.

—Eso ocurrió hace mucho tiempo. Yo era joven, inexperto, menos bello y más burdo. Tú en aquel entonces eras Juez y todavía te hablabas con Tomás… Estoy seguro de que de repetirse hoy el resultado sería dramáticamente… distinto.

En la turbadora mirada de Sacha se podía vislumbrar una intrínseca agresividad que era respondida por el aplomo de los curtidos ojos de Robert.

De repente, Hurley se desembarazó de la oscuridad que lo envolvía y se dirigió a Sacha:

—Di lo que tengas que decir y márchate —ordenó contundente.

El cazador tornó su semblante en uno más lunático y desencajado y clavó su atención en Hurley; no podía creerse tanto el tono como la forma con la que se había dirigido a un ser tan sumo como lo era él. Por un instante, Sacha pareció verse abordado por el impulso asesino de aquel que quiere despedazar a su víctima sin contemplaciones. Pero fue una sensación efímera.

—Eres valiente y no puedo negar que me intrigas —Sacha miró de arriba abajo a Hurley, para luego centrarse en su maestro y después proseguir—. No podía ser menos tratándote de un proyecto de Robert.

Tanto Hurley como su maestro permanecieron en silencio.

—¿Hace cuánto no consumes un alma, Robert? Te veo muy demacrado.

Hierático, el cazador respondió con contundencia: —Estaba esperando a la tuya.

Dicho lo cual se hizo a un lado, dejando que Hurley tomara su lugar. El joven contemplaba al poderoso cazador con cautela; había algo en él que despertaba su ávida curiosidad, pero debía ser precavido ya que normalmente lo que le generaba ese tipo de interés resultaba funesto y peligroso, y sí algún ser encajaba en aquella descripción ese era aquel cazador.

Sacha le devolvió la mirada con lascivia y, luego de mantener el contacto visual durante unos instantes, volvió a tomar el timón de la conversación:

—Te has exhibido ahí fuera, vas a tener muchos apoyos a partir de ahora y sin duda te has convertido en uno de los fenómenos mediáticos más rutilantes de la Ciudad Esencial —le informó el cazador, con cierto aire burlesco—. La flor contaba con muchos seguidores, pero al final la pobre fue lastrada por su propia incapacidad para saber reconocer el talento cuando lo tenía enfrente —opinó el cazador, sin retirar su intensa mirada de Hurley—. Pero tú no eres solo talento, no —de pronto, el cazador recortó distancias con el joven hasta situarse a tan solo un par de palmos de su esencia—.

Eres mucho más, me atrevería decir que más de lo que he visto nunca, casi tanto como ese chico. ¿Cómo se llamaba? Uno escucha tantos nombres... Din... no... ¿Denneil? Era algo así, pero diferente. ¡Ya lo tengo! Daniel se llama. No creo que sea una coincidencia que, de repente, fenómenos tan extraordinarios hayan surgido casi al mismo tiempo. No puede serlo...

—Al grano —intervino Robert, impaciente.

—Claro, claro... Verás, Hurley —Sacha hizo una pausa para pasearse la lengua levemente por encima del labio superior—. Voy a organizar una fiesta, algo íntimo, solo para los más influyentes de este mundo. Tengo algo que anunciar, un evento de suma importancia para todos nosotros, y te quiero allí junto a tu maestro, evidentemente.

—Déjate de tont... —trató de responder Robert antes de ser interrumpido por su discípulo.

—Iremos.

La tajante respuesta del joven sorprendió a ambos cazadores, uno, congratulado de que su proposición fuera aceptada, el otro, intentando contener la descarga iracunda que se paseaba por todo su ser.

Satisfecho, Sacha acaricio el rostro de Hurley con dulzura, comprobando la inamovible flema del cazador.

—Pues ya está. No os arrepentiréis de asistir. Eso os lo garantizo.

El excéntrico cazador le dirigió una última mirada a Robert y abandonó la sala caminando con un sinuoso balanceo.

Nada más se hubo marchado, Robert le pegó un bastonazo en la nunca a Hurley, el cual lo recibió impasible.

—¿Se puede saber por qué has aceptado? Te he dicho muchas veces que no es alguien con el que debamos ni queramos tratar.

Tranquilamente, el joven dio la espalda a su maestro y se volvió a tumbar en su lecho de sombras.

—No tengo nada que esconder, y probablemente en esa reunión estén presentes muchos de los cazadores más influyentes de este mundo. Tengo que analizar mi siguiente objetivo... —dejó caer el cazador, pensativo.

—No me digas que... —un gesto de extrañeza se apoderó de la faz de Robert—. ¿Pretendes realizar un reto público? Es una locura, Hurley, tardarás mucho tiempo en recuperarte, es imposible que estés preparado para esa dichosa fiesta.

El joven dirigió una mirada cargada de convicción hacia su maestro.

—Lo estaré, no tengas dudas.

Robert quería seguir replicando, pero conocía a su discípulo y sabía que para lo bueno y para lo malo era una fuerza tan recalcitrante como irrefrenable. Si consideraba que estaba preparado, quizás lo estuviera, no obstante se jugaban demasiado como para arriesgarlo por la ausencia de un mínimo grado de circunspección. Y ahora que Tomás tenía algo entre manos debían estar alerta. Luego de un par de comentarios sin importancia, un silencio solemne se apoderó del ambiente. Después, el veterano cazador entendió que su pupilo necesitaba estar solo y, sin mediar palabra, abandonó la sala también imbuido en las ideas que volaban por su mente.

Aunque habían pasado muchos ciclos desde la separación de sus caminos, quizás los acontecimientos que pronto se cernerían sobre ellos le obligarían a reencontrarse con aquel que fuera su amigo.

Cavilando sobre este, y pensamientos mucho más truculentos, el cazador se fue caminando por los ya vacíos corredores del Coliseo.

 

 

Capítulo VIII: Vida ajena

 

 

Muchas veces, es como si viviéramos en varios universos al mismo tiempo, diversos mundos con sus reglas, sus sistemas, sus pactos tácitos... Esto nos obliga a llevar diferentes máscaras e ir cambiándolas dependiendo de con quién nos encontremos, dónde lo hagamos y cuándo nos ocurra; en la calidez de nuestro hogar somos de una manera, en el trabajo nos teñimos de otra, caminando por la calle nos disfrazamos de alguien distinto, en la panadería sonreímos de una forma, a la chica sentada enfrente en el metro la miramos diferente… De algún modo, somos varios dentro de nosotros mismos; baile de personalidades fundado en que estamos codificados para adaptarnos a los múltiples contextos puede plantearnos el mundo que nos rodea.

El problema llega cuando se emplean tantas máscaras que se olvida qué era lo primero que embozó la careta primigenia. Abrazar el arte del disfraz como vicio es como todos los vicios, una adicción peligrosa que corrompe personalidades y esencias. Estamos de acuerdo en que es más fácil vivir bajo el cobijo de nuestras propias mentiras, pero ¿eso es vivir? O en cambio es tratar de vivir como quieres que sea la vida y no como realmente es. Quién sabe.

Mientras Daniel observaba a Inés, ya no le recorría aquella sensación ingrávida que siempre le habían producido sus carnosos labios, la sutileza de sus pómulos o la lascivia de su mirada.

En el pasado, el joven hubiera quedado prendado de sus certeras palabras, de su refinada retórica, de su pervertida sagacidad, no obstante, ahora era como si ella ya no fuera aquella ni él fuera aquel; en cierto sentido, al menos en lo que compete a esa segunda sensación, no podía ser más cierto:. “Es increíble, ayer... ¿ayer? Ya no sé ni en qué día vivo, me duele la cabeza... En fin, digamos que ayer volvía a estar sometido bajo ese tortuoso embrujo con el que solo ella es capaz de hechizarme —recordó el recolector—. Sin embargo, ahora ha perdido ese poder. Sigo atisbando con claridad los sentimientos que me ligaron a ella, pero también puedo apreciar con total nitidez todo el dolor que me provocó estar a su lado. Además, puedo ver su esencia tal y como es, y no me gusta; percibo una especie de agua enturbiada, cuyo fondo está tan opacado por la suciedad que es imposible apreciar su profundidad. Ojalá pudiera compartir esto con David. Tenía demasiada razón...”.

En ese momento, el recolector se percató de que Inés, David y su novia lo observaban en silencio. Daniel liberó un distendido bostezo, o al menos intentó hacer como que bostezaba, puesto que ese tipo de reacciones físicas ya no tenían cabida en su estado actual.

—Perdonad, chicos pero estoy bastante destrozado... —arguyó el joven, tratando de justificar su ensimismamiento.

Una maléfica sonrisa se dibujó en el rostro de Inés.

—No te preocupes, Dani, estamos acostumbrados a tus pérdidas de atención. Las conversaciones adultas nunca han sido tu especialidad —aseveró la joven hiriente, sin borrar su turbador gesto de sádica felicidad.

Días atrás, Daniel se hubiera soliviantado y habría replicado con acidez a su ex pareja, pero las cosas habían cambiado, por lo que se limitó a sonreír y a asentir sin mediar palabra.

La inesperada reacción del recolector llevó un súbito desconcierto a los semblantes de los presentes. Ese no era ni el novio que Inés había tenido ni el amigo que en tantas noches consoló a David en el pasado. Algo estaba ocurriendo. El recolector, por su parte, se limitó a llevarse a la boca el vaso de tubo que tenía enfrente, lleno de un burbujeante refresco de cola, y dio un generoso trago.

Aquel líquido no le sabía a nada especial o al menos no le satisfacía como siempre lo había hecho, mas no podía alterar sus costumbres de repente por si alguno de sus conocidos sospechaban, aunque claro, ¿qué iban a sospechar? ni la mente más perturbada sería capaz de imaginar lo acaecido en los últimos tiempos o al menos, eso pensaba Daniel.

Los jóvenes estaban reunidos en un bonito pub de corte irlandés del centro de la ciudad, adornado con diversos motivos de aquel país —periódicos con fechas conmemorativas, banderas, bufandas, duendes de San Patricio…—, y su estructura era un compendio bien conjuntado de diversos tipos de madera. Nadie podía negar que tenía más caché que el Atenea, pero el recolector no podía evitar echar de menos al malhumorado Ramón, siempre gobernado por su teatralizado gesto de enfado. De ser por él jamás habría escogido un lugar como aquel, pero cuando se percató de que tenía unas quince llamadas perdidas y más de veinte mensajes en whatsapp procedentes de David, el joven ya se había presentado en su casa con el plan absolutamente conformado. Comprendiendo que su amigo podía sospechar ante su abrupta desaparición, decidió escudarse en una imprevista y terrible enfermedad de la que también quiso servirse para eludir la cita, no obstante, David fue bastante convincente a la hora de hacerle cambiar de parecer: “Si no te presentas, mi novia me ha dicho que, literalmente, me matará”.

Amenaza que pudo contrastar después de contemplar el alma de la cruel pareja de su amigo; al igual que la de Inés, esta era mugrienta, turbia, hedionda hasta un punto tal, que Daniel encontraba enormes dificultades para mantener la compostura cerca de ella.

Aunque realizaba denodados esfuerzos por parecer normal, tratando de apagar cualquier indicio de sospecha, no podía evitar despistarse cada vez que divisaba a través del ventanal del pub a un recolector o a un cazador caminando por la calle. Era curioso comprobar cómo incluso podía haber corros de tres o cuatro de estas almas conversando, por ejemplo, en medio de la carretera, con los coches atravesándoles como si nada. Por mucho que lo intentaba, el joven no era capaz de dejar de fijarse en sus, por así llamarlos, conciudadanos, por lo que en una rápida maniobra para no distraerse, interpuso el menú del local entre su esencia y los acontecimientos del exterior.

Sin la citada distracción, Daniel devolvió su atención a la mesa.

La conversación tocó muchos palos, desde la situación política del país, enfocada sobre todo a los obstáculos cada vez mayores que los jóvenes encontraban para acceder a la educación universitaria pública hasta las últimas novedades en el cine, pasando por un tortuoso pasaje de comparación de bolsos en el que su amigo David, sin éxito, le pidió con la mirada que lo rescatara llevando la conversación al terreno deportivo, pero no intervino, puesto que tenía otras cosas en la cabeza.

Al escucharles hablar y conversar de aquellos temas, unos más triviales que otros, el joven sintió un vacío inenarrable. Nada de aquello le despertaba el más mínimo interés y, no obstante, sentía la extraña querencia de que así se tratara, de poder exaltarse ante una opinión que no concordara con la suya o de expresar algo que lo estimulara, cualquier tema, cualquier cosa. Mas no podía: “Empiezo a comprender por qué algunas almas se marchan a la Ciudad Esencial y nunca vuelven. Esto es similar a cuando pierdes algo, quieres recuperarlo e incluso puedes ver dónde está, pero por el contrario no puedes alcanzarlo. Esta ya no es mi vida, esto ya no forma parte de mí —caviló el recolector dolido—. Incluso ella, que era capaz de manipularme cual ducha titiritera, no puede. Soy inmune”.

Entonces, el joven miró a esa chica de semblante estudioso que tantas veces le hizo perder la cabeza. Sabía que el amor que le había profesado fue real, pero ahora era capaz de ver sin barreras ni mantos confusos el daño que le había causado en pos de satisfacer su retorcido sentido del amor. El joven remedó en ese momento aquella vez que le hizo creer que se lió con otro para demoler su orgullo, justamente en una época en la que su autoestima se paseaba por un estadio optimista, por así llamarlo, una de tantas en las que Inés evidenciaba una enfermiza obsesión por empequeñecerlo, cuando atisbaba señales de que podía huir de aquel umbrío pozo que cada día pugnaba por ahogarle entre sus amargas sombras.

De súbito, una pregunta directa de David le sacó de aquel turbulento mar de recuerdos:

—¿A qué sí, Dani?

El recolector tragó saliva, aunque no le hiciera falta, presionado por la inquisitiva mirada de su amigo. No le había escuchado y, en consecuencia, estaba en fuera de juego. En ese momento, Nuria, la novia de David, soltó una sonora carcajada.

—Has visto, cariño, ni siquiera tu amigo te escucha, mejor mantente calladito —comentó la joven con desdén.

“Ira aumentando...”, como bien diría aquel icónico monstruo verde de los cómics conocido como Hulk. Nuria era capaz de despertar lo peor de Daniel, y aunque muchas cosas eran ahora diferentes, aquel odio inherente continuaba latente. Se trataba de una chica atractiva, de corto cabello rizado, tez morena y un llamativo piercing en la nariz. Sus cualidades más destacables: la crueldad y la posesión. Era un gran complemento para Inés, menos inteligente, sutil y elegante, pero al fin y al cabo de su mismo corte, u séase, una arpía empedernida.

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